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CAPÍTULO PRIMERO EL PLACER DE ESTAR SIN ROAMING

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São Paulo, Brasil, junio 13 de 2018

Está decidido, estas palabras llegarán a su destino. Ya sé que es raro recibir cartas por estos días, son una manera de comunicación en desuso. Pero claro, implican tiempo y una cuidadosa elección de palabras que, una vez escritas en papel, tienen el peligro de cobrar vida. Un correo electrónico habría sido más sencillo, imagino algo así: «Estimado doctor Ferreira, ha sido un honor compartir estos tres días de preceptoría con usted y su equipo. Punto. Gracias por su generosa docencia, no olvide visitarnos en Colombia. Punto. Atentamente, fulanita de tal, cirujana de las clínicas tal y pascual. Punto».

¡Qué desperdicio habría sido ese mensaje!, propio, eso sí, de esa versión ejecutiva de mí misma, tan útil en momentos descoloridos pero no en este. No desde que me encontré frente al espejo con la mirada deslumbrada al final de este corto viaje. Me hizo tanto bien pensar que usted sería, tal vez, uno de los comensales de mis soledades quirúrgicas, que sería por un momento el huésped de honor evocado por la memoria en alguna cirugía en la que, por azar o miedo, se me acabaran las respuestas.

En medio de esos pensamientos me encontraba de camino al aeropuerto, cuando decidí fijar mi atención en las imágenes a mi alrededor, intenté retener en la memoria este São Paulo húmedo, concurrido y frío de junio. Recordé la comida abundante y deliciosa del mercado, dejé atrás la Avenida Paulista y ese enjambre de personas verdes y amarillas que coreaban Brasil Campeao, porque pase lo que pase y llueva lo que quiera llover, su país y el mío se paralizan alrededor de un balón de fútbol.

En medio de ese contagioso frenesí de samba y fútbol volví a mi voz interna reclamándome cómo es que habiendo tanta alegría en el mundo convertí mi vida en un laberinto de cuentas por pagar y asuntos urgentes. Se me ha ido el tiempo de caminar pateando piedritas, se me han acabado los días de hacer nada. Me sorprende mi eterna actitud de persona ocupada, respondiendo a todos esos correos y mensajes, que se quedan dando vueltas en la cabeza con su insoportable urgencia. Para mi fortuna aún están los viajes, excusas perfectas para darme a la huida de la rutina y para rebuscar en los lugares del mundo, a ver si encuentro a dónde se me fue el alma y por qué.

Quiero contarle una historia que este viaje me trae a la memoria.

Lo invito a una tarde de viernes en mayo del 96 y confío en que la curiosidad lo mantenga atento a las siguientes páginas.

Estaba empezando mis estudios de medicina y ese día escapé de casa. Me fui con Camilo, mi mejor amigo, un hombre de apariencia anglosajona: rubio y de ojos claros, corpulento, con una cara angulosa y bien proporcionada que le habría podido servir para casting de superhéroe. Me resultaba peculiar que, a pesar de su belleza, caminara como un viejo, escondiéndose tras los hombros encogidos cada vez que yo le buscaba la mirada.

Mi amiga Ana María me lo presentó, se habían graduado juntos del Helvetia, un colegio Colombo Suizo de Bogotá, uno que sí era pluricultural, no como el mío que era de monjas; la verdad no estuvo tan mal, allí fue inevitable amasar el pensamiento crítico: La rebeldía es una hija natural de la coartación de la naturaleza libertaria de los jóvenes; así que se fue gestando en mí como una necesidad.

Nada podía ser más inspirador que sentarme después de clases con mi profesora de francés a fraguar los planes para un futuro bohemio de literatura o de música en París, como el de la Maga de Cortázar, esa mujer que reposaba eternamente en el cajón de mi mesa de noche y que encontraba gracias en una florecita seca, alojada allí, separando el capítulo siete de Rayuela.

Las monjas me enseñaron a tocar en guitarra Cielito lindo y Perfidia, yo me la apoyaba sobre la falda escocesa, que por reglamento debía llevar más abajo de la rodilla, pero para tocar y cantar trova cubana sin entender el subtexto de esa ideología de lucha armada que nada tenía que ver con mi nativa conexión con la igualdad y con la necesidad de acortar las brechas sociales. Era la época, no me culpe usted, doctor, a ver si alguien como yo no habría soñado con las flores y las trampas de Luis Eduardo Aute, o no habría llorado a morir con La noche de los lápices.

