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En quiebra

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Abro los ojos hinchados de sueño y el susto me termina de despertar. Debajo del marco de la puerta, en la penumbra de la medianoche, distingo el trazo de una muñeca de porcelana que me observa. La confusión me deja sin aire, hasta que decanta la realidad. Parada en la puerta de mi cuarto está mi hija Vera, de cuatro, con Tlón, un peluche híbrido con cara de perro y cuerpo de trapo.

—¿Qué pasa, linda?

—No me puedo dormir.

—¿Querés que te acompañe un rato a tu cuarto?

—Quiero dormir acá.

—Ya sabés que acá no podés.

—¿Pero por qué?

—Porque no.

—Pero, ma…

—Pero nada. Dale, te acompaño un rato a tu cuarto.

Vera se acuesta en su cama y me esposa a su mano minúscula, deshuesada. Me siento con la espalda encorvada, la frente contra las rodillas. Una cortina de pelo sucio me cubre la cara.

—Un ratito nomás, yo también necesito dormir.

Aprieta más fuerte.

—¿Me contás un cuento?

—No, no son horas de cuentos, cerrá los ojos y dormite.

—¿Te vas a quedar toda la noche conmigo?

—No, sólo hasta que te duermas, un ratito nomás, ya te lo dije.

—Pero, ma…

—Basta, Vera, dormite ahora mismo.

Cuando escucho que respira profundo, le suelto la mano y me levanto tratando de no hacer ruido. Me suenan las rodillas y el piso de madera cruje. El único silencio posible es el de la quietud.

De vuelta en mi cuarto me desplomo en la cama. Escondo la mano debajo de la almohada para amordazar el segundero. Me arropo de costado y desde mi postura fetal veo los números rígidos del despertador digital de Pedro. Él todavía tiene la llave de casa, eso me tranquiliza. Entra a buscar cosas cuando yo no estoy. Después me avisa que pasó pero no me dice qué se llevó. Tengo que dar vuelta todo para encontrar lo que falta. La última vez se llevó su traje azul, el que usa para los casamientos, y algo más, estoy segura, pero no sé qué. Me cuesta pensar con claridad a estas horas. La cabeza se me desdobla y se me llena de ceniza. Todas nuestras grandes discusiones empezaron con una pelea trivial, ropa sucia tirada, platos apilados con hongos, bolsas de basura desbordada, y de golpe el llanto y la bronca y la impotencia. Dos personas asustadas por el descontrol.

Me muero por un vaso de agua purificada, pero no quiero ir hasta la cocina. No quiero que me escuche Rosa, que ahora vive con nosotras, lejos de nosotras, más allá del lavadero.

Vera aparece otra vez en el umbral.

—Basta, linda, volvete a dormir.

—Pero tengo miedo, hay truenos…

—No hay truenos, no está ni lloviendo.

—Pero yo los escuché…

Tomo aire y aprieto los dientes pastosos. Mis labios están sellados de sequedad y cuando los separo para ladrar una parte se despelleja.

—¡Vera, hacé lo quieras pero no vengas más acá! ¡Me tengo que despertar en tres horas para tomar un avión!

Cierro los ojos y le doy la espalda. La culpa se cuela entre las sábanas frías de mil ochocientos hilos rotos. Vera no se va a mover de donde está, lleva cinco noches seguidas haciendo lo mismo. Ella también lo extraña pero no lo dice. Tiene una timidez desgarbada. Escucho que me llama con un susurro casi inaudible.

—Ma… Ma…

La crueldad me brota por los poros, incontenible, y se expande como un hongo atómico.

—¡Vera, si querés, prendé las luces de toda la casa, ponete a dibujar, hacé de cuenta de que es de día, mirá la tele, hacé lo que quieras, pero cerrá la puerta y no me vuelvas a molestar!

Ella solloza, sin moverse. Corro la frazada como si fuese un gran telón, salto de la cama y la agarro de los brazos. La zarandeo y la arrastro hasta su cuarto, le prendo la luz, le grito cosas sobre duchas frías y rincones oscuros. Ella estalla y se derrumba su dominó de animales. Doy un portazo y la dejo sola. Vuelvo a mi cama.

