Читать книгу Ni una gota de humedad - Adriana Bernal - Страница 6
I. INHÓSPITA
ОглавлениеFrente al umbral, dieciséis años después, no tenía la certeza de poder atravesarlo.
Aquella puerta, a veces muralla, a veces manto, esa tarde parecía infranqueable. ¿Inútil? ¿Era acaso necesario protegerse de la cotidianidad? ¿Sería capaz de adentrarme, desde mi presente, al mundo alterno que alguna vez ofreció?
Frente al umbral, la escisión.
Cuando aquella puerta se cerraba, jamás con cerrojo, la alteridad se hacía presente. Fuera desde mi escritorio o desde mi cama, era confiable construir otros espacios, otras historias y ausentarme del cotidiano. Tras ella, los gritos, la televisión con altísimo volumen, los cuchicheos, los rumores.
Frente al umbral, dieciséis años después.
¿He vuelto? Me trajeron. ¿He vuelto? Volví. Me trajo ella. La realidad. La otra realidad.
No hay tal umbral. No hay puerta. Sólo un marco de cemento que da cuenta de que hubo una. Alguna vez.
¿He vuelto? No hay tal regreso prodigioso. No hay tal hija pródiga. No hay vuelta al hogar. He llegado apenas sostenida por un hilo muy frágil de cordura dolorida.
Frente al umbral, que no es tal, pasado y presente confluyen.
Frente al umbral, tras de él, fabulé cientos de versiones relacionadas con este instante. Aquí, ahora, donde no hay tal lugar, esgrimo la Teoría de la Pérdida, petrificada ante el dolor de su ausencia.
Frente al umbral, dieciséis años después.
¿He vuelto?
¿Cómo se vive cuando quién ha muerto es tu verdugo?
UMBRAL: Palabra para incluir en el Diccionario Familiar.
Nuestro correlato estuvo marcado hasta el final por el dolor disfrazado de profundo amor. “Es por tu bien” —aunque no lo fuera—, era una de sus frases. Aquello tardé en entenderlo décadas y tras muchas lecturas e incontables sesiones de psicoanálisis. Hoy, poco importa.
Dominique fue quien me enseñó, entre otras muchas cosas, que “pagar es corresponder”. Sin embargo, sus últimos treinta días en este plano fueron los momentos más complejos de nuestro convivir. Y de vivir.
Mientras ella partía —¿a dónde?—. Yo regresaba —¿de dónde?—.
Las explicaciones metafísicas afortunadamente no eran sino fabulaciones acotadas, pues un año antes entre charla y charla con mi madre —a quien veía con cierta regularidad en cualquier otro espacio que no fuera su casa— sin demasiado preámbulo le dije a bocajarro: “Sí voy a estar, madre. No estás sola. Tú no. En cuanto te sea posible, dame un juego de llaves, las traeré conmigo”. Así fue. Los meses transcurrían y de una argolla extra de mi llavero, pendían las llaves antiguas que abrían la puerta de la casa materna. Antiguas no sólo por añejas y de hierro, sino porque —literal— eran lo más semejante a ese llavero al que aludía el Grillito Cantor. Pesaban. Me pesaban y, a pesar de ello y de lo vivido detrás de las cerraduras, debía estar. Mi educación familiar a la antigüita, dura, firme, que me hizo “una mujer de bien” indicaba que me tocaba estar. Debía estar, pero ¿podría estar? No lo sabría hasta que lo viviera, aunque Dominique había sido contundente: “Pagar es corresponder”.
“No hay tiempo que no llegue ni plazo que no se cumpla”. Dieciséis años sin girar la llave por la cerradura y, de pronto, en diez días lo hice en dos ocasiones: nueve y cinco días antes de su partida, respectivamente.
Hoy, tres días después de su funeral, estoy aquí. He vuelto a utilizar las llaves. Madre me ha pedido ayuda. Ella se ha ido y lo primero que he hecho es solicitarle al cerrajero de la colonia que cambie la chapa de entrada.
PARTIR: Palabra para incluir en el Diccionario Familiar.