Le quiero contar que tuve una profesora de historia del arte que valió mi paso por el colegio de señoritas; una trotamundos repleta de relatos que traía un carrete de filminas con fotos para llevarnos, entre ellas y su voz de cigarro, a través de viajes imaginarios por catedrales góticas y románicas, o por las vidas de hombres extraños que pintaban sus visiones oníricas. Nos enseñó —sin decirlo— a comprender los matices de la normalidad a través del arte. Hoy a eso se le llama currículo oculto y bendito sea el de historia del arte porque cómo me habría conectado entonces con los dorados de Klimt, o soñado con conocer los rosetones que permitían filtrar la luz a Notre Dame en vitrales cuyas escenas —hoy arrasadas por el fuego— escondían trucos de luz y color. Ella me enseñó que aquellos vidrios de colores, encerraban complejos secretos que solo podían recibirse a través de las rutas del inconsciente del visitante. Quien entraba allí iba elevando su espíritu tan alto como las agujas del techo, siempre apuntando hacia la divinidad.

Pero bueno, doctor Ferreira, iba yo a contarle de Camilo y mire dónde terminé. Usted sabe que a veces nos seducen los recovecos de la mente.

Este buen amigo manejaba un Renault 4 que le funcionaba de maravilla porque la barra de cambios no quedaba en el piso sino al frente, y así podía pasar de primera a segunda, luego a tercera y a cuarta atravesando la mano izquierda; él había perdido la derecha en uno de esos días estúpidos de la vida, uno de tantos accidentes con pólvora sucedidos en tiempos de temeridades colectivas. Ese hecho lo marcó para siempre, pero aunque a él le cambió el rumbo, a mí no pudo importarme menos.

Esa tarde el amigo fiel, el carro colombiano, se varó, pero de todas maneras nos fuimos a ver una película en el centro comercial casi nuevo que se llamaba Bulevar Niza, sí Bulevar no Boulevard. La cartelera del noventa y seis fue brillante: Independence Day, Misión Imposible, Twister, Sleepers, Trainspotting, en fin, la locura. A mí me parece que vimos Toy Story 1, pero fue veintidós años atrás y no alcanzo a recordarlo, al menos no tan nítidamente como la sensación de nerviosismo de Camilo durante toda la película. Alcancé a pensar que me diría que yo le gustaba o algo así, qué incomodidad, pero no, no era eso, mucha tonta, mi lugar era siempre la friendzone.

Al salir de la película me contó lo que le incomodaba, se trataba francamente de una bobada, el problema era que él me quería invitar a todo y había pensado que nos devolveríamos en taxi, pero se le había acabado la plata. Yo bien conchuda —quiero decir indolente, caradura— no llevaba ni para pagar el bus de la ruta Germania que me dejaba en la esquina de la Avenida Suba con 116.

—No pasa nada, hombre, si así fueran todos los problemas —le dije tratando de tranquilizarlo con las palabras de mi papá—. De todas maneras el bus me deja en la porra, solo voy a caminar un poco más.

—Yo la acompaño, boba —dijo él como cualquier hombre decente.

Y luego, con esa cara de inglés que tenía y que yo nunca pude terminar de descifrar me dijo:

—Pero venga, ¿le da pereza ir a mi escondite? Queda de camino.

Cómo habría podido negarme si lo que no quería era volver a la casa, llegar muy tarde y decir que me había perdido y no tenía monedas para llamar, al fin y al cabo eso me pasaba todo el tiempo y por esos días uno podía simplemente no estar.

El escondite era una suerte de bosque en medio de la ciudad, un lugar muy verde vacío de personas, uno de esos sitios que parecen venidos del mundo paralelo, lleno de eucaliptos, de sauces y de otros árboles gigantescos, de arbustos mal podados y de esas florecitas amarillas que prosperan en el pasto cuando tardan en cortarlo. Recuerdo la hora, eran las cinco y cuarenta y cinco de la tarde, esos minutos del día en los que todos nos volvemos hermosos, porque la luz no es lo suficientemente indiscreta como para revelar las imperfecciones, ni tan discreta como para esconder las formas.

—Clara, ¿usted cree que existen las hadas? —dijo con toda seriedad después de meterse la mano izquierda en el bolsillo del Levis.

—No sé, yo sí creo —le respondí para dejar que la conversación siguiera su curso.

—Claro que existen, vienen aquí todo el tiempo, dan vueltas con duendes y se esconden detrás de los árboles para desesperar a los unicornios que siempre están ahí parados, haciendo nada, mirando al infinito, pensando en quién sabe qué unicornia que se quedó perdida como usted, por ahí, en otra dimensión.

