Читать книгу 3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas - Adela Zamudio - Страница 4
Primera Parte
ОглавлениеUNA CARTA MUY LARGA DONDE LAS COSAS SE CUENTAN COMO EN LAS NOVELAS
De María Eugenia Alonso
A Cristina de Iturbe
¡POR FIN TE ESCRIBO, querida Cristina! No sé qué habrás pensado de mí. Cuando nos despedimos en la estación de Biarritz, recuerdo que te dije mientras te abrazaba llena de tristeza, de suspiros y de paquetes:
—¡Hasta pronto, pronto, prontísimo!
Me refería a una larga carta que pensaba escribirte de París y que empezaba ya a redactar en mi cabeza. Sin embargo, desde aquel día memorable han transcurrido ya más de cuatro meses y fuera de las postales no te he escrito una letra.
A ciencia cierta, no puedo decirte por qué no te escribí desde París, y muchísimo menos aún por qué no te escribí después, cuando radiante de optimismo y hecha una parisiense elegantísima, navegaba rumbo a Venezuela. Lo que sí voy a confesarte, porque lo sé y me consta, es que si desde aquí, desde Caracas, mi ciudad natal, no te había escrito todavía, aun cuando el tiempo me sobrara de un modo horrible, era única y exclusivamente, por pique y amor propio. Yo, que sé mentir bastante bien cuando hablo, no sé mentir cuando escribo, y como no quería por nada del mundo decirte la verdad, que me parecía muy humillante, había decidido callarme. Ahora me parece que la verdad a que me refiero no es humillante sino más bien pintoresca, interesante y algo medioeval. Por consiguiente he resuelto confesártela hoy a gritos si es que tú eres capaz de oír estos gritos que lanzan mis letras:
¡Ah! ¡Cristina, Cristina, lo que me fastidio!… Mira, por muchísimos esfuerzos de imaginación que tú hagas no podrás figurarte nunca lo que yo me fastidio desde hace un mes, encerrada dentro de esta casa de Abuelita que huele a jazmín, a tierra húmeda, a velas de cera, y a fricciones de Elliman’s Embrocation. Bueno, el olor a cera viene de dos velas que Tía Clara tiene continuamente encendidas ante un Nazareno vestido de terciopelo morado, de una media vara de estatura, el cual desde los tiempos remotos de mi bisabuela camina con su cruz a cuestas dentro de una redoma de vidrio. El olor a Elliman’s Embrocation es debido al reumatismo de Abuelita, que se fricciona todas las noches antes de acostarse. En cuanto al olor a jazmín con tierra húmeda, que es el más agradable de todos, viene del patio de entrada, que es amplio, cuadrado, sembrado de rosas, palmas, helechos, novios, y un gran jazminero que se explaya verde y espesísimo en su kiosco de alambre sobre el cual vive como un cielo estrellado de jazmines. Pero ¡ay! lo que yo me fastidio aspirando estos olores sueltos o combinados, mientras miro coser o escucho conversar a Abuelita y a tía Clara es una cosa inexplicable. Por delicadeza y por tacto, cuando estoy delante de ellas disimulo mi fastidio y entonces converso, me río, o enseño como perra sabia a Chispita, la falderilla lanuda, quien ha aprendido ya a sentarse con sus dos patitas delanteras dobladas con muchísima gracia, y quien, según he observado, dentro de este sistema de encierro en que nos tienen a ambas, sueña de continuo con la libertad y se fastidia tanto o más que yo.
Abuelita y tía Clara, que saben distinguir muy bien los hilos tramados de los zurcidos y de las randas, pero que no ven en absoluto estas cosas que se ocultan tras las apariencias, no conocen ni por asomos la cruel y estoica magnitud de mi aburrimiento. Abuelita tiene muy arraigado este principio falsísimo y pasado de moda:
—«Las personas que se fastidian es porque no son inteligentes».
Y claro, como mi inteligencia brilla de continuo y no es posible ponerla en tela de juicio, Abuelita deduce en consecuencia que yo me divierto a todas horas con relación a mi capacidad intelectual, es decir: muchísimo. Y yo por delicadeza se lo dejo creer.
¡Ah! cuántas veces he pensado en plena crisis de fastidio: «Si yo le contara esto a Cristina, me aliviaría muchísimo escribiendo». Pero durante un mes entero he vivido presa dentro de mi amor propio como dentro de las cuatro paredes viejas de esta casa. Quería que tú te imaginaras maravillas de mi existencia actual, y recluida en mi doble prisión callaba.
Hoy poniendo a un lado toda fantasía de amor propio, te escribo porque no puedo callarme más tiempo, y porque como te he dicho ya, he descubierto últimamente que esto de vivir tapiada siendo tan bonita como soy, lejos de ser humillante y vulgar parece por el contrario cosa de romance o leyenda de princesa cautiva. Y mira, sentada como estoy ahora ante la blanca hoja de papel, me siento tan encantada con la determinación y es tanto, tantísimo lo que deseo escribirte, que para hacerlo quisiera ya como dice el cantar «que la mar fuera de tinta y las playas de papel».
Como sabes, Cristina, siempre he tenido bastante afición a las novelas. También la tienes tú, y creo ahora que fue sin duda ninguna esta comunidad de gusto por el teatro y las novelas la que hizo que intimáramos tanto durante los meses de vacaciones, así como durante los meses de colegio nos hizo intimar mucho aquella otra comunidad de gusto en los estudios. Tú y yo éramos por lo visto unas niñas intelectuales y románticas, pero éramos también, por otro lado, exageradamente tímidas. He reflexionado algunas veces sobre este sentimiento de timidez y según creo ahora debimos de adquirirlos, a fuerza de ver reflejadas en los cristales de las ventanas y puertas del colegio nuestras frentes anchas descubiertas y rodeadas de aquel semicírculo negro formado por nuestro pobre pelo liso y tirantísimo. Como recordarás, este último requisito era indispensable, según la opinión de las Madres, al buen nombre de las niñas, que además de ser muy ordenadas, eran inteligentes y estudiosas como lo éramos nosotras dos. Yo llegué a adquirir la convicción de que el pelo tirante constituía realmente una gran superioridad moral, y, sin embargo, veía siempre con gran admiración las otras niñas cuyas cabezas «vacías por dentro» al decir de las Madres, tenían por fuera aquella agradable apariencia que las daban los rizos y las ondas usadas contra todo reglamento. A pesar de nuestra superioridad mental recuerdo que yo siempre me sentí en el fondo muy inferior a las del pelo flojo. Las heroínas de las novelas las colocaba también en este bando de las sienes cubiertas, el cual constituía a las claras, lo que las Madres llamaban con bastante desdén «el mundo». Nosotras, junto con las Madres, el Capellán del Colegio, las doce Hijas de María, los Santos del año Cristiano, el incienso, las casullas y los reclinatorios, pertenecíamos al otro bando. En realidad yo nunca tuve verdadero entusiasmo de partido. Aquel malvado «mundo» tan aborrecido y despreciado por las Madres, a pesar de su vil inferioridad, aparecía siempre ante mis ojos deslumbrante y lleno de prestigio. Nuestra superioridad moral resultaba para mí una especie de carga, y recuerdo que la llevé siempre llena de resignación y pensando con tristeza, que gracias a ella no desempeñaría en la vida más que papeles oscuros y secundarios.
Lo que quiero explicarte ahora es que en estos cuatro meses he variado por completo de ideas. Creo que me he pasado con armas y bagajes al abominable bando del mundo y siento que he adquirido en él una elevada graduación. Ya no me considero en absoluto personaje secundario, estoy bastante satisfecha de mí misma, me he declarado en huelga contra la timidez y la humildad, y tengo además la pretensión de creer que valgo un millón de veces más que todas las heroínas de las novelas que leíamos en verano tú y yo, las cuales, dicho sea entre paréntesis, me parece ahora que debían estar muy mal escritas.
En estos cuatro meses, Cristina, he pasado por muchos ratos de tristeza, he tenido impresiones desagradables, revelaciones desesperantes y, sin embargo, a pesar de todo, siento un inmenso regocijo porque he visto desdoblarse de mí misma una personalidad nueva que yo no sospechaba y que me llena de satisfacción. Tú, yo, todos los que andando por el mundo tenemos algunas tristezas, somos héroes y heroínas en la propia novela de nuestra vida, que es más bonita y mil veces mejor que las novelas escritas.
Es esta tesis la que voy a desarrollar ante tus ojos, relatándote minuciosamente y como en las auténticas novelas todo cuanto me ha ocurrido desde que dejé de verte en Biarritz. Estoy segura de que mi relato te interesará muchísimo. Además he descubierto últimamente que tengo mucho don de observación y gran facilidad para expresarme. Desgraciadamente estos dotes de nada me han servido hasta el presente. Algunas veces he tratado de ponerlos en evidencia delante de tía Clara y Abuelita, pero ellas no han sabido apreciarlos. Tía Clara no se ha tomado siquiera la molestia de fijarse en ellos. En cuanto a Abuelita, que como es muy vieja, tiene unas ideas atrasadísimas, sí debe haberlos tomado en consideración porque ha dicho ya por dos veces que tengo la cabeza llena de cucarachas.
Como puedes comprender ésta es una de las razones por las cuales me aburro en esta casa tan grande y tan triste, donde nadie me admira ni me comprende, y es esta necesidad de sentirme comprendida, lo que decididamente acabó de impulsarme a escribirte.
Sé muy bien que tú sí vas a comprenderme. En cuanto a mí no siento reserva ni rubor alguno al hacerte mis más íntimas confidencias. Tienes ante mis ojos el dulce prestigio de lo que pasó para no volver más. Los secretos que a ti te diga no han de tener consecuencias desagradables en mi vida futura y, por consiguiente, sé desde ahora que jamás me arrepentiré de habértelos dicho. Se parecerán en nuestro porvenir a los secretos que se llevan consigo los muertos. En cuanto al cariño tan grande que pongo para escribírtelos creo que tiene también cierto parecido con aquel tardío florecer de nuestra ternura, cuando pensamos en los que se fueron «para no volver».
Te escribo en mi cuarto cuyas dos puertas he cerrado con llave. Mi cuarto es grande, claro, empapelado de azul celeste, y tiene una ventana con reja que da sobre el segundo patio de la casa. Del lado afuera de la ventana, muy pegadito a la reja, hay un naranjo, y más allá, en cada una de las otras esquinas, hay otros naranjos. Como yo he colocado mi escritorio y mi sillón muy cerca de mi ventana, mientras pienso echada atrás la cabeza contra el respaldo del sillón, o apoyada de codos sobre la blanca tabla del escritorio, estoy siempre mirando mi patio de los naranjos. Y es tanto lo que tengo pensado mirando hacia arriba, que ya conozco hasta el más mínimo detalle de la verde filigrana sobre el azul del cielo…
Ahora, antes de comenzar mi relato, sin mirar naranjos, ni cielo, ni nada, he cerrado un instante los ojos, me he puesto sobre ellos las dos manos entrelazadas y muy claramente, durante unos segundos te he visto de nuevo, tal como dejé de verte allá en el andén de la estación de Biarritz: andando primero, corriendo después junto a la ventanilla de mi vagón que se alejaba, y luego tu mano, y por fin tu pañuelo que me decían a gritos: ¡Adiós!… ¡Adiós!…
Recuerdo muy bien que cuando ya no pude verte más, me alejé de la ventanilla, que así, a distancia, me quedé un rato inmóvil ante el acelerado correr de casas y de postes, que por fin le di la espalda, que me senté después en el asiento, que miré frente a mí en el espejo del vagón y que vi mi pobre carita tan triste, tan pálida, entre aquellos crespones negros que la rodeaban que tuve por primera vez la conciencia intensa de mi soledad y abandono. Me acordé de las niñas asiladas y me pareció ver simbolizada en mí la imagen de la orfandad. Tuve entonces un momento de angustia, una especie de ahogo horrible, que quería estallar en sollozos y salírseme en un torrente de lágrimas por los ojos. Pero de repente miré a Madame Jourdan… ¿Te acuerdas de Madame Jourdan, aquella señora distinguida, de pelo gris, que en el hotel tenía su mesa junto a la nuestra y que fue luego la encargada de acompañarme hasta París…? Pues bien, miré de reojo a Madame Jourdan, que estaba sentada al otro extremo del vagón, y vi que me consideraba con curiosidad y con lástima. Al comprobar esto reaccioné de pronto y en mi espíritu se disipó la tormenta. Y es que en aquel momento, como ahora, como siempre, soy más o menos la misma que tú conociste. No lloro nunca a pesar de que tendría razones para llorar a mares. Tal vez porque siempre me ha escoltado la tristeza, es por lo que he aprendido a escondérsela a todos, con un movimiento instintivo, como esconden ciertos niños pobres sus zapatitos rotos delante de la gente rica y bien vestida.
Por fortuna, Madame Jourdan, que resultó ser una persona encantadora fue, poco a poco, distrayendo mi tristeza con su conversación. Comenzó preguntándome por ti. Al principio, al vernos siempre juntas y hablando español nos había tomado por hermanas. Luego, cuando le relataron la muerte repentina de papá, y le preguntaron si querría encargarse de acompañarme hasta París, comenzó a interesarse muy vivamente por mí. Había perdido ella una niña, hija única, a los cinco años, la cual sería ya una muchacha grande como nosotras. Después, me preguntó mi edad. Cuando le dije que acababa de cumplir dieciocho años, ella contestó entrecortando las frases con sentidos suspiros:
—¡El mundo es un rompecabezas sin arreglar!… ¡Las piezas andan sueltas sin encontrar quien las encaje!… ¡Yo entro en el desierto de mi vejez tan sola porque se fue mi hija, y usted se marcha a esa gran batalla de la juventud sin el amparo y sin la sombra de su madre!…
Y esto del «desierto de su vejez» y lo de «la gran batalla de mi juventud» lo dijo de una manera tan bonita y con una voz tan suave y tan armoniosa, que comencé a sentir de repente gran admiración por ella. Me acordé de aquellas actrices, que tanto a ti como a mí nos entusiasmaban de un modo frenético por el prestigio de su voz y por el encanto de sus movimientos. Pensé que Madame Jourdan debía ser como ellas, que sin duda era muy inteligente, que tal vez sería alguna artista, alguna de esas novelistas que escriben bajo seudónimo, y abandonando entonces mi asiento y mi ventanilla, impulsada por la más viva y reverente admiración, fui a sentarme junto a ella.
Al principio y en vista de su superioridad me sentía algo tímida, algo cohibida, pero me puse a hablarle, y le conté entonces que iba a emprender un largo viaje, que me venía a América donde tenía mi abuela materna y algunos tíos y primos que me querían mucho. Conversamos luego sobre los viajes, sobre los distintos climas, sobre la hermosura de la naturaleza tropical, sobre lo alegre que era la vida a bordo de un trasatlántico, y a las dos horas, disipada ya mi timidez del principio, éramos tan amigas y habíamos simpatizado tanto, que a mí me parecía haber encajado ya en una de mis casillas correspondientes del rompecabezas. Créeme, Cristina, y esto, por supuesto sin que lo sepa Abuelita, ¡de buena gana me hubiera quedado viviendo para siempre con aquella encantadora Madame Jourdan!
Pero por desgracia pasó el trayecto, vino una hora en que llegamos a París, y entonces tuvo ella que ir a depositarme en casa de mis nuevos chaperons, el señor y la señora Ramírez, matrimonio venezolano, amigos íntimos de mi familia, entre cuyas manos ya definitivamente facturada debía venir hasta La Guaira.
Estos Ramírez me fueron muy simpáticos desde el principio, porque eran alegres, obsequiosos, amables, y porque tenían la admirable costumbre de no darme nunca ninguna clase de consejos, cosa ésta bastante rara, pues, como ya te habrás fijado tú también, es por este sistema de consejos que los superiores en edad, dignidad o gobierno acostumbran desahogar su mal humor, diciéndonos a nosotros, pobres inferiores, las cosas más duras y desagradables del mundo.
Vivían los Ramírez en un hotel elegante. Cuando llegué acompañada de Madame Jourdan salieron ellos a recibirme, cariñosos y atentos. Después de las presentaciones consabidas comenzaron por condolerse de mi situación, cosa que por lo visto es de rigor al tratarse de mí. Luego me hablaron de Caracas, de mi familia, de nuestro próximo viaje, y terminaron entregándome unos cincuenta mil francos, remitidos por mi tío y tutor para gastos de toilette y de bolsillo, suponían ellos, puesto que el dinero para los gastos del viaje se había girado ya.
Bueno, me dirás interesada si te parece, pero no puedo negarte que ante aquellos inesperados cincuenta mil francos, mis negros pensamientos del tren se marcharon volando uno tras otro como bandadas de golondrinas, porque me juzgué feliz y potentada.
Además, Ramírez, que había vivido muchos años en Nueva York, me dijo que durante el tiempo que permaneciéramos en París, no veía inconveniente en que saliese sola, siempre, por supuesto, que su señora y yo no coincidiésemos en nuestras correrías.
Naturalmente que yo decidí al punto no coincidir jamás con las correrías de la señora Ramírez, y aquí como ya verás comienzan mis experiencias, impresiones y aventuras.
¡No sabes tú lo interesante que es viajar, Cristina! Pero no viajes cortos en el tren, como los que hacíamos tú y yo en verano durante los meses de vacaciones, no, sino viajes largos, como este mío, en que se sale sola por París, y se conoce mucha gente, y se pasa el mar, y se toca en varios puertos. Lo único desagradable que ocurre en estos viajes es que, como en los demás, es menester llegar un día u otro, y cuando se llega ¡ah! Cristina, cuando se llega es como cuando se detiene el coche en que paseábamos o se calla la música que nos arrullaba. ¡Qué triste es llegar para siempre a cualquier sitio!… Yo digo que será por eso sin duda por lo que la muerte nos espanta ¿verdad?
Volviendo a mi primera entrevista con los Ramírez, te diré que desde el día en que murió papá a mí no se me había ocurrido todavía pensar que yo era lo que puede llamarse una persona independiente, más o menos dueña de su cuerpo y de sus actos. Hasta entonces me había considerado algo así como un objeto que las personas se pasan, se prestan, o se venden unas a otras…, bueno, lo que he vuelto a ser ahora y lo que somos general y desgraciadamente las señoritas «bien».
Fue Ramírez, con los cincuenta mil francos, y el permiso para salir sola, quien me reveló de golpe esta sensación deliciosa de la libertad. Recuerdo que inmediatamente, aquella misma noche de mi llegada a París, sentada sola en el hall del hotel, frente a un grupo de personas, que a lo lejos, hablaban entre sí; rebosante de optimismo y de cierto espíritu profético, comencé a saborear con fruición mi futura libertad. Aislada como estaba, frente al alegre bullicio, me miré largo rato en un espejo tal cual acostumbro y observé de repente, que sin tu apoyo y sin tu compañía, mi sencillez de colegiala o señorita tímida resultaba horriblemente llamativa, desairada y ridícula. Me dije entonces que con cincuenta mil francos y un poco de idea era posible hacer muchas cosas. Pensé después que bien podía yo dejar épatée a toda mi familia de Caracas con mi elegancia parisiense. Deduje finalmente que para ello era indispensable estrecharme el vestido y cortarme el pelo a la garçonne, al igual de cierta señora o señorita que en aquel instante se destacaba allá en el grupo de enfrente por su silueta graciosísima.
Y sin más quedó al punto resuelto.
Al siguiente día en la mañana, muy temprano, fui a comprar unas flores, y con ellas en la mano me dirigí a casa de mi querida amiga del tren Madame Jourdan. Me recibió ella encantada, como si nos hubiéramos conocido toda la vida y como si hubiéramos pasado un siglo sin vernos. Tenía una casa preciosa, puesta con un gusto exquisito, lo cual contribuyó a que mi admiración y aprecio continuaran en «crescendo». Le expliqué que había decidido cortarme el pelo porque pretendía volver a mi país hecha una persona verdaderamente chic y a la moda. Muy amable y servicial comenzó a darme consejos de toilette y de buen gusto. Me indicó modistos, sombrereras, peluqueros, manicures, y multitud de otras cosas. Me ofreció además hacerme en el futuro toda clase de indicaciones y bajo su dirección me puse en campaña aquella misma tarde.
Si vieras entonces: ¡qué ajetreo!, ¡qué ir y venir!, ¡qué días! Y sobre todo ¡¡qué cambio!! Ya no tenía aquel aire desgraciado de colegiala, de chien fouetté ¿sabes? El pelo corto me quedaba maravillosamente. Las modistas me encontraban un cuerpo precioso, flexible, y al probarme me decían a cada paso:
—Comme Mademoiselle est bien faite!
Cosa que comprobaba yo al momento, dando vueltas en todas direcciones ante las hojas abiertas del espejo de tres cuerpos, y lo cual me causaba una satisfacción infinitamente mayor que la cruz de semana, la banda, las primeras en composición y toda aquella gran fama de inteligencia que compartía contigo allá en nuestra clase.
Una vez me enamoré de una toquita de luto que según me dijo la modista sólo usaban las viudas y esto me pareció encantador. A los pocos días iba y venía yo con mi toquita de largo velo negro. En las tiendas me llamaban «Madame» y un día que salí con el más pequeño de los niños Ramírez que era una lindura de tres años, me dijeron en la zapatería que debía haberme casado muy joven para tener aquel niño tan precioso que era completamente mi retrato. Aceptada la suposición me di al punto a sacar cuentas y según la edad de Luisito Ramírez habría nacido cuando estábamos tú y yo en tercera clase. Figúrate qué escándalo el de las monjas y lo que nos hubiéramos divertido con un chiquitín entonces. De fijo que no hubiéramos tenido más remedio que esconderlo dentro del pupitre como solíamos hacer con los paquetes de bombones.
Pero es lo cierto que ahora con mi toquita y mi supuesta viudez, París me parecía una cosa nueva, desconocida. No era ya aquella ciudad brumosa y fría que en los días de vacaciones de Navidad recorríamos tú y yo cogidas de la mano, envueltas en un abrigo y seguidas del aya inglesa, mientras nos dirigíamos a las matinés de la Opera o del Teatro Francés. Entonces, todo me intimidaba. Las elegantes señoras me causaban una impresión de miedo y me sentía tan pequeñita, tan cenicienta, junto a tanta belleza y tanto lujo. Ahora no, ahora ya me había tocado la varita mágica, andaba con soltura, con seguridad y con muchísima gracia, porque sabía demasiado que aquello de: «Comme Mademoiselle est bien faite!», me lo decían también a gritos y con puntos de exclamación los ojos de todos cuantos me veían. Era una cosa tan general que yo vivía encantada. Me admiraba todo el mundo. Mira: me admiraban mis amigos los Ramírez, me admiraban sus niños; me admiraban unos españoles muy simpáticos que en el comedor tenían su mesa frente a nosotros; me admiraba el gerente del hotel; el camarero que nos atendía; el muchacho del ascensor; el marido de mi manicure, los dependientes de la peluquería; y un señor muy elegante que encontré una mañana por la calle y que al mirarme venir le dijo a otro que iba con él:
—Regarde done, quelle jolie fille!
Decididamente, en aquellos días gloriosos, París abrió de repente sus brazos y me recibió de hija, así, de pronto, porque le dio la gana. ¡Ah! ¡era indudable! Yo formaba ya parte de aquella falange de mujeres a las cuales evocaba papá entornando los ojos con una expresión extraña que yo entonces no acababa de explicarme muy bien porque era como si hablase de algún dulce muy rico mientras decía:
—¡¡Qué mujeres!!
Nunca me había ocurrido nada igual, Cristina. Sentía dentro de mí misma una alegría loca. Me parecía que mi espíritu se abría todo en flores como aquellos árboles del parque del colegio en los meses de abril y mayo. Era como si en mí misma hubiese descubierto de pronto una mina, un manantial de optimismo y sólo vivía para beberlo y para contemplarme en él. Creo ahora que fue debido a aquella satisfacción egoísta por lo que nunca te escribí sino postales lacónicas que tú me contestabas con cartas inexpresivas y tristes. Hoy, al releerlas me parece adivinar en ellas toda tu amarga decepción de entonces y me conmuevo de contrición. Pero pienso que a estas horas debes haber comprendido el porqué de mi indiferencia tan fugaz como mi alegría y que generosamente la habrás perdonado ya.
Algunas veces, también, me ponía a pensar que aquel optimismo y aquella alegría de vivir que me hacían tan feliz eran impropios en medio de una desgracia reciente como la mía. Tenía entonces ratos de un remordimiento agudo, y para acallarlo en desagravio al alma de papá le daba unos francos a algún chiquillo harapiento o entraba a dejar una limosna en el cepillo de la iglesia.
¡Ah! papá ¡pobre papá!… Mientras esto le cuento a mi amiga Cristina, allá, en las suaves visiones de mi mente, ha pasado un instante la indulgencia de tu rostro, florecida por la indulgencia aprobadora de tu sonrisa. ¡Y cómo la reconozco! ¡Mal podías enojarte! ¡Aquellos días fugaces en que tu espíritu pródigo y jovial pareció renacer por un momento en mi alma eran la única herencia que debías legarme!
En París estuvimos casi tres meses, por retraso de fondos y cambio de plan en el itinerario del matrimonio Ramírez. Los días, que se sucedían en particular con una rapidez vertiginosa, en conjunto me parecían muchos y muy largos. Sentía que se me escapaban y tenía siempre la sensación de que corría tras ellos para detenerlos. Me preocupaba muchísimo la idea de mi partida, pensaba con tristeza que aquel París que se mostraba conmigo tan amable, tan afectuoso, era menester abandonarlo un día u otro, como a ti, como a Madame Jourdan, como a todo lo que he querido y me ha querido en la vida.
«¡Qué fatalidad! ¡Qué desgracia tan grande!» —pensaba continuamente—. Y esta perspectiva era lo único que amargaba mi vida alegre y feliz de pájaro a quien por fin le han crecido las alas.
Pero como todo llega en este mundo, llegó un triste día en que los Ramírez y yo tuvimos que arreglar definitivamente nuestros baúles. Estrené yo mi vestido de viaje en cuya elección me había esmerado muchísimo a fin de que resultase lo más elegante y mejor cortado posible, y con mi nécessaire en la mano, luego de caminar un rato ante el espejo más grande del hotel y comprobar así, que unidos el nécessaire y yo, teníamos una silueta viajera bastante chic, tomé con los Ramírez el tren para Barcelona donde nos esperaba el trasatlántico Manuel Arnús que debía conducirnos a La Guaira.
Recuerdo que antes de embarcarme te dejé un abrazo de despedida en una postal. No te escribí más porque me ahogaba de melancolía y porque tenía también que ir a comprar un frasco de pintura líquida de Guerlain, que acababan de recomendarme muchísimo como especial para resistir el aire violento del mar, el cual barre del cutis toda pintura en polvo.
Luego nos embarcamos.
¡Ah! todavía me parece tener en los oídos aquel alarido de la sirena al arrancar el vapor y me pongo tan triste al evocarlo que prefiero no hablar de esto.
Afortunadamente que la vida a bordo me distrajo pronto. Sentirse en alta mar, rodeada de cielo por los cuatro costados y rumbo a América, es una sensación deliciosa. Se piensa en Cristóbal Colón, en las novelas de Julio Verne, en las islas desiertas, en las montañas que hay debajo del agua, y dan ganas de naufragar para correr aventuras. Pero esta parte geográfica se olvida y se disipa muy pronto, cuando empieza a entrarse de lleno en el ambiente social de a bordo, que es de los más interesantes. Bueno, tú sabes muy bien que yo no acostumbro a alabarme porque me parece de mal gusto, pero sin embargo, no puedo negarte que desde mi entrada al vapor comprendí que causaba gran sensación entre mis compañeros de viaje. Casi todas las señoras yacían mareadas en sus sillas de extensión o encerradas en los camarotes. Yo, que no me había mareado ni un segundo no me ocupaba en cambio sino de presumir sacando a colación todo el repertorio de abrigos, vestidos, y ciertos sombreros flexibles que aprendí a ponerme con muchísima gracia so pretexto de preservarme del viento. Eran mi especialidad; me ponía uno blanco y negro en la mañana, otro lila al mediodía, uno gris en la noche, y me paseaba de arriba abajo con un libro o un frasco de sales en la mano, y con toda aquella soltura, gracia y distinción adquirida en los días de mi vida parisiense y que todavía tú no tienes el honor de conocerme.