Siento su llanto en mi oreja, una perrera que me desgarra el tímpano. Tengo miedo de que le dé una convulsión pero no puedo ir a ayudarla. Todavía no. Aguanto debajo del agua un minuto sin fin, con la nariz tapada y la cara inflada como un pez globo, mientras las piernas suben a la superficie. De pronto su llanto para y me desespero. Otra vez corro las sábanas de un latigazo y camino encaprichada hasta su cuarto. Abro la puerta y la encuentro sentada con las piernas abiertas en el piso, lagrimeando bajito, la frente manchada de rojo de tanta cólera. Trata de decirme algo pero le cuesta articular, transpira.

—Tranquila, respirá hondo, Vera.

No entiendo lo que dice. Su garganta sólo escupe consonantes.

—¿Qué?

Traga. Espera. Se limpia el agua que le chorrea de la nariz con la lengua.

—Que soy una catástrofe para esta familia.

La estocada de su espada de globo azul me atraviesa el corazón y me vence. Dejo caer los hombros y aflojo la caja torácica.

—Vera, no digas cosas así, ¿sabés lo que significa una catástrofe?

—No, ¿qué significa?

—Nada, vení acá, ya pasó, ya está, te quiero.

—Te pido mil disculpas, mami.

“Mil disculpas” es un comodín que usa desde que se fue Pedro y nunca falla, como las cosquillas. La abrazo más fuerte. Le enjuago las lágrimas con mis pulgares y le calzo el pelo detrás de la oreja.

—Yo también te pido mil disculpas.

Volvemos al cuarto y nos dormimos juntas, agotadas, su pierna sobre la mía para tocar tierra firme.

Me despierto con el camión de la basura. La sonata de chatarra rabiosa no alcanza a Vera, que duerme despatarrada. Su panza sube y baja, haciendo que el corazón de su pijama se estire cada vez que inhala y se reacomode cuando exhala. Me acerco para olerla. Todavía huele a nuevo.

Antes de salir, le dejo a Rosa una nota pegada en la heladera con indicaciones y teléfonos. No me acostumbro a que duerma en casa. Acomodo unos vasos y cuelgo el repasador en la manija inoxidable del horno, la mente a mil leguas submarinas de la inercia de mis movimientos.

Afuera está oscuro y el frío traspasa mi traje entallado. Paro el primer taxi que veo y me subo resignada; es de un parque automotor prehistórico, demasiado pegado al asfalto.

—Al aeroparque, por favor.

La nuca aceitosa del taxista se impregna en la canaleta de mi nariz y me obliga a bajar un poco la ventana para sobrevivir. El hombre me mira por el espejo retrovisor, con sus dedos chorizo amasando el volante de plástico transparente. Cruzo las piernas y me acomodo la pollera. Chasquea la lengua y niega con la cabeza. Los resortes de su asiento están vencidos y pían.

La avenida es un páramo y el taxi acelera para sortear los semáforos en amarillo. Una línea de alquitrán separa el río del cielo. Me acuerdo de que este era mi momento favorito de la noche, justo antes del resplandor insoportable del amanecer, cuando las posibilidades eran infinitas.

El vuelo está en horario. En dos horas tengo que estar en Viedma para despedir a setenta y tres empleados de una fábrica en quiebra. Hacían partes de algo, de esas que sueltas no funcionan, no les van a dar nada, nunca. Subo al avión, me acomodo en mi asiento, me saco un pelo de la camisa que es demasiado ondulado para ser mío y acaparo los apoyabrazos. Viajo sola, sin nadie al lado.

Cierran las puertas del avión y un hombre oso, de esos que están siempre sudados y caminan balanceándose, se cambia de lugar para sentarse a mi lado.

—¿Tiene este asiento? —lo instigo, mientras corro las rodillas hacia un costado para dejarlo pasar.

—No, pero me imagino que usted tampoco —dice y avanza con torpeza.

—No, no tengo ese lugar, pero sí estoy respetando el mío.