Yo me dejé llevar por sus historias y mientras caía la noche me contó que había dejado por unos días el juego de Dungeons & Dragons para entregarse a la lectura de un libro que a él le pareció una epifanía, y que según él, revolucionaría el mundo del cine de ficción. El libro se llamaba El Hobbit, de un autor J.R.R. Tolkien. Me contó que los protagonistas eran unos hombres pequeños que comían seis veces al día, les gustaban los regalos y vivían en una tierra llamada The Shire, un lugar entre el río Brandywine y The far downs, habló por horas sobre este mundo fantástico, y al final, cuando ya se había hecho muy tarde, me acompañó a la casa.

Recuerdo vívidamente mi sensación liviana. Para esa época aquel parque era seguro, éramos jóvenes, nos conectábamos fácilmente con mundos fantásticos y, como si fuera poco, casi nunca tenía afán.

En el largo camino a mi casa guardé silencio tiritando de vez en cuando, había salido con una chaqueta de jean que no abrigaba nada y me negaba a recorrer ese camino de vuelta a la realidad sabiendo que me iban a regañar por llegar tarde y no avisar que me demoraba. La verdad no pasó nada en casa, mi mamá confiaba en Camilo. Lo felicitó por acompañarme y al final le pidió un taxi para su regreso seguro.

Después de eso, Camilo encontró una novia preciosa que hoy es su esposa, se fue a estudiar comunicación y multimedia en la Universidad de Sherbrooke y yo seguí estudiando Medicina, sumergida en una piscina de palabras técnicas. Cuando entré a quinto semestre fue tiempo de hospitales, me correspondió el San José, en las entrañas de Bogotá, allá fui a desaprender todo sobre el mundo ficticio, a aterrizar, a crecer.

Nunca volví a ver a Camilo, tampoco me hice fanática de El señor de los anillos, ni siquiera cuando la locura por la obra de Tolkien explotó en 2001 como había vaticinado Camilo, pero bauticé a mi caballo Asallam en honor a esa tarde y al primero de los unicornios, ah, y además, quince años después, cuando visité Bariloche, lloré porque era cierto: las hadas sí habían existido. La vida nos devoró y ya. Nunca pude volver al escondite porque Camilo se fue a Canadá y yo tengo una tremenda incapacidad para recordar los caminos, sí, todo tipo de caminos, por eso no puedo desandarlos ni tomar atajos y me toca ir por la calle principal leyendo letreros, viéndome torpe y preguntando cómo devolverme.

São Paulo, como le dije unos párrafos arriba, me recuerda a ese pasaje de mi vida, la atmósfera es del mismo color.

Ayer, como de costumbre, me perdí, y mis pies cansados me llevaron a un lugar parecido al escondite, el parque Ibirapuera. Este lugar, contrario al de Camilo, es concurrido pero también de vegetación exuberante y, a pesar de la gente, es tranquilo, guarda un extraño aire de espiritualidad. Se me fue el tiempo allí viendo correr, patinar, bailar y fue metiéndose la noche con una neblina densa y fui quedándome inmóvil en una esquina, saboreando la deliciosa sensación de no tener servicio de roaming. Desconectada, invisible, extranjera, ida, feliz.

Ya en este punto supongo que debe estar confundido, doctor Ferreira, le pido que olvide por un momento los accidentes de mi fisionomía, mi acento meloso, ese pelo corto ingobernable o esa cara aniñada que no deja que me tomen en serio hasta unos minutos después de conocerme.

Piense, por favor, que estas historias se las escribe un amigo o amiga de la vida, se lo digo para que no se sienta incómodo, al fin y al cabo las mujeres criadas bajo la tradición judeocristiana sabemos comunicarnos con distancia, tal como nos enseñaron. Tenemos la obligación de no dar el mensaje equivocado, ¿no es así? Dicho esto, sepa que me parecería una infamia desechar todo este revolcón a la memoria suscitado por el viaje que me llevó a conocerlo en su natal Brasil y sepa también que decidí escribírselo porque no solo no me lo quiero guardar, sino porque usted me resulta confiable; también yo lo soy.

Yo sé, nuestro encuentro fue muy breve, unas pocas horas, es solo que en la suma de minutos que es la vida, hay personas que se quedan, incluso encuentran un recodo en la memoria de otra con solo cruzarse en la calle o compartir la fila del teatro. No se necesita una vida entera o una experiencia abrumadora para que sean recordadas, nada más son necesarios unos instantes de verdad.

