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CAPÍTULO SEGUNDO SUSANITA DEBE MORIR

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Bogotá, junio 30 de 2019

Le confieso que unas horas después de enviar mi carta, hace un año, estuve revisando con insistencia el buzón, buscando su respuesta y me vi un poco avergonzada por haberme arriesgado a enviarla, por no saber qué pudo haber pasado por su mente al leer la carta de una extranjera con la que apenas compartió tres días de trabajo hace tiempo. Pero cuando descubrí que no solo había revisado el mensaje sino que se había tomado el tiempo para contestarme, no a la vieja usanza, sino en un PDF adjunto a través de la cuenta del correo de Gmail que menos reviso, se me dibujó una sonrisa que aún hoy no he podido borrar de la cara.

Pasé la noche entretenida con su respuesta en portugués, me desperté varias veces para encontrar una y otra vez esa afortunada selección de palabras que me llenaron el alma.

Debo decirle, para empezar, que no es cierto que usted no tenga talento para escribir, parece que eso también lo hace bien. No sabe la alegría que siento cuando alguien me mueve el mundo tanto como para sacarme las palabras, esas que son mi insurgencia frente a la cotidianidad a la que me rebelo de vez en cuando, buscando razones extraordinarias para seguir adelante.

A media noche me senté en la silla mecedora que mira hacia las montañas. Demoraba la hora de leer su respuesta y, tratando de regalarme un momento perfecto, prendí las lucecitas amarillas del balcón. Repasé con parsimonia las posibles elecciones para el vino de hoy y me quedé con un Ornellaia cosecha 2017, ese italiano vibrante que no pudo ser un golpe de suerte, porque la suerte no tomaría un pedazo de bosque y lo convertiría en bebida. La gente suele comprar vinos especiales, los guarda bajo estrictas condiciones esperando el día que amerite abrirse en medio de un deleite como este que hoy siento. Demorar placeres puede ser en sí mismo un gran placer, a este le llegó su hora, hoy es la gran ocasión.

¿Qué podría ser más digno de celebrarse que el deleite de las palabras bien dichas y saboreadas en soledad? Encontré para esta noche en YouTube una hora completa de interpretaciones de «Oblivion», a inolvidable y evocadora obra de Astor Piazzola, cuyas numerosas versiones instrumentales parecen contar la historia del olvido. ¡Qué genialidad es el tango!, esta música tendría que estar unida con la divinidad; ni qué decir del baile impecable, tan cuidadoso en los detalles, que no deja mucho al azar. Todo en este ritmo es tan perfecto, tan medido, tan estudiado…, como la cirugía, ¿no lo cree usted?

También debo confesarle que imprimí su carta para tener el gusto de guardarla en papel. Una vez la tuve en la mano, la lista de canciones escogidas por la inteligencia artificial me sorprendió con «Malena»:

… Tal vez allá en la infancia su voz de alondra Tomó ese tono oscuro de callejón O acaso aquél romance que solo nombra Cuando se pone triste con el alcohol Malena canta el tango con voz de sombra Malena tiene pena de bandoneón1.

Se me atoró un poco el vino en la garganta al escucharla en la voz de aquella mujer de cabaret vestida de corsé, cantando con esa teatralidad que amo y repudio al mismo tiempo, esa que suelta cada cierto tiempo un quejido ronco, como queriendo decir que la obra está por terminar y la protagonista se quedará sola una vez más.

Bueno, aquí está, una carta escrita en portugués para mí. Aprendí su idioma en un tiempo de revelaciones, cuando decidí hacer mi año rural en el arranque del siglo XXI en el Amazonas colombiano. Imagínese usted, doctor Ferreira, la exuberancia del lugar, una selva húmeda y cálida, sumada al romanticismo de los veinte años y al dulce sabor de la independencia económica después de los primeros años de estudio.

En ese tiempo también vivía a plenitud, como siempre lo he hecho, con la necesidad eterna de desprenderme de los días comunes, buscando por ahí nuevos retos y superándolos con el gusto de rodar por trochas difíciles, con la intención no consciente de estar entrenada incluso para cuando el alma y el cuerpo me fueran a flaquear.

Éramos un grupo de cuatro médicos de importantes universidades del país, tres mujeres y un hombre.

La primera, Janis, una venezolana preciosa como son las venezolanas, bautizada así en un momento de amor y paz de sus padres aficionados a la potente voz de Janis Joplin. Janis era una mujer desbocada y de mente rápida, con un hígado que le aguantó el uso y el abuso, hija de un prestante médico de su país que la envió a estudiar Medicina lejos de la irracional dictadura de izquierda que hoy, veintidós años después, sigue intacta.