Dieciséis años después. De golpe. Frente a las escaleras y sus diecinueve escalones hacia el vacío. Atónita. Recuerdo el divertimento infantil de subirlas “de cojito”, zigzagueando como si jugara Twister. De golpe y porrazo. En aquel entonces, debía sostenerme e impulsarme con una mano, los escalones estaban alfombrados y no es que pudiera “agarrarse vuelo”. Corría el riesgo de que, si brincaba más de lo común, me ganaría un golpe. Otro. De golpe y porrazo. Autoinflingido. El diseño de la escalera no era precisamente ergonómico. Una sonrisa nostálgica me reconforta. No subo como en antaño. Un paso a la vez. Un escalón a la vez. Reaprehender aquel espacio era algo que debía hacerse de a poco. No de golpe y porrazo.
Llego al segundo piso. Frente a mí una recámara. Aquella que alguna vez fue mi recámara. La de mi primera niñez. Al costado izquierdo su recámara. Dudo en entrar. ¿Realmente quiero seguir adelante? Inhalo decidida a saciar mis pulmones de fuerza esperanzadora y lo que recibo es una bocanada de humedad. La casa apesta a humedad. Un olor muy peculiar entre el encierro, el polvo acumulado, el olor a medicina y maderas viejas.
No puedo moverme. Aquella mi primera habitación niña, no lo había sido en dos décadas y sin embargo, todavía lo es. Ahí sigue la repisa blanca que antaño fungía de juguetero-librero, ya no tan blanca pero con las mismas esquinas garigoleadas con filos dorados, atestada de chucherías: estatuillas de viajes, abanicos, papeles, libros, muñequitos. “Todo cambia para seguir igual”, me digo tratando de entender. ¿Qué quiero entender? Mientras recorro el espacio desde afuera de la habitación, sostengo un soliloquio: “Puedo enumerar exactamente el orden de las cosas ahí aventadas. Sé exactamente que hay en cada estante, en cada puerta, en cada cajón. ¡Carajo! ¿Esto es en serio? ¿Cómo fue que se hicieron esto, que nos hicimos esto?”. En la casa materna el tiempo se congeló hace veinticinco años, por lo menos.
Asomo la cabeza hacia el interior. No me atrevo a dar un paso hacia el interior. ¿A cuál interior? ¿Cuántos interiores habitan un espacio interior? Miro a mi costado derecho. La televisión Sharp de treinta y dos pulgadas cubierta por una densa capa de polvo y una carpetita que alguna vez fue blanca daba cuenta. Cada objeto ahí, da cuenta sin que nadie se diera cuenta. La parte de arriba del televisor es otro receptáculo para un titipuchal de cachivaches, incluidos montones de llaveros que, a estas alturas de mi vida, ignoro si abren alguna de las múltiples chapas de la casa mas convencida de que, si estaban ahí, era porque alguna vez abrieron algo y “no habría que deshacerse de ellas, porque algún día podrían reutilizarse”. Llaves. Cerraduras. Polvo. Miniaturas. Objetos. Vintage involuntario. Óxido. Moho. Humedad. También en esta familia coleccionábamos óxido. Respiro resignada y camino —por fin— hacia el interior de la habitación a sabiendas de que llegaré al lugar que temía: la última habitación de la casa, la del fondo, esa que fue en mi adolescencia mi segunda recámara. Al fondo de la casa. Al final de esta. Pequeño espacio inhabitable. Inevitable. ¿Y quién carajos es la vida para obligarme a esos recorridos? ¿Me obliga la vida? ¿Me obligo yo? ¿Me obliga alguien?
OBLIGACIÓN: Palabra para incluir en el Diccionario Familiar.