Los hombres, sentados sobre cubierta, con la gorra de lana encajada hasta las cejas y algún habano o cigarrillo en la boca, al sentirme pasar, levantaban inmediatamente los ojos del libro o revista donde se hallaban absortos, y me seguían un rato con una larga mirada llena de interés. Las mujeres por otro lado admiraban el chic de mis vestidos y los veían con algo de curiosidad, creo que también con algo de envidia y como si quisieran copiarlos. No puedo ocultarte que todas estas manifestaciones me halagaban muchísimo. ¿No representaban acaso el encantador succés, cosa que hasta entonces había sido para mí algo lejano, fabuloso, y deslumbrante como un sol? Me sentía, pues, felicísima al comprobar que poseía semejante tesoro, y te lo confieso a ti sin reparos ni modestias de ninguna clase, porque sé muy bien que tú, tarde o temprano, cuando renuncies al pelo largo, uses tacones Luis XV, te pintes las mejillas, y sobre todo la boca, has de experimentarlo también y por consiguiente no vas a escucharme con el profundo desprecio con que escuchan estas cosas las personas incapacitadas para comprenderlas verbigracia: Abuelita, las Madres del Colegio y San Jerónimo, quien, según parece, escribió horrores sobre las mujeres chic de su tiempo.
Pasadas las primeras horas de travesía comencé pronto a tener amigos a más de mis acompañantes los Ramírez. Pero el más interesante de mis amigos resultó ser un poeta colombiano, ex diplomático, viudo y ya algo viejo, el cual, lleno de galantería, finura y entusiasmo me acompañaba a todas horas del día. Por la noche, cuando tocaban o cantaban en el salón, yo, en consideración a mi duelo, solía evadirme del bullicio, y buscaba algún solitario rincón de cubierta y allí, arrullada por la música y apoyada de codos en la barandilla, me daba a contemplar el reflejo fantástico de la luna sobre el mar y aquella estela blanca que íbamos dejando en el azul oscuro de las aguas. Mi amigo, que tenía la delicadeza de notar siempre mi ausencia, a los pocos minutos se venía a mi lado, se apoyaba también de codos en la barandilla y entonces suavemente, en un monótono silbar de eses, me recitaba sus versos. Esto me ponía encantada. No porque los versos fuesen muy bonitos, puesto que a decir verdad jamás les puse la menor atención, sino porque estando libre de toda conversación, mientras él recitaba, yo me entregaba de lleno a mis propios pensamientos y me decía: «No cabe duda que está enamoradísimo de mí». Y como era la primera vez que esto me ocurría y como el ambiente de la noche era de los más propicios, me lanzaba en alas de mis recuerdos a través de aquellas novelas de «La Mode Illustrée» que leíamos en vacaciones tú y yo, me comparaba inmediatamente con las más interesantes de sus heroínas, me consideraba situada al mismo nivel de ellas o quizás a mayor altura, y claro, ante semejante visión quedaba tan satisfecha, que cuando mi amigo terminaba la última estrofa de sus versos, yo los elogiaba apasionadamente con la más entusiasta y sincera admiración.
Si la amistad entre mi amigo y yo no hubiera pasado nunca de ahí, todo habría quedado muy bien, él hubiese adquirido a mis ojos un eterno prestigio, y después de separarnos yo lo habría contemplado siempre entre la bruma de mis recuerdos, esfumándose allá, en lontananza, junto al mar y la luna como en un dulce ensueño de romanticismo y de melancolía. Cristina, los hombres no tienen tacto. Aunque sean más sabios que Salomón y más viejos que Matusalén no aprenden jamás esa cosa tan sencilla, fácil y elemental que se llama «tener tacto». Semejante experiencia la adquirí en el trato de mi amigo el poeta, ex diplomático, del vapor, quien, según parece era muy instruido, inteligente y discreto en cualquier otra materia que no se relacionase con ésta del tacto u oportunidad. Pero voy a referirte el incidente, de donde proviene este juicio o experiencia a fin de que tú misma opines.
Imagínate, que una noche en que se celebró a bordo no sé qué fecha patriótica, todos los pasajeros habían tomado champagne y se hallaban por lo tanto muy alegres. Yo en compensación, estaba de mal humor, porque al ir a prenderme un alfiler me había dado un arañazo larguísimo en la mano izquierda, cosa que me la tenía bastante desfigurada. Por consiguiente, aquella noche, con más razón que de costumbre, mientras los demás se divertían en el salón, fui a apoyarme de codos en mi solitario rincón de cubierta, y también, como de costumbre, al poco rato mi amigo, vino a situarse junto a mí. Debido a mi mal humor, yo, contemplando el mar iluminado por la luna, calculaba con rabia el número de días que iba a durar en mi mano la cicatriz del rasguño y no decía una palabra. Mi amigo, entonces, demostrando tener cierta delicadeza, en vez de lanzarse a recitar sus versos, me interrogó suavemente:
—¿Qué le pasa esta noche, María Eugenia, que está tan triste?
—Es que me he hecho una herida en la mano izquierda, que me duele muchísimo.
Y como siempre me ha parecido lo mejor el mostrar con entera franqueza aquellos defectos físicos que, por ser muy visibles, no pueden ocultarse, le mostré mi mano izquierda que se hallaba cruzada diagonalmente por una larguísima línea roja.
El, para poder examinar el rasguño de cerca, tomó mi mano entre las suyas, y después de decir que la herida era leve y casi imperceptible se quedó contemplando la mano y añadió muy quedo con la voz de recitar:
—¡Ah!… ¡Y qué divina mano de Madona Italiana! Parece tallada en marfil por el celo de algún gran artista del Renacimiento para despertar la fe en los corazones incrédulos. Si cuando visité hace un año la Cartuja de Florencia hubiera visto una Virgen con manos semejantes: ¡habría profesado!
Como sabes, Cristina, mis manos, en efecto, no están mal; y como también recordarás, he tenido siempre una marcada predilección por ellas. El cambio de temperatura les había dado yo no sé qué matiz pálido, de modo, que en aquel momento, prestigiadas por la luna, pulidas y cuidadas, a pesar del rasguño de la izquierda, merecían en realidad aquel elogio, que a más de parecerme exacto, me pareció también delicado, escogido, y de muy buen gusto. Y para que las manos luciesen aún mejor, pasada en parte la contrariedad, las enlacé juntas con lánguida actitud, sobre el enlace de los dedos apoyé suavemente la barba y seguí mirando el mar.
—Ahora parecen dos azucenas sosteniendo una rosa —volvió a recitar mi amigo—. Dígame, María Eugenia: ¿sus mejillas no han tenido nunca envidia de sus manos?
—No —respondí yo—. Aquí todo el mundo vive en gran armonía.
Y porque me pareció muy oportuno dar a tan breve frase una expresión cualquiera, sin cortar la línea de mi actitud, entorné ligeramente los ojos. Con los ojos ligeramente entornados, envolví el rostro de mi amigo en una larga mirada y sonreí.
Pero, por desgracia, al llegar a este punto de nuestro amable diálogo: ¿qué dirás tú, Cristina, que se le ocurrió de pronto a mi amigo el poeta?… Pues se le ocurrió que su boca feísima, de bigotes grises, olorosa a tabaco y a champagne, podía darle un beso a la mía, que en aquel instante se hallaba sonriente, fresca, y recién pintada con carmín de Guerlain. ¡Ah!, pero afortunadamente, como sabes, soy ágil y asustadiza, gracias a lo cual no pudo consumarse tan desagradable proyecto; porque al sentirme de golpe presa en aquellos brazos, me dominó el espanto producido por la misma sorpresa, y sacudiendo nerviosamente la cabeza en todas direcciones, logré escurrirme hacia un lado y escaparme a toda prisa. Ya a distancia, por curiosidad, me volví a mirar en qué había parado tan singular escena, y pude entonces darme cuenta de que las violentas sacudidas de mi cabeza combinadas con la brusca evasión, habían derrumbado los lentes de encima de la nariz de mi amigo, el cual era muy miope, y que por lo tanto en aquel minuto crítico, el dolor de la derrota, y el dolor del desprecio, se unían en su persona al dolor oscurísimo de la ceguera.
¡Ah! Cristina, por muchos años que viva, no olvidaré jamás aquella silueta corta, desprestigiada, ciega, inclinada hacia el suelo, buscando sin esperanza los perdidos lentes, que yo a tan larga distancia miraba brillar muy cerquita de sus pies.
Desde esa noche, ya no volví a hablar, ni a saludar más a, mi gran admirador y amigo el poeta colombiano. No porque en realidad me sintiese muy ofendida, sino porque después de lo ocurrido me pareció muy de rigor el adoptar una actitud digna, silenciosa y enigmática. Pero es lo cierto que encastillada así dentro de mi distinción y mi rencor, la vida a bordo me parecía mucho menos divertida. Ya no tenía quien me manifestase en galante media voz su admiración por mi persona; ni quien celebrase mi ingenio; ni quien me recitase versos a la luz de la luna; ni quien me hiciese amables atenciones. Cuando subía a cubierta con mi sombrerito flexible recién puesto buscaba ahora la soledad, y me quedaba largos ratos en un elevado puente sentada frente al mar, contemplando con melancolía, aquel andar perseverante del vapor y pensando de tiempo en tiempo que mi amigo había cometido aquella gran gajfe por tener una idea equivocada acerca de sus atractivos personales. Me decía que sin duda ninguna, él jamás se había dado cuenta de que yo lo encontraba feo, narizón, mal proporcionado, muy viejo, demasiado fino, y que en lo tocante a sus versos nunca había apreciado en ellos sino aquel ritmo monótono que servía de arrullo a mis propios pensamientos.
Desde entonces, Cristina, deduje que los hombres, en general, aunque parezcan saber muchísimo, es como si no supieran nada, porque no siéndoles dado el mirar su propia imagen reflejada en el espíritu ajeno se ignoran a sí mismos tan totalmente, como si no se hubiesen visto jamás en un espejo. Por eso, cuando Abuelita, en la mesa, habla indignada de los hombres de nuestros días, y me previene contra ellos llamándoles alabanciosos y calumniadores yo, lejos de compartir su indignación, me acuerdo de mi amigo el poeta en el momento de buscar sus lentes, y me sonrío. Sí, Cristina, por más que diga Abuelita, yo creo que los hombres calumnian de buena fe, que son alabanciosos porque honradamente se ignoran a sí mismos y que atraviesan la vida felices y rodeados por la aureola piadosísima de la equivocación, mientras los escolta en silencio, como can fiel e invisible, un discreto ridículo.
Después de navegar dieciocho días, una tarde serena, bajo la media luz del más inverosímil de los crepúsculos, entramos por fin en aguas de Venezuela.
Al saber la noticia, llena de sensibilidad y de íntima emoción, para sentir y ver bien desde lo alto ese espectáculo triunfante que es llegar a tierra, escondida de todos, me fui a sentar en mi elevado puente solitario.
Siempre recordaré aquella tarde.
Hay instantes de la vida, Cristina, en que el espíritu parece desmaterializarse por completo, y lo sentimos erguirse en nosotros exaltado y sublime, como un vidente que nos hablara de cosas desconocidas. Experimentamos entonces una santa resignación por los dolores futuros, y sentimos también en el alma ese melancólico florecer de las alegrías pasadas, mucho más tristes que las tristezas, porque son en nuestro recuerdo como cadáveres de cuerpo presente que no nos decidimos a enterrar nunca… ¿verdad que esto lo has experimentado también tú algunas veces?… ¿no lo has sentido nunca oyendo música, o mirando un paisaje en la sensibilidad infinita de un crepúsculo?… Aquella tarde, sentada en el puente, perdidos los ojos por el horizonte y los celajes, me pareció que desde lo alto de una atalaya miraba mi vida entera, la pasada y la futura, y no sé por qué tuve un gran presentimiento de tristeza.
El vapor caminaba lentamente hacia unas luces que, bajo el tenue cendal de las nubes, se confundían a lo lejos con las estrellas apenas encendidas en el cielo. Poco a poco, las prendidas señuelas comenzaron a multiplicarse y a crecer, como si Venus aquella tarde hubiera querido prodigarse generosamente sobre el mar. Luego, imprecisos, esfumados en la penumbra y en la niebla fueron separándose enteramente del cielo los bloques oscuros de las montañas. Las luces alegres, brillantes, titilaban arriba, abajo, sembradas en aquel cielo profundo de los montes cada vez más familiares, más hospitalarios, más abiertos de brazos al vapor, hasta que de repente, del lado izquierdo, como una iluminación fantástica, se encendió todo el mar, al pie de la montaña. Los pasajeros, apoyados en la barandilla de cubierta, bajo mi puente de observación, con la alegría que inspira a los navegantes la próxima hospitalidad del puerto, empezaron a agitarse con una inmensa alegría llena de voces y de risas.
Porque aquella iluminación la formaban las luces de Macuto, y Macuto, Cristina, es nuestra playa elegante, nuestro balneario de moda, es como si dijéramos el Deauville o el San Sebastián de Venezuela.
El vapor, todo encendido también, al igual de un galán que paseara la calle, caminando de costado, se acercaba más y más hacia las luces. Ellas, en la alegría de su fiesta rutilaban y eran ya como mil voces amigas que nos llamaran a gritos desde tierra.
Los venezolanos llenos de entusiasmo, comenzaron a opinar:
—¡Desde allá seguramente estarán viéndonos también!
Yo continuaba sumida en la penumbra del puente, silenciosa, observadora, solitaria, encerrada dentro del ángulo que formaban juntas dos barcas salvavidas. Desde mi altura, contemplando el espectáculo, pensaba en aquella mañana que recordaba apenas vagamente, cuando pequeñita, con mis bucles a la espalda y mis mediecitas cortas, había tomado junto con Papá el vapor que nos condujo a Europa. A la vista del mar, había sentido de pronto el terror de lo desconocido, y al embarcarme, había agarrado muy asustada la mano de mi aya, aquella mulata indolente y soñadora, que me cuidó siempre, desde el día de mi nacimiento con cariños maternales, que a ti también llegó a cuidarte algunas veces, y que murió en París ¿te acuerdas? víctima de las inclemencias del invierno…
Con los ojos muy fijos en las luces crecientes de Macuto, evocaba ahora con dificultad la fisonomía fina y alargada de tío Pancho, el hermano mayor de Papá, quien había ido hasta el vapor a despedirnos y me había contado que la caldera era un infierno en donde los maquinistas, que eran unos demonios, metían a los niños desobedientes que se subían a las barandillas de cubierta… Recordaba cómo luego me había besado muchas veces, y cómo, por fin, sin decir nada había vuelto a ponerme en el suelo, y me había regalado un paquete de bombones, y una caja de cartón en donde dormía una muñeca rubia vestida de azul… De todo esto hacía ya doce años… ¡ah!… ¡doce años!… De los tres viajeros de aquella mañana regresaba yo sola… ¿Estaría allí al día siguiente tío Pancho para recibirme?… Tal vez no. Sin embargo, mi llegada se había avisado ya por cable y alguien me esperaría sin duda… ¿pero quién?… ¿quién sería?
Macuto volvió a esconderse como había aparecido tras un brusco recodo de la costa y a poco el vapor comenzó a detenerse lentamente frente a la bahía que forma el puerto de La Guaira. Antes de echar el ancla, cabeceó unos minutos, se detuvo indolente y cobijado por la inmensidad de las montañas consteladas de luces, en el ambiente tibio parecía descansar por fin de su correr incesante.
Como te decía, Cristina, en las llegadas hay siempre un misterio triste. Cuando un vapor se detiene, después de haber caminado mucho, parece que con él se detuvieran también todos nuestros ensueños y que callasen todos nuestros ideales. El suave deslizarse de algo que nos conduce es muy propicio a la fecundidad del espíritu. ¿Por qué?… ¿será tal vez que el alma al sentirse correr sin que los pies se muevan sueña quizás en que se va volando muy lejos de la tierra desligada por completo de toda materia?… No sé; pero recuerdo muy bien que aquella noche, detenido ya el vapor frente a La Guaira, me dormí prisionera y triste como si en el espíritu me hubiesen cortado una cosecha de alas.
Me desperté al día siguiente cuando el vapor arrancaba a andar para atracar en el muelle. La alegría de la mañana parecía entrar a raudales dentro de un rayito de sol, que se quebraba en el cristal del ventanillo e inundaba de reflejos todo mi camarote. No bien abrí los ojos lo miré un instante y como si al deslumbrarme las pupilas, hubiese desvanecido también en mi alma todas las melancolías de la víspera, alegre, con la alegría solar de la mañana y con la curiosidad de los paisajes nuevos, corrí a asomarme al ojo del ventanillo. Al lento caminar del vapor el panorama se deslizaba por él muy suavemente. Había oído ponderar muchas veces la fealdad del pueblo de La Guaira. Dada esta predisposición, su vista me sorprendió agradablemente aquella mañana, como sorprende la sonrisa en un rostro que creíamos desconocido y que resulta ser el de un amigo de la infancia. Ante mis ojos, Cristina, justo a orillas del mar se alzaba bruscamente una gran montaña amarilla y estéril, pero florecida de casitas de todos los colores, que parecían trepar y escalonarse por los ribazos y las rocas con la audacia pastoril de un rebaño de cabras. La vegetación surgía a veces como un capricho entre aquellas casitas que sabían colgarse tan atrevidamente sobre los barrancos y que tenían la ingenuidad y la inverosímil apariencia de aquellas otras cabañitas de cartón con que sembraban las Madres por Navidad el nacimiento del Colegio. Su vista despertó en mi alma el inocente regocijo de los villancicos que anunciaban todos los años la alegría sonora de las vacaciones pascuales. Pensé con gran placer en que ahora también iba a abandonar la monotonía de a bordo por la fresca sombra de los árboles y por el libre corretear sobre la tierra firme. Sentí de pronto la curiosidad inmensa y feliz de aquel a quien esperan grandes sorpresas, y mientras que del lado de afuera, entre chirriar de grúas y de poleas se iniciaba el trabajo bullicioso del desembarque, yo, dentro de mi camarote, ávida de estar también sobre cubierta comencé a arreglarme y a vestirme febrilmente.
Recuerdo que acababa de poner en orden todos mis objetos y que estaba cogiendo el sombrero, cuando oí la voz de la señora Ramírez, que decía con sus indolentes y musicales inflexiones de criolla:
—¡Por aquí, por aquí! ¡ya debe estar vestida! ¡María Eugenia! ¡María Eugenia! ¡tu tío!
Al oír estas mágicas palabras me precipité fuera del camarote, y en el estrecho corredor de salida pude ver, cómo de espaldas a la luz avanzaba también hacia mí la figura alta y algo encorvada de un señor vestido de dril blanco. Al mirarle venir, me sacudió otra vez la emoción intensa de la víspera, pensé en papá, sentí renacer de pronto toda mi primera infancia, y emocionada, llorosa, corrí hacia el que venía, tendiéndole los brazos y llamándole en un grito de alegría:
—¡Ah! ¡tío Pancho! ¡tío Panchito!
El me estrechó afectuosamente contra su pechera blanca mientras contestaba gangoso y lento:
—No soy Pancho. Soy Eduardo, tu tío Eduardo, ¿no te acuerdas de mí?
Y tomándome suavemente del brazo me condujo fuera del corredor hacia la claridad de cubierta.
Mi emoción del principio se había disipado bruscamente al darme cuenta de aquel desagradable quid pro quo. La impresión producida por la figura de mi tío, vista a la clara luz del sol, acabó de disgustarme por completo. Aquella impresión, Cristina, hablándote con entera franqueza, era la más desastrosa que pudo jamás producir persona alguna ante los ojos de otra.
En primer lugar te diré que la fisonomía de mi tío y tutor Eduardo Aguirre, me era absolutamente desconocida. En los tiempos de mi infancia este hermano de Mamá acostumbraba vivir con su familia en un lugar algo alejado de Caracas, y si alguna vez le vi, no logró impresionarme, pues que jamás catalogué su fisonomía entre aquella lejana colección de rostros que había conservado siempre en mi memoria, aunque confusos y borrosos, algo así, como retratos que han sido expuestos mucho tiempo al resol.
No obstante, sin conocer a tío Eduardo de vista, le conocía muchísimo por referencias; eso sí, papá le nombraba con frecuencia. Todos los meses llegaban cartas de tío Eduardo. Aún me parece ver a papá cuando las recibía. Antes de abrirlas, volvía y revolvía el sobre entre sus manos, con aquel gesto elegante y displicente que solían tener las puntas afiladas de sus dedos largos. Dichas cartas debían preocuparle siempre, porque después de leerlas se quedaba largo rato sin hablar y estaba mustio y pensativo. A veces mientras se decidía a rasgar el sobre, me veía, y como si quisiera desahogarse en una semi-confidencia musitaba quedo:
—¡Del imbécil de Eduardo!
Otras veces, tiraba la carta sin abrir sobre una mesa como se tiran las barajas cuando se ha perdido un turno, y entonces, por variar sin duda de vocabulario, expresando no obstante la misma idea se hacía a sí mismo esta pregunta:
—¿Qué me dirá hoy el mentecato de Eduardo?
Siempre había atribuido a contrariedades de dinero aquella preocupación que dejaba en papá la lectura de las cartas, y a la misma causa atribuía también sus calificativos a tío Eduardo que era el administrador de sus bienes. Sin embargo, aquella mañana de mi llegada, no bien salí a cubierta y pude a plena luz, echar una ojeada crítica sobre la persona de mi tío, adquirí inmediatamente la certeza de que papá debía tener profunda razón al emitir mensualmente aquellos juicios breves y terminantes.
Pero como me parece de interés para lo sucesivo el describirte en detalles a tío Eduardo, es decir, a este tío Eduardo de mi primera impresión, voy a esbozártelo brevemente tal cual lo vi aquella mañana en la cubierta del Arnús.
Figúrate que a la corta distancia con que suele dialogarse a bordo, junto a una franja de sol, y un rollo de cuerdas, le tenía frente a mí, apoyado contra una baranda, flaco, cetrino, encorvado, palidísimo, con bigotes lacios y con aspecto de persona enferma y triste. He sabido luego que las fiebres palúdicas le minaron durante su juventud y que ahora padece de no sé qué enfermedad del hígado. El vestido de dril blanco le caía sobre el cuerpo, flojo y desgarbado como si no hubiese sido hecho para él, lo cual daba un aspecto marcadísimo de indolencia y descuido. Hablaba, y al hablar accionaba hacia adentro con unos movimientos enterizos, horriblemente desairados, que no guardaban compás ni relación ninguna con lo que iba diciendo la voz, una voz, Cristina, que además de ser nasal tenía un acento cantador, monótono, desabridísimo. Yo le miraba extrañada y mientras exclamaba a gritos mentalmente:
—¡Ah! ¡Qué feo!
Procuraba esconder tras una amable sonrisa aquella breve impresión o sentencia crítica tan poco halagüeña para quien la producía. Y con el objeto de disimular aún mejor, comencé a informarme de pronto por toda la familia. Le pregunté por Abuelita, tía Clara, su mujer, y sus hijos. Pero era inútil. Mi amable interrogatorio resultaba puramente maquinal. Mi pensamiento andaba tras de mis ojos, y mis ojos insaciables no se cansaban de escudriñarle de arriba abajo, mientras que en mis oídos, llenos ahora de verdad y de vida, parecían resonar de nuevo las palabras de Papá: «El imbécil de Eduardo»… «El mentecato de Eduardo»…
El, en su charla, desairada y sin vida, apoyado de espaldas en la baranda y con el rollo de cuerdas a sus pies, me dijo que todos en la familia deseaban muchísimo verme; que con el solo objeto de recibirme se había venido de Caracas desde la víspera en la mañana por estar anunciado el vapor para ese mismo día en la tarde; que por lo tanto, aquella noche había dormido en Macuto; que desde allí había visto pasar el vapor a eso de las siete; que de un momento a otro deberían llegar al muelle su mujer y sus cuatro hijos, los cuales habían salido en automóvil de Caracas hacía ya más de una hora; que era probable que por su lado viniese también tío Pancho Alonso, porque algo le había oído decir sobre el particular; que teniendo ciertos asuntos urgentes que despachar en La Guaira le parecía mejor el que almorzásemos todos juntos en Macuto; que como yo vería, Macuto era fresco, alegre y muy bonito; y que, finalmente, luego de almorzar subiríamos a Caracas donde me esperaban Abuelita y tía Clara consumidas de impaciencia.
Y mientras esto decía era cuando yo lo miraba con aquella amable sonrisa, juzgándole feo, desairado y mal vestido. A pesar del gran embuste de la sonrisa, algo debía reflejar mi semblante porque de pronto él dijo:
—Te vine a recibir así… ya ves… porque aquí no se puede andar sino vestido de blanco, ¡hace un calor! Y desde ahora te advierto que La Guaira te va a hacer muy mal efecto. Es horrible: unas calles angostísimas, mal empedradas, mucho sol, mucho calor, y… —añadió con misterio bajando la voz— ¡muchos negros! ¡ah! ¡es horrible!
Yo contestaba con la amable sonrisa petrificada en los labios:
—No importa, tío, no importa. Como no vamos a estar sino de paso ¡qué más da!
Pero te aseguro, Cristina, que si nos hubiésemos hallado en el Palacio de la Verdad, donde es fama que pueden expresarse los más íntimos pensamientos sin tomar en consideración este exagerado respeto que en la vida real profesamos al amor propio ajeno, yo habría contestado:
—Es muy probable que La Guaira sea tan fea como dices, tío Eduardo, y sin embargo, estoy cierta de que su fealdad no es nada comparada con la tuya. Sí; La Guaira debe tener la fealdad venerable y discreta de las cosas inmóviles; y es segurísimo que ella no acciona hacia adentro, ni se viste de flojo, ni tiene bigotes lacios, ni habla por la nariz. Mientras que tú sí, tío Eduardo, desgraciadamente tú accionas, hablas, te vistes, y por consiguiente, tu fealdad activa se prodiga y se multiplica hasta lo infame en cada uno de tus movimientos.
Pero naturalmente que en lugar de decir esta sarta de inconveniencias, dije que me parecía admirable el proyecto de irnos a almorzar a Macuto; que deseaba mucho el que nos permitiesen desembarcar pronto; que habíamos hecho un viaje magnífico; que las noches de luna en alta mar eran una maravilla, que el invierno en Europa se anunciaba muy frío, y que en París se usaban las faldas cada día más cortas.
Deseoso de complacerme en lo de bajar a tierra, tío Eduardo se fue a activar los trámites del desembarco, y yo, mientras esperaba, solitaria y recluida en un rincón de cubierta, como la víspera en la tarde, ahora también me di a contemplar el panorama grandioso de la montaña, el mar, las chalupas corredoras, las velas lejanas, y muy cerca de mí a un costado del vapor el movimiento humano por el puerto.
Pero de pronto, cuando más absorta me hallaba, oí que me llamaban varias voces alegres y sonoras. Volví la cabeza para atender al llamamiento y vi que las voces salían de una colección de fisonomías frescas, bonitas y sonrientes que venían a mí precedidas de tío Eduardo. Agradeciendo la alegría del saludo corrí hacia el grupo a fin de corresponder al bullicio de las voces con un bullicio de abrazos. Pero tío Eduardo juzgó prudente dar al encuentro cierto barniz de ceremonia, y deteniendo mi impulso, con un ademán desairadísimo de su mano izquierda, dijo:
—Espera, que voy a presentártelos. —Y fue señalando así, por orden de edad:
—María Antonia.
—Genaro Eduardo.
—Manuel Ramón.
—Cecilia Margarita.
—Pedro José.
—Y… ¡María Eugenia!… —añadió señalándome a mí.
