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Pimienta rosa
ОглавлениеCuando a papá le dieron el alta porque ya no había nada que hacer, les di las gracias a los médicos y les estreché una mano blanda. Después, bajé al restaurante del sanatorio y me atraganté con dos platos de ravioles con tuco. Mamá llegó un rato más tarde y se pidió un café que revolvió con una cucharita durante una eternidad. Se lo tomó helado, de un sorbo, y mientras le hacía señas al mozo para que le trajese la cuenta, me pidió que me ocupara de los arreglos del traslado. Ella ya no podía con nada.
Fueron pocas las semanas que papá aguantó consciente en casa, pero nunca me sentí tan cómoda con él como en esos días de sondas y gelatinas, en los que él no quería ver a nadie salvo a mamá y a mí, su única hija. Sus amigos llamaban a cada rato, pasaban a dejar cartas y ofrendas, pero tenían prohibida la entrada al cuarto del fondo, donde fermentaba un olor a remedio vencido y sopa de apio que encogía voluntades. Ninguno de ellos vio a papá postrado en una cama ortopédica, con los brazos cubiertos de puntos negros que parecían semillas de frutillas, las pupilas nubladas, la piel translúcida. Ese privilegio fue de mamá, de las enfermeras y mío. Y también de Cacho, un personaje de ciento veinte kilos de carne que le hacía transfusiones escuchando cumbia en sus auriculares.
Cuando volvía de la redacción del diario, me sentaba en una silla al lado de la cama y papá me contaba cosas de su vida que jamás había escuchado. Novias que lo habían dejado sin razón. Navidades con obras de títeres y trineos de pasto. Casas en la playa que se inundaban de arena. En esas noches hacíamos juntos el último repaso antes de rendir en el más allá. Trataba de exprimir cada detalle de ese presente escurridizo, pero me entristecía saber que me iba a olvidar de todo, primero de los cuentos, después de él.
Haciendo uso de su cerebro con forma de escuadra, papá aprovechaba a veces mis visitas para intercalar historias con mandados. Me dijo dónde quería que pusiesen su féretro durante el velorio y me dictó uno de sus avisos fúnebres, que decía: “El capataz y el personal de San Carlos y El Otoño lamentan el fallecimiento de Eduardo Sebald y acompañan a la familia en este difícil momento”. Era un hombre al que le gustaba jugar al estanciero, usar en sus campos ponchos de vicuña y facones de plata, pararse en el llano imitando a un caudillo. Tiraba los dados con la seguridad de quien no los necesita y ese aviso fue su último autobombo.
Las veces que lo encontraba dormido, me quedaba con él hasta más tarde, identificando las voces que golpeaban la ventana. Escuchaba los rugidos de la avenida y el murmullo de los tilos bailando; los frenos oxidados del 67 que patinaba en el asfalto de hielo y el ladrido rabioso del doberman del vecino. Detrás de esa sinfonía se alzaba la cadencia de su respiración forzada, que me obligaba a comerme las uñas mientras me caía por una barranca empinada de monstruos voraces. Antes de irme, le acariciaba el brazo. Tenía la piel suave y tirante de un delfín, y me preguntaba si siempre la habría tenido así.
Éramos una familia distante, papá, mamá y yo. De chica, antes de que saliesen al teatro, ellos entraban a la cocina donde yo cenaba en camisón sola, con Ramona o Gudelia, y me daban un beso en el pelo mojado. Mamá se adornaba de perlas y usaba unos vestidos que parecían de celofán, mientras papá, vestido de smoking, se ponía un perfume tan fuerte que durante años creí que eran la misma cosa, ese olor a pimienta rosa y él. Disfrazados de gala formaban una pareja ideal.
La noche antes de que perdiese el conocimiento, papá me entregó dos sobres blancos cerrados.
—Son cartas para que leas en mi entierro. No las abras hasta entonces.
Un sobre llevaba mi nombre, el otro decía “Funeral”.
—Papá…
—Y cuidate vos, petisa, dicen que afuera hace frío.