Me quedo en medio. Atravesada por el marco de la puerta que dividía a las habitaciones de la infancia y la adolescencia. Mis opciones son limitadas: a la izquierda infantil, el clóset de mamá; a la derecha adolescencia, el otro clóset que ocupa casi la mitad de la recámara, ahora estudio de Dominique. Clóset. Armario. Las casas pueden ser grandes armarios. Sin armar. Desarmados. Armarios: los grandes acumuladores. Y mientras acumulan, ocultan. Objetos y personas. Dentro, el armario. ¿Afuera? ¿Hay un afuera? Estiro los brazos para sostenerme del librero: levanto la mirada, como para porfiar con la memoria: ahí están, en su caja original y empolvados, mi juego Destreza y el rompecabezas de cinco mil piezas de un paisaje que nunca logré terminar de armar. ¡Me fascinaban los rompecabezas! Una mueca casi sonrisa se configura en mi rostro. Giro como si generara una panorámica. A oteada de recuerdo, el presente: objetos, fotografías como en un altar, una computadora de los ochenta con su mueble, papeles, papeles, papeles y más papeles. Unos encima de otros. Apilados. Acumulados. Cables, cables, cables. Pañuelos desechables, muchos, dobladitos, obsesivamente utilizados, obsesivamente cuidados para reciclar, “porque cada que usas un Kleenex debes usarlo al máximo, han muerto muchos árboles para estos pañuelos y lo menos que debemos hacer como consumidores es usarlos al máximo para que haya valido la pena. Si es que vale la pena”. Ese espacio vacío está lleno. De Kleenex. Para reciclar. Vacíos llenos.
Me siento en cuclillas. ¿Cuántas veces, en esa misma intersección, me senté en la misma posición? Saco de la bolsa izquierda de los pantalones la cajetilla de cigarrillos. Enciendo uno mientras busco el cenicero más cercano. Mi madre dejaba ceniceros por cualquier lado, de cualquier tamaño y, de hallarlo, es muy probable que contenga una o dos colillas. No los vaciaba. Una bocanada de nicotina. Una exhalación profunda.
No soporto el olor a humedad. Abro las ventanas, sacudo las cortinas empolvadas a más. Las recargo hacia el exterior. Que se oreen. Por poco que puedan orearse. Respirar. Que pueda respirarse. Sin polvo. Sin humedad. Penetrante. El olor es penetrante. ¿Sólo el olor? No tengo respuestas a la andanada de porqués agolpados en mi mente. Vuelvo al clóset. Tampoco es que haya mucho más hacia dónde mirar. Lo recorro. Cuento las puertas, las puertitas y las puertotas. Sé qué hay en cada una de ellas. Y no sé por donde empezar. Pero tengo que empezar.
Mamá me lo había pedido: “Ve tú y encuéntralos. Tú conocías sus escondites. A ti te va a decir dónde están. Tú lo vas a encontrar”. “¡Cuántas certezas!”, pienso. ¡Han pasado años! ¡Ha pasado la vida! Y yo, miro sin mirar, sin moverme de mi eje, sin saber qué puerta abrir primero. Opciones sobran: siete puertas por abrir en el cuerpo. Del armario: cinco puertas en la parte superior. Del clóset: cuatro cajones, seis repisas. Doce jaladeras doradas. Un armario. Una vida. Al interior, en cada poro de la madera, del armario: Dominique.
“¡Que alguien llame al Ejército de Salvación, por piedad!”. Y, después de pensarlo, suelto tremenda carcajada. “Eso se necesita acá: ¡un ejército!”, grito a sabiendas de que no soy escuchada. Y se burlarían. “¿Por qué piensas en el Ejército de Salvación?”, dirían. “¿Por qué no?”, respondería yo. Lo obvio es simple. ¿A quién quieren llamar? ¿A una casa hogar? ¿Van a organizar una venta de garage? ¿Ustedes? ¿Quiénes? ¡El Ejército de Salvación! ¡Já! Mi chiste sólo lo entiendo yo. Pero poco importa. ¡Hay tanto que importa tan poco! En este jodido instante tengo de dónde escoger y puedo, además, elegir. En mis manos están los objetos, los recuerdos y la decisión de con qué quiero toparme primero: ¿Habrá cambiado algo con los años? ¿Cuánto habrá aumentado el guardarropa? ¿Estaría dañado algo por la humedad, por el moho de las paredes?