Yo los abracé entonces a todos ordenadamente, pensando si aquella obsesión o manía por los nombres dobles, sería cosa de mi familia nada más, si se extendería también por Venezuela entera, o si traspasando las fronteras invadiría todo el continente americano; gracias a lo cual durante un segundo entre besos y abrazos evoqué muy claramente el mapa de Sur América con su forma alargada de jamón.
Como papá no nombraba jamás a la familia de tío Eduardo, ni yo había visto nunca sus retratos, no bien hube repartido los ordenados abrazos, sentí que en mi cabeza se formaba una ensalada de caras y de nombres sueltos imposibles de combinar y colocar después en sus respectivos sitios. No obstante, en honor de la verdad, Cristina, debo confesarte que aquella ensalada de tío Eduardo no estaba nada mal. La edad de mis cuatro primos es de: dieciocho, dieciséis, catorce, y trece años, respectivamente. En aquel instante, animados y decidores, me hablaban todos a la vez y como al hablar sonreían alegremente con unos dientes muy blancos y unos ojos muy negros, yo me puse de muy buen humor y también saqué a relucir toda mi colección de amabilidades y sonrisas.
Pero debo advertirte, no vayas a confundir, que esto de la ensalada más o menos fresca, agradable y bien aderezada, no atañe sino a mis primos, o sea a las cuatro últimas combinaciones de la lista que he tenido la precaución de escribirte. Porque el encabezamiento de dicha lista o sea la combinación: «María Antonia» corresponde a la persona de mi tía política «la honorable matrona» como dirán los periódicos el día de su muerte, esposa de tío Eduardo, y madre o cocinera-autora de la ensalada, quien al igual de su marido, exige imperiosamente los honores de un croquis que paso a esbozarte ya lo mejor y más brevemente posible:
Mi tía María Antonia Fernández de Aguirre es más bien pequeña, y su figura completamente trivial e insignificante a no mediar la circunstancia de los ojos. Pero María Antonia, Cristina, tiene unos ojos inmensos, redondos, negrísimos y brillantes, que están circundados por unas ojeras que también son inmensas, redondas, negrísimas, pero opacas. Este consorcio de los enormes ojos con las enormes ojeras, no es nada banal como te he dicho ya, sino que por el contrario, tanta negrura brillante asomada a tantísima negrura opaca viene siendo algo así como una tragedia espantosa de cinematógrafo de esas que pasan entre apaches con puñales en un cuarto oscuro. Y naturalmente que la intensa tragedia de los ojos, tiene una influencia directa sobre toda la persona física y moral de María Antonia. En el rostro, por ejemplo, la boca cerrada se tuerce siempre, sin saber por qué, y el observador al mirarla así, cerrada y torcida, busca al punto los ojos y se explica el fenómeno pensando: «son efectos de la tragedia». Lo mismo dice al considerar la sombra oscura que como una tinta misteriosa parece filtrarse de las pupilas y correr suavemente bajo la epidermis; y lo mismo repite al considerar el pelo negrísimo, y la voz, y las palabras, y el sentido de ellas, y los colores violentos y algo desavenidos, con que suele vestirse. Moralmente María Antonia es irreprochable. Yo lo sé porque Abuelita lo dice con bastante frecuencia a compás, separando imperceptiblemente las sílabas mientras separa al mismo tiempo cinco hilos de su calado: «I’rre’pro’cha’ble». Y la verdad, creo que en eso Abuelita tiene mucha razón. Una prueba palpable de ello es el culto apasionado y ferviente que María Antonia le profesa a la moral. No a la moral suya, lo cual sería horriblemente egoísta, sino a la moral en general, y sobre todo a esa moral delicada y sutil que se expone y peligra a todas horas adheridas a la conducta de las mujeres bonitas. Para observar las oscilaciones y salvar la integridad de esta faz concreta de la moral, María Antonia posee una actividad, un celo, una doble vista y un ardor de misionero, que es verdaderamente admirable. Y he aquí, en síntesis, mi impresión general acerca de María Antonia, su psicología y sus ojos, tal como se me revelaron por primera vez aquella mañana y tal como los he seguido observando desde entonces. Ahora bien, tío Pancho Alonso que es sumamente disparatado suele decir, refiriéndose a estos últimos:
—«Los ojos de María Antonia están muy bien. Recuerdan mucho un par de botas de charol sin estrenar, y parecen hechos de una materia inflamable, ardiente y peligrosa, algo que oscila entre la dinamita y lo que el vulgo llama “envidia negra”. ¡Ah!, pero eso sí; muy negra, muy limpia, muy brillante: ¡muy bien embetunada!…».
Por supuesto, Cristina, que yo no acepto esos términos de zapatería al hablar de unos ojos, y te ruego a ti que tampoco los tomes en consideración. Son disparates de tío Pancho, que con su mala lengua todo lo mezcla y lo confunde.
Cuando mis primos y yo dimos por terminados los mutuos saludos y cumplimientos, fuimos a visitar el vapor. Lo recorrimos varias veces en distintas direcciones y luego de sentirnos ya cansados, acaloradísimos y muy buenos amigos, bajamos todos a tierra. Cuando estábamos aún estacionados a las puertas de la aduana, esperando no sé qué, de golpe, como una exhalación envuelta por una nube de polvo, pasó un automóvil bastante deteriorado y mis primos al mirarle cruzar frente a nosotros gritaron todos a una:
—¡Es Don Pancho Alonso! ¡Don Pancho! ¡Don Pancho! —Y se pusieron a hacer señas al automóvil que se detuvo y comenzó a andar hacia atrás.
¡Por fin aparecía tío Panchito!
Mientras ellos seguían con sus señas y sus voces, yo corrí a toda prisa en sentido contrario al auto que retrocedía, llegué hasta él, abrí ágilmente la portezuela, y entonces, delgado, canoso, paternal, risueño, afeitado, oloroso a brandy, cariñosísimo, vestido de nuevo, y muy diferente a lo que yo recordaba, junto al automóvil empolvado y viejo, con los brazos y con toda el alma me estrechó un largo rato tío Pancho Alonso.
Luego que nos hubimos abrazado los dos a nuestra entera satisfacción, y luego que él, alegre y sorprendidísimo de encontrarme tan bonita, me lo dijo con una diversidad de flores que eran un encanto, dado lo muy acertadas y a mi gusto que resultaron todas, se fue a saludar a los demás. Por cierto que mientras se saludaban ocurrió entre ellos un pequeño incidente bastante original, que pobló de consecuencias todo el resto del día.
Y es que pasa, Cristina, que mis cuatro primos a más de poseer nombres dobles, cosa que los mezcla y los confunde mucho, gozan además por otros respectos de la uniformidad más absoluta. Todos se parecen. No sólo en el físico, sino en la identidad de los puntos de vista, en el sistema de enfocar sus imaginaciones, y en el vocabulario empleado para expresar sus ideas. De ahí que al hablar coincidan siempre unos con otros, tanto en el fondo como en la forma de sus opiniones, pero de un modo tan exacto que si por circunstancias esta coincidencia, en vez de ser simultánea es sucesiva, resulta una especie de letanía absolutamente crispante.
Ocurrió, pues, que luego de abrazarnos efusivamente, mientras tío Pancho y yo caminábamos juntos el cortísimo espacio que separaba el automóvil de la aduana, mis primos, uno tras otro, nos fueron saliendo al encuentro y cada uno de ellos, antes o después de saludar, hizo más o menos, con ligerísimas modificaciones, la siguiente observación:
—¡Caramba! Y qué elegante se puso Don Pancho para recibir a la sobrina; ¡vestido de tussor nuevo!…
Así dijo el primero; dijo el segundo, dijo el tercero; pero al decir el cuarto, tío Pancho, que realmente, según he visto después, se hallaba en aquel momento, y en honor mío, de una inusitada elegancia, ante tan gran insistencia perdió por completo el dominio de sus nervios. Con un movimiento rápido que le es muy peculiar, se puso los dos brazos en jarras sobre la flamante chaqueta de tussor, y como si los demás, precedidos ya solemnemente por tío Eduardo y María Eugenia, estuviesen todos sordos, me interrogó muy serio contemplándome de hito en hito:
—Dime: ¿tú habías visto nunca un arreo en donde todos los burros pasaran rebuznando al mismo tiempo?
Yo miré el traje nuevo de tío Pancho, su expresión, sus brazos en jarras, la cara de mis tíos, la de mis primos, y me pareció todo tan cómico que sin decir ni sí ni no, reventé en una sonora carcajada. Al oírme reír uno de los del arreo, protestó al momento muy ofendido:
—¡Qué poca corriente tiene, Don Pancho!
María Antonia por su lado le dijo a tío Eduardo con la tragedia de los ojos que daba miedo:
—¿Tú ves?… ¡Si es que son unas groserías que no se pueden aguantar!…
Y sin más quedó establecida la discordia.
No obstante, mis primos, que son poco rencorosos, acabaron por olvidar el agravio. Tío Pancho nos llevó en automóvil a pasear por Macuto y sus alrededores, nos obsequió varias veces con cocktails y aceitunas, nos regaló dulces, y como en entretanto a propósito de cuanto veíamos decía cosas divertidísimas, cuando llegó la hora del almuerzo, entre mis primos y él se había establecido ya un acuerdo.
Pero no pareció ocurrir lo mismo con María Antonia. Al sentarnos a la mesa, ella tomó al punto la palabra, y con una voz gutural y solemne, que ante el gran público de vasos, platos, jarros, botellas, cuchillos y tenedores del hotel, casi vacío, resultaba muy ciceroniana y muy bien, reprendió severamente a sus hijos por haber tomado cocktails, y habló horrores del alcohol en general deteniéndose muy especialmente en el brandy y el whisky, bebidas que, según he visto después, son por desgracia las dos amigas predilectas de tío Pancho.
Este discurso anti-alcohólico me habría impresionado vivamente en contra de los cocktails, a no mediar las contestaciones escépticas y un tanto irreverentes que dio tío Pancho mientras se bebía a sorbos un enorme vaso de cerveza con hielo. Sí; Cristina, tío Pancho es insensible al fuego magnético de la elocuencia; lo comprobé aquel día y desde entonces, lo considero completamente inmovilizable. ¡Ah! sí; yo creo firmemente que tío Pancho nunca, jamás, hubiera formado parte de esas falanges gloriosas, orgullo de la humanidad, que encendidas de entusiasmo a través de los siglos, han seguido a Demóstenes, a Pedro el Ermitaño, a San Francisco, a Lutero, a Mirabeau, y a Gabriel d’Annunzio…
Después de hablar de los cocktails y del alcohol se habló de París, y María Antonia dijo:
—Me hace el efecto de una gran casa de corrupción que estuviera suelta por las calles. Una mujer honrada y que se estime, no puede andar sola en París ¡porque se ven horrores! ¡horrores!
Y en señal de horror se llevó la mano derecha sobre los ojos…
Intrigada y llena de curiosidad, yo me quedé un gran rato con la mirada fija sobre un pedazo de pan evocando uno tras otro, los bulevares de París, a fin de contemplar aquellos horrores con la imaginación, ya que no podía contemplarlos con los ojos. Pero no lograba recordar ninguno y tío Pancho acabó al fin por sacarme de mi abstracción con este discurso original y un tanto paradójico:
—¡Reniego de los trasatlánticos que establecen comunicaciones con Europa! Creo que como Hernán Cortés, todos los conquistadores debieron tomar la precaución de quemar sus naves inmediatamente después de desembarcar, a fin de evitar cualquier tentativa de retorno. De este modo viviríamos aquí siempre contentos como viven las ranas de los charcos, que nunca están de mal humor porque carecen del concepto «peor» y sobre todo del concepto «mejor» fuente de casi todas las desgracias humanas. Sí; establecidos bajo el sol de los trópicos después de haber robado y asesinado patriarcalmente a todos los indios, debimos evitar con prudencia las nefastas influencias europeas. Disfrutaríamos así alegremente de uno de los más benignos climas del mundo, nos comeríamos ahora con delicia las frutas de esa compotera que son bastante jugosas y perfumadas, nos adornaríamos con las plumas maravillosas de nuestros pájaros, y dormiríamos en hamaca que es sin duda ninguna la más fresca y mullida de las camas. De resultas de tan sabia política no habría habido Guerra de la Independencia, Bolívar no hubiera tenido ocasión de distinguirse en ella como Libertador, y a estas horas los periódicos no nos atormentarían diariamente celebrando nuestras glorias patrias con esa profusión de hipérboles, redundancias, y adjetivos de malísimo gusto; quizás no existieran tampoco los periódicos, lo cual sería ya el colmo del bienestar. Por mi parte, yo no hubiera tenido la posibilidad de instalarme en París hace cosa de treinta años, y no habría gastado hasta el último céntimo de mi fortuna regalando collares de perlas, sombreros de dos mil francos, y perros premiados, cosas que me parecen ahora completamente superficiales. ¡Ah! sí; digan lo que quieran yo detesto los antiguos buques de vela y detesto muchísimo más aún los modernos trasatlánticos. Los considero el origen de nuestras desgracias. Pero en fin, después de todo me conformo con los buques de vela y quisiera haber nacido en la época feliz de la Colonia, allá, cuando nuestras bisabuelas y tatarabuelas atravesaban las calles empedradas de Caracas en sillas de mano, llevadas por dos esclavos que eran siempre fieles, negrísimos y robustos, porque no habían sido contaminados aún con los vicios y las pretensiones de la raza blanca.
—Verdaderamente —dijo el menor de mis primos—, yo creo que debe ser muy agradable andar en silla de mano. ¡Será algo así como ir caminando por el aire sin tocar el suelo! Lo malo es que se debía andar despacísimo. ¡Ah! ¡qué diferencia ahora con el automóvil!
—No lo creas, hijo mío —dijo tío Pancho—. Era muchísimo mejor sistema el de la silla de mano. En primer lugar se economizaban los cauchos y la gasolina, por otro lado había menos choques, y en cuanto al tiempo gastado en el trayecto eso no tenía entonces la menor importancia. Para nuestros bisabuelos lo mismo era llegar temprano que llegar tarde, o que no llegar nunca. La manía de llegar es relativamente moderna y el más terrible azote con que nos mortifica a todos la civilización.
María Antonia, cuyo pudor se había herido vivamente por el cinismo que encerraban los collares, los sombreros, y los perros premiados, volvió a tomar la voz ciceroniana y dijo refiriéndose a la imagen de las ranas:
—No comprendo por qué razón no hemos de ir a Europa. Yo a Dios gracias, no me considero rana, ni creo que Venezuela sea ningún charco. Tenemos nuestros defectos, es verdad, como allá también tienen los suyos, pero en todas partes, aun en el mismo París, hay gente muy honrada y muy buena con quien se puede tratar. Pero los que van de aquí no tratan sino con la escoria, y creen que eso es lo elegante y lo que debe ser. Cuando yo fui a Europa recién casada, me distraje mucho: ¡Cómo se distrae la gente decente, eso sí! ¡Eduardo me cuidaba muchísimo! Eduardo no me llevó jamás a ciertos teatros donde van ahora muchas niñas suramericanas; Eduardo no me dejaba salir sola; Eduardo no me permitía de ningún modo que bailara; ni que tuviera intimidad con nadie; ni que me pintara; ni que me pusiera vestidos indecentes: ¡aunque estuvieran muy de moda! ni que…
Y mientras seguía la enumeración, yo, ladeé ligeramente la cabeza, porque en el centro de la mesa, la compotera, colmada de frutas y de flores me ocultaba a «Eduardo» sentado frente a mí y me urgía muchísimo contemplar a mi sabor aquel busto de Otelo. Pero, desgraciadamente, allende la compotera, Otelo, no parecía estar en carácter, circunstancia que le quitó colorido a la enumeración. En aquel momento psicológico se hallaba tranquilamente con el tenedor en la mano derecha, un pedacito de pan en la mano izquierda, y los ojos clavados en su plato muy ocupado en quitarle las espinas a su porción de pescado. Y como terminase al punto tan delicada empresa se llevó a la boca el tenedor cargado de blanquísima pulpa, la saboreó, la tragó, esperó pacientemente a que María Antonia rematase su discurso y dijo entonces con un hilillo sutil de mayonesa prisionero entre dos hilos de su bigote:
—¡Pues yo encuentro que el pescado está fresquísimo! Me parece exquisito, muy bien preparado y no comprendo por qué en Caracas no hemos de comerlo así. María Antonia: es indudable que la cocinera nos roba, convéncete. Por el afán de robar, compra siempre el pescado peor; ¡el que nadie quiere! Pues ahora al pasar por La Guaira voy a hablar con el encargado del depósito, y si me dejan el pescado a precio de costo en Caracas lo voy a encargar fijo para tres días en la semana. Si te parece, la cocinera misma puede pasar a buscarlo cuando vuelve del mercado empleando la misma correspondencia de tranvía que toma siempre para llegar hasta casa.
María Antonia, cuyo plano mental se hallaba ahora muy distante del pescado, la cocinera, y el tranvía, contestó indignada:
—¡Julia la martiniqueña no nos roba en absoluto! ¡Me consta que es honradísima! ¡Y encuentro muy malo este pescado! La mayonesa está hecha con un aceite infernal. ¡Qué diferencia con el que tomamos en casa!
—Pues a mí, lo mismo que a Papá, me parece muy bueno el pescado, —dijo mi prima con cierta melancolía— pero no me lo como porque vi al trasluz mi tenedor y deja mucho que desear… y es inútil que pida otro… los cubiertos de los hoteles: ¡siempre están sucios!… Y es que no los lavan sino que los limpian con un paño ¡lo vi ahora al pasar!…
—Oye un consejo, hija mía —dijo tío Pancho muy condolido—; nunca veas los cubiertos ni nada a trasluz. En la comida lo mismo que en todo lo demás el afán investigador no nos conduce sino a descubrimientos desagradables. Las personas más felices serán siempre aquellas que hayan descubierto menos cosas durante su vida. Te hablo por experiencia. Mira, desde que yo he perdido la vista lo suficientemente para confundir una mosca con un grano de pimienta, tengo mejor humor y muchísima mejor digestión.
—¡Ay! ¡Confundir una mosca con un grano de pimienta! ¡Comerse una mosca! ¡Qué horror! ¡Qué horror! —dijeron a la vez casi todos mis primos.
Pero tío Pancho en un nuevo discurso muy bien documentado, y un poco paradójico también, nos demostró palpablemente los grandes perjuicios que ocasionan a la humanidad el microscopio, la higiene, las vacunas, la cirugía, y las academias de Medicina; cosas todas que según él suelen acabar con las personas verdaderamente robustas, conservando en cambio a los enfermizos, a los pobres, a los aburridos y a los desgraciados, seres infelices contra quienes se ensañan arbitrariamente al privarle de la muerte que es cosa tan natural e inofensiva.
María Antonia que hierve todos los días el agua filtrada, y duerme todas las noches con mosquitero, se escandalizó naturalmente al oír tan horrible dislate. Con tal motivo se discutió; se habló después sin discutir; se tomó café; se volvió a discutir; se dio por terminado el almuerzo; paseamos entonces a pie por la playa; nos retratamos bajo unos árboles; y apaciguado ya el sol y repartidos en los dos autos emprendimos el camino de Caracas. Antes de subir al automóvil yo había advertido:
—Quisiera ir delante con el chauffeur para ver mejor el camino.
Y de nuevo, tras el volar del auto por la cinta blanca de la carretera, sobre los abismos y las montañas, en silencio, desde el templo interior de mi sensibilidad, me entregué a la contemplación, a la comunión íntima con la naturaleza, a las suaves evocaciones y al miedo voluptuoso de llegar…
El viaje de Macuto a Caracas, Cristina, es una atrevida excursión por la montaña, que dura casi dos horas. Para hacer esta excursión escalan la montaña y se la disputan juntos la carretera y el tren. El tren que es pequeñito y angosto, corre sobre unos rieles muy unidos, y para correr sobre ellos tiene rastreos ondulantes de serpiente y a ratos tiene también audacias de águila. Hay veces que se desliza entre lo más oscuro y verde de la montaña y cuando se piensa que sigue escondido aún entre las malezas y las rocas que están a la falda del monte, aparece de pronto sobre un picacho, animoso y valiente, con su penacho de humo. Antes de emprender el vuelo anda primero junto al mar muy cerquita de las olas, entra por los aledaños de La Guaira y del vecino pueblo de Maiquetía, da unos cuantos rodeos indecisos y es después cuando se lanza a conquistar la montaña.
La carretera, que es más franca y menos audaz que el tren, camina también un rato junto al mar y los rieles, pasa por los dos pueblos, se aparta luego de todos y entonces ella sola en blancas espirales va enlazando la montaña con su cinta de polvo.
Cuando empezamos la ascensión tío Pancho me advirtió que aquella montaña que íbamos a escalar, estaba formada por un brazo de los Andes; y al momento el paisaje se cubrió para mis ojos de un inmenso prestigio. A decir verdad, el aspecto de la montaña es tan grandioso que no desdice en nada de su filiación. Es arrogante, misteriosa y altísima. Sus cimas dominan a Caracas y la separan del mar. Vista desde la ciudad cambia de color varias veces al día, condescendiente a los caprichos de la atmósfera que la rodea. Estos cambios y caprichos le han dado un carácter muy suyo y para interpretárselo, la copian con amor todos los pintores, la cantan con más amor aún todos los poetas y en recuerdo al conquistador que la tomó a los indios en no sé qué fecha se llama de su nombre «El Ávila».
Desde que salimos de Macuto, con la brisa azotándome el rostro, yo tenía una inquieta curiosidad por sentir muy de cerca el alma del paisaje americano y me di a buscarle con cariño en todos los detalles del trayecto.
Luego de correr junto al mar y atravesar La Guaira y los arrabales del pueblo de Maiquetía, pasamos junto a los cocales que se extienden allí cerca por la playa, y desde aquel momento atrajeron mis ojos y conquistaron mi atención los cocoteros.
Es indudable: para mí, Cristina, todo el encanto, toda la dulce languidez del alma tropical se mece en los cocoteros. Cuando son muchos y se pasa junto a ellos, tienen vaivenes de hamaca, desperezos de siesta y susurros de abanico. El mar se clarea siempre allá en el fondo, y a través de tantos tallos que se retuercen y se encogen con actitudes de dolor humano, en aquella perspectiva que está a la vez poblada y desierta como una iglesia vacía, hay una paz intensa en donde sólo vibra la nota azul del mar suave y lejana como un ensueño. Cuando se va subiendo una montaña y se ven los cocoteros de arriba, sus cabezas desmelenadas sobre la finura del tallo parecen alfileres erizados en un acerico, que es la playa. Si el cocotero es uno solo y se mira a distancia, en pleno aislamiento, erguido frente al mar, tiene la melancolía de un solitario que medita, y la inquietud de un centinela escudriñando el horizonte; sus palmas desgajadas en el espacio a tan larga distancia de la tierra parecen flores puestas en un búcaro de pie muy largo. Si se mira de tan lejos que lo etéreo del tallo se ha perdido en la atmósfera, aquellas hojas flotando en el ambiente, tienen entonces el misterio de un jirón de incienso que sube, y parecen evocar el símbolo místico de las oraciones abriendo sus tesoros junto al cielo.
Mientras íbamos escalando la montaña me perdía yo en estas contemplaciones sin pensar ya en La Guaira, que habíamos dejado atrás, cuando de pronto, en una brusca revuelta del camino, allá, bajo nuestros pies, en el fondo del abismo, apareció de golpe, pero tan chiquita, tan chiquita, que con todas sus casas, sus vapores, sus barquitas, y sus lanchas, parecía ya tan sólo un juguete de niños. Allí, en aquel mundo diminuto se hallaba también nuestro vapor que iba a zarpar al caer de la tarde. Desde mis alturas me pareció elegante y fino como una gaviota que se dispone a volar, y durante un rato tuve una envidia infinita por su vida aventurera… ¡Ah! ¡él se marcharía ahora a uno y otro, y otro puerto, siempre animado y activo, y nunca jamás sentiría como yo la aridez de los reposos finales, definitivos!…
Estas fueron mis últimas consideraciones «marinas» porque en otra brusca revuelta de la carretera se volvió a perder La Guaira tan repentinamente como había aparecido antes; luego de caminar un rato acabó por esfumarse también la estrecha cinta azul que nos quedaba de mar, y entre abismos y rocas nos metimos ya definitivamente en el corazón de la montaña. Por ella anduvimos mucho rato subiendo y bajando hasta que poco a poco se allanaron los abismos, se aplanó el camino, apareció el valle, y entramos en los arrabales de Caracas.
Yo acababa de empolvarme, de pintarme, y de arreglar en general los desperfectos ocasionados por el viaje en mi rostro y mi sombrero, iba de nuevo calzándome los guantes, y mientras tal hacía miraba el sucederse de las calles y me preguntaba: ¿Pero cuándo entramos por fin en la ciudad?… Tras de mí, tío Pancho, adivinó al momento mi pregunta porque advirtió de su cuenta, sin que yo nada hubiese dicho:
—Esto es ya el centro de Caracas, María Eugenia.
¿El centro de Caracas?… ¡El centro de Caracas!… y entonces… ¿qué se habían hecho las calles de mi infancia, aquellas calles tan anchas, tan largas, tan elegantes y tiradas a cordel?… ¡Ah! Cristina ¡qué intactas habían vivido siempre en mi recuerdo las fachadas por el enrejado de las ventanas salientes, se extendían a uno y otro lado de las calles desiertas, angostas y muy largas! La ciudad parecía agobiada por la montaña, agobiada por los aleros, agobiada por los hilos del teléfono, que pasaban bajos, inmutables, rayando con un sinfín de hebras el azul vivo del cielo y el gris indefinido de unos montes que se asomaban a lo lejos sobre algunos tejados y por entre todas las bocacalles. Y como si los hilos no fuesen suficiente, los postes del teléfono abrían también importunamente sus brazos, y, fingiendo cruces en un calvario larguísimo, se extendían uno tras otro, hasta perderse allá, en los más remotos confines de la perspectiva… ¡Ah! ¡sí!… Caracas, la del clima delicioso, la de los recuerdos suaves, la ciudad familiar, la ciudad íntima y lejana, resultaba ser aquella ciudad chata… una especie de ciudad andaluza, de una Andalucía melancólica, sin mantón de Manila ni castañuelas, sin guitarras ni coplas, sin macetas y sin flores en las rejas… una Andalucía soñolienta que se había adormecido bajo el bochorno de los trópicos.
No obstante, mientras así juzgaba deprimida corriendo a toda prisa por las calles, bruscamente, en una u otra parte, como un chispazo de luz inesperado, aparecía el prodigio de una ventana abierta, y en la ventana, tras la franqueza de la reja ancha, eran bustos, ojos, espejos, arañas rutilantes, palmeras, flores, toda una alegría intensa e interior que se ofrecía generosamente a la tristeza de la calle…
¡Ah! ¡la fraternidad, y el cariño y la bienvenida, y el abrazo familiar de las ventanas abiertas!… ¿Pero cuál era?… ¿cuál era?… ¿cuál era por fin la casa de Abuelita?…
Y de pronto, ante una casa ancha, pintada de verde, con tres grandes ventanas cerradas y severas, se detuvieron los autos. Mis primos bajaron a toda prisa, penetraron en el zaguán, empujaron la entornada puerta del fondo, y fue entonces cuando apareció ante mis ojos el patio claro, verde y florecido de la casa de Abuelita.
Era la primera impresión deslumbrante que recibía a mi llegada a Venezuela. Porque el patio de esta casa, Cristina, este patio que es el hijo, y el amante, y el hermano de tía Clara, cuidado como está con tanto amor, tiene siempre para el que llega, yo no sé qué suave unción de convento, y una placidez hospitalaria, que se brinda y se ofrece en los brazos abiertos de sus sillones de mimbre. Sobre la tierra fresca del medio, crecen todo el año rosas, palmas, novios, heliotropos, y el jazminero, el gran jazminero amable que subido en el kiosco todo lo preside y saluda siempre a las visitas con su perfume insistente y obsequioso. Junto a la puerta de entrada, a la izquierda, por el amplio corredor, se esparcen abundantes sobre mesas y columnas, la espuma verde de los helechos y las flechas erectas y entreabiertas de los retoños de palma. Al entrar aquella tarde y mirar el patio busqué por todas partes con los ojos, y fue a través de este bosquecillo verde, allá en el fondo del corredor, encuadrada por el respaldar de su sillón de mimbre, donde reconocí por fin la blanca cabeza de Abuelita.