Nunca más volvió a hablar. A partir de ese día, sólo abrió la boca para dejar salir gemidos afónicos con ojos de sapo y yo me empecé a despabilar en la oscuridad. Prendía el velador y miraba el reloj.
Dos treinta y siete, tres y cincuenta, cuatro y cuarto. Eran horarios que memorizaba en busca de algún presagio, para que cuando me dijesen que había muerto a las tres y cincuenta, pudiese responder “lo sé porque me desperté a esa hora”. Quería regar la muerte con polvo de hadas.
La tarde en que recibí la noticia estaba trabajando en un artículo sobre un chico muerto en una playa turca, que huía de la guerra. Cuando sonó el teléfono estaba en una tormenta de humo, concentrada en un juego de palabras. La pantalla indicaba “NÚMERO DESCONOCIDO”, mi casa.
—¡Vení urgente, urgente! Vení ahora. ¡Tenés que venir ahora!
Mamá tenía una voz desencajada, de horror. No se animó a decirme que papá había muerto. Yo tampoco le pregunté, no había mirado la hora en todo el día. Antes de irme, terminé la nota. Era una reacción rara, pero necesitaba cerrar frentes para no gotear.
Cuando llegué, las enfermeras me abrazaron. Eran dos y siempre llevaban el pelo atado. Ahora les caía suelto, no tenían necesidad de cuidar las apariencias y eso me molestó.
—Se nos fue, se nos fue —repetía una.
—¿Y mamá? —pregunté.
—Está con él.
Entré al cuarto y vi que las lágrimas habían marcado dos surcos bien claros en su cara maquillada. Parecía una bruja de un cuento encantando, de esas que asustan pero que uno igual no puede dejar de mirar.
—Está tan frío… Es increíble lo frío que está —me dijo mientras me agarraba del hombro.
Mamá y papá habían estado casados treinta y tres años, la mayoría para no lastimarme. Lo que en principio los había seducido hasta el altar, se había ido secando como una lasaña en la heladera. Ella igual lo quería. Papá había sido un amante ausente pero un marido responsable, y con el tiempo mamá había aprendido a no tomarse su matrimonio como algo demasiado personal. Sus batallas eran otras. Luchaba contra los prejuicios de los demás, prejuicios que ella había adoptado y alimentado con los años. “El infierno es uno mismo, Clara”, me decía cuando todavía fumaba, largando el humo de a nubes. La gente la adoraba. Cada mañana se vestía de lo que los demás creían que era. Sólo ella desconfiaba de sí misma.
Me acerqué a papá y le toqué la mano. Estaba helada, era cierto. El único muerto que había visto hasta entonces había sido un hombre tirado en la calle, con un pie desnudo y la cara tapada con una remera salpicada de sangre, junto a un policía que le daba pataditas en el brazo para corroborar su defunción. Yo también tuve ganas de empujarle el brazo a papá y cuando lo hice sentí que mis dedos se hundían en un cuerpo de plastilina.
Cuando me di vuelta, mamá se secaba las lágrimas con un pañuelo abollado, mirando hacia arriba para que no se le corriese más el rímel.
—Hay tanto para hacer, vamos a tener que repartir tareas. Vamos a necesitar un médico que certifique la defunción.
—¿Querés que llame a Logan o a Gutiérrez? —le pregunté.
—No, no, esos médicos son dos imbéciles, no saben nada. De esto hay que ocuparse; así como uno se ocupa de un casamiento, se ocupa de la muerte. Trámites, trámites. Voy a hablar con Naón, que estará gagá y medio ciego pero nos conoce de toda la vida. Los de la funeraria deberían llegar en un rato, los llamé primero. Y Gudelia salió a comprar masas y sándwiches. ¿Te parece que con eso estamos?
La luz dorada que se escurría por la ventana se empezó a apagar. Me desesperé un poco. Pensé en ponerme a hacer grullas con servilletas para los invitados, armar floreros blancos, militar su muerte a fondo en un ritual de cuarenta y nueve días, como había leído que eran las ceremonias fúnebres budistas. Porque si no, ¿cuánto duraba la muerte? ¿El preciso instante en que un corazón deja de latir?
—¿Y yo qué hago? —pregunté.