La segunda, Fernanda, una belleza clásica de ojos azules y pelo desordenado, dotada con un cuerpo de dimensiones perfectas y una actitud etérea e indescifrable que, en conjunto, eran un verdadero martirio para los hombres.

La tercera era yo, una larguirucha romántica y fácil de complacer.

El cuarto, Miguel Escudero, un hombre alto y más bien guapetón, brillante, protector, analítico y calculador, que se pasaba los días cuidando de las tres.

Habíamos alquilado una casa médica alterna, ubicada frente a la entrada de Urgencias. El pequeño pero adorable espacio para cuatro quedaba alejado de la original casa médica, donde estaban los demás rurales y donde decidimos no permanecer por un único motivo: no cabíamos todos. Las ventanas desprovistas de vidrios permitían una pobrísima entrada de aire a través del angeo por el que cualquier peatón daba un vistazo a la vida de los doctores. Contaba con tres habitaciones amobladas, todas ellas, por mis padres que en un arranque amoroso y protector, viajaron conmigo para ayudarme en la instalación de mi nueva vida. Todavía puedo ver esa expresión, que tanto me avergonzó, en las caras de los médicos egresados de la universidad pública, escrutándome de pies a cabeza para descifrar por qué Susanita no se había quedado en su casita, dejando que papi y mami le compraran todo cuanto deseaba. En verdad puedo entenderlo, pero prefiero a Mafalda y su capacidad de aceptar sin juicios a su amiga Susana, con todo y la obsesión de esta última con la familia tradicional, el clasismo y las comodidades de la vida burguesa.

Me causan un terrible aburrimiento los prejuicios. Trato de alejarlos del discurso, ¿y sabe por qué? Es una ridiculez lidiar con ellos toda la vida, siempre que nos percibimos distintos de alguna manera, nos sentimos en desventaja y nos esforzamos inútilmente en demostrar verdades absolutas. Verdades inexplicablemente contradichas por la sociedad, en ese intento de la mayoría de llegar al confort de pertenecer, de identificarse. Si eres gordita demuestras que eso no pelea con la belleza; si eres hermosa demuestras que puedes ser inteligente; si eres inteligente, demuestras que también eres sensible; si eres sensible te portas como una malaleche de vez en cuando para que te respeten; si eres mujer, te envalentonas para que vean que también tienes fuerza; si eres negro, te haces chistes a ti mismo para mostrar que no te duelen; y si eres cirujana…, matas a Susanita.

Por fortuna no estaba sola y, poco a poco, me fui despabilando, me comprendí con calma abriéndome paso entre la selva. Éramos médicos graduados, sí, pero también unos muchachitos aún con la cabeza caliente y el espíritu inmaduro. Los cuatro médicos y algún otro amigo de paso, tomábamos cachaza desde el jueves hasta el domingo, bailábamos fogo en Tabatinga los sábados en una discoteca de medio pelo, plagada de militares brasileños y el resto del tiempo salsa en un bar leticiano al que llegábamos andando en unas viejas motos de dos tiempos a las que sobrevivimos de puro milagro. Nos encantaba probar la velocidad de esos mediocres aparatos de camino a Los kilómetros, así se llamaba una carretera ciega que, según la gente del pueblo, nunca fue terminada porque la manigua se tragaba los tramos construidos y porque la malaria y las alimañas mataban a los obreros como a las moscas. El Amazonas huele a humedad, a sudor, a tierra, y ese olor embriaga, embruja; le confieso que con todo y los mosquitos no quería salir de allí.

En esos días dormíamos poco, viajábamos río arriba y río abajo, tentando a la suerte porque nos creíamos invencibles y sí que lo fuimos. Los meses de ese año pasaron dulcemente entre la sensación de vivir sin miedo y la de no tener mayor obligación que la de ejercer la buena medicina, procurando honrar a nuestros maestros.

Recuerdo que llevaba el pelo largo, a la cintura, la piel llena de picaduras y de tatuajes de huito, una sustancia producto de la corteza de un árbol que al secarse queda oscura como la henna y que además de decorar la piel, sirve para hacer bebidas espirituosas.

Comíamos mucho, tal como lo hace uno a los veinte, con la misma avidez con la que ama. Nos retábamos en concursos académicos para pasar el examen de residencia, convencidos de que ninguna universidad se resistiría a nuestros talentos probados en la selva.

