Читать книгу Ni una gota de humedad - Adriana Bernal - Страница 7
II. OBJETOS ¿VINCULANTES?
ОглавлениеDispersa y ceñida a la atmósfera atemporal, el timbre del teléfono celular me regresa de golpe al presente inmediato: “Tara ra rán, pum, pum; tara ra rán, pum, pum… aquí es la casa de esta/ familia muy normal”. Mi madre. El ring-tone de mi madre. Cuando ese timbre va de menos a más, no cesa ni se silencia hasta que se toma la llamada por vacua que resulte —o no— la “conversa” posterior.
Madre vocifera en tono soprano dramática:
—Dime que los encontraste. Porque los encontraste, ¿verdad?
Alterada desde días atrás, habla a trompicones, en hipérbaton y a gritos. Está desquiciándome:
—Cálmate, madre, por piedad, cálmate. No he encontrado nada aún; bueno, sí, sus trajes.
Sumo rabia y angustia a su estado de ánimo.
—¡Qué bien que encuentras lo tuyo, encuentra lo que no lo es! ¿No dimensionas lo que va a pasar como no aparezca todo lo demás? ¿Sí te das cuenta? ¿Entiendes? ¡Caray, lo único que se te pide!
¿Por qué no se me iba la señal, me quedo sin crédito o le cuelgo? Pasmada, al otro lado de la línea miro alrededor, al techo, como esperando una señal divina. Una especie de milagro que me libre del chirrido verborréico de madre al otro lado de la línea. No para de hablar y yo sólo atino a dar vueltas sobre mi propio eje, a la espera de que se fundan realidad y ficción y aparezca esa flecha, ese foco que soluciona los entuertos en las caricaturas.
—Silencio madre, por un segundo. ¿Me dejas hablar? Un segundo. ¡Mamá, mamá! Dios, por favor, ¡Mamá!
Ella no escucha:
—¿Y las llaves?, ¿dónde están las llaves de las puertitas?
Es inútil, no escucha. Su propio discurso, su propio punto de vista. Su propia preocupación. Su propia historia. Su muy particular versión de la historia. As always.
—Má, má, por favor, cállate un segundo. Las llaves, ¿dónde están las pinches llaves?
Y no escucha. Viro la mirada, desesperada, con el teléfono lejos de la oreja y me topo con el montón de llaves, carcajeándose de mí. Están ahí, donde de común estaban. Sobre el asqueroso, polvoriento y enorme televisor Sharp. Tan inamovibles. Tan eternas. En su acumulada obviedad.
—Má, má. Ya las vi. Me encargo. —Cuelgo.
¿Podría escapar de este círculo vicioso? ¿Sería capaz de soslayar el pasado centrándome en el presente? ¿Entrábamos a la mierda, salíamos o nos revolcábamos en ella? ¿Cómo podría ver este espacio, recorrerlo, habitarlo, sin sentir que estoy atrapada en el reflejo de un espejo?
Dentro de mí se incuba una batalla para la cual no estoy preparada. Apenas y reconozco que el proceso de duelo se ha suspendido en el aire y sus volutas humeantes con olor a nicotina acompañadas de sorbos de café forman nubes amenazadoras.
AMENAZA: Palabra para incluir en el Diccionario Familiar.
¿Qué carajos me ocurre? Aparto los trajes y los coloco en el barandal de la escalera. Con el amasijo de llaves entre las piernas, me siento en flor de loto en medio de la recámara infancia. Pensé en jugar matatena. Separar las llaves es el primer paso: por llaveros, por óxido, por tamaños. Las de coches, las de maletas, las de puertas. Las cortas. Las largas. Cada llave una historia. Cada puerta asegurada un secreto. Cada cerradura dentro de casa un secreto pero también una posibilidad.
Los escondites de Dominique eran tan complejos como obvios: “El mejor escondite es aquel que está a simple vista”, decía y, aún así, si provenía de ella nada era simple. Nada. Tajante y de absolutos, lo más sencillo resultaba un galimatías comprensible con no poco esfuerzo: “El peor defecto de las personas es la estupidez. Tú crecerás de mil maneras, pero sobre mi cadáver, estúpida. Estúpida, no.”, como si la escuchara decir.