—Vos llamá a la gente, el velorio va a ser acá, a partir de las nueve de la noche.
Fui a la cocina, donde estaba el teléfono, y busqué en un cajón la lista de invitados de la fiesta sorpresa que le habíamos organizado a papá dos años atrás, cuando cumplió sesenta. Ahí estaban los nombres y números telefónicos que necesitaba.
Antes de empezar a llamar, me saqué las zapatillas y las medias, y me masajeé los pies. Me gustaba apretarme los dedos blancos y húmedos como babosas.
Las llamadas eran un mantra de corrido. “Hola, soy Clara Sebald, la hija de Eduardo, llamaba para contarte que papá falleció hoy y que lo vamos a velar en casa a partir de las nueve de la noche, el entierro es mañana, en el Jardín del Descanso, a las diez treinta”. Aunque casi todos sabían que papá estaba enfermo, la gente se sorprendía igual. No te puedo creer, no te puede creer, repetían, como si fuese una mentirosa. Era una de esas frases para comprar tiempo. ¿Cuál es la capital de Kazajistán? ¿La capital de Kazajistán, dijo? Después, casi todos decían que lamentaban la pérdida, “lo siento mucho, querida”, y me expresaban su cariño hacia papá, “lo quería tantísimo a tu padre”. Algunos se pasaban de la raya, como los chicos cuando aprenden a pintar.
—Ay, no me digas, no me digas. ¿De verdad me decís?
—… y, sí.
—¿Me podrías indicar cómo llegar al Jardín del Descanso?
—No, la verdad que no.
—¿Sabías que tu padre y yo tuvimos un romance a los dieciséis? Nada serio, cosa de niños.
—Ah, no, no sabía.
—¿Y qué van a hacer ahora con la casa?
—No sé. ¿Usted qué piensa hacer con la suya?
Me quebraba en las conversaciones. Cada vez que decía “… papá falleció hoy…”, mi voz se convertía en un pelo bien finito. Pero las llamadas me gustaban, no quería que terminasen nunca, así que cuando completé la lista agarré la agenda y marqué los números que encontré, hasta que no quedó nadie más a quien llamar. Cuando finalmente corté, me di cuenta de que se me habían dormido las piernas y la tristeza me devoró de un bocado. Tenía la fuerza de una rama seca.
La gente empezó a llegar a casa a la hora indicada y en poco tiempo el living se desbordó por los pasillos de invitados con traje. Era un velorio con olor a habano y siseo de tacos. Muchos entraban acongojados y al poco tiempo charlaban animadamente, sin pudor, dejando que la mayonesa se acomodase en los bordes de sus bocas golosas. Mamá se había vuelto a pintar y deambulaba con una entereza que me enfureció; yo casi no me había movido del rincón de la escalera. Decidí alejarme y fui al escritorio de la casa, donde habían puesto el ataúd, forrado de una tela de satén blanco brillante que encandilaba la muerte. Los empleados de la funeraria habían hecho un trabajo impecable con papá, todavía parecía de este mundo. Igual lo miré con desconfianza, desde lejos. Se había empezado a pudrir.
A los pies del féretro, mujer-joven y llamativa, vestida con los colores de una bandera africana, lloraba en silencio, destrozada. Choqué contra un piano en un bosque; no la había visto nunca. Todos los desconocidos que revoloteaban por casa igual que moscas alrededor de una fruta pasada se habían acercado a saludarme. Pero ella ni siquiera me miró, su único compromiso era con papá.