Yo sobreviví al dengue y a una caída de moto, durante cinco meses les mentí a mis padres al respecto, porque si llegaban a verme las costras, las cicatrices o la ceja que me volé, no me hubieran dejado volver. Para ser sincera, esa fue solo una de las caídas, la más aparatosa, la de la moto Cagiva, tan inconveniente para una aprendiz como yo, que a duras penas lograba equilibrarse en la bicicleta de frenos Coaster de mi hermano. Los raspones viejos me los había ganado andando por ahí en los tiempos posturno o a medio palo en una Vespa vieja, infinitas veces reparada y por completo oxidada, que la última vez que me tumbó fue dando la vuelta frente de un cafetín repleto de señores. Los caballeros en su tertulia me vieron patas arriba con una sola sandalia, la otra voló a diez metros sobre el pavimento empapado. Corrieron hacia mí presintiendo lo peor y cuando uno de ellos me vio raspada pero viva, preguntó con una sonrisa:

—¿Doctora, se cayó?

Yo, furiosa, me acomodé la falda y respondí:

—No, es que me gusta bajarme así, mil gracias.

Con el ego más herido que las rodillas enderecé el timón de la bendita moto, y cojeando la llevé en medio de rezongos hasta la esquina donde, por fortuna, había un taller.

Allí la dejé abandonada para siempre.

Ese mundo paralelo de treinta y tantos grados centígrados y humedad insoportable es un paraíso para los sentidos, pero también una alegoría a lo inverosímil, allá los bufeos (delfines rosados) embarazan mujeres, los mosquitos son del tamaño de un dron y las infecciones se comen al que sea. A pesar de ser la más diversa fuente de vida del mundo —donde aún no llega la energía eléctrica, y la pobreza y el abandono estatal campean sin ningún pudor— los traficantes pagan a los nativos con televisores y equipos de sonido para cultivar sus porquerías.

En la época de verano llueve todos los días y en la de invierno todo el día, así lo recuerdo. Allí aprendí algo importante, a leer el dolor de una manera distinta. La selva y su clima malsano tienen la facultad de fortalecer a quien los soporta, eso es pura supervivencia, eso hace particular a su gente. De ellos es admirable la comprensión natural de las realidades de la vida tal como vienen, sin los conceptos preformados por la cultura del hombre blanco. La conexión entre los mundos está ahí, latente, y la buscan por medio del tabaco, o del yagé. Se sienten conectados con sus antepasados, como si para ellos existiera una puerta en el umbral entre la vida y la muerte. Para los indígenas el dolor no es sinónimo de sufrimiento, lo ven como una sensación más, como la fiebre, una respuesta a algo; no hay que lamentarlo, solo vivirlo, luego lo explican y lo solucionan a su manera con ayuda de sus curacas y si estos no son suficientes, han aprendido a amalgamarse con nuestra medicina. Justo ahí radica una labor importante con ellos y con el mundo, en el estudio de las causas a partir de un método científico.

La gente criada en la selva vive en una estrecha conexión con lo espiritual, concibe el equilibrio en medio de la pureza del cuerpo y del alma, corre descalza por la tierra del jaguar con todos los sentidos atentos. En este centro de la biodiversidad del planeta, viven en paz con los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego. Están conectados con la fuerza interior del hombre. Doctor Ferreira, imagínese por un momento, ¿qué tan invencibles seríamos si pudiéramos transitar por semejantes caminos espirituales de la mano de la ciencia?

Como le decía, ellos no conceptualizan negativamente el dolor.

Buena oportunidad para contarle otra historia.

Se trata de la experiencia del parto de una mujer ticuna que por azar no estaba en la maloca con su partera, sino de paso por Leticia. En general, el parto indígena es una experiencia íntima atendida en el contexto natural de la vida de la madre, no institucionalizado como en nuestra vida urbana.

—¿Cómo te llamas? —le dije al verla.

—Karen Catachunga —respondió inmutable.

—¿Hablas castellano? —pregunté acercándome un poco.

Nanguxneca erü nidaxawe —dijo en forma inexpresiva.

—No puedo entenderte, pero imagino que se trata de tu bebé, ya viene —dije señalando el abdomen inflado de esa adolescente descalza, de pequeñísima estatura, vestida con shorts rosados y una camisita de algodón azul que ya le quedaba corta.

—Duele su estómago —lo dijo así, en tercera persona, como suelen hacerlo, y acurrucada debajo de la camilla del consultorio soportó el embate de la siguiente contracción.