Un proceso: Buscar. Encontrar. Entregar. Cortar. Partir. Procesos. Somos procesos. No quiero este proceso. Buscar. Encontrar. Entregar. Cortar. Partir. Sí quiero este proceso. Buscar. Encontrar. Entregar. Cortar. Partir.
Buscar y encontrar reliquias de su familia que le pertenecen a personas que hoy, salvo sus honrosas excepciones, no me importan. No me importa su pérdida, no me importan sus vidas, no me importan sus historias. Me da igual si viven o mueren. No me importan sus cosas, pero me importa que esas cosas les pertenecen. Y en realidad, tampoco les pertenecen. Dominique quiso que les pertenecieran más no lo merecen. Y lo digo con toda la saña que el verbo merecer, carga en sí.
“Si yo fuera Dominique, ¿dónde guardaría las reliquias de su familia?, ¿seguirán en la casa? ¿Y si se las robaron?”. “¡Claro, dos mujeres mayores, solas, en esta casa! ¿Y si las personas que han entrado a hacerles remodelaciones, a cuidar a Dominique, no eran confiables; o si justo por confiables se excedieron y abusaron?”. ¿Desde cuándo me atormenta la desconfianza?
DESCONFIANZA: Palabra para incluir en el Diccionario Familiar.
Buscar y encontrar. Quince lugares posibles. Quince chapas. Cientos de llaves. Cúmulo de angustia. Fastidio. Recuerdos. ¿No dije, no me dije, que esto, justo esto era de lo que yo quería escapar? ¡Qué se vayan al carajo, ellas, sus chingaderas y sus familiares! ¡Son pinches objetos! ¡Sólo objetos! ¡Claro, ahora que está muerta hay que entregarles lo que les pertenece por herencia! ¿Herencia, realmente nos vamos a sentar a la mesa a hablar de herencias? Si salvo dos o tres personas, me dan ganas de decirles tres que cuatro frescas. ¡Por algo Dominique no les dio un carajo en vida, necesitaba garantizar que al menos le echaran un lazo, por ejemplo, a cambio de la pulsera de la bisabuela! Unos ni así.
Las horas transcurren. Me muevo de un lado a otro. Le atino a alguna llave, abre cerraduras. Encuentro infinidad de objetos míos, de mi madre, de Dominique. Ninguno tan antiguo como los que necesito. Detalles de una vida. De nuestra vida en conjunto. Mis primeros aretes, mis anillos de compromiso y de boda, esos que son de Tesia, pero que están también aquí, en casa de madre, bajo llave. Las peinetas, los camafeos. Sus cigarreras. Los testamentos.
Su testamento: dos páginas. “Yo, Dominique Apodaca dejo todas mis pertenencias a Dominga Giménez; si ella faltase, a Valentina Marín Giménez y, si ella faltase también, a su hija Tesia Marín Marín”. ¡Joder!, asunto arreglado, si nada aparece, todo es de mi madre, luego mío y luego de mi hija, ¡al carajo sus parientes! Vaya, pues ya está. ¡Que nada aparezca! ¡A por lo que sigue! ¡El muerto al hoyo y el vivo al gozo!
Ya he dicho que con Dominique nada era sencillo. Si ese hubiera sido su testamento, uno de ellos, no valdría la pena narrarlo. Al darle la vuelta a la hoja, de su puño y letra, una carta: “Querida Valentina, querida hija…” ¡Me chingó! ¡Hasta muerta, me chingó! El tono de la misiva trae consigo mi lista de deberes para con los otros, para con cada uno de los otros, nombres y objetos asignados. Precisión.
PRECISIÓN. Palabra para el Diccionario Familiar.
¿Y si me como la cartita esta, como en las películas? Soy un torrente de lágrimas para la segunda petición. Hija. Hija. Hija era una palabra que desde ella me trastornaba y, los ocho días anteriores la he escuchado hasta la saciedad en demasiadas bocas. Desde “Tu mamacita va a estar bien”, pasando por el “Tu mamacita preguntó cuánto faltaba para que llegaras”, hasta el “Es lo correcto para tu mamacita”, “Te quiso como a una hija” y en el peor de los casos: “Eras como su hija”. ¡La que me parió! ¡Que la que me parió fue otra! No es mi mamacita, no fue mi mamacita. Mi madre, mi madre está viva, en shock, pero viva, me daban ganas de gritarles. Antes y ahora. Fantasee con la idea de gritarles a doctores y enfermeras días atrás: “Mire, ahí donde la ve, no es ni fue mi mamacita, en dado caso fue como mi papacito y mire, tampoco, pero bajo determinado sistema establecido en mi familia —que es otra familia— pues sí soy como su hija, pero creo que eso va a ser complejo que ustedes lo entiendan. Ustedes no tienen tiempo y yo no tengo ganas de explicarles”.
