Читать книгу La gente me cuenta cosas - Adela Sánchez Avelino - Страница 6
ОглавлениеLa sonrisa de Facundo al abrir sus regalos le puso algo de luz al día que había sido agotador. Son las once de la noche. Me sirvo un tequila con limón y sal en los bordes del vaso y me deslizo entre las sábanas. Esparzo en la cama los libros que traje de Escaramuza, entre ellos, el Diario de Juventud de Idea Vilariño. Cuando me duerma velarán mi sueño desde el lugar que ocupaba Hernán.
Esta misma mañana hace exactamente quince horas, en la esquina de Callao y Guido, Hernán me estaba esperando para ir a tomar el avión a Montevideo. Lo saludé con un beso rápido en la mejilla, y sentí la suavidad de su barba y la mezcla del perfume con su piel. El pulóver de hilo celeste cielo, que llevaba atado sobre los hombros, le daba luminosidad a su mirada. Yo me había vestido con cuidado: leggins al cuerpo, blusa camuflada en tonos marrones y chatitas color crema.
—Te queda lindo el pelo corto —fue lo primero que le dije.
—Creo que vamos a llegar con tiempo de sobra para hacer las cosas tranquilos... —respondió como si concentrarse en lo que había que hacer lo ocupara por completo, impidiéndole pensar en otra cosa.
Subimos a un taxi que bajó por Callao hacia Libertador. El auto se detuvo de golpe en un semáforo y la brisa trajo el aroma del perfume de Hernán. No era el que había usado cuando estaba conmigo. Me acuerdo del olor a manteca tibia que despedía cuando amanecíamos juntos. Me había enamorado hacía siete años, un día cuando lo vi venir caminando por Callao en dirección a casa con la camisa blanca con el botón del cuello desprendido y el traje negro. Tenía el pelo un poco largo, lo que le daba un aire de despreocupación, en los hombros se le formaban unos rulos grises y sedosos. Traía una rosa roja en la mano y, en la cara, una expresión de alegría que pocas veces le volví a ver.
Un rato después, en el taxi, el conductor se dirigió mecánicamente a Salidas Internacionales y Despacho de Equipaje, pero él le indicó con un gesto que íbamos por el día. Le propuse quedarnos una noche, pero me contestó que tenía que trabajar.
Bajó del auto apurado para hacer el check-in, que tardó un minuto. Subimos la escalera mecánica del preembarque y nos incorporamos a la fila para pasar las cosas por el detector de metales. Hernán, nervioso, analizó a quienes tenía adelante y pareció decirme algo así como “no traerás nada que nos demore, ¿no?”. En migraciones nos tomaron la huella del pulgar y la foto.
Desembocamos en el Free Shop. Me asomé por encima de unos estantes y lo vi preguntar por una afeitadora. Me sentía con los pies a varios centímetros del suelo cuando elegí Absolutely Blooming de Dior y una ropa interior de Victoria´s Secret con transparencias y encaje. Para mí estábamos de viaje solos y enamorados. No importaba que él se hubiera ido de casa hace unos meses ni que viajáramos únicamente para hacer un trámite bancario. Estaba como después de un par de tequilas: alegre y ligeramente mareada.
—¿Y si tuviéramos un hijo?
—Es tarde para eso —dijo con el tono con el que se descarta una idea absurda. Sonó como un crujir de huesos rotos.
Después de dar unas vueltas más, puse un par de cosas para mi hijo en la canasta. En la fila de la caja, Hernán miró lo que elegí.
—En los viajes siempre me regalabas un perfume.
Enarcó la boca en un gesto que no parecía una sonrisa.
—Llevalo si querés.
Dejé el frasco en el canasto junto con las cosas para Facu y devolví la lencería. Nada parecía quedar del hombre enamorado que siempre sostuvo que su familia éramos mi hijo y yo.
Desde el avión, Buenos Aires se veía como una maqueta delimitada por la lengua marrón del río. Ocupé la ventanilla. Hernán repitió mecánicamente conmigo la oración que hago siempre al comenzar los viajes. Al terminar agachó la cabeza con la vista clavada en sus manos. El anillo con el signo de escorpio y el que solía llevar en el dedo meñique no estaban.
—Dijiste que íbamos a aprovechar para hablar de lo qué pasó.
—No hay mucho que decir. Hagamos el trámite bancario y te invito a almorzar en el Sofitel de Carrasco que queda ahí cerca.