—Sí, bueno, yo pedí ventana y me dieron cualquier cosa, así que me mudo a esta, que está vacía, si no es molestia.

—Tal vez deberíamos preguntarle a la azafata si se puede.

—No se preocupe, soy de los que duermen durante el vuelo. Y no ronco.

¿Cómo puede alguien no molestar? Busco un pasajero aliado pero nadie nos presta atención. No sé cuándo me volví tan intolerante. Fue una de esas cosas que pasan sin que uno se dé cuenta, como la mugre que se junta detrás del horno.

La voz gruesa del piloto anuncia que va a haber una pequeña demora en el despegue por una falla técnica.

El hombre me mira y saca la lengua para tragarse una pastilla salmón.

—Estoy bajo tratamiento —me aclara, y acaricia la carpeta de cuero hinchado que lleva sobre el regazo, donde entiendo que guarda su historia psiquiátrica. Voluminosa. Me asusta la fragilidad de la mente, la locura se le puede montar a cualquiera.

Estiro la mano hacia arriba para bloquear la perilla del oxígeno molecular y cuando vuelvo a acomodarme en el asiento noto que el hombre usurpa mi apoyabrazos. La camisa arremangada hasta el codo deja entrever un brazo rugoso, cubierto de vello.

Levanto mi pera fría y majestuosa, saco cuerpo y actúo.

—Disculpame, pero yo estaba usando el apoyabrazos.

—¿Ah, sí? No me pareció.

—Saqué mi brazo para apagar el aire, pero lo estaba usando yo.

—Y ahora lo estoy usando yo.

Antes de que pueda responderle, el hombre desvía la mirada hacia la ventana, como si quisiese saber si llueve, y me deja con la boca abierta de los tontos.

—Sabés una cosa, vamos a llamar ahora a la azafata para que arregle esto, porque yo así no puedo viajar.

Mi nariz aletea, como la de un conejillo de Indias en un laboratorio glacial. El hombre me acerca la cara, me regala una sonrisa ancha que rueda como un tonel y eructa morrón crudo.

Aprieto un botón y se prende la luz. Él se ríe, tiene huecos negros entre los dientes. La apago y vuelvo a apretar otros botones hasta dar con el correcto.

—No sé qué te parece tan gracioso —le digo, y le corro el brazo de un codazo que lo agarra desprevenido.

De chica iba a clases de taekwondo, me gustaban la rigidez y la rectitud de los golpes, la posición de bloqueo. Era la única mujer del grupo. Mamá me dejó de llevar porque le dijeron que se me iban a agarrotar las piernas y ella no quería que yo perdiese ni una cuota de feminidad.

El hombre se echa para atrás, levanta las cejas en señal de incredulidad y acto seguido me barre el brazo con el suyo hasta recuperar su lugar. Yo no suelto la mano de la punta del apoyabrazos y me agarro con fuerza para darle pelea. Forcejeamos unos segundos, hago fuerza con los dientes. Viendo que no voy a poder resistir mucho más decido dejarlo en evidencia.

—¡¿Qué hace, señor?! ¡¿Se volvió loco?! ¡¿Qué le pasa?! ¡Me está lastimando, me duele!

Levanto la voz, tengo las cuerdas vocales de una opereta.

—¡Ayyyyy!

Mi grito afinado y preciso recorre la cabina como una flecha. El murmullo crece entre la tela de los asientos. El señor de adelante se da vuelta para ver qué pasa. La azafata aparece por el pasillo, apurando los tacos y moviendo las caderas.

—¡Me duele, me duele! —sigo gritando.

Por la ventana veo la pista de despegue cubierta de una capa de niebla mágica, una bruma amenazante. Un hombrecito naranja con auriculares y paletas de ping-pong ayuda a un piloto a estacionar.

—¿Cuál es el problema? —dice la azafata azul, excedida de maquillaje. Le sobra mentón.

Otras dos azafatas con pañuelos de falsa seda aparecen detrás. Aprovechan el momento para terminar de cerrar con golpes secos los compartimentos de los guardaequipajes.