HOMOPARENTAL: Palabra impronunciable. Indefinible en el Diccionario Familiar. No nombrar. No pronunciar. No definir. No incluir.
Hija. Hija. Muerta. ¡Sí, Dominique, estás muerta! Estuviste muriéndote hace veinticinco años y matándonos quince atrás. De tu puño: “Hija”. Con tu letra: “Muerta”. ¿Por qué he de seguir tu última orden? ¿Por qué yo, a tus órdenes otra vez?
Tu testamento en mis manos. No creo que estés muerta. No sé qué sentir de que lo estés. Vacía y tan llena de ti. Tú tan en mí. Yo tan en ti. ¿Por qué así? ¿Por qué ahora? ¿Cuándo es el tiempo de morir? ¿Puede uno irse sin morirse? ¿Puedo irme de ti? ¿Qué hacemos ahora, Dominique?
Encontrar y entregar. Recomponerme. Enjugarme las lágrimas y seguir adelante. Como de común. “Levanta la cara. Yérguete. Levanta la cara”, decía.
A sabiendas de que en casa de mamá no voy a encontrar café de grano, y mucho menos una cafetera en óptimas condiciones a la mano, bajo a la cocina decidida a calentar agua en el microondas para un café instantáneo. Mientras la taza color humo gira dentro del electrodoméstico intento pensar y, más allá de las fantasías en torno a promesas incumplidas, entre resignada y preocupada por las consecuencias de la hasta ahora fallida búsqueda, le marco a Raúl, mi abogado de cabecera, quien solícito me responde:
—A tus órdenes, querida.
—Gracias, Raúl querido, ¿cómo estás?
—Bien, bien, a tus órdenes.
—Disculpa que te moleste, pero tengo un dilema y por ende una pregunta: ¿qué puede ocurrir si alguien muere y la herencia que deja no aparece, es decir, ya sabes, para fulanita, tal, para fulanito, lo otro y nada más no lo encuentras y no hay modo de entregarlo?
—Híjole, pues sí es una bronca, los familiares pueden acusar al albacea de “retención de objetos”.
—No me jodas, la última vez que oí el pinche terminajo legal “retención” yo tenía una orden de aprehensión, ¿remember?
—Lo que te recomiendo primero es que te calmes, busca en cualquier sitio, revuelve la casa, habla con quienes frecuentaban el sitio, agota todas las posibilidades. Si nadie se los robó, tienen que estar. Busca hasta donde no buscarías. Y si no encuentras las cosas, llámame por la noche. Entonces vemos. No te preocupes.
—Te llamo, pues. Gracias.
Entre sorbo y sorbo de café camino sin poner atención alrededor de la estancia. En automático me detengo a los diez pasos, al centro, entre el comedor y la sala. Antes de continuar mi recorrido hacia la incertidumbre, giro la mirada a la derecha: una muñeca geisha antigua dentro de su capelo y, después hacia la izquierda: la lámpara de garzas del siglo XVII. Dos de los apreciadísimos, anticuados y horrendos objetos que tienen afortunadas destinatarias. Las dos gárgolas se irán de casa pronto. Dos preocupaciones menos, pero faltan once pesares. Continúo mi trayecto hacia la desesperación.
“Tara ra rán, pum, pum; tara ra rán, pum, pum…”. Inhalo. Exhalo. “… tara ra rán, tara ra rán, tara ra rán/ Si quieren divertirse…”. ¡Fuck!
—¿Qué pasó, má? No má, nada, relax. Sí, ya sé, pero bien podrías calmarte, he de encontrarlas (o no). ¡Ya, caray, mejor apúrate y ven a ayudarme!
¡Qué caray con la que se cayó por asomarse! En algún momento, crédula en el diálogo descubro que ya es monólogo. Madre ha colgado sin que me dé cuenta.