Se me hizo un nudo en el estómago. Me pareció increíble que pudiera pensar en comer. Este no era el hombre que en su auto me declaró su amor con un “estoy completamente loco por vos” casi sin atreverse a mirarme. Tampoco el que me dijo que yo era lo mejor que le había pasado en esos últimos años.
—¿En serio querés terminar de dividir todo?
—Quedamos en eso.
La sangre me retumbaba en los oídos. Parecía que siete años juntos, de golpe, no fueran nada.
—Quiero terminar —dijo. Se había convertido en un desconocido que pisoteaba con crueldad lo que yo todavía sentía por él. Encerrado en su burbuja, nada lo conmovía.
Desde el día en que se fue de casa había dicho que necesitaba mirar hacia adelante. Qué habrá adelante me pregunté, pero en vez de decirlo en voz alta, saqué el libro Poemas de Amor de Idea Vilariño y me puse a leer, aunque a muchos de ellos los sé de memoria. “Yo no te pido nada…/alcanza con que estés/ en el mundo/ con que seas, me seas, testigo, juez y dios. Si no para qué todo”.
Mi vida iba a ser un antes y un después de esto, lo sabía. “Puedo solo sufrir/ por los días perdidos/ por lo imposible ya/ por el fracaso”.
Aterrizamos en Montevideo. Hernán miró el reloj. La gente se amontonaba para buscar sus valijas, pero nosotros seguimos de largo. No quería salir, las piernas me pesaban, me senté en un banco. Él seguía caminando hasta que se dio cuenta y regresó.
—¿Qué pasa?
—No quiero hacer el trámite.
Sabía que estaba actuando como una nena caprichosa pero no podía evitarlo.
—Creo que me voy a quedar haciendo tiempo hasta el avión de vuelta o cambio el pasaje y me vuelvo ahora.
—Tu pasaje lo tengo yo —dijo.
—Y me lo das, supongo.
Buscó en su mochila y me entregó el ticket.
—Yo voy al banco, hago lo mío y no sé... Quedará pendiente tu firma, supongo. Era un ejecutivo resolviendo un problema de la empresa. Su poder de resolución me parecía una maldad.
Sin esperar respuesta se dirigió a la salida y cuando ya estaba parando un taxi, lo alcancé.
Viajamos un poco menos de media hora. El sol se reflejaba en el agua mansa del río y en la arena amarilla, limpia. Íbamos bordeando la costa.
—¿Te das cuenta de que estás tirando todo a la basura?
Pensé en la familia que formábamos los tres con Facundo.
Hernán apartó su mirada de la ventanilla. Se acomodó los anteojos de sol y volvió a buscar refugio afuera.
—Hice lo que pude. No alcanzó —dijo de una manera despojada de todo sentimiento.
—Dejaste que el chico te llamara papá. Tenés un grado de responsabilidad…
—Yo te quería a vos y él es una extensión tuya.
—Ese día en la Iglesia del Pilar, en su confirmación diste un paso al frente conmigo: ocupaste el lugar del padre.
—Estábamos bien en aquel entonces —argumentó frotándose la barba incipiente del mentón. Conocía el gesto. Lo hacía cuando se sentía acorralado.
No le quité la mirada, lo enfrenté. Por más que doliera ya no había nada que perder.
—Hernán, creo que no respetaste el compromiso de amor que asumiste para con nosotros… A pesar de que siempre dijiste que no hay que “sacarle el culo a la jeringa” es lo que hiciste. Está más que claro.
—Tampoco lo dejo abandonado, después de todo tiene a su padre biológico.
—¡No me podés decir eso cuando te esforzaste tanto por ocupar su lugar!
Sacudí la cabeza, cerré los ojos. Me repetí que no iba a llorar. Pero en mi pecho algo se derrumbó y me sequé con disimulo las lágrimas con un pañuelo de papel.
