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ÉRASE UNA VEZ UNA NIÑA

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Érase una vez una niña… El aire cantaba a su alreddedor. Cuerdas invisibles tocaban mil melodías. Los adultos no oían el canto. Pero la niña levantaba la cabeza y sonreía; acababa de llegar de un espacio invisible y secreto. Alguien le había dado un beso en la pequeña frente, por eso le brillaba tan blanca. La mejilla rosada había tomado prestado su color de las conchas de la playa, donde los ángeles corren descalzos. El aura de los ojos había sido encendida por las estrellas.

Pero en el corazón de la niña aguardaba una mujer. A medida que pasaban los años, esta mujer extendía su mano y agarraba a la niña. Entonces empezaron los impulsos buenos y malos su extraño juego dentro de ella. Como toda una adulta, empezó a obrar de manera buena y mala, aunque todavía no sabía ni del bien ni del mal… Sólo que todo lo que ella hacía —bueno o malo— fue hecho con mucho más ardor de lo que un adulto jamás sería capaz de invertir en sus acciones. Era la llama pequeña que acababa de ser prendida y por lo tanto arde con más calor y más claridad que otras.

La mujer dentro de la niña crecía. La mano jalaba lenta e inexorablemente a la niña hacia sí. La guiaba del prado con flores al camino donde millones de seres humanos viajan. Y antes de que la niña se diera cuenta, también ella viajaba en el camino —ya no siendo una niña, sino uno entre otros millones de seres humanos—. Entonces a la niña la agarró la angustia y quiso regresar. Pero miren: cuando se dio la vuelta, la miraron rostros amenazantes y voces murmuraron: “¿Por qué armas un escándalo? Nosotros tenemos que avanzar… Nadie debe regresar”. Y con los pies de los otros pisándole los talones, también ella tiene que seguir adelante.

Con el tiempo iba desapareciendo la sensación de angustia. A la mujer, que una vez fue una niña, la contagió el entusiasmo de los demás. También quería avanzar. Tenía que ser una meta lo que se vislumbraba allá adelante. Si no, ¿por qué viajarían todos tan rápido y sin interrupción? Los días transcurrieron, los años se añadieron a los años y el camino seguía lleno de esta muchedumbre que susurraba y pisaba.

Hacía mucho, mucho tiempo, la mayoría había olvidado ya que fueron niños. La vida les dio tanto en qué pensar y tanto con qué ocuparse a lo largo del camino. Pero igual que la mujer alguna vez había yacido esperando dentro de la niña, así se quedaba dentro de la mayoría su niño. Como una mariposa ahuyentada se apretaba contra el corazón palpitante. A veces las alas de mariposa tocaban lentamente la pared del corazón. Entonces éste se estremecía. La mujer, que una vez fue una niña, recordaba. El pensamiento buscaba su camino de regreso. Allá, lejos, lejos, veía a la niña. La acción de la mujer muchas veces fue una reiteración de lo que hizo de niña.

“¿Por qué hago esto?”, pensó de repente. Podía tratarse tanto de una obra mala como de una obra buena. El ala de mariposa acarició lentamente el corazón. Entonces, la mujer recordó otra acción allá lejos en el pasado, en la infancia. ¡Oh, la bella vida sin esperanzas moviéndose en círculo!

Pero la mujer seguía en el camino, colmada del pensamiento de lo que iría a ocurrir allá en la lejanía. ¿Aprendía algo a lo largo de este camino? ¡Oh, mucho! Trabajaba, se esforzaba, amaba y sufría. Todos los dolores y las alegrías de la vida venían a su encuentro. ¡Una enorme alegría y un enorme dolor! Apenas las lágrimas se secaban, volvía a sonreír. De los compañeros de ruta, que se apretujaban con ella rumbo a la meta distante, pronto comprendió: ellos también tenían las mismas lenguas, sonrisas y lágrimas. Se peleaban el uno con el otro, y se amaban mutuamente. Algunos levantaban con patadas el polvo y la suciedad del camino hacia los rostros de los demás, otros se limpiaban entre lágrimas la suciedad. Pronto el camino llegaría a su final. Lo sentía, porque estaba muy cansada. Los ojos se volvieron sombríos y la espalda se encorvó, como si llevara una carga.

Llegó al final del camino. Delante de sus ojos se extendió un inmenso pasaje abierto. En el suelo yacían cuerpos muertos. Había un cuerpo al lado de otro; miembros inánimes, labios pálidos y azules, ojos rotos abiertos de par en par. Era una visión horrorosa. Pero el aire arriba de los cuerpos muertos se movía, revoloteaba perforado por una luz cegadora de un cielo abierto.

Ahora lo vio… eran mariposas. De los cuerpos muertos, de los corazones cuyos latidos habían parado, se elevaron las mariposas. A lo largo de todo el camino se habían escondido junto a los corazones de los seres humanos: ahora se elevaron, liberadas. Sus hermosas alas llenaban el aire.

Se oía como una frágil melodía canturreada, al moverse lentamente todos estos millones de mariposas. La mujer, que una vez fue una niña, escuchaba. Reconocía aquella melodía. Despacio cayó al suelo. Su cuerpo se puso rígido, los ojos se rompieron. De su corazón, cuyo asiduo palpitar había cesado, se elevó revoloteando una mariposa.

La frágil melodía canturreada se hacía cada vez más fuerte; las mariposas, una muchedumbre reluciente y abigarrada, se elevaron por encima del suelo y de los muertos abandonados hacia el cielo abierto.

Alrededor de las rejas

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