No olvido la petición de mi mamá, pero mi pulsión es otra. Necesito ir al clóset de Dominique y abrir la primera puerta delgadita, de izquierda a derecha. Abrir sólo la primera puerta y saber que siguen ahí sus trajes de montar y de esquiar. Sus trajes. Su promesa de que serían para mí. Sólo para mí. Sus objetos fetiche que serían míos por herencia. Su significado: la posibilidad de otra historia. Trunca. Incompleta. Aprendí a querer esa vestimenta como si fuese propia y a venerarla: “Serán tuyos, sólo tuyos, cuando yo ya no esté en este mundo”, me decía, “con lo que implique, con lo que signifique”. ¿Y para qué los quiero ahora? ¿Qué haría con ellos? ¿Ese significado tan introyectado, tan inventado, es realmente, hoy día, un significado real? ¿Esas prendas dejadas en prenda, me significan? ¿Qué voy a hacer con ellas? ¿Por qué la pulsión es ir hacia las prendas cuando, de encontrarlas, no serían sino la constatación de que ahí seguían? ¿Seguía ella en éstas? ¿Para qué quiero las prendas? ¿Prendas en prenda? Y mis manos y piernas se mueven entonces justo al lado opuesto del armario.
Avanzo los dos pasos necesarios. Literal. Estoy dentro del ahora estudio, por llamarlo de algún modo. Lejos está de merecer un sustantivo tal. Un mueble de oficina, una silla con ruedas de 1960, un lapicero y cajones atestados de papeles no hacen de una habitación un estudio. Respirar. Intento respirar dentro de ese espacio. Mano derecha a la jaladerita dorada de la izquierda, la primera jaladerita y, con valor, abrir la puerta para encontrar, para tirar, para recordar: el olor se me impregna en la nariz. Toso. “Pucha, a ver si es cierto que algo de lo que hay aquí adentro, sirve”, pienso. “A ver si no voy a acabar tirando todo a la basura…”, y clavo la mirada al fondo del armario. La pared se está descarapelando, la pintura parece piel hecha jirones: una maleta azul Samsonite, dos bolsas de plástico de Aurrerá con casetes, una caja antigua de los cincuenta con una máquina de tubos eléctricos en el piso y arriba colgados cien ganchos para ropa oxidados con diversas prendas, en su mayoría cubiertos por una bolsa plástica amarillenta; otras más, fueran portatrajes, fundas de plástico —o lo que queda de ellas—, me hacen imaginar lo peor: la ropa estaría carcomida, quemada, hongueada, apestosa, quizá.
La vida corre en cámara lenta. Descuelgo uno a uno los ganchos. Conforme los acomodo encima del sillón, reconozco cada una de las prendas en ellos. Algunas están para tirarlas; otras, para la beneficencia. Uno sobre otro, los recuerdos; sacos y blusas de memorias. Pantalones para vestir el pasado. Kaftanes bajo los que cabían inmensidad de miedos. Bolsas plásticas, faldas con etiquetas, nuevas, negras y café. Me desespero, ¿dónde está lo que busco? Cada gancho descolgado, una esperanza y una frustración. “¡Que no sea este porque está desecho!”, digo para mí. “¿Y si no están aquí?”, pensaba. “¡Tienen que estar!”, me exigía. Ese orden es otro orden. Obsesivo. Milimétrico. Por colores.
La última puerta. El último espacio. El último gancho, acomodado en un resquicio de la sección del armario. Esa división, según yo, era la destinada al gusano de la aspiradora. Fijo mi mirada en la esperanza: una enorme bolsa blanca con morado de Suburbia, muy ancha y pesada. La descuelgo. El gancho es de plástico. Abajo de esa bolsa una más: transparente, de Tintorerías Real. Abajo de esta, una más, de plástico transparente, grueso, y por fin, abajo de esta aparece lo que creía perdido: el pantalón de montar beige, la casaca negra; abajo de esta, la chamarra verde olivo con forro floreado café con beige los pantalones del mismo color para esquiar. Ahí, también están cada una en su bolsa Strover con jareta y las botas negras de montar con su correspondiente horma de madera y metal. Es increíble, más de cincuenta años guardadas y se conservan sin una mancha, sin una gota de humedad.
¿Y para qué querría yo encontrar aquello?
¿Y para qué lo necesito, aun sin ni una gota de humedad?
Sí, están ahí. Ellas, las prendas.
Sí, estoy ahí. Yo, en prenda.
HUMEDAD: Palabra para incluir en el Diccionario Familiar.