Viendo entrar a mis primos, se había puesto instantáneamente en pie y al distinguirme de lejos en el grupo que avanzaba, me llamó a gritos con la voz y con el temblor maternal de sus brazos abiertos:
—¡Mi hija, mi hija, mi hijita!
Y no quiero detallarte, Cristina, cómo, ni cuántos, fueron los abrazos y los besos que entre lágrimas me dio Abuelita, y me dio luego tía Clara, porque el detallarlos resultaría largo, monótono y repetido. Sólo te diré que hubo llanto, evocaciones, detallar minucioso de mi fisonomía, de mi cuerpo, de mis movimientos; nuevos besos, nuevas lágrimas, y el dulce nombre de mamá siempre repetido que me cubría como un velo y me transformaba en ella ante el cariño torrencial, efusivo, indescriptible de Abuelita y de tía Clara. Yo me sentía también sorprendida, emocionadísima, y para cortar la escena, conteniendo las lágrimas, con los ojos turbios comencé a inspeccionarlo todo, arriba, abajo, y al ir reconociendo poco a poco las viejas cosas familiares me di a preguntar risueña por los predilectos de mi infancia:
—¿Y los canarios, Abuelita?… ¿Y la gata negra… aquella… aquella del lazo colorado?… ¿Y los pescaditos de la pila?… ¡Toma!… pero si ya no hay pila ni hay naranjos en el patio: ¡no me había fijado!
Tía Clara explicó:
—Todo está cambiado. La casa se reformó hace siete años antes de la muerte de Enrique. Mira: se quitó la pila, se puso el mosaico, se pintó al óleo, se decoró de nuevo, se cambió la romanilla del fondo; pero los naranjos —añadió sonriendo— nunca estuvieron aquí sino en el otro patio… ¡y allá están todavía!
Volví la cabeza para mirar la nueva romanilla del fondo, y a su puerta vi agrupadas las cabezas más o menos negras y lanudas de las cuatro fámulas que constituyen el servicio doméstico de Abuelita cuyos ojos me contemplaban ávidos de curiosidad. Yo las abarqué a todas en una rápida ojeada indiferente. Pero como en la rapidez de la ojeada hubiese sentido la atracción de unos ojos, volví a mirar de nuevo y entonces, iluminada ya por el vivo chispazo del recuerdo, lo mismo que había hecho Abuelita un momento antes, yo también ahora, abrí efusivamente los brazos y corrí hacia la romanilla exclamando a voces alegrísima:
—¡Ah!… ¡Gregoria! ¡Gregoria!… ¡Pero si eres tú, viejita linda!…
Y en un abrazo largo y fraternal de almas que se comprenden, Gregoria y yo sellamos de nuevo nuestra interrumpida amistad.
Porque has de saber, Cristina, que Gregoria, la vieja lavandera negra de esta casa, contra el parecer de Abuelita y de tía Clara, es actualmente mi amiga, mi confidente y mi mentor, pues aun cuando no sepa leer ni escribir la considero sin disputa ninguna una de las personas más inteligentes y más sabias que he conocido en mi vida. Nodriza de mamá, se ha quedado desde entonces en la casa donde desempeña el doble papel de lavandera y cronista, dada su admirable memoria y su arte exquisito para planchar encajes y blanquear manteles. Cuando yo era chiquita y me venía a pasar el día aquí en la casa de Abuelita, era Gregoria quien me daba siempre de comer, quien me contaba cuentos y quien a escondidas de todos me dejaba andar descalza o jugar con agua, atendiendo de este modo al bienestar de mi cuerpo y de mi espíritu. Y es que su alma de poeta que desdeña los prejuicios humanos con la elegante displicencia de los Filósofos Cínicos, tiene para todas las criaturas la dulce piedad fraternal de San Francisco de Asís. Este libre consorcio le ha hecho el alma generosa, indulgente, e inmoral. Su desdén por las convenciones la preservó siempre de toda ciencia que no enseñara la misma naturaleza. Por esta razón, además de no saber leer ni escribir, Gregoria tampoco sabe su edad, que es un enigma para mí, para ella y para todo el que la ve. Blanqueando manteles y planchando camisas, mira correr el tiempo con la serena indiferencia con que se mira correr una fuente, porque ante sus ojos franciscanos, las horas, como las gotas de la hermana agua, forman juntas un gran caudal fresco y limpio por donde viene nadando la hermana muerte. Como te he dicho ya, cuando yo era chiquita, me cuidó siempre con la ternura poética con que se cuidan las flores y los animales. Por eso, aquella tarde, al reconocerla asomada a la puerta de la romanilla, corrí hacia ella movida por el mismo impulso que hace temblar de alegría y de felicidad la cola agradecida de los perros.
Al sentirme entre sus brazos, Gregoria, cuyos sentimientos brotan siempre al exterior ensartados en los matices sonoros o delicadísimos de unas carcajadas especiales, sorprendida y feliz, salpicó un largo rato su risa intensa de emoción con estas pocas palabras:
—¡Dios la guarde!… ¡Dios la guarde!… ¡Haberse acordado de su negra!… ¡de su negra fea!… ¡de su negra vieja!…
Y tanto nos abrazamos, y tanto se rio Gregoria y tanto se prolongó la escena, que Abuelita tuvo que intervenir al fin:
—Bueno, Gregoria, ya basta: ¡hasta cuándo! ¡Que empiezas con la risa, y no acabas de reírte nunca!
Y luego, cariñosa, Abuelita añadió dirigiéndose a mí:
—Ven tú, hijita, ven a quitarte el sombrero y a que te refresques un poco. Ven, vamos a que veas tu cuarto.
Apoyada ella en mi brazo y seguidas de todo el mundo atravesamos un pedazo de patio, cruzamos el comedor, y llegamos al segundo patio, aquí, al patio de los naranjos, donde se abre la puerta y la ventana de este cuarto silencioso y cerrado con llave desde el cual te escribo ahora.
En el umbral de la puerta nos detuvimos a mirarle.
A primera vista me pareció sonriente con sus muebles claros y su cainita blanca. En aquella hora gris del crepúsculo llegaba a él, más intensamente que nunca, cierto encanto melancólico que parece desprenderse siempre de estos gajos verdes donde amarillean a veces las naranjas, y flotaba también en el ambiente ese olor a engrudo y a pintura fresca que tienen las habitaciones recién empapeladas. Inmóvil sobre el umbral, Abuelita, apoyada en mi brazo, empezó a explicar:
—Este cuarto era el de Clara. Lo amueblé para ella tal como está ahora hace ya muchos años…, cuando se casó María, tu Mamá. Antes dormían las dos juntas en una habitación más grande que está cerca de la mía. Clara ha querido ahora cedértelo todo. Como los muebles son blancos y alegres, es más natural que sean para ti…
—Mira, —interrumpió de golpe mi prima— es un milagro que tía Clara haya convenido en darte su cuarto y sus muebles. Con nosotros, antes, cuando veníamos aquí ¡era una exageración! No nos dejaba ni pasar siquiera porque decía que echábamos a perder los muebles y que de tanto entrar y salir se llenaba de moscas la habitación.
Tía Clara no contestó nada y Abuelita continuó:
—Sí; Clara te ha dejado su cuarto y se viene ahora cerca de mí al cuarto que era de su padre, de tu abuelo. Allí están todavía sus muebles, unos muebles de caoba muy cómodos y más serios que estos otros… Por supuesto que todo se pintó y se empapeló de nuevo para tu llegada. Mira, te pusimos a los dos lados de la cama los retratos de tu Papá y de tu Mamá para que te acompañen siempre. Este tocador era también de Clara; ella misma lo vistió de nuevo. ¡No sabes lo que ha trabajado para terminar el bordado antes de tu llegada! Anoche a las doce: ¡estaba cosiendo todavía!…
El tocador; los retratos; el flamante papel de las paredes; los muebles blancos; tía Clara; la observación de mi prima; todo me había ido produciendo una emoción suave. Había en el arreglo del cuarto profusión de detalles que demostraban unan disposición minuciosa, un afán muy marcado de que todo resultase alegre, elegante, a la moda. Este esfuerzo hecho en un medio ambiente tan atrasado, tan añejo, me conmovía; y me conmovía sobre todo al comprobar lo poco que habían logrado realizar en mí el efecto deseado. Aquellos cuadros altos, simétricos, el bordado de colorines del tocador, el viso tan encendido, la cortina de la cama, la disposición de los muebles, todo, absolutamente todo, estaba contra mi gusto y mi manera de sentir. Me daban ganas de desbaratar el trabajo enteramente, de hacerlo otra vez a mi gusto, y pensando en lo que esta especie de vandalismo hubiese herido a la pobre tía Clara la consideré un instante profundamente, con lástima, con cariño intenso.
Durante la explicación de Abuelita, ella, no había dicho ni una sola palabra. En pie junto a la puerta, guardando silencio, tenía la callada y humilde desolación de las vidas que se deslizan monótonas, sin porvenir, sin objeto. Y sin embargo, bajo su pelo canoso, con su fisonomía alargada y marchita de cutis muy pálido, era bonita tía Clara y a pesar del vestido de raso negro recién hecho y pasado de moda, era también distinguida, con esa distinción algo ridícula que tienen a veces en los álbumes los retratos ya viejos.
Y mirándola así con agradecimiento y con ternura, en un segundo rapidísimo recordé cómo allá, en los tiempos de mi infancia, cuando yo venía a quedarme aquí con Abuelita, ella, tía Clara, se sentaba por las tardes en el sofá del salón y hablaba horas enteras con un señor que me daba caramelos y me hacía muñecos y gallitos con pedazos de papel. Yo solía jugar con aquellos gallitos sentada silenciosamente en el suelo, sobre la alfombra, mientras ellos dos, en el sofá, continuaban su charla que yo encontraba misteriosa en vista de lo prolongada y lo monótona. Ahora por primera vez, después de tantos años, mirándola en pie junto a la puerta, recordé la diaria y olvidada escena, y recordándola pensé: «Si aquel señor, como no cabe duda, era el novio de tía Clara: ¿qué había sido de él?… ¿por qué no se casaron?…». Y para demostrarle mi interés y la fidelidad con que había conservado su imagen a través del tiempo, estuve a punto de describirle la escena tal como la recordaba y de hacerle después la pregunta. Afortunadamente ya con la palabra en la boca me detuve aún a tiempo. Comprendí que podía haber en ello algún secreto dolor; que quizás el dolor se anidaría aún en las románticas ruinas de la cabeza gris y que iba sin duda a lastimarlo con la indiscreción de tal pregunta. Entonces, para expresarle mi cariño en otra forma, cambié bruscamente de tema y dije sonriendo que todo, todo en el cuarto estaba precioso y que recibía con amor y con muchísima alegría aquellas cosas que por tanto tiempo la habían acompañado a ella.
Pero esto no era cierto. Cristina: ¡no!… Mientras tal decía mirando primero la cabeza gris junto a la puerta, y mirando luego la blanca cortina de punto sobre la cama, tenía el alma oprimida de angustia, de frío, de miedo; ¡yo no sé de qué! y es que lúcidamente, en la faz de los muebles sentía agitarse ya el espíritu de aquella herencia que me legaba tía Clara… ¡Ah! ¡Cristina!… ¡la herencia de tía Clara!… ¡Era un tropel innumerable de noches negras, largas, iguales que pasaban lentamente cogidas de la mano bajo la niebla de punto de la cortina blanca!…
Y por primera vez, en aquel instante profético, sintiendo todavía en mi brazo la suave presión del brazo de Abuelita, vi nítidamente en toda su fealdad, la garra abierta de este monstruo que se complace ahora en cerrarme con llave todas las puertas de mi porvenir, este monstruo que ha ido cegando uno después de otro los ojos azules de mis anhelos; este monstruo feísimo que se sienta de noche en mi cama y me agarra la cabeza con sus manos de hielo; éste que durante el día camina incesantemente tras de mí, pisándome los talones; éste que se extiende como un humo espesísimo cuando por la ventana busco hacia lo alto la verde alegría de los naranjos del patio; éste que me ha obligado a coger la pluma y a abrirme el alma con la pluma, y a exprimir de su fondo con substancia de palabras que te envío, muchas cosas que de mí, yo misma ignoraba; éste que instalado de fijo aquí en la casa es como un hijo de Abuelita y como un hermano mayor de tía Clara; sí; éste: ¡el Fastidio, Cristina!… ¡el cruel, el perseverante, el malvado, el asesino Fastidio!…
Pero este fastidio cruel que presentí por vez primera la tarde de mi llegada, este fastidio que me ha hecho analista expansiva y escritora, tiene una raíz muy honda, y la honda raíz tiene su origen en la siguiente reveladora escena que voy a referirte y que ocurrió una mañana, a los dos o tres días de mi llegada a Caracas.
Sería a cosa de las once y media. Abuelita, tío Pancho, tía Clara y yo, nos hallábamos instalados hacia el fondo del corredor de entrada, allí mismo, en aquel bosquecillo verde que te he descrito ya; en donde se esparcen varios sillones de mimbre alrededor de una mesa; en donde vi blanquear el día de mi llegada la cabeza de Abuelita y en donde ella se instala diariamente con su calado, sus tijeras y su cesta de costura. Aquella mañana habíamos entrado por fin en plena normalidad. O sea que yo, luego de pasar dos días en una especie de exhibición ante las relaciones góticas de Abuelita, es decir, ante un reducido número de personas de ambos sexos más o menos uniformadas en cuanto a ideas, vestimenta y edad, las cuales acudieron a conocerme y a felicitar a Abuelita por mi feliz llegada, y las cuales, durante unas visitas muy largas, me hicieron todas con ligerísimas variantes, los mismos cumplidos y las mismas preguntas, aquella mañana, digo, terminado ya el desfile, yo había podido al fin entregarme a mi libre albedrío y a mis personales ocupaciones. La mañana, dedicada por entero al arreglo de mi cuarto, había sido muy bien aprovechada. Al dar las once me hallaba cansada y satisfecha, porque hermanando el espíritu de conquista al espíritu de conciliación, había logrado imponer mi gusto moderno y algo atrevido, sobre el gusto rutinario, simétrico y cobardísimo de tía Clara. Sin herir susceptibilidades la obra primitiva se encontraba ya reformada, y bajo la presidencia de dos muñecas parisienses, rubias, petulantísimas, y vestidas de seda que esponjaban como pantalla sus dos crinolinas, rosa la una y verde la otra, sobre mi mesa de noche y sobre mi escritorio, el cuarto se veía ahora bastante contemporáneo y bastante bien. Poco después de las once, vinieron a avisarme que tío Pancho había entrado a saludarnos como suele hacer cuando vuelve a esa hora del Ministerio de Relaciones Exteriores donde desempeña un empleo. Al tener noticias de su llegada, dejé al punto de contemplar mi obra, y fue entonces cuando entre helechos y palmas, hacia el fondo del corredor de entrada, me instalé en tertulia con él, con Abuelita y con tía Clara.
Como era sábado, día de repasar, tía Clara se hallaba ante una cesta llena de medias y de ropa, zurciendo una servilleta de hilo ya muy vieja y usada; Abuelita, inclinándose mucho sobre las rodillas calaba uno de esos pañuelos de seda que doblados luego en cuatro, atados con un lacito, y puestos en una caja de cartón, distribuye el día de su santo a los nietos; tío Pancho, sentado en una mecedora, fumándose un tabaco refería una historia muy interesante que hacía detener de pronto el calado de Abuelita o el zurcido de tía Clara y que a mí no me interesó nada porque trataba de personas que me eran completamente desconocidas. Mirando las matas del patio descansaba con fruición de la doble fatiga moral y material ocasionada por el arreglo de mi cuarto, reflexionando al mismo tiempo cuál sería la manera más eficaz de desviar el curso de aquella conversación que me aburría. De pronto dije atropellando resueltamente la interesante historia:
—¡Oye, tío Pancho, quiero comunicarte un proyecto! ¡vamos a ir de paseo a Los Mecedores, los dos; hoy, mañana, pasado, cuando a ti te parezca! Me siento romántica. Tengo unos deseos inmensos de presenciar un crepúsculo acostada sobre la hierba, en pleno aire, mirando desde abajo la copa de los árboles y, detrás de los árboles, el cielo; ¡deseo muchísimo ver otra vez Los Mecedores! Recuerdo que cuando chiquita me llevaban allá a hacer ejercicio y me gustaba mucho. Tomábamos el tranvía y llegábamos cerca de una iglesia que se llamaba… ¿cómo era?…
—La Pastora.
—Eso es. ¡Pues vamos a ir un día a Los Mecedores, los dos!… ¡Ah! y a propósito, Abuelita, ¿cuándo vamos a la hacienda de papá, a San Nicolás?… ¿Es tío Eduardo quien la administra siempre, verdad?…
Aquella pregunta que había sido hecha con entera naturalidad y alegría, se quedó durante un rato como suspendida en el espacio, y hubo un silencio, Cristina, un silencio intenso y trágico durante el cual Abuelita y tía Clara sin levantar la cabeza de la costura, levantaron la vista y se miraron un instante por encima de los ojos redondos de sus respectivos lentes. Luego, volvieron a la costura, y fue entonces cuando Abuelita, cosiendo y sin mirarme se decidió a hablar en un tono muy dulce y conmovido:
—San Nicolás es de Eduardo, mi hija.
Y esto lo dijo con la misma compasión con que se le habla a los niños muy pobres cuando quieren comprar en las tiendas un juguete de lujo. Después de la frase compasiva y breve, hubo otro silencio mucho más largo, más intenso y más trágico que el anterior. Era el silencio horrible de la revelación. Envuelta en la voz de Abuelita, la verdad se había presentado a mi espíritu tan clara y terminante que no pedí ninguna explicación, ni hice ningún comentario. Comprendí que debía ser irremediable y decidí aceptarla desde el principio con valentía y con altivez. Sin embargo, Cristina, las consecuencias que surgían en tropel de aquella revelación eran demasiado enormes para que yo me las viese al momento y para que su vista no desencadenase en mi alma una horrible tempestad interior. ¡San Nicolás era de tío Eduardo! No sabía cómo, ni por qué, pero ¡era de tío Eduardo! por lo tanto, yo, que me creía rica, yo, que había aprendido a gastar con la misma naturalidad con que se respira o se anda, no tenía nada en el mundo, nada, fuera de la protección severa de Abuelita, que se inclinaba ahora sacando la aguja por entre las hebras del pañuelo de seda, y fuera del cariño jovial de tío Pancho, que también callaba enigmático recostado en la mecedora, apretando entre los dientes el tabaco encendido y oloroso… Con mis ojos espantados les miré a los dos y seguí luego contemplando interiormente la horrible noticia que se abría de golpe ante mi porvenir, como una ventana sobre una noche lúgubre: ¡la pobreza!… ¿Comprendes bien, Cristina, todo lo que esto significaba?… Era la dependencia completa con todo su cortejo de humillaciones y dolores. Era el adiós definitivo a los viajes, al bienestar, al éxito, al lujo, a la elegancia, a todos los encantos de aquella vida que había entrevisto apenas durante mi última permanencia en París, y a la que aspiraba yo con vehemente locura. Era también el adiós definitivo para ti y para tantas otras cosas y personas que no había conocido nunca y que presentía esperándome gloriosas por el mundo… ¡el mundo!… ¿sabes?… ¡todo el caudal de felicidad y de alegría que se agita más allá de las cuatro paredes de hierro de esta casa de Abuelita!… ¡Ay! la alegría, la libertad, el éxito ¡ya no serían míos!… Y ante semejante idea, sentí que un nudo me apretaba espantosamente la garganta y que un torrente de lágrimas me asediaba impetuoso y terrible…
Para poder disimular y contener las lágrimas empecé por bajar los ojos y clavarlos en el suelo. Allí, me di a contemplar fijos sobre el mosaico los zapatos de Abuelita, tía Clara y tío Pancho. No sé por qué me pareció que aquellos zapatos tenían una fisonomía especial y que con ella me estaban mirando. Es muy curioso el observar, Cristina, cómo en los momentos de crisis aguda los objetos que nos rodean se animan de vida. Hay veces que parecen hacerse cómplices del mal que nos tortura; otras, por el contrario, nos miran con una intención cariñosa y triste como si quisieran consolarnos. En aquel instante me pareció que aquellos seis zapatos en sus diversos aspectos o actitudes, tenían todos la expresión uniforme que tienen los públicos. Y era una expresión no sé si de burla o de lástima. Ambas cosas me desagradaban igualmente; pero como quería triunfar de mi emoción me dije que se burlaban de mí. Juzgué mi situación ridícula. Recordé la mirada de inteligencia que habían cambiado Abuelita y tía Clara por encima de sus lentes. Pensé que si tenía una crisis de llanto, ellas la referirían sin duda a tío Eduardo, me imaginé a tío Eduardo comentándola a su vez con su mujer y sus hijos; y enardecido terriblemente mi orgullo ante esta última imagen, acabé por triunfar de mi gran emoción. Entonces, para asumir al punto una actitud cualquiera, alcé la cabeza, miré a los circunstantes, respiré con violencia, exclamé:
—¡Ay! ¡qué calor!
Y levantándome del asiento que ocupaba, me senté de un salto con mucha agilidad sobre una mesita o columna dedicada a sostener una de las grandes macetas de palma que en aquel instante tomaba el aire y el sol en el patio; una vez allí, me puse la mano izquierda en la cintura y me di a balancear el pie derecho con un movimiento acompasado de péndulo, cuyo extremo llegaba hasta hacer chocar la punta de mi zapato contra el borde de aquella mesa de mimbre alrededor de la cual se hallaban Abuelita, tía Clara y tío Pancho. Sentía que semejante actitud debía darme un aspecto de absoluta despreocupación y balanceaba el pie con estoicismo, con orgullo y con convicción.
Pero todo esto que detallado aquí parece larguísimo había ocurrido apenas en el breve espacio de un minuto. Bajo el rítmico balanceo de mi pie los tres circunstantes continuaban aún en completo silencio e inmovilidad. Sólo Abuelita, optó de repente por levantar los ojos del calado, me observó unos segundos y como mi actitud pareciese convencerla del todo, volvió a bajar la vista y siguió calando con mucha tranquilidad el pañuelo de seda. Se imaginó cándidamente que la noticia anunciada por ella como una bomba, me tenía sin cuidado. Eso era lo que yo quería y por lo tanto me sentí satisfecha. Pero te aseguro, Cristina, que desde aquel momento, Abuelita comenzó a desprestigiarse muchísimo ante mis ojos. Comprendí que tenía muy poca penetración y que carecía en absoluto de sutileza psicológica. En el fondo me alegro de que así sea. Es muy incómodo vivir con personas dotadas de penetración y de sutileza psicológica. Se pierde en absoluto la independencia y no es posible engañarlas jamás porque todo lo ven. Sin embargo, Abuelita tiene entre sus relaciones fama de gran inteligencia. ¡Ah! pero desde ese día cuando me dicen a mí: «el talento de tu Abuela» yo exclamo inmediatamente en mi fuero interno: «¡No es verdad, no tiene ninguno!».
Como te decía, Abuelita, luego de observarme sin hacer comentario, volvió a su costura, enhebró la aguja que se le había desenhebrado, dio unas cuantas puntadas, levantó otra vez la cabeza, volvió a observarme y entonces dijo:
—María Eugenia, hija mía, oye: eres distinguida, bien educada, tienes bastante instrucción, sabes presentarte correctamente, y sin embargo algunas veces tomas esos modales de muchacho de la calle. Mira: en lugar de sentarte en una silla como los demás, estás sentada ahí arriba, al nivel de mi cabeza en esa columna que se puede venir abajo con tu peso. Se te ven las piernas hasta las rodillas, tienes una mano en la cintura lo mismo que las sirvientas, y estás balanceando el pie con un movimiento vulgarísimo… Además, fíjate, mira, al darle así a la mesa con la punta del zapato echas a perder a un tiempo las dos cosas: la mesa y la punta de tu zapato nuevo…
Terminada esta exhortación dejé de balancear el pie y me quité la mano de la cintura, pero como sentía una necesidad violenta de destruir algo, sin bajarme de la columna, cosa que hubiera sido demasiada obediencia, empecé a surcar con la uña una hoja de palma que para desgracia suya se encontraba a mi alcance. Abuelita entretanto había vuelto a sumirse en el calado y callaba de nuevo. Su pensamiento debió caminar ahora por el terreno de los asuntos económicos, porque al cabo de un rato dijo con entera naturalidad:
—Se me olvida siempre preguntarte, María Eugenia: ¿trajiste los diez mil bolívares que te giró Eduardo a París por medio de Antonio Ramírez?… Con el cambio me parece que alcanzaban a unos cincuenta mil francos…
—Sí; en efecto, cincuenta mil francos, de los cuales, Abuelita, la última moneda de oro la cambié en la Habana. Por cierto que si no va tío Eduardo a buscarme a bordo, te advierto que de mi propio pecunio no hubiera podido pagar quien me cargase una maleta —y balanceando otra vez el pie, pero con impulso tan fuerte que estuve a pique de irme para atrás con columna y todo añadí—: ¡No me quedó ni un céntimo, ni medio céntimo, ni un cuarto de céntimo! ¡Nada! ¡nada! ¡¡nada!!
Abuelita soltó el pañuelo, el dedal, la aguja, y se quitó los lentes espantada:
—¿Gastaste todos los diez mil bolívares?… ¿los tiraste a la calle?… ¡Ave María! ¡qué locura!… Si se lo dije a Eduardo: “No mandes ese dinero sin advertir antes a Ramírez” pero se empeñó en girarlo por cable y ¡aquí está el resultado!… ¡De modo que gastaste los diez mil bolívares!… Pero dos mil fuertes colocados al nueve te hubieran producido unos quince fuertes mensuales, mi hija: tal vez se hubieran podido colocar al diez, hasta al doce y hubieran sido entonces ochenta o cien bolívares al mes… piensa… hubieras tenido algo, muy poco, una miseria, pero en fin algo, ¡algo para gastos de bolsillo siquiera!… Ese dinero se mandó a París, sólo por previsión, en caso de un accidente, de una enfermedad. Un mes antes se había girado al consulado una letra para tu viaje, para pagar cualquier gasto extraordinario que hubiera ocasionado la muerte de tu padre y para tu luto. ¡Era más que suficiente!
¡Ah! el celo extremado de Abuelita hacia aquellos dos mil fuertes, último jirón de mi patrimonio, me crispaba horriblemente los nervios, ahora que ante mis ojos acababan de esfumarse los muchos miles que representaba San Nicolás. Mientras ella hablaba exaltadísima, yo, que me encontraba ahora sobre la columna, inmóvil y heroica como el Estilita, tuve de pronto el firme presentimiento de que tío Eduardo había rendido con mi herencia las cuentas del Gran Capitán, y sentí una rabia espantosa. Esta rabia alcanzó su período álgido cuando Abuelita dijo: «hubieras tenido muy poco, una miseria, pero en fin, algo, algo…» y como me imaginase al punto la cabeza antipática de tío Eduardo, me apresuré a insultarla con toda mi alma, dirigiéndole en pensamiento y de carretilla los siguientes apostrofes: «Viejo avaro, ladrón, canalla, cursi, gangoso, escoba vestida de hombre» e injustamente, hice a Abuelita cómplice de mi desgracia. Entonces, con el objeto de molestarla de cualquier manera, cuando terminó de hablar, fingiendo buen humor, exclamé alegrísima:
—¡Ay! Abuelita, Abuelita ¡y cómo se conoce que no has estado nunca en París! Yo me hice mis vestidos de luto en Biarritz; ¡claro! pero lo que pasa siempre: te haces un vestido nuevo, llegas a París y parece viejo… Mira, en París, Abuelita, no me puse ni una vez los vestidos de Biarritz, ni los estrené, ni me molesté en guardarlos siquiera, porque su vista, sí, el verlos nada más de lejos, colgados en el armario me repugnaba: olían a colegio, a ingenuidad, a burguesía, ¡qué horror! ¡Ah! fue en París, Abuelita, donde ya aprendí a vestirme, donde sentí de lleno esta revelación del chic!… Los vestidos de Biarritz que eran más o menos… ¡pss!… diez o doce, se los regalé todos a la camarera del hotel… como eran negros, a la camarera le quedaban bastante bien, con la cofia de batista y esos delantalitos de…
Abuelita me interrumpió desesperada, y con los lentes trémulos, enarbolados en la mano derecha, exclamó varias veces, en ese tono trágico en que se lamentan las catástrofes irremediables:
—¡Qué locura, Señor, qué disparate, cincuenta mil francos en trapos cuando ya estaba equipada para el viaje!