Buscar. Encontrar. Entregar. Cortar. Partir. Encontrar escondites, hallar las cerraduras, cotejar llaves. Enciendo el radio de la recámara. Opus 94 era su estación. Ol-ví-da-lo. Ol-ví-da-lo. Hoy necesito letras en español, música, a mi volumen. Sorry, Darling. Es más, te propongo: yo localizo la estación de música que más odiabas y tú a cambio mejor me ayudas. Sé que sigues por aquí, no te has ido. Sóplame. ¿Cómo era? Había un método. Tenías tus mañas. No tengo tiempo para Santa Cordulita, para veladoras o sesiones espiritistas. Dominique, no puedes hacernos esta putada. Algunos de tus parientes nos van a linchar, y con mala suerte se les va a ocurrir chingar a mi madre. Por tus joyitas sí las creo bien capaces, a más de una, de alguna trastada. Ándale, démosles sus chingaderas y no me prives del gozo de entregárselas y no verlos nunca más; no me prives del inmenso placer que me dará cerrarles la puerta de esta casa por el resto de mi vida. Al menos de la mía. Sabías bien que su amor —la garantía de este— estaba en la posibilidad de heredar aquello que creen que vale. El valor sentimental era tuyo, ellas le darán el valor que les otorgue el Monte de Piedad. Y lo sabías muy bien hace años. Y tan lo sabías que a ellas no les has heredado joyas, sino símbolos. Detalles que también los nombran. Las personas que valen la pena de tu familia estuvieron siempre; aunque se alejaran volvían, te llamaban, te procuraban. A pesar de ti.
Hablar sola. En voz audible. Para escucharme, para entender, para ordenarme. ¿Si yo fuera Dominique, dónde las guardaría? ¡He tratado de no ser Dominique los últimos dieciséis años de mi vida! ¡No quiero pensar, sentir ni ser empática con ella; no quiero estar en esta casa ni ver sus cosas ni su ropa ni encontrar sus objetos! Esta casa no es la casa familiar, no es nuestra casa, ni casa de mi madre; es su casa, su espacio. Esta casa es ella, de la puerta de entrada al tinaco en la azotea. Esta casa es la memoria del olvido.
Focus, Valentina, focus. “Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar”. ¿Cuáles eran tus lugares, Dominique? Levanto la mirada hacia el librero (¡qué lámpara más horrenda esa de las uvas, habríamos de regalarla o de dársela al camión que compra usado!). Sigue ahí (acompañada de un llavero de un calendario azteca, una pluma, un pequeño desarmador para lentes y una foto en la que aparecíamos, Tesia y yo; ella era una bebé de brazos), mi antigua cajita de música obsequio de mi tía Martha, con su bailarina de ballet al interior. Funciona aún. La representación de treinta años en una sola repisa, y debajo de ella un cajón alargado con puerta y, por supuesto, cerradura. Una más.
¡A la mierda las cerraduras, a la mierda las llaves! Tomo el desarmador y boto la chapa como si me fuera la vida en ello. Adentro: polvo, papeles, bolsas y una caja. Encontrar. Entregar. Una caja que contiene muchas cajitas. Respiro aliviada. Las abro una a una. Ahí están: la pulsera de monedas de oro de la bisabuela, la cruz de bautizo de su madre, el juego de anillos y aretes de boda de sus padres, los aretes de perla y brillantes, el semanario de turquesas, el guardapelo de su abuela, el anillo de oro, el anillo de escarabajo egipcio, la cruz celta de rubíes, los camafeos londinenses y el jade del escudo familiar.
Encontrar. Entregar. ¡Qué objetos tan bellos, qué gran tesoro familiar para quien sepa valorarlos! Lástima que vayan a terminar en el Monte de Piedad a cambio de dos pesos. Su destino final no es mi problema. Mientras acomodo todo en su sitio:
—Madre, todo en orden, aparecieron… No pasa nada, ya tranquila. Aquí están. No en su lugar, pero sí, al parecer en el lugar que ella decidió. Mañana podremos entregarlos, como lo prometiste.
Cortar. Partir. Sí, al otro día les daremos sus preciadísimos objetos. En ellos se resume su historia familiar. Su genealogía. Sus vínculos. Sus valores. No así, los nuestros. Esos, apenas comenzarán a narrarse.
Partir. Otra vez. Partir.
Buscar. Encontrar. Entregar. Cortar. Partir. Un proceso: Somos procesos. No quiero este proceso. Sí quiero este proceso. Buscar. Encontrar. Entregar. Cortar. Partir.