Pedí permiso a su madre para realizarle el examen ginecológico.

El cuello del útero estaba en diez centímetros de dilatación y alcancé a tocar con mis dedos la coronilla del bebé, me alegró saber que venía en buena posición. Advirtiendo que me quedaba poco tiempo para llevarla a la sala de partos, aproveché los minutos siguientes antes de que su útero intentara de nuevo liberar al niño. La madre aconsejó algo a su hija en lengua ticuna, mientras que Glorita, la enfermera de sala de partos —que me había ofrecido en la mañana desayuno con caldo de cucha—, le indicó que hasta ahí podía llegar. Luego le cambió la ropa ensangrentada por una bata de examen y le canalizó con facilidad una vena para ponerle el suero.

Karen Catachunga no permitió que yo le apoyara los pies en los estribos de la mesa de partos; tampoco acomodó la pelvis en el borde de la camilla, en cambio, se bajó al piso y se ubicó en una esquina de la sala tomándose el vientre bajo para contener el dolor, otra vez acurrucada.

Yo quise respetar su decisión figurándome cómo hacer para evitar que la resbalosa creatura se destortillara contra el piso. Glorita, divertida con mi expresión de desconcierto, me dijo sonriendo que no me preocupara, se sentó detrás de Karen y recibió en su tronco el peso del cuerpo de la cansada adolescente. A continuación le hizo una suave pero consistente presión en el abdomen para ayudarla durante el pujo.

—Coja un campo de los que tengo listos en la mesita, mi doctora, y siéntese cómoda en frente del canal de parto —dijo animada.

Uno está ahí como el convidado de piedra, como un mero espectador. Es bellísimo.

El parto de Karen fue su propio esfuerzo, como lo hacen en su cultura, de cuclillas, de rodillas, o como mejor les parezca. Ella eligió acurrucarse, eso se respeta. Casi en silencio, sin gritos, se meció durante cada contracción en un acto reflejo y pujó de manera sorprendentemente eficiente, o eso me pareció después de haber presenciado los partos de adolescentes urbanas en la escuela de medicina, esas eran para mí, escenas de descarnado dramatismo.

Esos nacimientos a orillas del Loretoyacu están llenos de explicaciones heredadas de los ancestros y protegidas por curacas y ancianos. En algunas comunidades, la placenta vuelve a la tierra, la sepultan de forma no tan profunda para que no crezcan demasiado las raíces de los dientes del niño o niña; se cuidan de los espíritus malos y usan las plantas como parte natural de los ciclos de la vida. Todo cuanto existe puede ser explicado desde la espiritualidad y la existencia del hombre como parte de un todo.

Doctor Ferreira, no sé si esté de acuerdo conmigo, se lo pongo así, la biología es una rigurosa explicación a los derechos y reveses de la materia, pero nuestra naturaleza no se agota allí, ya sabe, estamos hechos también de una dimensión espiritual y la fragilidad del alma sí que puede llevarnos al colapso. Por eso hoy en día existen tratados enteros sobre la visión integrativa de la enfermedad y de la sanación. No sé si usted, como yo, ha advertido que la mediana edad nos pone a mirar hacia adentro, a buscar el origen verdadero de los males individuales y colectivos, a intentar sanar de adentro hacia afuera. Siento desde lo más profundo que también los médicos necesitamos nuestra propia sanación antes de atrevernos a intentarlo con los enfermos. Así como los curacas usan el yagé y se limpian y se hacen dignos de convertirse en curanderos, también nosotros deberíamos buscar un estado más reflexivo a la hora de meter las manos dentro de otro ser humano que busca alivio. El ejercicio de los sanadores místicos y sus rituales tiene un significado profundísimo, si se entiende como una comunión entre ellos y los enfermos desde la fuente de todo, del dolor y la enfermedad, y no desde los órganos como sucede con nuestra llamada medicina holística.

Nuestros ancestros tenían una lectura bastante apropiada de la persona como parte de un todo, pero les faltaba el avance tecnológico, no hay felicidad completa. Es una lástima que no hayamos logrado el punto de equilibrio aún, a veces nuestra carrera evolutiva es tan desorientada, que hacemos del progreso el camino más corto al retroceso.

El tiempo en el Amazonas es para mí un recuerdo cálido, me trae una agradable sensación reparadora. Recuerdo a menudo a mis compañeros de viaje, al escéptico Miguel, solía decirme que me cuidara de los colonos porque todo el que viene para quedarse en una frontera lejana como esta, llega huyendo de algo. Lo recuerdo con claridad porque después de salvarme del dengue que casi me mata, me preguntó:

—¿Clara, usted qué hace aquí, de quién está escapando?