—¿Pero no viste ayer mis vestidos, mis sombreros, mis medias, y mis combinaciones de seda, o crees acaso, Abuelita, que eso se regala en París?… ¡Si demasiado barato lo compré todo! aquello representa lo muy menos… lo muy menos: ¡ochenta mil francos!… A ver, tú, tú, tío Pancho, que según dices has pagado muchos sombreros en París, di: ¿están caros mis sombreros? ¿están caros?…
Y esta última pregunta la hice con tantísima vehemencia que estuve de nuevo a punto de caerme de la columna, pero esta vez de narices y en dirección a tío Pancho. El me consideró un instante y respondió evasivo envolviendo la respuesta en una bocanada de humo:
—Acuérdate que todavía no me has enseñado tus sombreros, María Eugenia.
—Bueno: pues mira; lo más elegante, lo más bonito, lo más dernier cri, que has visto en tu vida. ¡Figúrate que llamaban la atención en París!… Y como yo tenía con ellos tanta personalidad, tanta allure, pues no me llamaban sino «Madame»… sí;… «Madame Alonso».
—¡Ay! María Eugenia —dijo Abuelita asustada desmayando sobre la falda la mano de los lentes— ¡quién sabe hija mía, quién sabe por lo que te tomaban! ¡Y para hacer ese papel tan triste botaste tu dinero!
—¿Cómo, para hacer ese papel tan triste? Mira, Abuelita, cuando se tiene dinero en París, y ese dinero se bota, como tú dices, pasas a ser más que un rey y más que un emperador. Te parece que todo es tuyo. La plaza de la Concordia, por ejemplo, es como si fuera… ¡pss! el patio de tu casa, los Campos Elíseos el zaguán de entrada, el Bosque de Bolonia tu corral, total, que acabas por convencerte de que vives en una especie de hacienda tuya en donde todo el que pasa está a tus órdenes para lo que quieras mandar. La prueba de lo que te estoy diciendo es esto que me ocurrió una de esas mañanas de sol en que uno se siente muy alegre: iba yo subiendo hacia la Estrella cuando mi taxi se quedó estacionado en plenos Campos Elíseos porque estaban arreglando la calzada y la circulación se hacía difícil. De pronto, gran sensación, pasaba el Presidente de la República con comitiva de ministros llenos de coronas y discursos que se iban a celebrar una de sus eternas ceremonias ante la tumba del soldado desconocido. Bueno ¿tú crees que me impusieron ellos a mí, o que me dieron ni por un segundo la sensación de mando? ¡Todo lo contrario! Como ésos del gobierno tienen por lo general un aire tan desgraciado y llevan tan mal la ropa ¿sabes lo que les grité en pensamiento desde mi taxi parado? Pues saqué la cabeza y les dije así con mucho cariño: ¡Adiós el mayordomo y el peonaje! Y a ver por Dios cuándo me acaban de arreglar el piso que es una vergüenza lo que dura ya esto, aquí me quedo todos los días como están viendo, y llego en retardo para mis pruebas que son por lo general cosas de muchísimo apuro. Y a ver también si aprenden a tener un poco más de gracia, y que se afeiten tanto bigote que eso ya no se usa, y que se adelgacen, y que crezcan. ¡Ahur! ¡Recuerdos al Desconocido!…
—María Eugenia —interrumpió Abuelita—, mi Madre decía siempre que Dios nos toma en cuenta las tonterías y las palabras inútiles. Según eso, mi hija, tú, vas a tener mucha cuenta que entregarle a Dios.
Yo volví a la anterior conversación y seguí enumerando mis gastos:
—Bueno, además de los sombreros, el calzado todo a medida; añade los déshabillés; añade la liseuse de encaje, añade el kimono negro… ¡ah!, y sobre todo: ¡los regalos!… se me olvidaba, los regalos me costaron carísimos… Fíjate, Abuelita, fíjate en la etiqueta de las cajas, todas cosas finas de la rué de la Paix… ¡Ah!, ¡es que yo no regalo pacotilla!
—¡Ah! no, no regalas pacotilla —volvió a decir Abuelita sulfurada, enarbolando otra vez los lentes—. ¡Si me parece que estoy oyendo a tu Padre! ¡Qué caracteres de despilfarro! ¿Pero tú te imaginas, hija mía, que puede causarme algún placer ese saco de mano que me trajiste, ahora que sé de dónde salió y lo que te costaría?
—¡Pero yo tuve gusto en regalártelo y eso me basta!… ¡Ah! ¡si supieras lo que yo aproveché mi dinero! ¡si supieras lo que me encanta probarme vestidos y más vestidos!… Mira, me iba a casa de Lelong quien, te advierto entre paréntesis, siendo de lo más chic, tiene precios bastante moderados, pues yo soy económica aunque tú no lo creas. Bueno, me iba a casa de Lelong: ¡y a probarme!… que éste sí; que éste también; que aquél me queda que es una maravilla; que este otro me queda todavía mejor; y la vendedora que decía admirada: «¡Con ese vestido parece una Reina!… pero le advierto que es el más caro de todos…» y yo, que respondía con este ademán así de millonaria elegante: «¡El precio es lo de menos!», y a ver más modelos, y a tiendas, y a correr bulevares, arriba, abajo, sola, sola, sólita, ¡de mi propia cuenta!… ¿Crees, crees, Abuelita, que cambio esos días de libertad por tener veinte miserables fuertes mensuales?… ¡Ah! ¡no, no y no!…
—Sí; ya sabía por Eduardo, a quien se lo contaron en La Guaira, que andabas sola por las calles de París, y eso me contrarió muchísimo. No comprendo cómo Ramírez, un hombre sensato, pudo autorizar jamás semejante locura. ¡Una niña de dieciocho años, sola de su cuenta, en una capital como ésa! ¡Qué disparate! ¡Qué peligro!… ¡Cuando lo pienso!… Y no te figures que aquí en Caracas puedes hacer lo mismo…
—¡Ah! ¿de modo que esas eran «las ocupaciones» que tenía tío Eduardo en La Guaira? Andar averiguando lo que yo hice en París para venir a contártelo a ti. Quiere decir que también es espía y chismoso. ¡Con aquella cara de mosca muerta!
—¡Eso no es chisme! Era su deber advertirme, así como también es mi deber aconsejarte que no vuelvas nunca a cometer semejante imprudencia.
Tío Pancho y tía Clara, con ese tacto sutil que tienen las almas muy buenas, sí debieron sentir la tempestad subterránea que se desarrollaba en mi alma, bajo aquella discusión trivial con Abuelita. Respetaban los dos mi dolor con su silencio; ella muy abismada en el pasar de la aguja por la trama del zurcido; él distraído, echado hacia atrás, la cabeza sobre el respaldo de la mecedora, siguiendo con una mirada vaga las figuras alargadas y tenues, que el humo del tabaco iba forjando en el aire. De pronto se levantó; tiró la colilla entre las matas del patio, se quedó un rato pensativo, se vino luego hacia mí, se paró frente a la columna con los pies separados, las dos manos en los bolsillos del pantalón, la chaqueta recogida tras la actitud de los brazos y así, entre irónico y festivo, intervino al fin:
—¿Te divertiste con tus cincuenta mil francos?… ¿Sí?… ¿bastante?… pues entonces estuvieron ¡muy bien gastados!… ¡Ah! sobrina, no sabes tú la serie de cheques de a cincuenta mil francos, que gasté yo en París, y como a ti: ¡no me pesa! Más vale gastar el dinero en divertirse, que gastarlo en malos negocios de los cuales se aprovecha infaliblemente un tercero. Al menos divirtiéndose con él no se corren riesgos de hacer el papel de imbécil…
Pero Abuelita y tía Clara, con gran vehemencia le cortaron la palabra a tío Panchito, por medio de dos distintas objeciones. Tía Clara dijo:
—¡Pero cómo te figuras, Pancho, que María Eugenia podía divertirse en París, cuando el cadáver de su padre estaba todavía caliente como quien dice!… ¡No la creo tan sin corazón!
Y Abuelita por su lado, dominando la voz de tía Clara se puso a decir exaltadísima:
—¡Eso faltaba, Pancho, eso no más faltaba, que vinieras tú ahora a predicarle a esta niña tus doctrinas corrompidas! ¿Por qué no le aconsejas también que beba, o que se ponga morfina o cocaína ahora que no tiene cómo gastar?
Tío Pancho, sin modificar su actitud se volvió ligeramente hacia Abuelita y dijo con mucha calma:
—Supongamos, Eugenia, que esta niña, movida por un espíritu de economía y de prudencia llega a Caracas con su cheque de cincuenta mil francos sin cobrar… ¿Qué hubiera sucedido? Usted, en su justo afán de acrecentar la suma, se entusiasma con tal o cual negocio que tiene Eduardo en San Nicolás. En una siembra de algodón, de tabaco, o de papas, un negocio seguro, segurísimo… Eduardo cede generosamente a María Eugenia un tablón de la hacienda; se planta la semilla, pero viene un invierno, un gusano o la langosta; precisamente, es del tablón de María Eugenia del que se encapricha la plaga y: «De profundis clamavi ad te Dómine…» ¡no quedan de él ni cenizas!… ¿no es mil veces mejor que haya entonces empleado su dinero en divertirse?… ¡Ah! en negocios de agricultura, que son los que hasta ahora hemos acostumbrado hacer en la familia, resulta que las calamidades y los malos precios se alían siempre contra el ausente, la mujer o el menor, quienes pierden indefectiblemente… Ocurre… ¡lo natural!… lo que ocurrió en el cuento de aquel almuerzo celebrado entre marido y mujer: ¡la ración del ausente es siempre la que se come el gato!
Aquello era una explicación clarísima de lo que yo quería saber y como resultó ser lo mismo que había sospechado, sonreí placentera y exclamando interiormente:
—¡No lo dije!
Y creo sin duda ninguna, que me habría bajado de la columna para abrazar a tío Pancho por su valiente acusación, si no fuese porque Abuelita, enardecida quizás por mi presencia y mi sonrisa, se había erguido terrible contra el respaldo de su sillón de mimbre, y así, erguida, terrible, lastimada en lo más vivo de su amor de madre, estalló con la arrogancia de una leona:
—¡Eso no puedo tolerarlo, Pancho, que aquí, en mi casa, en mi presencia, frente a mí, te atrevas a expresarte de Eduardo en esa forma y muchísimo menos todavía que lo desprestigies delante de esta niña, con quien ha sido él, demasiado lo sabes, tan bueno y tan generoso como un mismo padre!… ¡Por decir cosas que tú supones graciosas no respetas nada, ni lo más santo, ni lo más sagrado! ¡Creo que Eduardo ha dado en su vida suficientes pruebas de ser un hombre íntegro y honrado!… ¡Ha levantado una familia honorable, ha pasado su vida trabajando, nunca se ha arrastrado en política, ni como hacen otros, ha avergonzado jamás a su familia entregándose a la bebida y al juego!…
Y al hablar así, Abuelita estaba imponente y magnífica.
Porque sucede, Cristina, que Abuelita, quien jamás sale a la calle; rodeada como está siempre por el ambiente solariego de esta casa, encastillada en sus ideas de honor; aureolada por sus años y su virtud austera, tiene realmente el prestigio de las grandes señoras que infunden en cuantos las rodean un respeto profundo. Del trato con mi abuelo, su marido, que fue poeta, historiador, ministro y académico, adquirió un ademán distinguido en el decir y la palabra fácil y elegante, circunstancias que le han valido sin duda ninguna su gran fama de inteligencia. En aquel instante, defendiendo a su hijo de las sospechas que las palabras de tío Pancho hubieran podido despertar en mi espíritu, estaba como te digo, soberbiamente altiva. Sus ojos ya apagados de ordinario, brillaban ahora encendidos por el fuego de la santa indignación, y enarcados por las cejas severas, realzados por la majestad de los cabellos blancos, infundían temor.
Y no puedo negarte que durante un instante olvidé mi propio infortunio para admirar a Abuelita: la admiré con sorpresa, con veneración y con orgullo, por la majestad y por la elegancia que tenía para indignarse.
Pero en cambio, tío Pancho, que como te he dicho ya es insensible a la elocuencia y a cualquier otra de estas manifestaciones sublimes en que suelen exteriorizarse la cólera, el entusiasmo, o la desaprobación, permaneció impasible. Cuando Abuelita remató su brillante apología de tío Eduardo con aquella frase alusiva e hiriente: «No ha avergonzado jamás a su familia entregándose a la bebida y al juego…», tío Pancho, este tío Pancho que es inconmovible, sin decir ni una palabra, siguió inmóvil frente a Abuelita, con sus dos manos en los bolsillos, indiferente, apacible, silencioso, contemplando sobre el patio la inmensidad del espacio, como una roca erguida frente a un mar tempestuoso. Estoy cierta que pensaba:
—¿Y para qué contestar?… ¿De qué sirven las palabras?… ¡Si también son paravanes, mentiras, monedas falsas!…
Pero esto no lo dijo sino que debió reflexionarlo mientras callaba, durante la larga pausa que siguió a la indignación de Abuelita, como la calma sigue a la borrasca. Luego, en la misma actitud reflexiva y silenciosa dio unos cuantos pasos por el corredor; pero a poco se detuvo, sacó el reloj del bolsillo de su chaleco, lo miró, exclamó:
—¡Diablo!, ¡si ya van a dar las doce!
Y muy tranquilamente, como si nada hubiese ocurrido tomó del colgador su bastón, su sombrero; se puso el sombrero; se asomó un segundo al espejo angosto del colgador; se despidió sonriente:
—¡Hasta mañana!
Sonó la puerta de la calle que se cerró tras él, y los pasos se fueron apagando por el zaguán y la acera.
En efecto, a poco de salir tío Pancho, en plenos puntos suspensivos, el reloj de Catedral, un reloj filarmónico, Cristina, un reloj sochantre, que asomado a los cuatro costados de la torre se pasa el día cantando las horas, las medias y los cuartos con un canto monótono que se oye de toda la ciudad, y que de noche recuerda el fraternal e igualitario «de morir tenemos» de los Cartujos: comenzó a cantar con mucha filosofía y unción:
—Tin, tan; tin tan;…
Bueno, una especie de canción que en notas musicales viene siendo:
—¡Mi, do, re, sol!… (un cuarto) ¡Sol, re, mi, do! (otro cuarto) ¡Do, sí, la, mi!… etc., etc.
Tía Clara dijo al momento:
—¡Son las doce!
Y puesta en pie como por resorte se santiguó y entonó el Angelus en voz alta.
Yo, en vista de mi malhumor, resolví no contestar en coro con Abuelita, ni a la salutación ni a las avemarias. Tía Clara me dirigió por ello una mirada de desaprobación mientras decía:
—«El verbo se hizo carne»…
Pero yo continué callada, y ella, luego de terminar, volvió a santiguarse y sin decir más nada, recogió la ropa y las medias; las dobló; las metió en la cesta; se fue taconeando; y cuando el rítmico martilleo se perdió ahora también más allá del comedor y del segundo patio, entre Abuelita y yo se interpuso definitivamente un silencio penoso. De un salto me bajé al momento de la columna con el objeto de alejarme a mi vez, pero Abuelita me hizo señas de que viniese a sentarme en la sillita baja de tía Clara que se hallaba a su lado, y entonces, poniéndome una mano en el hombro, y con una voz muy suave, muy cariñosa, muy persuasiva comenzó a decirme dejando por completo de coser:
—Mi hija, ya no eres una niña inconsciente. Ya estás en edad de comprenderlo todo. Tienes una inteligencia muy clara, un corazón muy recto, y es preciso que con ellos juzgues las cosas tales como son, sin guardar nunca para nadie ni odio ni rencor. Las mujeres, hija mía, hemos nacido para el perdón. El tesoro de nuestra indulgencia no debe agotarse nunca, ni aun en medio de las más crueles espinas del sacrificio. ¡Con cuánta mayor razón si ese tesoro se prodiga sobre seres tan queridos como son nuestros padres!… Las palabras imprudentes de Pancho me obligan a hacerte explicaciones que hasta cierto punto hubiera preferido que ignoraras siempre; pero dadas las circunstancias, es para mí un deber moral defender a Eduardo de cargos que injustamente se le imputan… Óyeme bien, hija mía, porque yo que te quiero como no te quiere nadie, te hablo con entera justicia: Si hoy no tienes nada en la hacienda San Nicolás, y ni un céntimo tampoco de la herencia que te dejó tu padre, es única y exclusivamente por culpa de tu padre, que vivió al día, como gran rentista, entregado a la más absoluta indolencia, sin pensar jamás en el mañana ni en la muerte… ¡Ah!, y este mal funesto que es el mismo de Pancho, es un mal de educación, un mal que proviene de muy atrás, y que por lo tanto no puede reprochársele a ninguno de los dos…
Calló un segundo como para ordenar sus pensamientos y prosiguió:
—… El culpable, el verdadero culpable de todo esto, no fue sino tu abuelo; sí, tu abuelo Martín Alonso que era por cierto muy simpático, muy galante, muy caballero, muy insinuante… ¡Ah! ¡Y piensa tú si lo conocería yo, cuando como sabes, Martín era primo hermano mío!…
Y entonces Abuelita en un relato que iba a ser muy largo, para mejor explicar el proceso de mi ruina, se subió varias ramas a mi árbol genealógico y comenzó por describir detalladamente la persona y la casa de mi abuelo Martín Alonso, pero allá, en los tiempos remotísimos en que mi abuelo adolescente e hijo de familia no pensaba casarse todavía. Según ella, nada ni nadie igualaría ya nunca en Caracas, el esplendor de aquella casa y de aquellos bailes, celebrados en sociedad muy escogida, llenos de elegancia, de distinción, de suntuosidad… (¡ah! ¡yo me río de la elegancia y de la suntuosidad de aquellos tiempos, Cristina, sin luz eléctrica, las mujeres sin pintar, y las parejas que bailarían algún vals «Sobre las olas» con metro y medio de separación!… Pero no olvides que es Abuelita quien tiene la palabra). La casa de los bisabuelos Alonso era, pues, muy lujosa, porque los Alonso eran tan ricos, tan riquísimos, que eran quizás los primeros capitalistas de Venezuela. Tenían una fortuna en joyas, en tapices, en cuadros, en alfombras, en vajillas… y: ¡patatí patatá!… Abuelita que como te he dicho, tiene mucho don de palabra, se puso a detallar con tal entusiasmo la magnificencia de aquella casa y de aquellas fiestas en donde la conoció y cortejó a ella su marido y mi abuelo Don Manuel Aguirre, que yo, a pesar de mi horrible mal humor, la vi un instante florecer triunfalmente en los salones Alonso, con su ancha crinolina pompadour, los bucles negros caídos sobre la nuca, el abanico de nácar en una mano, inclinada, sonriente, desmayándose de ingenuidad, junto al futuro académico Don Manuel… bueno, algo así que oscilaba entre un retrato de la Emperatriz Eugenia, y aquel par de muñecas que yo había dejado una hora antes esponjadas en mi cuarto.
Terminada la descripción o apología de los primitivos Alonso, su casa, y sus bailes, Abuelita se concretó a mi abuelo Martín, príncipe heredero de todo aquel esplendor. Según ella, mi brillante y seductor abuelo se casó muy bien, y su vida hubiera sido tan apacible y feliz como la de sus padres a no haber tenido la desgracia de enviudar a los pocos años de matrimonio…
—… ¡Lo mismo, lo mismito que debía pasarle después a tu padre!… —en un hondo suspiro, comentó Abuelita al llegar aquí. Tras el comentario hizo una pausa y siguió adelante en su relato.
De tan efímero como feliz matrimonio, a mi abuelo Martín le quedaron dos hijos: tío Pancho y papá. Con ellos todavía niños se fue a Europa, sólo en viaje de salud, y para regresar apenas unos meses después. Pero una vez en Europa ¡perdió el juicio! Aquello se le subió a la cabeza, le entró el delirio de grandezas, se instaló en París a todo tren, se entregó enteramente a las diversiones, y como la vida de disipación y de lujo es una pendiente que conduce a un abismo sin fondo, apegándose cada día más y más a tan frívola existencia no volvió nunca a Venezuela. Allá crecieron sus dos hijos; y aquellos niños, criados en un ambiente de ociosidad y despilfarro, sin hábito ninguno para el trabajo, cuando llegaron a grandes, siguieron el ejemplo de su padre… Entonces, juntos, como tres compañeros de la misma edad, se dieron a la disipación, al derroche, a los placeres, a la más culpable ociosidad e inconsciencia… ¡Ah! ¡los frutos de la mala educación!… ¡Ah! ¡los peligros del lujo!…
Y mientras Abuelita con estas u otras parecidas palabras lamentaba hondamente semejante desordenada existencia, yo, la verdad, lo mismo que me la había imaginado a ella un rato antes, esponjada en su crinolina, me imaginé ahora a mi abuelo y sus dos hijos, puestos de frac, corbata blanca, flor en el ojal y chistera un poco ladeada; es decir algo así como tres joviales personajes de opereta vienesa, de esos que entran alegremente en algún cabaret acompañados de frou-frous y de Mimies, que se colocan en fila uno tras otro, con una copa de champagne en la mano, que levantan a compás el mismo pie, mientras cantan en coro, primero hacia la derecha y después hacia la izquierda aquello de: «¡Viva, viva la alegría!…» o alguna otra sugestiva canción por el estilo… ¡Ah! ¡Cristina, lo que debió divertirse esta Sagrada Familia y el gusto que debe dar tener dinero y set hombre!…
Unos años después, cuando joven todavía murió mi abuelo, Papá y tío Pancho siguieron gastando locamente, ya sin tasa ni medida. Esto, sumado a una malísima administración, revoluciones, crisis, bajas de precio, etc., hizo que aquella fortuna inmensa acabara de venirse abajo en poco tiempo. Cuando papá volvió por fin a Venezuela, tenía treinta años y estaba ya casi arruinado. En cuanto a tío Pancho no vino, sino que de acuerdo con sus teorías acerca del uso que debe tener el dinero, resolvió quedarse indefinidamente en París mientras el correo le llevase los célebres cheques de cincuenta mil francos.
Afortunadamente papá una vez aquí, apremiado por la necesidad, que según Abuelita es la mejor de las madres, se dio a reorganizar su fortuna. ¡Todavía era tiempo de quedar al abrigo de la pobreza! Y así regenerado por el trabajo comenzó a ser otro. ¡Qué actividad, qué inteligencia, qué acierto demostró en la organización de sus intereses!…
A los pocos años de llegar a Caracas se había casado ya, y al casarse acabó de coronar su obra y ordenar su vida. Porque él, que había liquidado toda su maltrecha fortuna, para concentrarla y redimir con ella la hacienda San Nicolás, una hacienda magnífica, una verdadera «mina de oro», que tenía muchísimos años en manos de la familia y que se hallaba ahora exhausta, abandonada, llena de deudas; al casarse, digo, sumó a aquella liquidación de sus propios bienes, la pequeña fortuna de mamá, y se entregó de lleno a su proyecto: redimir a San Nicolás. Y fue tanto, tantísimo, lo que se apasionó por la agricultura y la reconstrucción de la hacienda, que en San Nicolás se instaló de un todo después de casado, allí se dio a trabajar, allí nací yo; allí pasó sus años felicísimos de matrimonio, y finalmente allí, sin saber cómo, cogió mamá aquel tifus terrible que la mató en unos días… Poco tiempo después de esta catástrofe, papá enfermó, triste, neurasténico, lo mismo que había hecho mi abuelo treinta años antes, él también resolvió irse a Europa en viaje de recreo y de salud. Y fue entonces cuando obstinadamente, contra la opinión de Abuelita que se ofrecía a cuidarme durante su ausencia, desoyendo sus consejos, destrozando su corazón al arrancarme de su lado, para no volver ya más, se embarcó en La Guaira con mi aya y conmigo, aquella mañana lejanísima que yo recuerdo aún…
Hasta aquí, Cristina, estoy conforme con el relato de Abuelita; en él aparece la verdad pura y clarísima como aparecen los guijarros en el fondo de una agua muy limpia. Pero como verás de aquí en adelante el agua se ensucia, gracias a la jabonadura de las manos de tío Eduardo, y ya, bajo las palabras sinceramente dichas, la verdad no aparece más ante mis ojos con aquella nítida claridad del principio.
Y es que según parece, papá, antes de su desgracia, se había entusiasmado con no sé qué empresa industrial de hilandería, y en combinación con ella había hecho una gran siembra de algodón en San Nicolás que se hallaba ya completamente libre y floreciente. Cuando muerta Mamá y enfermo él, resolvió su viaje, asoció a tío Eduardo a la explotación del algodón, a la empresa industrial, le dio poderes generales, y lo nombró administrador de la hacienda.
Luego se fue.
—¿Qué ocurrió entonces? —continuó diciendo Abuelita, con su voz afirmativa trémula de convicción—. ¡Pasó lo que yo tanto le anuncié, lo que yo tanto presentía! Una vez allá se quedó en París indefinidamente, volvió a su vida disipada de soltero, se entregó a la ociosidad y gastando de nuevo a manos llenas, poco a poco fue perdiendo su fortuna y junto con ella perdió también lo que sólo era tuyo: ¡la pequeña herencia que te había dejado tu Madre!… Eduardo, por el contrario, trabajaba asiduamente, sin separarse de la hacienda, sin venir casi a Caracas; puede decirse que allí crecieron sus hijos; como es natural hizo economías y mientras tu Padre gastaba sin juicio, él iba adquiriendo más y más… Según me ha contado Eduardo, muy poco tiempo antes de la muerte casi repentina de tu Papá lo había llamado ya a fin de hacer juntos una liquidación… Esta se hizo después de la desgracia… De ella resultó que Antonio no dejaba sino deudas… y ¡asómbrate! Eduardo, no solamente las cubrió, sino que además con gran generosidad pagó los gastos extraordinarios de clínica y entierro; dio para tu viaje, dio para tu sostenimiento de tres meses en Europa, y por último, en obsequio tuyo, se desprendió también de esos diez mil bolívares que tan irreflexivamente malbarataste en París… ¿Comprendes ahora por qué me molesté ante las alusiones injustísimas de Pancho?… Eduardo ha sido muy generoso contigo; ¡es preciso que lo sepas y se lo agradezcas!… ¡ha sido muy generoso… muy generoso… casi tanto como lo es hoy día conmigo!…
Estas palabras finales de Abuelita me habían ido cayendo en el espíritu como me hubiese caído en la cabeza una lluvia de plomo derretido. Sentí… ¡yo no sé lo que sentí!… El tono convencido y rotundamente afirmativo con que hablaba, había domado a tal punto mi espíritu, que en mi alma se mezclaba ahora con desesperada efervescencia, la indignación de la víctima despojada y la perplejidad humillante de la duda:
¡De manera que no solamente no tenía nada, nada en el mundo, sino que además debía vivir eternamente agradecida a tío Eduardo por sus beneficios! Pensaba en el aire de superioridad con que me había tratado María Antonia el día de mi llegada y me daban ganas de quemar uno tras otro todos; los objetos adquiridos por medio de aquellos diez mil bolívares. ¡Ah!… ¡qué humillación!… ¡qué rabia!…
Pero de pronto me dominaba otra vez mi primera sospecha: ¡No!… ¡No!… Abuelita que hablaba de muy buena fe, estaría engañada tal vez por tío Eduardo… Sí… sin duda: ¡bien claro lo había dicho tío Pancho!… Además: ¡aquella cara!… ¡No en balde, me había parecido tan feo, tan horrible al verle por primera vez a bordo del vapor!…
Cuando la voz de Abuelita, después de elogiar multitud de veces la generosidad infinita de tío Eduardo, se hubo callado al fin, yo, con los dientes muy apretados me quedé reflexionando un instante esto que te llevo dicho. Luego, mientras la gran barabúnda de perplejidades y de dudas se agitaba aún en mí, tratando de fingir indiferencia le repliqué con el mismo tono firme con que había hablado ella:
—Pero Abuelita, yo no vi nunca que papá viviera en medio de ese despilfarro que tú dices, y siempre, siempre, hablaba de San Nicolás, como si fuese dueño único, exclusivo: ¿cómo es posible que no se hubiera dado nunca cuenta de su absoluta ruina?