El hombre sigue con el brazo en el muro y yo apunto con mi mano libre hacia el problema.

—¡No me deja lugar, no me deja lugar!

Las azafatas intercambian miradas con los párpados celestes y los labios ligeramente fruncidos.

—¡Ese no es su asiento! ¡Y está bajo tratamiento médico! ¡Yo no puedo viajar así, con este loco, no puedo! Sepan disculpar, pero no puedo.

Apenas termino de hablar, miro al hombre y veo que está profundamente dormido, ajeno a todo el revuelo del avión. Quiero decirles que es por la pastilla, que al hombre le hizo efecto lo que fuese que se tomó, pero no sale nada de mi boca. Me piden el boarding pass.

—Por supuesto, cómo no, un minuto.

Las tres asienten. Una línea de inquietud les raya la frente.

Agarro la cartera y la abro con reservas, apenas lo necesario, para que nadie me espíe el alma; los tickets sueltos que uso para sonarme la nariz, la birome con la tapa mordida, un chocolate sin envoltorio que le prohibí comer a Vera, pedazos de galletita humedecidos, pedazos de vida desparramados en un fondo de cuero oscuro. El boarding pass está intacto.

Me ofrecen una salida decorosa.

—Ya que el señor se quedó dormido, le podemos dar otro asiento que esté libre, ¿le parece bien?

—¡No, no me parece bien, despiértenlo y que él vuelva a su lugar!

Siento las axilas húmedas. No puedo frenar. Alguien huele a bronceador de coco y me mareo.

—¡Yo estoy donde tengo que estar, el desubicado es él! ¡Él!

Otra vez estoy gritando. Soy una piñata monstruosa de colores mexicanos. Alguien hace explotar un chicle globo rosa.

—¡Lo único que quiero es viajar tranquila! ¿Es mucho pedir? ¿Dos horas de paz? ¿Dos?

Muevo la cabeza hacia un lado y hacia otro con tanta brusquedad que parece que me quisiese sacar un abejorro de encima. Ellas dicen algo que no alcanzo a oír en su conjunto, sólo escucho los bordes de las cosas, el principio y el final.

—¿Señora, sería tan amable de agarrar sus pertenencias y acompañarnos? —me invita una de las azafatas, con el mismo tono con el que anuncia una turbulencia.

Retrocedo en el asiento, como un animal que se niega a ir al matadero, hundo las uñas en mis palmas y miro la carpeta de cuero. El pánico me saluda buen día.

—¿Pero por qué yo? ¿Yo qué tengo que ver en todo esto? ¡Mire, acá están todos sus estudios, mire! —y cuando agarro la carpeta del hombre los papeles se caen al piso, cubriendo la alfombra azul del pasillo. Sin moverme del lugar, miro hacia el suelo y veo que las hojas tienen el membrete de un triciclo, planillas de precios, propuestas de modelos de ruedas y fierros. Las examino con una concentración desmedida, como si fuese la primera vez que veo un papel, y siento ganas de llorar como Vera, con la boca bien abierta. Antes de levantar la mirada, me limpio con el dedo una lágrima tibia y me acomodo el pelo detrás de la oreja.

Las palabras de las azafatas caen como copos de nieve en un día sin viento.

—Señora, por favor, si es tan amable.

Me desabrocho el cinturón y las sigo. Mi espalda se vence y mi esqueleto se convierte en una pila de huesos; quizá alguien los encuentre en el próximo vuelo debajo de su asiento. Desfilo por el pasillo hacia la puerta sin mirar al resto de los pasajeros, no tengo por qué justificarme, es absurdo, y sin embargo me escuchó diciendo “les pido mil disculpas, mil disculpas”.

Una mujer me mira con un amago de sonrisa que curva una comisura de su boca, una mueca de lástima. Reconozco esa expresión, es la que me devolvió Pedro el día que se fue de casa. Sostiene un diario abierto, del que alcanzo a leer uno de los títulos, “El año que nos volvió a todos vulnerables”. Me pregunto quiénes serán todos.

Angst

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