El humo de los cigarros me nubló la vista y el duelo empezó a correrme con la velocidad con la que pasan los postes de luz cuando se viaja en tren. Negación, compromiso, tristeza, churros de grasa rellenos de grasa, enojo. Cuando llegó la furia me encerré en mi cuarto con un portazo. Mamá golpeó la puerta. Pensé que venía a rescatarme, pero me pidió que escribiese unas palabras para que ella dijera en el entierro. Sin pensar, escupí:
Eduardo, ¿qué hago ahora? ¿Respondo a mi nombre de casada? ¿Adónde te fuiste? Te tengo que decir algo. Mentira. Hablabas vos, ahora no habla nadie. Clara va vender todo, si pudiese hasta me vendería a mí. Y yo no sé manejar internet ni el horno eléctrico que instalé. Vamos a vaciar la casa, me va a ayudar ella, vamos a tirar cosas milenarias, no vamos a poder parar hasta deshacernos de todo. Vamos a juntar bolsas de consorcio negras llenas de anacronismos y vamos a tirarlas en la bañadera del fondo. Cuando la llenemos, van a pasar ejércitos de salvación a llevarse la mugre. Espero que no tarden. Tendría que renovar los baños pero me da pereza. La casa está llena de estanques donde el agua corre con dificultad. Los papeles se atoran. Pero al final de cuentas la vida es un reacomodo y en eso soy una experta.
Me quedé dormida y soñé con mujer-joven: en un campo verde, mujer-joven se sacaba sus guantes blancos, aplaudía y se los volvía a poner. Mis guantes, en cambio, se escapaban corriendo.
El día amaneció con pájaros holgazanes y árboles pelados que tiritaban en el aliento del rocío. No sabía qué usar para el entierro, era incapaz de distinguir entre una campera de moda y una mesa, así que en pocos segundos me decidí por una pollera larga negra y un sweater gris que me arañaba el cuello.
Juan, mi novio, llegó temprano a casa para ir al cementerio en el auto extra que brindaba el servicio de la funeraria. No había podido venir al velorio porque trabajaba de noche, en un bar irlandés, con dos amigos reventados. Él también era un pasado con el que yo ya no conectaba. Me vio y me peinó de arriba abajo, como si fuese algo extraño que había encontrado en el fondo de su octava cerveza roja.
—Parecés una judía ortodoxa, Clara —me dijo.
Tenía mal aliento y lo desprecié mirando sus botas puntudas de cocodrilo.
—¿Vas a decir algo hoy en la misa?
—Sí.
Mamá nos llamó para irnos. Agarré mi cartera, guardé uno de los sobres blancos que me había dado papá y subí al auto negro, que olía a lavanda y lavandina. Mamá y Juan hablaron durante el viaje de una receta de hongos y queso azul. Yo miré por la ventana. Subimos a la autopista y me di un atracón de carteles de lencería.
En el cementerio había muchísima gente, cien veces más que en el velorio. Apenas bajamos del auto, empezaron los saludos. Parecía una estrella de rock pero sin las tachas. Con una brutalidad innecesaria, algunas personas me daban fuertes palmadas en la espalda, como si me hubiese atragantado con un Media Hora, mientras que otras me besuqueaban con olor a lápiz labial y tapados de piel. Nadie se animaba a decir la palabra muerte. “Siento mucho lo de tu papá”, me decían. Lo de tu papá. Mientras atravesaba la multitud, me mordí el labio para que no me temblase.
En la capilla húmeda, mamá, otros parientes lejanos con su misma mandíbula trabada y yo nos sentamos en primera fila. El cura tenía una nariz de pepino en vinagre y un cutis salpicado de lentejas marrones sepultadas. Hablaba bajito y pausado, tal vez harto de predicar la palabra. Dijo que había que pensar en la tumba como si fuese una cuna, que el tiempo sólo se medía a sí mismo y algo de Dios sentado en una mecedora. Después, pidió disculpas.
—Perdón, no recuerdo lo que quería decir. Su hija le va a dedicar ahora a Eduardo unas palabras —anunció, y me miró con la dulzura de un santo.
Me puse de pie, y cuando saqué el sobre de la cartera me di cuenta de que había traído el que decía “Clara”. Mi taquicardia se aceleró. De pie, quieta en mi lugar, lo abrí. En tinta azul, con una letra de patas de mosca trémula, igual a la de un chico, papá había escrito:
Clara querida, ¿te acordás del cuento del conejo? Te lo contaba una y otra vez cuando eras chica. Está todo ahí, en ese cuento, lo que siempre te quise decir.
Te quiere,
Papá.