—Tu Padre, hija mía —continuó diciendo Abuelita con su tono convencido y magnetizador—, tu padre en Europa no volvió a ocuparse más del estado de sus negocios. Vivía entregado a un libro de críticas históricas que según parece estaba escribiendo, y… ¡a otras distracciones!…
Calló un instante, y después añadió más enérgicamente sembrando las palabras de pausas y de misteriosas reticencias:
—¡Ah!… ¡los hombres!… Los hombres, hija mía, gastan a veces mucho… mucho… ¡ese París!… ¡ah! ¡ese París!… es el sepulcro de todas nuestras grandes fortunas, y muchas veces, es también el sepulcro de la felicidad honrada y tranquila…
Continuó hablando y el tono misterioso continuó su obra de sugestión; porque ya, muda, con los ojos abiertos, fijos sobre las matas del patio, sumida enteramente dentro de la duda sólo tenía fuerzas para comentar conmigo misma:
—¡Y quién sabe!… ¡quién sabe!
¡Sí!, lo único que verdaderamente sabía, es que en aquella mañana, en aquella hora negra que acababa de pasar, se había revelado a mis ojos un hecho evidente, irremediable y espantoso: ¡la absoluta pobreza, sin más remisión ni más esperanza que el apoyo de los mismos que me habían quizás despojado!
Abuelita, conmovida sin duda por mi silencio aprobador, suavizando la voz más y más, seguía torturándome por querer consolarme:
—Comprendo, hijita mía, que estas noticias te contraríen, pero piensa… ¡piensa que no estás sola en este mundo!… ¡Cuántas otras hay más desgraciadas que tú, porque viven en la absoluta miseria y tienen además que trabajar para poder comer! ¡De cuántos peligros no se ven rodeadas! A ti no te faltará nada mientras yo viva… Desgraciadamente, no soy rica, no tengo sino lo indispensable; pero sé que Eduardo velará siempre por mí, y yo, a mi vez me ocuparé de llenar todas tus necesidades… Por otro lado, eres bonita, distinguida, estás bien educada, perteneces a lo mejor de Caracas… ¡harás sin duda un buen matrimonio!… No veas tu situación desde el punto de vista europeo. Allá la pobreza de una joven representa generalmente el fracaso completo de su vida. Aquí no… Allá se le dice a la mujer: «Tanto tienes, tanto vales». Aquí no, aquí sólo cuenta el ser bonita y sobre todo: ¡virtuosa! En nuestra sociedad, muy decaída por otros conceptos, existe todavía cierta delicadeza en los hombres. Nuestros hombres, tienen un verdadero culto por la mujer virtuosa, y cuando van a casarse no buscan nunca a la compañera rica, sino a la compañera irreprochable… ¡Por eso, por eso hija mía, te quiero ver siempre sin la más leve sombra de ligereza! Quiero que seas severísima contigo misma, María Eugenia. Óyelo bien: en todas partes, y aquí más que en todas partes, la virtud de una mujer intachable vale muchísimo más que su dinero… Mira, yo era pobre cuando tu abuelo se enamoró de mí y… fui feliz… ¡ah! ¡tan feliz!… Tu abuela paterna, Julia Alonso, se casó con Martín, millonario, cuando ella y su familia vivían en la miseria más completa: ¡tenían que trabajar para poder comer!… Rosita Aristeigueta, parienta nada menos que de Bolívar y del Marqués del Toro… Las Urdaneta… Las Soublette… Las Mendoza… María Isabel Tovar, mi prima…
Y remontándose otra vez setenta años arriba, Abuelita, con su voz suavísima de caricia, comenzó a tejer una tras otra, sencillas crónicas de amor, en las cuales, sin interés de dinero surgían matrimonios de una felicidad idílica, patriarcal…
Sentada junto a ella, mirando las matas del patio, inmóvil, petrificada, en mi desastre, me di a escuchar en silencio las viejas historias de las viejas amigas de Abuelita; escuché después las de las hijas, y escuché por fin las de las nietas. Las oí todas con resignación y con melancolía. Y es que para mis oídos, aquellos nombres eran dulcemente evocadores. Los había escuchado muchas veces, pronunciados por la boca de papá, cuando él también refería con objeto muy distinto al de Abuelita, el mismo proceso de la aristocracia de Caracas, es decir, la dolorosa historia de casi todos aquellos «criollos» descendientes de los conquistadores, que se llamaron «mantuanos» en tiempos de la Colonia, que fundaron y gobernaron las ciudades; que grabaron sus escudos en las puertas de las viejas casonas; que hicieron con su sangre la independencia de media América; que decayeron después, oprimidos bajo las persecuciones y los odios de partido; y cuyas nietas y biznietas hoy día oscurecidas o pobres como lo soy ahora yo, sin avergonzarse jamás de su pobreza, esperaban resignadas la hora del matrimonio o la hora de la muerte, haciendo dulces para los bailes, o tejiendo coronas de flores para los entierros.
Y como el tono, y los nombres, y los relatos, venían a estar de acuerdo con mi estado de ánimo, escuchando la voz de Abuelita, me dejé llevar suavemente en alas de la conformidad; mis nervios comenzaron a deprimirse, las ideas irritantes se apagaron una tras otra; el tono arrullador y maternal como un canto de cuna se insinuó enteramente en mi espíritu y las palabras monótonas acabaron por resonar en mis oídos sin significado… Contemplando las copas verdes de los rosales del patio me di a considerar el eterno reverdecer de las plantas bajo la luz del sol… Sí… La vida tenía una fuerza misteriosa que todo lo vencía… tal vez pudiese yo renacer todavía a la felicidad… como bien decía Abuelita, el matrimonio, esto es, el amor, aquel amor lejano de su juventud, a mí me esperaba todavía en la vida… ¡Quizás llegase con él la realización de tantos anhelos imposibles que me torturaban ahora la existencia!… ¡Mi alma, como aquellos rosales más pequeños del patio no había florecido aún!…
Y mientras la resignación dulce y benigna, se extendía lánguidamente sobre mi alma atormentada, mirando siempre las matas del patio, y con la voz arrulladora siempre en los oídos, me pregunté a mí misma por primera vez con ansia y con curiosidad qué cosa sería realmente el amor, ese amor que me mostraba Abuelita como la única puerta por la cual podía ya salir a la vida, ese amor que habiendo sido siempre familiar a mis oídos parecía encerrar ahora un sentido extraño y desconocido, ese amor que era ya la única redención posible de mi existencia… ¡Ah!… ¡el amor!… ¿qué secreto milagroso se encerraba en lo más íntimo de su esencia? …y además: ¿qué entendería Abuelita por «felicidad»?…
De pronto me pareció que lo que Abuelita llamaba «felicidad» debía ser algo muy triste, muy aburrido, algo que al igual de esta casa olería también a jazmín, a velas de cera o a fricciones de Ellimans’ Embrocation… y decaída como estaba, Cristina, ante semejante deducción sentí unos deseos inmensos de romper a llorar. Pero no lloré. Tan sólo se me humedecieron los ojos y con los ojos húmedos seguí, reflexionando ávidamente sobre el mismo tema, es decir, sobre el verdadero sentido de la palabra «amor» y de la palabra «felicidad» porque era como si en aquel momento acabase de escucharla por primera vez.
Después, sin saber bien la causa, me di a pensar en mi amigo, el poeta colombiano que conocí a bordo. Durante un largo rato le estuve contemplando muy nítidamente con la imaginación y ¡cosa rara!, a pesar del tiempo y la distancia, en esta visión mental que era muy clara, fui poco a poco descubriendo en la persona de mi amigo multitud de atractivos que yo antes, dado mi gran aturdimiento, al mirarle de cerca, no había jamás tomado en cuenta. Recordé, por ejemplo, el exquisito perfume que despedía su pañuelo; la hechura correcta de su ropa; su pulcritud; el refinamiento de su trato; su elegante nariz borbónica; sus buenos modales; su indiscutible talento para hacer versos; y su apellido que era un apellido muy ilustre de la alta sociedad de Bogotá…
Y de repente, en un momento dado, cuando la voz de Abuelita hizo una tregua en el cronicón sentimental, aproveché la coyuntura y pregunté al instante:
—Dime, Abuelita: ¿y las personas que viven en Bogotá no vienen con frecuencia a Caracas?… ¿Es cierto eso de que el viaje es un viaje larguísimo que toma muchos días?…
Y ella, abandonando por completo el tema anterior, muy amable y complaciente se engolfó en una prolija explicación:
—… Pues siempre he oído decir, que si el río Magdalena no trae agua, el viaje es tan dilatado, que viene siendo casi, casi, como ir desde aquí hasta Europa… ¡Ya ves tú qué cosa!, a pesar de la distancia que es relativamente muy corta, puesto que según parece cuando pongan el servicio aéreo de que hablan ya los periódicos…
Pero aquella misma tarde, después del almuerzo, a eso de las tres, ya había huido enteramente de mí el espíritu santo de la conformidad. Encerrada con llave aquí, en mi cuarto, tendida sobre la cama, descalza, en kimono, con las manos cruzadas bajo la nuca, contemplaba sucesivamente: el techo, el flamante papel de las paredes, la muñeca lamparilla del escritorio, el postigo entreabierto de la ventana, y pensaba con desesperación en el porvenir horrible que me aguardaba. Por todo programa, aquel que Abuelita me había expuesto en la mañana: «Tratar de ser lo más intachable posible», es decir, tratar de ser lo más cero del mundo, a fin de que un hombre, seducido por mi nulidad, viniera a hacerme el inmenso beneficio de colocarse a mi lado en calidad de guarismo, elevándose por obra y gracia de su presciencia en suma redonda y respetable que adquiriría así cierto valor real ante la sociedad y el mundo. Mientras tanto el encierro, la severidad, el fastidio y el agradecimiento a tío Eduardo…
—¡Ay, ay, ay, con el programa!… ¡Qué horror!… ¡Y quién fuera perro! ¡sí!… ¡quién fuera pájaro, quién fuera árbol, quién fuera piedra, quién fuera cualquier cosa, menos mi propia persona!
Y así pensando, daba saltos de desesperación sobre la cama, lo mismo que un pescado que acabasen de sacar fuera del agua.
Confiesa, Cristina, que mi situación no era para menos.
Afortunadamente, en un segundo de tregua mis ojos cayeron por casualidad sobre el montón de libros y cuadernos que constituyen mi pequeña biblioteca musical, los cuales, en aquel momento histórico se hallaban abiertos y en desorden encima de una silla por no haberles asignado todavía un sitio adecuado dentro del armario. La vista de una página a la que se asomaban ordenados grupos de corcheas y de fusas, me trajo muy vagamente la idea de la música, luego me trajo la idea del piano, y por fin, me trajo la idea del estudio. Recordé que allá en el colegio, el profesor que iba a darnos clase alababa con frecuencia la finura de mi oído, diciendo además que mi mano era la mano larga y firme de los buenos pianistas. La palabra «pianista» me hizo pensar al punto en mi compatriota Teresa Carreño, que como sabes llegó a ser una estrella del arte aplaudida y celebrada en el mundo entero. Pensando en Teresa Carreño, me imaginé a papá cuando refería que tan gran artista debía su gloria al tesón y a la perseverancia con que se había dado al estudio desde muy joven. Volví entonces a recordar la opinión de nuestro profesor del colegio acerca de mis disposiciones musicales, y de repente: ¡Eureka! una esperanza se encendió en la lobreguez de mi porvenir como una cerilla que se hubiese raspado inopinadamente en las profundidades de un subterráneo:
—¡Me entregaré al arte! —exclamé—. ¡Ah! sí; estudiaré el piano ocho, nueve o diez horas diarias. Gracias a mis naturales disposiciones desarrolladas así por un estudio paciente y metódico, en pocos años puedo llegar a ser una verdadera pianista; me presentaré al conservatorio, quizás obtenga un premio; obtenido el premio daré conciertos; los conciertos me darán renombre; este renombre puede llegar a ser universal; y entonces… ¿por qué no?… ¡al igual de Teresa Carreño yo también conoceré el triunfo, las ovaciones y la gloria!… ¡eso es!… y para ello, me pondré a la obra sin tardar el próximo lunes… ¡no!… ¡mañana mismo!… ¡no!… ¡¡ya!!
Y sin más, me levanté de la cama; me puse los zapatos; me ceñí el kimono; me até la banda bien apretada sobre las caderas; tomé los cuadernos de encima de la silla, y con ellos bajo el brazo me dirigí al salón.
Al desembocar en el corredor de entrada encontré a tía Clara y a Abuelita que habían vuelto a instalarse con sus respectivos lentes sobre la nariz, y sus respectivos enseres de costura sobre la falda. Viéndolas tan abstraídas, me detuve y me acerqué a participarles:
—Voy a tocar el piano si no las molesto.
Y seguí caminando tranquilamente hacia la puerta del salón. Fue sólo a los pocos segundos, al escuchar la voz alarmadísima de tía Clara cuando pude apreciar el escándalo que había producido en ella mi noticia.
—Pero María Eugenia, por Dios, niña, ven acá —dijo con una voz trémula que oscilaba entre el asombro y el reproche— ¿cómo vas a ponerte a tocar piano, cuando tu padre no ha cumplido siquiera los cinco meses de muerto?
—¡Y eso qué importa! —contesté yo luego de detenerme y de plantarme insolentemente frente a ella que me contemplaba atónita por encima de sus lentes—. Tocaré estudios, melodías, nocturnos… ¡bueno!, cosas indiferentes o cosas tristes.
—Pero si desde el día en que se supo la muerte de tu papá, se cerró aquí la ventana, María Eugenia, y nadie ha vuelto nunca a poner las manos en el piano: ¿cómo es posible que seas tú, su hija, quien al llegar lo abra de nuevo? Reflexiona… ¿qué dirían los vecinos?
—¿Los vecinos?… ¡Yo me río y me burlo de los vecinos, tía Clara, los desprecio por completo, y lo que desearía es que se fueran todos juntos al infierno!
—¿Y por qué te vas a burlar ni a reír de los vecinos, María Eugenia, ni a mandarlos al infierno?… ¡Si son todas personas decentísimas, de lo mejor de Caracas! Es preciso que lo sepas: ¡esta calle está admirablemente bien habitada! ¿No es verdad, Mamá?
—¡Ah! ¡de manera entonces que porque el vecindario sea muy distinguido yo voy a vivir también bajo la tutela de los vecinos!
—Pero ven acá, María Eugenia, hija mía, ven, reflexiona —intervino Abuelita con la misma voz persuasiva de la mañana—. ¡Clara tiene razón!… Considera lo que te dice: Un padre es algo muy grande, muy sagrado, que no se muere sino una sola vez en la vida. Debes tener sentimientos… necesitas educar tu corazón… ¿qué puede esperarse de una mujer que sea incapaz de sacrificarse un poco, un poquito… solamente lo que se requiere en general para guardar con decoro el luto sacratísimo de un padre?…
—¡Pero qué tiene que ver el piano con mi corazón! ¡¡canastos!! ni que…
—¡No hables con interjecciones, María Eugenia, hija mía, es ya la tercera vez que te lo digo!… ¡Eso no es propio de una niña!… y además… aprovecho la ocasión para advertirte: mira, te pones así, al trasluz con esa bata japonesa que tienes ahora y te ves indecentísima: ¡estás completamente desnuda!… ¿Por qué has de andar sin fondo, María Eugenia?…
—Pero bueno, vamos a concretarnos primero a lo del luto —expliqué inmóvil y furiosa con mis libros bajo el brazo—; yo no comprendo en absoluto qué relación lógica puede existir entre la muerte de papá y el piano de esta casa… ¡«los sentimientos»!… ¡vaya con los sentimientos!, pues si la música se inventó precisamente para eso: ¡para expresar los sentimientos! Dime si no Abuelita, dime: ¿qué es por ejemplo, una elegía o una marcha fúnebre sino un sistema refinado, artístico y genial de dar un pésame, como quien dice?…
Pero Abuelita, que se había quitado ya los lentes, esbozó con ellos en el aire un ademán que parecía anatematizar todo razonamiento, y agitando negativamente la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, dijo en ese tono terminante en que suele hablar la convicción que no se digna bajar al terreno despreciable e irreverente de las discusiones:
—¡No, no, no, hija mía, a mí no me convences! Creo que si no tienes suficiente buen corazón para guardar espontáneamente el luto riguroso que exige la muerte de tu padre, debes fingir que lo tienes. De otro modo harías muy mal efecto en mí y en todas las personas sensatas que lo supieran: ¡te lo aseguro!
—Bueno… de manera que sin apelación: ¡no puede tocarse el piano!… ¡Bien, bien, bien, pues ni una palabra más: no tocaré!…
Y dando media vuelta militar me vine indignada con mis cuadernos de música bajo el brazo, por el mismo camino que me había ido. Al llegar a este cuarto tiré con furia todos los cuadernos de música sobre la misma silla donde volvieron a adquirir su primitivo aspecto de tortilla. Luego me puse las dos manos extendidas sobre las caderas y exclamé en alta voz esta frase, que dadas las circunstancias resonó en los ámbitos del cuarto de un modo verdaderamente sublime:
—¡Por la mañana me quitan la fortuna; ahora, en la tarde me arrebatan la gloria!
Y me quedé unos segundos con las manos en las caderas y los ojos clavados en el suelo.
Pero afortunadamente, como bien recordarás tú, Cristina, mi imaginación que es estéril en los momentos de calma, en los momentos de indignación es fecundísima. Gracias a esta gran fertilidad imaginativa, a los diez segundos de contemplar el suelo, había encontrado ya un plan inmediato que iba a servirme a la vez de aclaratoria, de represalia, y de distracción. Era ello: irme de paseo con tío Pancho a cualquier parte lo más pronto posible:
—¡Ah! —me dije— hablare a solas con él y así sabré a qué atenerme en lo concerniente a las generosidades de tío Eduardo.
E inmediatamente llamé a tío Pancho por teléfono. El quedó en que pasaría a buscarme a las cuatro y media en punto. Entonces yo, satisfechísima de mi proyecto, teniendo casi una hora de tiempo para vestirme, comencé a arreglarme como a mí me gusta, es decir, poco a poco, con mucha calma, mucha tranquilidad y muchos detalles… Por fin cuando ya perfumada, y puesto el sombrero mi toillette estuvo lista, una toillette de paseo ¿sabes? sencilla, sobria, elegantísima, me quedé lo menos diez minutos caminando, sonriendo, y accionando frente a la luna de mi armario, porque la verdad sea dicha, Cristina, aquella rabia que me tenía los ojos encendidísimos desde por la mañana, sumada al escote en punta, al sombrero pequeño, al largo velo de crépe Georgette, y al carmín de Guerlain, me quedaba… bueno: ¡que estaba yo mejor que nunca!… Y por mi gusto hubiera permanecido accionando y sonriendo ante el espejo un buen rato si no fuera porque el reloj de Catedral con su canto de barítono cartujo comenzó a advertirme:
—¡Mi, do, re, sol!… ¡Sol, re, mi, do!…
O sea que eran ya las cuatro y media.
Para no hacer esperar a tío Pancho, me fui caminando muy de prisa hacia el corredor de entrada en el cual aparecí triunfalmente, erguida la cabeza, recogido el velo a lo manto real, y abrochándome los guantes.
Como era de esperar al verme llegar así, tan inopinadamente de sombrero y guantes, el espanto volvió a cundir de nuevo entre Abuelita y tía Clara:
—¿Pero adonde vas a estas horas y con quién? —interrogó al momento Abuelita en tono de queja profunda y quitándose los lentes, lo cual, como habrás visto ya, es señal indiscutible de borrasca.
Yo, que a más de encontrarme encantada en mí misma, venía preparada para el ataque, respondí sonriente, amabilísima, metiendo la mano izquierda por entre la botonadura del vestido a la altura del pecho, actitud que debió prestarme cierta arrogancia napoleónica:
—¡Pues me voy de paseo a Los Mecedores con tío Pancho! ¡Creo que es un lugar muy solitario propio para mi luto riguroso!…
Y hecha esta declaración, abrí al punto mi bolsa de mano, tomé el espejito y comencé a mirarme bajo la luz viva del patio, porque me urgía muchísimo saber si la rebelde punta de mi nariz se encontraba bien de polvo. Pero como la notase aún un poquito brillante saqué la mota de mi polverilla esmaltada, la sacudí y me di a empolvarme la nariz estirando la boca y con refinada atención. Entretanto, Abuelita seguía, con los lentes enarbolados en la mano, y con la voz de queja:
—Te vas así, a pasear con Pancho, sin consultarme, sin advertirme… ¡Ah! ¡veo que eres muy independiente!…
Aquí exhaló un profundo suspiro, hizo una pausa y continuó diciendo con la voz de queja hecha ya un lamento conmovedor:
—¿Cómo va a ser natural que te vayas, María Eugenia, cuando esta tarde vienen visitas que ya se han anunciado y cuando esas personas vienen única y exclusivamente por ti, a saludarte, a conocerte?… ¡desairarlas de ese modo! ¡Pero si es una desatención que no tiene nombre!… Por educación debes esperar siquiera a que lleguen esas visitas…
—¡Ay! ¡las visitas, Abuelita! ¡hasta cuándo!… —exclamé trágicamente con la polvera en una mano y la mota en la otra—. ¡Si todas me preguntan la misma necedad: «que si me hace falta París y que si me ha gustado Caracas»! ¡Estoy harta ya de esa eterna letanía! ¡y todas, todas, todas, iguales!… ¿Quieres que te diga, Abuelita, el efecto que me hacen tus amigas? Pues mira, la verdad: ¡no las distingo! ¡No sé si la que vino ayer es la misma que estuvo antier, o la que volverá pasado mañana! Parecen esos tomos que hay a veces en las bibliotecas ¿sabes? todos igualitos, todos juntos, todos forrados en pergamino, que si por una casualidad los coges y los abres te encuentras con que por dentro están escritos en latín o en español antiguo… bueno ¡que ni lo entiendes!…
—Te equivocas, María Eugenia, las personas que han venido a verte son todas muy cultas, muy respetables, parientes o amigos míos, de lo mejor de Caracas, a quienes debías agradecer…
—¡Ay! ¡Abuelita, por Dios, déjame salir! ¡Mira, si no me voy a pasear me ahogo, sí, me muero, y esta noche lo que verán las visitas será mi cadáver tendido con cuatro velas!… ¡Ah! diles que me dolía la cabeza, las muelas, cualquier cosa, que tuve que ir a casa del dentista y que me esperen… ¡No vendré tarde, ya verás, no vendré tarde!
—¡Haz lo que te parezca, María Eugenia! No puedo pasar el día entero discutiendo contigo ni quiero tampoco, que seas desgraciada porque estás en mi casa. ¡Vete, vete a pasear con Pancho si es que tanto lo deseas!
Y poniéndose de nuevo los lentes, Abuelita volvió a su costura luego de exhalar otro suspiro en el que iba mezclado, a la más completa desaprobación, el más profundo desaliento.
Y en aquel instante preciso, se abrió de golpe la puerta del zaguán y alegre, sonriente, expresiva, apareció en el corredor la cabeza jovial de tío Pancho. Luego de saludar a Abuelita y a tía Clara muy cariñosamente y como si nada hubiese ocurrido en la mañana, me descubrió en pleno patio donde me hallaba aún con la boca estirada entre el espejo, la mota y la polverilla. Al divisarme se vino a mí, y mientras me examinaba por todos lados, iba diciendo a voces con grandísimo escándalo:
—¡Ah!, sobrina, sobrina, ¡qué linda estás, y qué ráfaga de juventud me traes con ese vestido y ese sombrerito brujo! ¡Qué bien te sentó la témporadita última en París! ¿eh?… Es los retratos que mandabas antes no eras la misma que eres hoy día ¡no, no, no!… Mira, ahora, en este momento eres París, puro París, desde ese olorcito indefinido de tu velo negro, hasta la punta charolada de los zapatos… ¡y pretender que en otras partes se visten bien las mujeres!… vamos… ¡qué ilusión! ¡esto! ¡París, esto es ¡chic!!… Bueno, ¡y que estás muy bonita, además!… Camina para verte… ¡Preciosa!… ¡Perfectamente!… Ahora, cuando nos vean juntos en el coche nos mirarán pasar como bobos, y mañana me vuelven loco en el club preguntándome por la bella y elegante desconocida «la dama enlutada»; son capaces de creer que se trata de alguna recién llegada artista a quien he conquistado, y como son tan envidiosos…
—¡Ah! ¡qué divertido! —exclamé yo llena de risa y de satisfacción—. ¡Mira que si de veras fuera yo una artista, tío Pancho!… ¡Pero, una buena artista!… ¿ah?… una celebridad. ¡Y mira que si en lugar de ser tu sobrina fuera tu amiga!…
El ruido de la puerta del zaguán que se cerraba de nuevo tras de nosotros me impidió oír las enérgicas protestas que debieron emitir Abuelita y tía Clara, ante unas suposiciones tan disparatadas como ofensivas para mi dignidad y mi virtud. Pero yo que estaba encantada por el exuberante florilegio de tío Pancho, una vez dentro del coche me di a explicarle muy detalladamente dónde había comprado mi sombrero, que como bien veía era un modelo muy elegante… ¡ah! ¡muy, muy, muy elegante!…
Pero de pronto, a poco de rodar el coche, me puse muy seria, y olvidando por completo mi indumentaria y mi propia persona, comencé a observar la calle, a interrogar a tío Pancho, y a comunicarle mis personales observaciones.
Era la primera vez que volvía a ver la ciudad desde la tarde de mi llegada.
Familiarizada ya con el ambiente interior de Caracas, iniciada en los secretos de su espíritu, todo aparecía ahora ante mis ojos bajo un nuevo aspecto. Miraba el desfilar de las casas heridas por el sol de la hora, evocaba los relatos de Abuelita, sus amigas, sus románticas historias, y me parecía descubrir muy claramente, bajo la sombra maternal de los aleros, esas relaciones invisibles que tienen los objetos con sus dueños, lo animado mortal ante lo inanimado eterno, las huellas del pasado y de los muertos, todo eso que es como el alma, y como la aristocracia de las cosas.
Tío Pancho comentaba señalando las anchas rejas que se alineaban a uno y otro lado sobre las aceras:
—¿Ves las ventanas? ¿las ves casi todas cerradas? Pues hace apenas diez años, a estas horas, empezaban a abrirse ya, y de cinco a siete, la calle se volvía un jardín lleno de vida interior. Aquello era tradicional, era clásico, y era muy pintoresco. Pero el cinematógrafo ha venido a acabar con la ventana… sí; la señora aburrida que antes pasaba la tarde entera sentada en la reja para distraerse, y la muchacha enamorada que se ponía a hablar con el novio, y la que se asomaba para que la viera desde lejos el pretendiente que rondaba su casa, ahora ya, se van todas a la función vespertina de los teatros ¡y mientras los cinematógrafos se llenan, la calle se queda desierta!… Mira, mira qué pocas van siendo ya las ventanas abiertas.