Ha de comprender, que la estética mueve algunas mentes y que en usted habita una muy especial, un imán para los buscadores de belleza. Debe ser tal vez porque a su innegable encanto lo acompañan una manera inusual de escrutar en los ojos del otro, unas manos fuertes y amorosas que aprietan los brazos del enfermo, mientras usted explica que todo estará bien, y unas canas que dan buena cuenta de su paso por la vida.

Llevo conmigo esa imagen de nosotros sentados a la mesa del Fogo de chao, sin una gota de vino aún en la garganta, yo preguntándole una parte de esa historia que sabía que encontraría y que usted, con generosidad, narró para los que lo escuchábamos. No puedo recordar con precisión qué fue lo que comí, de hecho, no creo haber tenido hambre, pero creo que comí para no levantar sospechas, porque siempre me ha pasado, que cuando estoy hipnotizada se me cierran las entrañas.

Podría haberlo escuchado por horas mientras usted, con paciencia, hilaba uno tras otro los hechos que le dieron comienzo a su tarea de operar como lo hace ahora. Muchos de los cirujanos somos impacientes, ligeros con los juicios, de manos hábiles y lenguas imprudentes pero usted no, así que fue conmovedor oír los relatos sencillos de su experiencia al lado de sus maestros y amigos. Después fue la sala de cirugía, allí pasó algo fuera de lo ordinario: conocí por fin a alguien que, como yo, encuentra inmenso gozo en el acto de arreglar con las manos. Paso a paso la cirugía pareció tan sencilla, bien podría haberse compuesto una melodía con la suavidad de cada uno de sus movimientos ejecutados sin torpezas, con pausas rítmicas, sin dudas, con la certidumbre mística del verdadero curandero. Gracias por compartir el arte. Ahora, convertida en una mujer adulta, entiendo que no se necesitaban hadas ni duendes para encontrar la magia, el teatro quirúrgico no es como los cuadros de barberos, una escena de dolor y secreciones, es más bien una obra de arte, viva, cambiante, mía, pero que no depende solo de mí, no soy tanto.

La vanidad del médico es una tentación que con el tiempo se vuelve sentencia, el mundo es hoy más despiadado que antes y la carrera por la gloria se hace vertiginosa, afanosa, desgastante, falsa, sosa, inútil. Nada es duradero. Es la velocidad de los acontecimientos y de las noticias lo que impide que cualquier cosa permanezca lo suficiente, excepto los días con magia, porque no salen de la memoria y ella, bien caprichosa, los modela y los repara a su antojo.

Quiero tomar otro café con algo rico de comer para sentir también en la boca la placidez de este viaje, así que me detengo en frente de un restaurante del aeropuerto, atraída por el aviso que me invita a comer el más apetitoso pao de queijo do mundo. Repaso en mi mente las rutas de estos tres días y mientras oigo las notas inspiradoras de alguna banda sonora de Michael Giacchino en mis audífonos, tomo aire con fuerza, me permito pensar sin la urgencia de responder y entonces comprendo las razones por las que usted no escribe sus descubrimientos o ese rosario de trucos quirúrgicos que ha ido perfeccionando con el paso de los años.

Con el aroma suave y dulce del café brasilero, que en algo se parece al nuestro, caigo en la cuenta de que enseñar es dejar herencia, cada minuto de medicina bien hecha se queda en la memoria de alguien que está observando, o sintiendo, o aliviando su dolor. Me doy cuenta de que no existe nada más duradero que seguir con vida porque después solo sigue la nada, o eso creo, y si el reloj suyo o el mío se detienen y hemos enseñado lo que aprendimos, entonces habrá quedado la huella más profunda de nuestro paso por la tierra.

Por gracia de la providencia no lo conocí en una reunión científica, esas y los congresos son, en parte, batallas de egos que se nutren ordeñando números.

Pude, felizmente, conocerlo mientras fui testigo de su vida real a lo largo de tres días, porque la verdad del cirujano está en un día normal, solo o con esos pocos espectadores que ya se han familiarizado con la maravilla que es cada cirugía y con la genuina pretensión de no hacer daño, como diría Henry Marsh.

Es usted bienvenido a mis minutos ordinarios, será un placer buscarlo en las memorias de los días que pasaron para ser recordados.

Con cariño, admiración y respeto,

Clara Inés Sierra Esquivel.

Sin miedo a la sangre

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