Mientras guardaba la carta con la mente atrofiada, noté que el roce del papel con el sobre cobraba un volumen desmedido. Alguien tosió y alguien se sonó la nariz. Tratando de componer un discurso en mi cabeza que tuviese sentido, avancé despacio hacia el altar, sintiendo que cientos de ojos me pinchaban la espalda. ¿Qué habría escrito papá en la otra carta? ¿Qué se suponía que tenía que decir de él? ¿Cuándo iba a hablar mamá? Cuando me di vuelta para enfrentar al jurado, solo logré distinguir el cuello erguido de un cisne, el de mujer-joven del velorio y de mi sueño, que me miraba como si fuese una obra de arte moderna.
Jamás había sido buena oradora y mi voz salió tan inaudible como la del cura.
—Me hubiese gustado contarles hoy uno de los tantos chistes que contaba papá, pero yo nunca los capté del todo bien… Durante años quise entenderlo, pero una vez alguien me dijo que no hay que tratar de entender a los padres, porque no es una cosa natural… Los padres son una sucesión de accidentes. Y papá era todo lo que quiero y no quiero ser.
Alguien había metido mi corazón en una coctelera y lo sacudía con ganas. Tragué algo agrio y ríspido. No sabía qué más decir. Giré la cabeza hacia el cura y le supliqué con la mirada que me salvase.
—Eso es todo —le dije.
—¿No querés compartir algún recuerdo de Eduardo con los demás? —me preguntó.
Hurgué en mi memoria y me acordé de las veces que salía a pasear sola con papá. Íbamos al cine, siempre. A la salida comentábamos las escenas, los actores, la fotografía, el vestuario, la música, los extras… Hablábamos de la película porque no sabíamos hablar de otra cosa. No éramos amigos; apenas dos personas que algunas noches vivían en la misma casa y se esforzaban por caerse bien. Cuando pasábamos tiempo juntos, la incomodidad era constante, como pasar tiempo con una directora de escuela. Cada salida era una prueba de física nuclear.
Los veranos que íbamos a la playa papá me obligaba a meterme con él al mar apenas llegábamos. Nos cambiábamos y salíamos corriendo al agua. Yo me imaginaba corriendo en el centro de una hilera de hermanos y hermanas y entonces podía soportar ese ritual arbitrario, que trataba de unir almas paralelas.
También estaba esa navidad a la que papá llegó cuatro días tarde; la pasamos para el 28, porque él no se la quería perder. Hacía ese tipo de cosas papá, cosas por las que se suponía que yo tenía que estar agradecida, pero que en lugar de eso sólo acrecentaban mi rencor cancerígeno por tantos años de soledad. Esa navidad me regalaron un globo terráqueo que hicimos girar para imaginar dónde nos gustaría vivir. Mi huella dactilar cayó en el océano turquesa; la de papá también.
Tal vez fuesen los nervios, el apuro, la ausencia, pero no encontré nada que decir.
—Cualquier cosa, un día en la plaza, un campamento juntos, un viaje… —me animó el cura.
Abrí la boca y balbuceé “¿un campamento juntos, un viaje?”… ¿La capital de Kazajistán dijo?
Volví a cerrar la boca y me convertí en una golondrina rezagada en el invierno.
—No hay de qué preocuparse —me dijo—. ¿Alguien más quiere decir algo?
Nueve personas se turnaron para contar emotivas anécdotas de papá y me sentí ínfima. El título de hija única me quedaba inmenso, era un traje que jamás había podido llenar. A veces había creído que parada al lado de papá mi pequeñez era una cuestión de edad y género, pero ahora simplemente me vi diminuta.
Cuando salimos de la capilla, el sol me lastimó los ojos. El cementerio tenía un pasto fluorescente que se movía como la cola de un perro. Era un jardín en el que florecía un ejército alemán de lápidas rectangulares, que pisoteamos con suelas llenas de mierda para llegar al agujero negro donde bajaron el cajón.
Al pie de la tumba, una chica sentada en una banqueta, que tenía abrochado hasta el último botón del saco, cantaba canciones acompañada por una guitarra criolla. Detrás de ella, en el horizonte, unos yuyos amarillos se sacudían como brazos de ahogados; mamá había contratado un servicio completísimo para el entierro. La chica desafinaba un tono, pero incluso así sentí que la música que cantaba transmitía un dolor supremo, contra el que mi tristeza ordinaria no podía competir.