En efecto, casi todas estaban cerradas, y así, cerradas e iguales, escuchando la observación de tío Pancho yo las veía sucederse con melancolía:
¡Ah! ¡ventanas, floridas ventanas del tiempo de Abuelita! ¡Toscos altares del amor, donde los viejos barrotes en cruz son los únicos que siguen besándose eternamente!… ¡Y cómo me parecía descubrir ahora, en su quietud, el mismo enigma ancestral de mi fastidio, sentado tras de la reja, tejiendo telarañas de ensueño sobre el silencio mortal de la calle!…
Y entretanto, Cristina, el coche, por la doble fila de apiñados barrotes iba trepando, trepando, ciudad arriba.
Luego de haber subido un buen rato llegamos al barrio más elevado de Caracas, que es el barrio llamado de La Pastora. Subimos más todavía y salimos entonces a los arrabales.
Tío Pancho continuaba satisfaciendo mis preguntas y aclarando mis recuerdos.
Estos arrabales de La Pastora, que son los más altos y los más atrasados de Caracas, son también los más característicos. Allí las calles están empedradas con guijarros, las aceras son de laja, las verdes motas de hierba crecen por todas partes donde se asome un hilillo de tierra, y es el barrio que habitan generalmente los pardos, los pobres vergonzantes, y los enfermos que buscan el aire. Yo tenía ansia de mirar el dolor pintoresco de la miseria y, olvidando el paseo campestre, quise conocer primero todo el arrabal:
—Llévame por las calles más viejas, tío Pancho, llévame por las más pobres, por las más feas, por las más sucias, por las más tristes, que quiero conocerlas ¡todas!
Y bajo la dirección de tío Pancho, tras el pausado caminar de los caballos, comenzamos a tejer callejuelas; pero callejuelas, Cristina, que se empinaban o se precipitaban de un modo inverosímil. A veces, cesaba de repente el empedrado y la calle era una calle de tierra sin aceras. Cesaba después la calle; el coche se detenía, y ante el coche era entonces la quebrada, el surco profundo, con una escandalosa vegetación exuberante que se lanzaba ciudad abajo, inundando el tropel de los tejados como un gran desbordamiento verde.
Por estas calles accidentadas y pintorescas, la vida interior de las casas, sí, se mostraba francamente con todo el impudor de su fealdad y de su miseria. Sobre las aceras, junto a las puertas entornadas, impidiendo el paso, se arrastraban los cuerpecillos desnudos de los niños del arrabal, negritos o mulatitos que apenas sabían andar, verdaderas visiones simiescas, en cuyos cuerpos deformes blanqueaban, de tiempo en tiempo, las manchas del polvo recogidas por la oscura epidermis en su roce con el piso, mientras que arriba, asomadas a los postigos o sentadas a las rejas de par en par abiertas, eran las cabezas abigarradas de las mulatas, petulantes, encintadas con violentos colorines, cuyos ojos, al divisarnos desde lejos, clavaban en nuestro coche unas pupilas ardientes y luminosas que parecían estar encendidas por la sed de mirar.
Tío Pancho comentaba:
—¿No es cierto que hay algo torturante en la expresión de esta gente? Fíjate. Se diría que el odio profundo de las razas que se reconciliaron un instante para formarlas continúa luchando todavía en sus facciones y en su espíritu. Y en esa lucha dolorosa, mira: ¡sólo triunfa la equivocación y la tristeza!… ¿Verdad que hay en todas ellas algo fatalmente inarmónico que es muchísimo peor que la fealdad? Así es también su espíritu, no tienen personalidad definida y viven plena desorientación.
Como desde la mañana, mi vida se había enrumbado tan bruscamente hacia un nuevo horizonte, situada ya en mi actual punto de vista, miré aquellos ojos profundos que nos devoraban al pasar, los uní a los míos en una amable mirada fraternal y dije atenuando la ruda verdad que había expresado tío Pancho:
—Habrá inarmonía o fealdad en el conjunto de las facciones y en ese deseo de alternar que las impulsa a amarrarse la cabeza con un lazo verde o con un galón colorado, pero fíjate en los ojos, mira qué ardientes, y qué interesantes son los ojos. ¡Parece que asomados a la calle pidieran algo imposible que nunca les han de dar!
—Sí, —dijo tío Pancho exaltándose de pronto— es la voz de las aspiraciones presas en la cárcel de un cuerpo que las tiraniza y las encadena al pregonar a gritos la inferioridad mortificante de su origen. Y este desacuerdo entre el cuerpo y el espíritu sensibilísimo del mulato, como bien dices tú, es un conflicto muy interesante… es la misma tragedia que ocultaba la nariz deforme de Cyrano, mucho más cruel y mucho más bella aquí, porque al ser más humillante es más irremediable… ¡Sí; el mulato es el crisol paciente donde se funden con dolor los elementos heterogéneos de tanta raza aventurera!… En él se encierra la causa de toda nuestra inquietud, de todos nuestros errores, nuestra absurda democracia, nuestra errante inestabilidad… ¡quizás en él se elabore también algún tipo social, exquisito y complejo que aún no sospechamos!…
Y luego de filosofar así, sin hacer más comentarios, nos quedamos callados un buen rato, mirando pasar a uno y otro lado del coche aquel misterio de la vida humilde que se mostraba a la calle por la franqueza de las puertas, los postigos y las ventanas abiertas, hasta que al fin, ya saciados de andar por el arrabal, salimos al campo…
Cuando sentí en el rostro la frescura de la brisa aromada y campesina, inmediatamente, sin consultar a tío Pancho, mandé detener los caballos, y le propuse que siguiésemos caminando a pie. Él se bajó del coche muy complaciente, y yo, luego de bajarme tras él, con mi velo arrollado al brazo, corrí alegremente hacia un pequeño ribazo del camino, me subí a su cúspide, una vez en lo alto sorbí el aire con avidez, me llené bien los pulmones y así, erguida en mi pedestal, me quedé unos segundos saludando el paisaje…
La tarde era tan apacible como yo la quería. El sol iba buscando a lo lejos la cumbre de una colina. El valle maravilloso se extendía abajo rodeando la ciudad; la ciudad florecida de vegetación anidaba en el centro del valle, blanca de paredes, roja de tejados, mientras a mi espalda presidiéndolo todo, la majestad del Ávila, la gran montaña, se alzaba maternal y pensativa.
Después de contemplar la tarde, desde la cumbre del ribazo me volví al camino, y, entonces, paso a paso, en un lento caminar lleno de estaciones y de conversación, tío Pancho y yo nos alejamos por una vereda, hasta llegar a la selva de mis paseos infantiles, entre cuyos mismos árboles, bajo la paz de la sombra, tienden aún sus columpios de bejuco «Los Mecedores».
Ansiosa de conocer la opinión concreta de tío Pancho acerca de tío Eduardo y su conducta conmigo, mientras andábamos, le repetí literalmente todo cuanto Abuelita me había referido en la mañana sobre papá, San Nicolás y tío Eduardo. Dada mi exaltación, detenía continuamente el paseo o el relato para preguntar a tío Pancho su parecer o para explicar con vehemencia las múltiples razones de mi desconfianza y mi perplejidad. Pero él, Cristina, como si le aburriese mucho aquel tema, lo mismo que había hecho antes durante el rodeo en coche, ahora también, trataba de desviar la conversación sobre cualquier detalle o accidente del camino. Esta porfiada reticencia acabó por impacientarme tanto que al fin, sentados ya bajo un árbol de Los Mecedores, donde la quietud y la sombra hacían más apremiantes mis palabras, le exigí imperiosamente que me dijese cuanto hubiese de cierto sobre el particular, porque me consideraba con derechos de saberlo. Planteada así la cuestión, tío Pancho se quedó un instante reflexivo y como indeciso, pero luego, se resolvió a hablar y dijo con mucha calma:
—Pues bien, ya que tienes tanto empeño en saber lo que pienso acerca del asunto, te lo voy a decir: ¡pero no es para que con ello te envenenes la existencia! La desgracia, María Eugenia, en cualquier orden que sea, debe aceptarse con valor tratando de remediar lo remediable, es claro, pero eliminando de nuestra memoria todo lo irreparable, a fin de no gastar energías en odios o en venganzas estériles. ¡Ah! ¡es una ciencia muy útil la de saber olvidar!…
Y hecho este exordio añadió poco a poco, encendiendo un cigarrillo mientras que yo, ansiosa de sus palabras le devoraba con los ojos:
—Creo… o mejor dicho estoy segurísimo, de que Antonio, tu padre, además de gastar su renta, gastaría si acaso una cuarta parte del capital que representa San Nicolás; lo demás, es decir, las tres cuartas partes restantes… ¡te las robó Eduardo!… ¡ah!… ¡no te quepa duda!… Con orden ¿eh? eso sí; con mucho orden, mucha claridad, presentando cuentas correctísimas y sobre todo ¡haciendo derroches de generosidad que como sabes!…
Pero yo no le dejé concluir. Lo mismo que en la mañana cuando me hallaba instalada sobre la columna, ahora también, vi de pronto en mi imaginación, la figura de tío Eduardo, cuya estampa, ilustrada por las anteriores palabras de tío Pancho, venía a ser tan abominable que no pude menos de increparla con los dientes apretados y en el paroxismo de la indignación:
—¡Ah! ¡Herodes! ¡Nerón! ¡Caifás! ¡hipócrita!…
—¿Ves lo que te decía? —interrogó tío Pancho— vas a excitarte, y si no tienes luego la suficiente prudencia…
Pero el vocablo «prudencia» oído en semejantes circunstancias, Cristina, me irritó muchísimo más aún que la imagen de tío Eduardo, por lo cual, volví a cortarle la palabra a tío Pancho, exclamando exaltadísima:
—¡Ah! ¡si te figuras que voy a tener prudencia después de lo que acabas de decirme es porque me consideras sorda, imbécil o muda! Mira, te juro tío Pancho, que ahora, al no más llegar a casa voy a decirle a Abuelita todo, absolutamente todo cuanto pienso de tío Eduardo. ¡Sí! ¡le diré que debía estar preso por ladrón con un vestido a rayas blancas y coloradas como el que usan los presidiarios; que lo detesto con toda mi alma, y que lo que desearía es ver su horrible silueta flaca, lo mismo que la de Judas, balanceándose de una horca, con un saco de monedas a los pies, y con la lengua afuera!
—¡¡Bueno!! —prorrumpió tío Pancho en una gran carcajada—. ¡Muy bien que lo harías! Mira, con ese sistema de insultos histórico-descriptivos, obtendrás, María Eugenia, el mismo resultado que obtendría un ateo que se pusiera a blasfemar a gritos en medio de una iglesia llena de creyentes. Si hablas irrespetuosamente de Eduardo en esa forma violenta o en cualquier otra más atenuada: ¡ya lo viste conmigo esta mañana!… Eugenia te considerará un monstruo sacrílego e impío; a mí me acusará de calumniador, es lo más probable que se disguste de veras y que de resultas del disgusto no vuelva yo a poner los pies en su casa con todo lo cual no se perjudicará nadie más que tú… ¡Ten discreción! ¡Ten paciencia, María Eugenia!… oye…
Y aquí tío Pancho se dio a calmarme con cariño y dulzura.
Me refirió que al morir Papá y conocer él mi situación, lejos de verla con indiferencia se había interesado muchísimo por mí, haciendo las indagaciones del caso, tratando de buscar informes en cartas o documentos, hablando con los abogados, etc., etc. Pero que desgraciadamente, todas sus gestiones habían resultado infructuosas, porque Papá, al asociarse a tío Eduardo, doce años atrás, le había entregado incondicionalmente la administración general de sus bienes con un tanto por ciento sobre la renta y las utilidades. Ahora moría de pronto sin hacer testamento ni poner en claro el estado de sus negocios. Por lo tanto, tío Eduardo, que era tan rapaz como metódico, avaro y previsor, en doce años de libre administración había ido arreglando las cosas a su favor y ¡claro! ¡al desaparecer Papá presentó unas cuentas que verdaderas o imaginarias: ¡eran las únicas que existían! La negligencia del uno se aliaba a la rapacidad del otro y las explicaciones de tío Eduardo, único árbitro en el asunto, eran irrefutables. La situación resultó clara y terminante desde el primer momento. Fuese como fuese, entonces lo mismo que ahora: ¡había que aceptarla! Y puesto que así era: ¿por qué no aceptarla ya, de una vez, con entera resignación?
Esto lo fue diciendo tío Pancho, en voz muy suave, mientras que yo, un tanto apaciguada, le oía contemplando en silencio la punta charolada de mis zapatos; y creo que hubiese continuado atendiendo al relato sin alterarme a no haber mediado el anterior consejo sobre la resignación. Pero yo estoy firmemente convencida, Cristina, de que es un malísimo sistema, este de predicar la resignación o cualquier otra virtud nombrándola así, con su propio nombre. Dan ganas de practicar inmediatamente el vicio contrario. Lo digo porque al formular tío Pancho su pregunta-consejo: «¿Por qué no aceptarla ya con entera resignación?» yo, que como te he dicho, me hallaba muy tranquila, di un salto nervioso, y al punto, accionando con tan rápida vehemencia que se me enredó y rompió en la trama del velo la uña de mi anular derecho, con lo cual tuve el dedo decapitado y feísimo durante varios días, exclamé desesperada:
—¡Ah! ¡sí! eso es: ¡resignación! ¡también estás tú ahora como Abuelita, tío Pancho!… Mira, haz el favor de no nombrarme más las palabras: «resignación» «severidad» «prudencia» e «irreprochable» porque las detesto. Abuelita me las machacó esta mañana lo menos veinte veces: «Debes ser severísima contigo misma, María Eugenia»… —declamé imitando la voz de Abuelita mientras accionaba con la mano de la uña rota, tal cual si brillasen en ella los consabidos lentes.
—¡Ah! ¡«severísima»! ¡como si eso fuera muy divertido! ¡como si con severidad y resignación se pudiera comprar ropa!… ¡Sí! —añadí luego en un tono impregnado de lágrimas—. ¡Veremos a ver qué me pongo, cuando se me acaben estos vestidos de París, ahora que soy pobre y miserable como una rata!
Pero tío Pancho, que quería consolarme a toda costa, respondió esta vez con un tacto y con un acierto verdaderamente admirable:
—¡Nunca es pobre una mujer, cuando es tan linda como eres tú, María Eugenia!
Y como empezase luego a enumerar mis atractivos personales y a elogiarlos calurosamente, con un tono terminante de crítico conocedor y exquisito, me fui tranquilizando poco a poco, hasta que al fin, luego de arreglarme la uña averiada lo mejor posible, mientras él seguía elogiando aún, bastante animada ya, abrí mi saco de mano y para comprobar la exactitud de los elogios, al tiempo que los oía, me di a contemplarme en el espejillo ovalado. Desgraciadamente, dado el tamaño exiguo del espejo no pude ver mi rostro sino en dos secciones: Primero la barba, la boca y la nariz; luego la nariz, los ojos y el sombrero; pero fue lo suficiente para que asociado el espejo a las palabras de tío Pancho, se evaporase de mi voz aquella húmeda de lágrimas, y ya, con la voz normal, dije mirándome los ojos en los cuales brillaba una como imperceptible sonrisa:
—Pero a mí me gustaría tío Pancho… ¿sabes qué?… ¡pues tener los ojos claros, y un poco más de estatura!
—¡Vaya! ¡qué disparate! Serías entonces demasiado alta. Y lo de los ojos claros, te quitaría el tipo. Si los ojos es lo mejor que tienes, María Eugenia. Difícilmente se encuentran ojos así… ¡tú lo sabes muy bien!
Como esperaba esta contestación, al oírla, la acogí con una franca sonrisa, mientras protestaba enérgicamente sacudiendo la cabeza:
—¡Nada, nada, nada tengo yo bien, tío Pancho!… ¡Son cosas tuyas que como me quieres me ves bonita!
Y nos quedamos callados un instante…
Pero yo hube de cerrar al fin mi bolsa de mano; en ella se ocultó el espejo, y por lo tanto, tras el espejo se ocultó también mi propia imagen que aun así, trunca y a pedazos, es la única que sabe darme suavísimos consejos; la única, sí, la única que sin decir ni jota, me predica la resignación, el buen humor, la bondad y la alegría… Una vez enterrada mi imagen entre las negruras del saco de mano, hubo unos segundos de silencio, y claro, al instante, volvió a surgir en mi mente la figura flaca de tío Eduardo con todo su cortejo de ideas irritantes. Al divisarla interiormente, ataqué de nuevo el mismo tema:
—Pero oye, tío Pancho, lo que yo no comprendo en este asunto de tío Eduardo, es a Abuelita: ¡eso de que esté tan convencida de que el mamarracho de tío Eduardo es un ser superior, magnánimo, generosísimo!…
—¡Misterios inefables de la fe, hija mía!
Exclamó tío Pancho, y suspiró, y puso los ojos en blanco, muy cómicamente y como si estuviese rezando, expresión que me dio muchísima rabia, porque no me pareció cosa de tomarse a risa el que yo me encontrara de la mañana a la noche sin un céntimo de qué disponer. Por esta razón, viendo los ojos místicos de tío Pancho, le interrogué al instante de muy mal humor:
—¿Cómo «misterios de la fe»? ¿Qué quieres decir con eso?
—Sí; mira: Eugenia, lo mismo que Clara, lo mismo que casi todas las mujeres que se llaman «de hogar» en Caracas, no les basta generalmente con una sola religión y tienen dos. La una la practican en la iglesia, o ante algún altar preparado al efecto, como aquel del Nazareno que tiene Eugenia en su cuarto. La otra la practican a todas horas, en todas partes, y es lo que ellas llaman «tener corazón y sentimientos». De esta segunda religión el dios es uno de los hombres de la familia. Puede ser el padre, el hermano, el hijo, el marido o el novio: ¡no importa! Lo esencial es sentir una superioridad masculina a quién rendir ciego tributo de obediencia y vasallaje. Y entonces, todo cuanto esta deidad hace está bien hecho, todo cuanto dice es una ley, todo cuanto existe se pone entre sus manos, y su cólera, por justa, arbitraria o grotesca que sea, así provenga de un atentado de la mujer a las leyes estrictas del recato, como estalle de golpe ante un plato de carne demasiado dura, o se desarrolle imponente, en calzoncillos, frente a la pechera de una camisa mal planchada, siempre, siempre, semejante voz, resonará en los ámbitos del hogar, majestuosa y solemne, como resonó la voz de Jehová sobre el Sinaí… En tu casa ese dios es hoy Eduardo; quien en honor de la verdad y dicho sea entre paréntesis, no tiene mal carácter; ¡nunca grita!
—¡Claro! ¡con aquella voz por la nariz! ¡Bonito estaría tío Eduardo, gritando furioso y en paños menores! Parecería un Judas de esos que queman por Pascua de Resurrección… Bueno, lo que él es…
Pero tío Pancho seguía filosofando:
—… Y yo no sé si esta arraigada costumbre de deificar al hombre, provenga de atavismos orientales heredados de nuestros antepasados andaluces, o si obedezca más bien a un sencillo problema económico: a las mujeres sin dote ni fortuna propia como son en nuestra organización social casi todas las mujeres, es el hombre quien está obligado siempre a sostenerlas de un todo, y dime: para un corazón sensible y agradecido ¿puede haber algo más parecido al Dios omnipotente del cielo, que aquel que pague todos nuestros gastos en la tierra?…
—Según… —dije yo reflexionando el caso con mucha gravedad—, si las cosas que paga son elegantes y finas, si se tiene un buen automóvil limousine, y se vive además en una casa chic donde haya por ejemplo varios baños de agua caliente, y un saloncito oriental, con tapices, pebeteros, y su gran diván negro lleno de cojines: ¡sí! estoy de acuerdo. Pero de lo contrario… ¿crees tú, tío Pancho, que yo agradecería mucho que me pagaran un vestido de raso, como el que tenía puesto antier tía Clara, todo verdoso, y con el talle, allá, en las narices? ¡Ah! ¡no, no, no no! No lo agradecería nada, al revés; si estuviera obligada a ponérmelo, maldeciría con toda mi alma la mano que me lo hubiera pagado… Y es que yo no concibo el raso ¿sabes? si no es charmeuse de a treinta bolívares en adelante el metro. ¡Y lo mismo las medias!… ¡mira, mira éstas que tengo puestas! ¿son bonitas, eh?… bueno, ¿y por qué?… ¿por qué son bonitas?… ¡pues porque me costaron en París ciento veinte francos!
—¡¡Bien!!… —dijo tío Pancho riéndose otra vez con mucho escándalo—. ¡Veo, María Eugenia, por ese escalofriante presupuesto, que te avalúas carísima! ¡Ah! tienes muy definida la conciencia de tu propio valer, condición indispensable para llegar a valer. Sí, sí, haces bien. Si queremos que los demás nos estimen un poco, es preciso empezar por estimarnos mucho nosotros mismos. ¡No lo olvides nunca, mira que es un principio importantísimo para una mujer que generalmente sólo vale por lo que dé en estimarla un hombre!
—Otra cosa, tío Pancho —dije yo volviendo a mi arraigada obsesión—. Abuelita me predica moral a mí con tantísimo interés y con tantísima vehemencia, que si: «el honor de una mujer» que si: «la virtud de una mujer»… Bueno ¿y por qué no se la predica también a esa sardina seca de tío Eduardo, vamos a ver? ¡A que nunca lo ha sentado en una sillita a su lado y le ha dicho como a mí esta mañana: «el honor de un hombre!».
Tío Pancho volvió a poner la cara mística y dijo:
—Porque el honor de estos hombres tan honorables como Eduardo no hay para qué mencionarlo. El mencionarlo sólo, implica ya cierta duda o poco respeto hacia él; pecado en el cual no incurrirá nunca Eugenia. Mira, el honor de los hombres, hija mía, en todas partes es algo así… ¿cómo diremos? algo indefinido, elástico, convencional… pero aquí, en nuestro medio, se ha hecho ya tan elástico e indefinido, que al igual de las cosas sagradas, siendo muy trascendental es completamente invisible, así como el alma humana, y los espíritus angélicos. Es un atributo que subsiste por sí, independientemente del sujeto que lo ostenta, con cuyos actos, conducta o proceder no suele guardar la menor relación. Sólo a la mujer o a las mujeres de la casa, quienes por lo común son las encargadas de su cuidado y vigilancia, les es dado el mancharlo, herirlo o denigrarlo con el más leve descuido de su conducta. Debido a ello, el hombre de nuestra sociedad, tan celoso de su honor como lleno de lógica y de abnegación, en lugar de ocuparse de sí mismo y de su propio comportamiento: ¡no! sólo vigila, atiende y contempla escrupulosamente a todas horas, el comportamiento de la mujer, tabernáculo vivo donde se encierra esta majestad sagrada de su honor… Bueno, y el gran mérito de una mujer consiste en vigilarlo a todas horas, piadosamente, después de haberlo aceptado así, contradictorio, incomprensible y misterioso, tal cual un dogma de fe…
—¡Ah! otra cosa, otra cosa que quiero preguntarte, tío Pancho, antes de que se me olvide: ¿Cómo es que a tía Clara tampoco le queda un céntimo? Ayer me dijo que para hacer sus gastos sólo contaba con una pequeña pensión que mensualmente le pasaba tío Eduardo. ¿No heredó ella también como los demás de la fortuna que dejó Abuelito Aguirre?…
Y entonces, para satisfacer esta pregunta, tío Pancho se engolfó, Cristina, en una larguísima relación, salpicada de observaciones y de chistes que no te repito en detalles porque como bien sabes a mí en el fondo me aburren muchísimo las conversaciones de intereses. Me sucede con ellas lo mismo que me sucede con las conversaciones de política, o sea que me crispan de impaciencia cuando no me duermen de fastidio. Pero en fin, resumiendo en pocas palabras lo que me explicó tío Pancho, te diré que hoy en día, tía Clara no tiene nada y Abuelita, quien a la muerte de mi abuelo su marido heredó una buena renta, al igual de tía Clara, ella también se ha quedado reducida no diremos a nada, pero a casi nada.
Sus respectivas herencias o fortunas tuvieron los siguientes procesos:
La de tía Clara se perdió de un manera más o menos jovial y pintoresca; es decir, que pasó goteando poco a poco con gran regocijo y metálico tintineo de las manos fraternales de tía Clara, a las pródigas manos de tío Enrique, su hermano menor y preferido. Al decir de tío Pancho, este tío Enrique, muerto hace ya varios años, era el reverso de tío Eduardo: alegre, calavera, generoso y tenorio se pasaba la vida viajando y haciéndole regalos a todo el mundo. Solía además jugar muchísimo y en los tiempos de fortuna, dilapidaba triunfalmente los favores de la suerte; pero luego, en la adversidad, era tía Clara su paño de lágrimas y quien a escondidas de Abuelita, prestaba siempre lo suyo para pagar las deudas más apremiantes o para satisfacer los más indispensables caprichos. Tío Enrique retribuía luego, con profusión de regalos y cariños, tan espontáneos sacrificios y fue así, como los dos juntos en mutuo y común acuerdo consumieron hasta el último céntimo del patrimonio de tía Clara.
En cuanto a la fortuna de Abuelita, quien jamás hubiera consentido en pagar con ella las deudas indignas del calavera de tío Enrique, corrió peor suerte aún que la de tía Clara puesto que, siendo mucho mayor, se perdió también del mismo modo sin que nadie se regocijase con ella. Y es que tío Eduardo, quien por su carácter metódico y tranquilo se había ganado desde muy joven el aprecio y la confianza absoluta de Abuelita, emprendió hace ya muchos años yo no sé qué negocio de minas que debía producir muchísimo, y para cuya explotación Abuelita le prestó sin reservas todo su capital. A pesar de los pronósticos y de las seguridades, la empresa fracasó a los pocos años, del modo más lamentable. Del capital de Abuelita apenas logró salvarse una pequeña suma, la cual, colocada en acciones de Banco y unida a una exigua pensión de viudedad, es desde entonces, lo único que tiene ella para vivir y sostener esta casa en forma muy medida y económica. Después del fracaso de tío Eduardo, que como buen avaro es tesonero y sufrido, siguió trabajando, primero en la misma empresa, y luego más tarde, asociado a papá. Gracias a su economía y a su astucia logró rehacerse y hoy es rico, pero de aquel dinero de Abuelita perdido por él en la empresa de minas no ha vuelto a hablarse más. En cambio, para proveer a los gastos de esta casa, a más de la pensión de viudedad y a más de la pequeña renta que producen las acciones, tío Eduardo suple a Abuelita y a tía Clara una cantidad mensual; y de esto se habla todos los días. Abuelita lo llama por ello su providencia, y el mejor, el más abnegado, el más generoso de los hijos…
—Este es el sistema de Eduardo: ¿comprendes? —comentó tío Pancho clausurando su versión al llegar aquí— coge mil; luego regala dos, y por esos dos hay que bendecirlo eternamente: ¡es el protector!
Aun cuando nada nuevo acabase de escuchar, relativo a mi propia situación, recuerdo que al terminar tío Pancho aquella prolija explicación que había ido glosando con anécdotas y con todo género de comentarios, yo reconstruí en un segundo sobre su relato el relato de Abuelita en la mañana, y ahora también, volví a quedarme un largo rato inmóvil y aterrada, clavados los ojos en mis propias manos que se hallaban desmayadas al azar sobre el vestido negro, como los símbolos vivos de mi sumisión y de mi renunciamiento.