Helada y aún descompuesta por la deshidratación me encogí de hombros.

—De nadie, busco mi propio camino, me aburrió recorrer el que me toca —le respondí.

Ya sabe, a los veinte uno busca el rumbo después de que lo han domesticado, en ese momento andaba.

Sonriendo con ternura, como le pasaba a menudo conmigo, me quitó el vestido empapado por el aguacero que nos tomó por sorpresa de regreso del hospital.

—No se esfuerce tanto, Clara, repóngase, a mí me gusta cuidarla, usted todavía es una niñita —me dijo.

Y me arrulló con su cuerpo inmenso y magro, luego me arropó y se quedó ahí hasta que nos quedamos dormidos.

Cada mañana nos bañábamos todos con el agua fresca que salía de un tubo viejo instalado en el patio, y lo repetíamos varias veces al día para soportar el calor, mientras Miguel les tiraba piedras a los niños fisgones que a menudo se asomaban por la rendija, entre las dos tejas de zinc que hacían las veces de puerta trasera.

Yo después trenzaba mi pelo empapado en un intento por gobernar mis crespos en semejante clima, pero empezó a caerse por manojos y, por esa razón, el 11 de septiembre de 2001 lo recorté, y así lo he llevado hasta hoy.

Cómo olvidar esa fecha. Ese día entré al hospital por la puerta de Urgencias, la pantalla del televisor diminuto de la entrada mostraba el salvaje impacto de un avión contra la torre Sur del World Trade Center, esperaba ver a Bruce Willis en el siguiente cuadro, pero al voltear advertí que todos los presentes se llevaron las manos a la cara para no seguir viendo lo que Noticias Uno transmitía en vivo. La red yihadista Al Qaeda había secuestrado aviones comerciales para estamparlos contra el emblemático centro de los negocios del mundo occidental. Miles de personas murieron, y aunque a mí podría no importarme mientras estuviera en la mitad de la nada, me importó y me dolió, sentí como tantos que ese día se reinventó el terrorismo y el miedo volvía a estar ahí, como cuando los traquetos ponían bombas al azar en mi país, por ahí, donde se les iba dando la gana.

Después de esta larga vuelta por el mundo selvático, doctor Ferreira, vuelvo para intentar contarle por qué me gusta leer su carta en portugués. Amazonas habla portuñol y lenguas indígenas y en el tiempo del relato necesité, por supuesto, comunicarme mejor, así que decidí contratar a un profesor de portugués que venía a la casa médica dos veces por semana; mientras, en la sala, Janis y Fernanda aprendían a bailar pagode con una bailarina preciosa que deleitaba en las noches a los caballeros de la frontera, con su piel morena perfecta y un taparrabos que reemplazaba a los jeans del día, lo hacía para generar una experiencia completa en los clientes boquiabiertos que seguían el ritmo de sus caderas brasileras en las noches.

O que vivenciamos nos dois dias no centro cirúrgico, é minha vida, é assim que sou, sem malabarismos ou subterfúgios, pois não há por que tê-los. Sinto dificuldade em entender a cirurgia como uma ciência ligada exclusivamente à busca frenética de resultados, que se encaixem em todos os dados e metadados baseados em evidências. Eles são importantes, mas não consigo entender uma sala de cirurgia que não seja alegre, que não brindemos à vida, com todo o respeito que ela merece. Como você escreveu, ser cirurgião é olhar nos olhos do paciente, apertar seus ombros com a força necessária para que entenda o amparo, o cuidado, e ao mesmo tempo a capacidade de decidir…, muitas vezes solitariamente.

Qué cierto y bien dicho, entiendo cada una de sus palabras aunque no me atreva a escribir en su lengua para no irrespetarla, es más, le pido que se sienta libre de usarla siempre que quiera hablar conmigo, adoro la musicalidad del portugués y me evoca esa época de reconocimiento de mí misma, de afianzamiento de mi vocación y de encuentro con la razón de todo lo que convertí en mi vida actual.

En el fondo de la botella queda apenas solo un poco de vino que por supuesto tomaré, el Ornellaia no puede perderse.

El reproductor ha dado ya muchas vueltas y ahora anda por Adriana Calcanhotto a dúo con María Bethânia.

Me voy a dormir.

Con cariño,

Clara Inés Sierra Esquivel.

Sin miedo a la sangre

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