Miré al cielo de papel para tomar aire y traté de oler el celeste. Cuando volví a bajar la mirada, mujer-joven se había ubicado justo frente a mí, separada por un agujero de dos metros de muerte. Esta vez lloraba distinto, de forma espasmódica y con tanta amargura que primero me conmoví, después me asusté y finalmente me ofendí… ¿cómo esa desconocida podía llorar más que yo? Mujer-joven tenía los ojos y la nariz hinchados. No había tenido la delicadeza de ponerse anteojos negros para disimular su dolor, la gente podía llegar a ser tan desubicada. Un brote de celos se acomodó en mi cuello.
En la tercera canción, una de las empleadas del cementerio que tenía una canasta saturada de lirios rojos empezó a repartirlos entre la gente para que los arrojasen sobre el ataúd. Después, sólo restaba tapar el hueco con una alfombra. Ubicados en forma de herradura alrededor de la tumba, los que estábamos en primera fila empezamos a tirar las flores. Las personas que estaban más atrás también querían despedirse de papá y en cuestión de segundos se armó un tumulto de empujones y choques para que todos pudiesen arrojar su flor. Un hombre fornido pidió permiso con el cuerpo y sin darse cuenta empujó a un señor que a su vez empujó a mujer-joven, que estaba delante de él. Dando un grito seco, mujer-joven perdió el equilibrio, tropezó con el fierro del piso que delimitaba la tumba y se cayó dentro del agujero. La chica dejó de tocar la guitarra y se tapó la boca con la mano para silenciar el susto. Otros tantos hicieron lo mismo. Nadie lo podía creer. Yo me incliné hacia adelante para mirar dentro del hueco, y cuando vi a mujer-joven boca arriba, con la mirada aterrorizada, rígida como una plancha, también me tapé la boca con la mano, pero para contener la risa. Algo me hizo cosquillas; alguien acababa de tirar una moneda en la alcancía de la comedia humana. El entierro, la muerte, la vida, todo era una historieta absurda, que a veces confundíamos con una tesis doctoral.
Juan, que estaba a mi lado, saltó dentro del agujero para auxiliar a mujer-joven, y con ayuda de otros tres hombres que se habían arrodillado frente al hueco, la sacaron de la tumba.
—¿Estás bien?
Mujer-joven asintió muda, en estado de shock. Tenía el pelo revuelto y barro en las rodillas, en los muslos, en las manos. Era una inmundicia. Sonrió con esfuerzo, mostrando una dentadura tan prolija como el teclado de un piano.
—¿Seguro que estás bien? ¿Te duele algo?
Mujer-joven siguió asintiendo con la cabeza, completamente ida. Juan la agarró del brazo y la llevó a un costado. La chica de la guitarra volvió a cantar y la gente, a arrojar su flor. Mamá buscó mi mano y me la apretó. Era su manera de expresarme cariño.
Después de otra ronda de saludos, la gente se fue dispersando. Mujer-joven había desaparecido, se había ido al cielo de las amantes. Otra vez en el auto, le pregunté a mamá quién era.
—No tengo idea, había muchísima gente hoy que no conocía. Estoy exhausta —me respondió.
Ya en la autopista, me acordé de la carta de papá, de ese conejo blanco que se lastimaba la patita y recibía a cambio un terrón de azúcar. Cerré los ojos y vi cómo papá quebraba la muñeca de su mano para teatralizar la tullidez del animalito. Usaba un sweater con rombos, picudo como su barba. Era un cuento insignificante, breve y sin final, pero nunca se lo había dicho; siempre me había dado un poco de miedo papá, el miedo a lo desconocido.
—Estás en otro lado, ¿dónde andás? —me preguntó mamá con suavidad.
No supe qué responderle. Por la ventana, me llamó la atención una mansión de principios del siglo XX que sobrevivía a la sombra de un centro comercial de hormigón. A pesar de la indiferencia con la que se mantenía en pie, era una casona que todavía guardaba una desdeñosa grandeza.