¡Ah! si llegaba a faltarme Abuelita, cosa que bien podía ocurrir de un momento a otro ¿qué sería de mí, Dios mío, qué sería de mí?… ¡Ah! ¡el horror de la dependencia en la casa enemiga de tío Eduardo!…
Y en el silencio augusto del momento, bajo la sombra intensa de los árboles y el crepúsculo, al lado de tío Pancho que callado jugueteaba ahora con la punta del bastón sobre la hierba, sentí por vez primera que mi alma se aferraba desesperadamente a la vida de Abuelita, como el niño que apenas sabe caminar se agarra a la falda de su madre… Sí; ella; sólo ella; sólo su maternidad podía calmar la humillación de mi pobreza y de mi desvalimiento… Pero como de pronto, así, pensando en Abuelita, echase de ver que la noche se nos venía encima, me puse de pie con mucha rapidez y dije mientras sacudía de mi falda las briznas recogidas en la hierba:
—Acuérdate, acuérdate tío Pancho que Abuelita me espera. Le ofrecí volver temprano, y allá estará la pobre, en el salón… me parece que la veo, con el vestido de tafetán y la cadena de oro, sentada en el sofá, frente a las visitas, amable, sonriente y nerviosísima, mirando a cada instante hacia la puerta a ver si entro yo.
—Sí, —dijo tío Pancho levantándose del suelo con mucha dificultad—. Eugenia está muy vanidosa de ti. Vienes a ser hoy para su amor propio algo así como lo que debió ser en su juventud un sombrero nuevo traído de Europa. Quiere mostrarte a todos, pero puesto en ella, es decir, en su casa.
—¡Pobre Abuelita! ¡Al fin y al cabo me quiere mucho!
—Te prefiere sin comparación a todos los demás nietos. Y lo mismo Clara. A pesar de los años que han pasado sin ti: ¡ya ves! y es que éste es otro precepto del «corazón y de los sentimientos»: preferir siempre a los nietos y sobrinos nacidos en las mujeres de la familia aunque vivan en Pekín y no los haya visto nunca.
Oyendo estas palabras, volví a sentir más intensamente todavía el calor maternal que era en mi vida la vida de Abuelita, cuyas manos piadosas iban a mutilarme cruelmente al podar celosas, con ternura y con cuidado, las alas impacientes de mi independencia. Y esto pensando, y mirando a lo lejos el panorama de la ciudad, que ya empezaba a prenderse; en medio del crepúsculo que caía con su gran apresuramiento de crepúsculo tropical, tío Pancho y yo anduvimos un rato en silencio…
Pero de pronto, como entre las luces parpadeantes que se iban encendiendo allá abajo, evocase la ciudad chata, y evocase luego la casa verde con sus tres grandes ventanas, que me esperaban conventualmente, volví a sentir el horror de mi vida prisionera y aburrida:
—¡Ah! tío Pancho, tío Pancho —dije entonces deteniendo el paso con filosófica amargura—. ¿Y para qué habremos nacido? ¡La vida! ¡Mira que la vida!… ¿De qué sirve al fin y al cabo?
Y tío Pancho que de todo se burla y que todo lo critica muy franciscanamente, en vez de consolarme, respondió a mi pregunta criticando a la vida con cariño:
—¿De qué sirve?… ¡de nada!… Es la misma tontería siempre repetida; es un rosario sin ton ni son, que rezan maquinalmente los siglos; es un pobre monstruo, ciego y torpe, que desconociendo el instinto de conservación se alimenta devorándose a sí mismo en medio de los más crueles dolores…
Pero yo, desesperada y llorosa, desdeñando metafísicas y generalidades, me concreté a mi caso:
—¡Si al menos hubiera nacido hombre! Verías tú, tío Pancho, cómo me divertiría y el caso que haría entonces de Abuelita y de tía Clara. Pero soy mujer ¡ay, ay, ay! y ser mujer es lo mismo que ser canario o jilguero. Te encierran en una jaula, te cuidan, te dan de comer y no te dejan salir; ¡mientras los demás andan alegres y volando por todas partes! ¡Qué horror es ser mujer!; ¡qué horror, qué horror!
—Te equivocas, María Eugenia —dijo con mucha seriedad tío Pancho, deteniéndose él también ahora unos segundos—. Mira; si yo tuviera que volver a nacer te aseguro que después de haber nacido hombre rico, como fui en mi juventud, elegiría ahora el nacer mujer bonita. Créelo. Te hablo por experiencia: la forma más preponderante que haya tomado hasta ahora sobre la tierra la autocracia, o despotismo humano es ésa: el gobierno de una mujer bonita. ¡Ah! ¡qué poder sin límites! ¡qué sabiduría de mando! ¡qué genial dictadura, a cuya sombra han florecido siempre todas las artes, y aquella ciencia humilde y bellísima, que consiste en descubrir a los ojos de nosotros los hombres, nuestro innato servilismo de perro, siempre dispuesto a lamer la mano del amo que lo castiga; única faz delicada y superior que encierra nuestra pobre naturaleza tan corrompida por los abusos y la soberbia de la inteligencia!
Pero semejante opinión, Cristina, me pareció tan paradójica que lejos de calmarme me exacerbó más y más.
—¡Eso todo son romances, versos y mentiras! ¡Las infelices mujeres no somos más que unas víctimas, unas parias, unas esclavas, unas desheredadas!… ¡Ah! ¡qué iniquidad! ¡Yo quisiera meterme de sufragista con la Pankhurst a incendiar Congresos de hombres y a rajar con un cuchillo los cuadros célebres de los museos! ¡A ver si acababan por fin tantos abusos!
Y luego de suspirar profundamente caminando siempre por la angosta vereda volví a exclamar, con voz de queja:
—¡Mira que vivir siempre en tutela! ¡Mira que pasar el día entero encerrada entre cuatro tapias sin poder siquiera tocar el piano! ¡Qué razón tienen las sufragistas! ¡Ah!… ¡no lo sabía yo bien! Por eso, una vez que asistí en París a una conferencia feminista no atendí a nada de lo que dijeron. Si fuera hoy no perdería ni una sílaba… Pero bueno, es que también: ¡con aquellos pies y aquellos zapatos! Mira, tío Pancho, figúrate que a la vieja que daba la conferencia se le veían los dos pies cruzados, en el suelo, claro, bajo la mesa, y eran ¡de lo que no te puedes imaginar! ¡Qué ordinariez! ¡zapatos claveteados, y medias gruesas, así, tío Pancho, de algodón! ¡Ay! me chocaron tanto aquellos pies que del mismo horror que me causaron no pude quitarles los binóculos durante toda la conferencia… No, lo que es a mí, ni con la elocuencia de Castelar me convence una mujer semejante.
—¡Por lo visto, María Eugenia, aspiras a que te prediquen el feminismo con los pies; tienes razón. A mí también me parece mucho más elocuente que el que predica generalmente con palabras. Y es que no hay nada más convincente que la elocuencia callada de las cosas, y unas medias de ciento veinte francos pueden llegar a dominar magistralmente las leyes de la dialéctica y de la oratoria.
Pero como tampoco me gustase el sesgo demasiado frívolo que daba ahora tío Pancho a mis palabras, respondí muy picada:
—No, no, no es eso tío Pancho, no me creas tan superficial. A mí, después de todo no me importan nada las medias número cien ni los tacones Luis XV. A lo único que aspiro hoy por hoy es a gozar de mi propia personalidad, es decir, a ser independiente como un hombre y a que no me mande nadie. Por lo tanto de ahora en adelante mi divisa será ésta: «¡Viva el sufragismo!».
—No digas disparates, María Eugenia, ¡«independiente como un hombre»! cuando el sino del hombre civilizado es exactamente el mismo que el de su dulce servidor el burro, o sea: trabajar a todas horas con paciencia, y obedecer siempre, ¡siempre!… No a las sufragistas naturalmente, sino a las mujeres bien calzadas como estás tú ahora…
Y así, caminando a mi espalda por la angosta vereda, tío Pancho siguió desarrollando muy obstinadamente su disparatada tesis acerca de la preponderancia actual de la mujer. La desarrolló en un largo discurso. Pero yo, dado mi mal humor, sólo escuché pedazos de aquel especie de sermón peripatético.
—La igualdad de los sexos, hija mía —venía diciendo mientras yo miraba titilar a mis pies las mil luces de Caracas que brillaban ya como ascuas en la oscuridad—, la igualdad de los sexos, lo mismo que cualquier otra igualdad, es absurda, porque es contraria a las leyes de la naturaleza que detesta la democracia y abomina la justicia. Fíjate. Mira a nuestro alrededor. Todo está hecho de jerarquías y de aristocracias; los seres más fuertes viven a expensas de los más débiles, y en toda la naturaleza impera una gran armonía basada en la opresión, el crimen, y el robo. La resignación completa de las víctimas, es la piedra fundamental sobre la cual se edifica esa inmensa paz y armonía. El espíritu democrático, o sea el afán de hacer justicia y de repartir derechos, es un sueño pueril que sólo existe en teoría dentro del pobre cerebro humano. La naturaleza, pues, está ordenada en jerarquías, los animales más fuertes devoran a los más débiles, viven a sus expensas e imperan sobre ellos. El ser humano está a la cabeza de todas las jerarquías y es la suprema expresión del tipo aristocrático en la naturaleza. Ahora bien, en dicho ser humano, según los grados de civilización de las sociedades, se disputan el predominio o mando los dos sexos: el hombre y la mujer. Siguiendo la ley de jerarquías: ¿cuál de los dos está llamado a imperar sobre el otro y por consiguiente sobre toda la naturaleza? He aquí el problema. Resolverlo a favor suyo dejándole siempre al hombre toda su vanidosa apariencia de mando, es la prueba de mayor inteligencia que puede dar una mujer, y es además, para la sociedad en donde ella actúe, señal evidente de alta civilización y alta cultura. Mientras que por el contrario las sociedades en donde real y verdaderamente predomina el hombre, son siempre sociedades primitivas, bárbaras e incultas. ¿Por qué? dirás tú. Pues por la simple razón de que el hombre a pesar de haberse revestido pomposa y teatralmente desde los tiempos primitivos, con las coronas, los cetros y todos los demás atributos del mando, en el fondo no está constituido para mandar sino para obedecer. De ahí que al querer imponerse lo haga siempre mal, a gritos, con ademanes grotescos y vulgarísimos como los que suelen emplear todos aquellos que, no habiendo sido privilegiados por la naturaleza con el don preciosísimo del mando, quieren a toda costa dominar. Es lo que ocurre generalmente ahí —añadió señalando el ascua viva de Caracas que brillaba ahora como un cielo caído a nuestros pies—. Estas pobres mujeres desconocen su poder. Deslumbradas por la luz idealista del misticismo y de la virtud, corren siempre a ofrecerse espontáneamente en sacrificio y se desprestigian a fuerza de ser generosas. Como las mártires, sienten exaltarse su amor con la flagelación, y bendicen a su señor en medio de las cadenas y de los tormentos. Viven la honda vida interior de los ascetas y de los idealistas, llegan a adquirir un gran refinamiento de abnegación que es sin duda ninguna la más alta superioridad humana, pero con su superioridad escondida en el alma, son tristes víctimas. Y es que ignoran la fuerza arrolladora que ejercen sus atractivos, se olvidan de sí mismas; desdeñan su poder al descuidar su belleza física, y claro, viéndolas así desprestigiadas y decaídas, los hombres hacen de ellas una tristes bestias de carga sobre cuyas espaldas dóciles y cansadas ponen todo el peso de su tiranía y de sus caprichos, después de darle el pomposo nombre de “honor”…
Y como al llegar aquí, llegásemos también al sitio donde habíamos dejado el coche, yo me subí muy de prisa, me senté al sesgo en el rincón de la derecha, crucé una pierna sobre otra, y luego, mientras arrancaban los caballos, exclamé dramáticamente levantando los brazos al cielo:
—¡Mira que volver a encerrarme otra vez en aquella casa de Abuelita tan fastidio-o-o-o-o-o-osa!… ¡Y quién sabe ahora hasta cuándo no volveré a salir!
Pero tío Pancho que al ver la expresión dramática de mis brazos debió conmoverse, contestó por fin, una cosa interesante:
—Pronto, ya verás. Porque tengo para ti un proyecto maravilloso. ¡Vas a ser muy feliz! ¡Verás!… ¡verás!
—Dudo muchísimo el que yo pueda volver a ser feliz —dije más dramáticamente aún de lo que había dicho antes—. ¡Mi vida ya está destrozada para siempre!… ¿Y cuál es el proyecto ése?
—¡Ah!, no puedo decírtelo todavía sino dentro de una semana más o menos, porque tiene… ¡tiene sus dificultades el proyecto!
—¡Ay! ¡no, dímelo ya, tío Pancho! Si te ibas a callar a la mitad no debías haber empezado. Ahora ya no tienes más remedio que decírmelo.
—No porque después, si te lo digo, no pasa.
—¡Que sí pasa; al revés, si me lo dices, pasa, ya verás! Anda, tío Panchito lindo, ¡di! ¡di!
—No, María Eugenia; tú eres muy imprudente; te lo digo, lo sueltas allá en tu casa y lo echas a perder todo.
—No, no lo suelto. ¡No se lo digo ni a la pared, te lo aseguro, te lo juro, anda, no te hagas de rogar, tío Pancho, dilo pronto, antes de que lleguemos; no vas a tener tiempo!… Bueno, te advierto que de este coche no me bajo sin saberlo.
Y entonces, Cristina, con todos los requisitos, los extremos y la calma que suele emplearse en semejantes ocasiones, tío Pancho dijo espaciando muchísimo las palabras:
—Bueno… oye… es… que te tengo un novio ¡pero qué maravilla de novio! —y para más ponderar, sorbió un instante el aire con los dientes y los labios muy juntos—. ¡Qué perfección! Mira, buscando otro con la linterna de Diógenes, no lo encuentras mejor en todo Caracas, ¡qué digo en Caracas! ¡ni en todo Sur América, ni en Europa, ni en ninguna parte!…
Yo contesté al momento una cosa que me pareció muy elegante y muy de rigor:
—¡Pss!… ¿Y era eso? Pues mira, a lo mejor tu trabajo, tu busca, tu linterna y todo, resulta: ¡tiempo perdido! Porque yo soy muy delicada con los hombres, tío Pancho; me desagrada uno por cualquier detalle, así sea la más mínima tontería, y se acabó, ¡que no me lo nombren más!…
—Mira, María Eugenia, me parece demasiado desdén y demasiado tono desde ahora.
Y tío Pancho se quedó callado unos segundos durante los cuales se oyó solemnemente el trotar de los caballos. Luego añadió:
—Bien, yo pensaba describírtelo, pero ya que tan delicada eres, será quizás más prudente que no te diga yo nada a fin de que él te sorprenda…
—No, no, descríbelo, retrátalo, píntalo: ¡nada se pierde con eso! ¡veamos la gran maravilla!
Y entonces tío Pancho se dio a detallarme su inesperado descubrimiento, su riquísima perla masculina.
Según él esta perla, o preciado tesoro cuyo nombre desconozco todavía, está dotado de un agradable físico: elegante, delgado, esbelto, distinguido. Moralmente es intelectual y refinado, es decir, que habiendo tenido mucho éxito en los estudios es al mismo tiempo un hombre de mundo que sabe ponerse una corbata y tener las uñas limpias. En la Universidad de Caracas se graduó de abogado y de médico. Una vez graduado se fue a Europa y en Europa pasó diez años completando sus estudios, doctorándose además en filosofía y en ciencias políticas, viajando, adquiriendo toda clase de conocimientos, y dando conferencias en varias universidades de España y Francia. Últimamente, luego de regresar a Venezuela, ha escrito un libro de sociología e historia americana, el cual, al decir de tío Pancho, es admirable… (¡Ah, Cristina lo pedante que debe ser este hombre! Me lo figuro ya con la «esbelta» pierna derecha, cruzada sobre la izquierda, hablando de su libro y de sus conferencias… ¡Menos mal si está bien vestido y lleva las uñas arregladas!). Actualmente no tiene fortuna propia (¡espantosa deformidad!), pero cuenta adquirir magníficos negocios que lo harán rico. Aspira además a figurar en política, o a ser enviado de ministro a alguna legación de Europa o de América. Como carácter, es alegre, fino, galante, amplio de ideas, y de un trato encantador. En fin, Cristina, que salvo el defecto garrafal y momentáneo de la falta de dinero, es un estuche, una joya y un tesoro; ¡valgan las palabras de tío Pancho! Yo, si quieres que te sea sincera, no tengo mucha fe en dicha descripción y dichos elogios, porque he notado que los hombres carecen en absoluto de sentido crítico cuando se trata de juzgar entre ellos. Llaman «maravilla» lo que en realidad es una cosa trivial, sin interés, sin originalidad, sin nada. Por lo tanto, muy prudentemente me abstengo de todo juicio, y sólo digo con Santo Tomás ¡Ver para creer!
Y hasta aquí lo concerniente a mi futuro novio, quien no obstante ser parte principal del proyecto o plan tramado por tío Pancho, no es más que «una sola» parte. Falta referirte ahora la segunda parte o etapa del programa, enunciada también aquella tarde en el coche y la cual se relaciona con el ambiente, sociedad o lugar donde debo conocer a ese príncipe azul, que me ha descubierto tío Pancho. Como verás, dicha segunda parte, es, a mi juicio, mucho más interesante que la primera y creo que ha de ser también de resultados más inmediatos, prácticos y positivos.
Es lo siguiente:
Hay en Caracas una señora casada, de treinta a treinta y cinco años, preciosa, elegante, distinguidísima, parienta lejana y amiga íntima de tío Pancho y de Papá, cuyo nombre es Mercedes Galindo y quien desde el día de mi llegada desea ardientemente conocerme. A esta señora, que también es amiga del novio en cuestión, le encanta arreglar matrimonios, y por consiguiente se ha puesto de acuerdo con tío Pancho para arreglar el mío llevándome a su casa, invitándome continuamente a comer, y haciéndome en general un marco o ambiente que resulte lo más sugestivo y apropiado al caso (¡Ah Cristina, qué admirable y qué bendita ocasión para ponerme al fin todos mis vestidos antes de que vayan a pasarse de moda!). Ocurre que para la realización inmediata del proyecto, existe un gran obstáculo, una inmensa dificultad que es preciso vencer a toda costa, y es ello, el que Abuelita y Mercedes Galindo no se tratan actualmente por un disgusto que tuvieron allá «in illo témpore» mi abuelo Aguirre y el señor Galindo, padre de Mercedes. Tío Pancho dice que antes que nada es indispensable llegar diplomáticamente a un acuerdo o reconciliación entre Abuelita y Mercedes. Mercedes está completamente dispuesta a ello. Falta convencer a Abuelita; de ahí la habilidad, tacto y prudencia que es menester observar y a lo cual aludía tío Pancho cuando me anunció el proyecto.
Yo espero que la Providencia se compadezca de mí y haga que Abuelita se reconcilie con Mercedes Galindo, quien, al decir de tío Pancho (y también de Papá) es una mujer encantadora, generosa, simpatiquísima, completamente opuesta a las amistades etruscas o góticas que hasta el presente he tenido el honor de conocer, aquí, en el salón de esta casa, bajo la presidencia de Abuelita, efectuada siempre desde el sofá, con toda la pompa del vestido de tafetán y de la cadena de oro.
Cuando llegó el coche a la puerta, tío Pancho, como bien anuncié yo, no había terminado aún de explicarme los requisitos y puntos finales de su descomunal proyecto. Detenido ya el coche, tuvimos que permanecer en él un buen rato más, cuchicheando a la sordina, con gran apresuramiento y discreción. Hasta que al fin, él, volvió a repetirme por última vez los más interesantes informes y apremiantes recomendaciones:
—Mercedes te quiere muchísimo, no por recuerdo ni amistad de familia ¡no vayas a creer!, sino porque le he dicho lo muy bonita que tú eres y eso le basta a ella para quererte. Está impacientísima, loca, por conocerte. Ya tiene en plan la comida de presentación, menú, etc., y te ha dedicado además varios regalos… Pero prudencia ¿eh? ¡mucha prudencia! Aquí: ¡ni una palabra de nada! Mira que María Antonia, la mujer de Eduardo, abomina a Mercedes y si se entera, intriga con éxito y lo echa a perder todo. La maniobra debe ser hábil y muy rápida: ¡yo me encargo!
—¡Ah! tío Pancho —le reproché entonces al despedirme— ¿y no podías haberme contado todo eso hace más de hora y media, cuando subíamos a Los Mecedores, en lugar de crisparme los nervios con tus observaciones filosóficas?
Pero tío Pancho que cuando no sabe qué contestar se las da de fatalista, dijo:
—¡Estaba escrito!
Y así terminó, Cristina, aquella memorable conferencia, celebrada en coche, el infausto día en que por primera vez tuve noticias de mi absoluta ruina. El inesperado proyecto de tío Pancho, erizado como estaba de interés, de dificultades y de esperanzas, cual un plan de fuga para un cautivo, me encendió de golpe en el espíritu el fuego de una impaciente alegría. Y fue tan grande esta alegría, que unos segundos después de haberme despedido de tío Pancho, al penetrar feliz en el salón de Abuelita, estuve amabilísima con todas las visitas etruscas, las saludé sonriente, les hablé bellezas de Caracas, y las despedí hasta el portón con suma cordialidad. Luego, cuando nos dirigimos al comedor, me apresuré a ofrecer el brazo a Abuelita para atravesar el comedor y el patio; una vez en la mesa, sentada frente al plato de sopa, contesté en voz alta e inteligible al «bendito y alabado…» que murmuró tía Clara; hablé todo el tiempo con acierto y alegría; comí con muchísimo apetito, y una hora más tarde, ya en la cama, radiante y sonreída bajo las sábanas, recuerdo que me dormí de embajadora en una corte europea, con un admirable collar de perlas al cuello, y haciendo una profunda reverencia de las que llamaban en el colegio de doce tiempos ¿te acuerdas? aquellas en que se contaba: una, dos, tres, cuatro, cinco, y seis; durante la primera etapa de la reverencia; y luego: siete, ocho, nueve, diez, once, y doce, durante la segunda.
Debo advertirte que tal como conviene a toda persona bien nacida, antes de entregarme al sueño, haciendo tan profunda reverencia con el sautoir de perlas en el cuello, había expresado ya mi regocijada gratitud al exclamar desde el fondo del alma una íntima, sincera y espontánea acción de gracias que vendría a ser más o menos así:
—¡Ah! tío Pancho, querido tío Pancho, fecundo tío Pancho, ¡que Dios bendiga y proteja para siempre jamás esas verdes campiñas de tu cerebro, fertilizadas diariamente con el whisky, el brandy, la cerveza y el jerez, en donde según veo nacen y se maduran los frutos maravillosos de unos proyectos tan perfumados en alegría, como suaves, jugosos y dulcísimos en sustanciosa esperanza!
Sin embargo, Cristina, desde aquella noche redentora, sobre la cual resuelvo poner ya punto final a mi largo relato, han pasado casi dos meses. Por ellos, mi vida ha seguido transcurriendo monótona, oscura, e igual, sin más luz que la luz de ese proyecto que todavía no ha logrado ser realidad. ¿Y por qué? dirás tú; pues por la razón sencilla de mil triviales accidentes que han venido en tropel a oponérsenos en el camino. Ocurrió primero que Mercedes Galindo, mi encantadora y futura amiga, tuvo un ataque de gripe con fiebre muy alta, una semana de cama, etc., etc., y fue preciso ir a reponerse en una temporada de campo que se prolongó más de veinte días; luego fue Abuelita quien enfermó a su vez y de nuevo tuvimos que esperar a que pasase el tiempo de la enfermedad y el tiempo de la convalecencia. Actualmente, las cosas se encuentran ya en plena normalidad, y tío Pancho sólo aguarda una ocasión oportuna para expresar a Abuelita, en nombre de Mercedes, su deseo de firmar las paces olvidando todo género de antiguos resentimientos. Como comprenderás, para esta reconciliación en que tío Pancho será el mediador, yo debo ser el pretexto, y Mercedes, con su tacto, su atractivo, y su exquisito don de gentes se encargará luego de coronar las paces conquistando sin reservas la simpatía de Abuelita. La reconciliación se intentará, pues, esta misma semana y como es natural, obtenida la venia, Mercedes vendrá inmediatamente a visitar a Abuelita.
El candidato en cuestión, cuyo nombre ignoré mucho tiempo, se llama Gabriel Olmedo y tiene más de treinta años. Según creo haberte declarado a ti, y según me consta haber declarado a tío Pancho, no tengo ninguna fe en los atractivos, cualidades y ventajas de esta persona. Dudo mucho que llegue a gustarme. Lo presiento egoísta, pedante y vanidoso, pero en fin, Cristina: ¡hay que tentar la vida atendiendo siempre a cualquiera de sus llamamientos! Lo peor, es la prisión, la inmovilidad y la inercia.
Y ahora, creo que por fin ha llegado ya el momento de terminar esta carta dialogada y singular donde te envío los más íntimos detalles de mi vida presente… Ella, que al revivir en mi pluma me ha ido enseñando a probar la honda complejidad de las cosas insignificantes, es el resultado de mi gran cariño por ti, y es también el resumen de esta ansiedad misteriosa que me inquieta y me agobia. Recíbela, pues, en ese espíritu, léela con indulgencia y si la encuentras ridícula, desentonada o absurda, no te burles de ella, Cristina, acuérdate que me la dictó mi cariño, en unos días de sensibilidad y de fastidio.
¡Ah! si vieras lo que intriga a tía Clara esta vida de encierro, que por escribirte hago continuamente aquí, en mi cuarto, desde hace ya muchos días. Entre mis libros y mi carta, aguardando el proyecto de tío Pancho, sin sentirlo casi, ha ido poco a poco transcurriendo el tiempo. Porque a más de escribir, encerrada y a solas, es también aquí, en este cuarto, donde me aíslo para poder leer. Y en mi soledad, como el asceta en su celda, he aprendido ya a querer la vida interior e intensa del espíritu. He descubierto que existe en Caracas una biblioteca circulante, en la cual, mediante un pequeño depósito, pueden tomarse todo género de libros, y mi rabioso afán de lectura tiene en ella libertad y campo abierto donde saciar su hambre. Gregoria, la vieja lavandera de esta casa, de quien te he hablado ya, a escondidas de tía Clara y Abuelita, es la encargada de llevar y traer de la biblioteca a mi cuarto y de mi cuarto a la biblioteca, bajo el secreto de su pañolón negro, el divino contrabando intelectual. Gracias a tan liberal como discreto apoyo, leo todo cuanto quiero, todo, todo cuanto se me ocurre sin prohibiciones, índices, ni censura…
¡Ah! si tía Clara, supiera por ejemplo, que estoy leyendo ahora el Diccionario Filosófico de Voltaire! ¡Qué escándalo y qué horror le causaría! Pero mis lecturas tienen el doble encanto de lo delicioso y lo prohibido, y el Diccionario Filosófico cuando no está entre mis manos yace enterrado como un tesoro en el doble fondo de mi armario de espejo.
Por lo tanto, Cristina, ya sabes cuál es la divisa actual de mi vida: ¡esperar!… sí, esperar como Penélope, tejiendo y destejiendo pensamientos, éstos que te envío a ti, y otros que voy devanando en la madeja escondida de mis libros.
Y como nada más me queda ya por decirte, te pido ahora que me escribas y me cuentes, tú también, todo lo que en estos meses ha pasado por tu vida, que quiero compararla con la mía. Cuéntame tus proyectos, háblame de tus cambios, descríbeme tus viajes, y así juntas, como en otros tiempos, refrescaremos nuestros viejos recuerdos. A veces, me preocupo pensando, si en realidad, después de tanta unión y de tantísimo cariño, no volveré a verte nunca… ¡Quién lo sabe! Por suerte inventaron la escritura, y en ella va y viene algo de esto que tanto queremos en las personas queridas, esto que es alma y es espíritu, que así como dicen que no muere nunca, tampoco se ausenta del todo, cuando porque quiere, no quiere ausentarse.
Recibe, pues, esta porción de mi espíritu, y no olvides que aquí, desde su soledad, sumida en el silencio de su «huerto cerrado» espera a su vez que vengas
María Eugenia