Era casi mediodía cuando en el banco nos recibió el oficial de cuentas. Tenía casi listos los documentos para firmar. Nos hizo completar los datos personales y la cifra con la que iba a quedarse cada uno, en una cuenta individual, nueva. Levanté la vista: Hernán escribía y el empleado trabajaba en su computadora. Había una grieta, una oportunidad, así que en vez de poner que me quedaba con un cuarto del importe como había acordado con Hernán puse la mitad. Me lo gané después de todo. El sufrimiento no iba a desaparecer ni iba a recuperar al hombre que había perdido pero prefería pasar por canalla que por perdedora. Nadie revisó, se formaron dos legajos. Traté de calmarme en ese ambiente aséptico de colores pasteles y flores blancas. Tomé un sorbo de café amargo que no me acordé de endulzar. Lo sentí bajar como veneno por mi garganta. Fui a la toilette. Frente al espejo noté que el delineador se había corrido. No parecía yo y no había mucho que pudiera hacerse para mejorar mi aspecto. Igual me retoqué los labios. Adentro mío resonaba un grito silencioso: “Amor/ desde la sombra/ desde el dolor/ te estoy llamando”. Traté de reponerme y salí del baño para llamar a Buenos Aires y preguntar cómo estaba todo en casa. Escuchar a Facu y a su madrina que estaba con él me hizo sentir querida y a la vez muy débil. Me quedaban estos dos amores pero acababa de perder otro. Me ardían los ojos de hacer fuerza para no llorar.
Volví a la oficina donde nos estaban atendiendo, Hernán preguntaba por unas inversiones. Era en otro sector. Tenía que ir al cuarto piso y sacar un número para que lo atendiera un asesor. Le dije que lo esperaba afuera, me volvió a repetir lo de almorzar en el Sofitel.
—Prefiero ir a Escaramuza.
Sabía que estar entre libros me iba hacer sentir a salvo, aunque fuera por un rato.
—Pero es muy lejos. Estamos en Carrasco. Vas a tener que cambiar plata y conseguir un taxi que te lleve. Esperame y vemos —dijo.
Salí. En la puerta del banco el sol tibio anunciaba el verano. Estábamos en una zona arbolada y elegante. Le pregunté a un policía donde podía cambiar dinero, y me señaló un negocio. Sin pensarlo caminé hacia ahí. Plata en mano me sentí libre. Crucé una calle ancha, vi una caseta blanca de remises y varios autos. Hablé con los conductores que estaban parados ahí. Arreglé con uno de ellos que se ofreció a llevarme, esperarme y volverme a dejar en el aeropuerto.
—Vino por el día la señora.
Dije que sí con la cabeza.
—Y quiere ir a una librería que no conozco, pero con la dirección que usted me dio vamos a llegar bien. Quédese tranquila.
—Hagamos todo lo que se pueda del trayecto por la costa, por favor —pedí abriendo la ventana para dejar que el viento me despabilara.
—Sí, claro.
Con el conductor estábamos separados por un grueso vidrio que en Buenos Aires no tenemos, así que para hablarnos había que gritar un poco. Vi su ancha espalda y su cabello canoso.
—Hubiera jurado que una mujer como usted, parecía más candidata a ir al Punta Carretas a hacer shopping.
—Y… No...
—¿Le gustan los escritores uruguayos?
—Mucho.
—¿Cuáles por ejemplo?
—Levrero, Onetti, Hernández, pero sobre todo los poemas de Idea Vilariño.
—Idea Vilariño me suena pero no la ubico.
—Estuvo perdidamente enamorada de Onetti y a él dedicó sus poemas de amor no correspondido del todo…
Su mirada me buscó en el espejo.
—Usted creerá que estoy loca. Pero a mí los libros me hablan. Me consuelan. No sé qué haría sin ellos. Hay gente que relaciona momentos de su vida con canciones o paisajes. Yo lo hago con libros.
Evaluó cuál sería mi reacción antes de hablar.
—Está triste.
—La verdad que sí —suspiré.
El río se mezcla con el mar en esta zona. En verdad es un estuario: un río invadido por el mar. Si la naturaleza misma se confunde, cuánto más nosotros, pensé. Si el río a pesar de las tormentas puede seguir rozando las playas de arena blanca, este dolor que siento tarde o temprano cederá. Sentía los hombros tensos como después de rendir un examen y el cuerpo dolorido por la batalla.
El conductor se pasó la mano por la cabeza. Crucé las piernas y me acomodé como para empezar a hablar, pero no me salían las palabras. La pantalla del móvil se encendió con un mensaje: “Volvé. Hay que firmar de vuelta los papeles y corregir el saldo porque no es lo que acordamos”. Apagué el celular sin contestar y me recliné en el asiento concentrándome en imaginar la cara de Facundo cuando abriera, a mi regreso, sus regalos.