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Maestro Caparrós Agus Morales sobre Martín Caparrós

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Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) es un periodista y escritor…

No, Caparrós, no voy a escribir eso, no voy a llamarte periodista y escritor —¿los periodistas no saben escribir?—, tampoco voy a citar todos los libros que has escrito, porque entonces no tendría espacio para escribir nada más sobre ti. No voy a usar segundas palabras. En otra situación lo haría —siempre lo hago—, pero esta vez no voy a llamar a «dos o tres fuentes» para que corroboren o nieguen lo que pienso de ti. ¿O ya lo hice? ¿Eso sería lo que llamas «Periodismo Gillette»? Mejor lo discutimos después.

Publiqué mi primer libro, No somos refugiados, en 2017. El prólogo era de Martín Caparrós. Me hizo mucha ilusión: mi primer libro, el prólogo del maestro Caparrós. Qué bonito, ¿verdad? No, no es tan bonito. Quiero advertir a los escribidores contra esta práctica perniciosa. No invitéis a la persona que admiráis a que os prologue un libro, porque corréis el riesgo de que os eclipse. Semanas después del lanzamiento, en redes sociales empezaron a aparecer fragmentos —pocos— del libro. El más repetido: «No queremos saber. Queremos, a lo sumo, informarnos —que con frecuencia es lo contrario». ¿Palabras de Morales? ¡No, de Caparrós! ¡Pero si el libro es mío! ¿Para qué escribo tan largo? La respuesta: tres páginas suyas valen más que trescientas mías. De eso ya estaba informado, supongo, pero en aquel momento lo supe.

Me estoy pasando un poco: es una advertencia excesiva. Porque lo más fácil sería no llegar a ese punto: que la persona que admiramos —y da igual el ámbito al que nos refiramos— nos ignore. Si al final se anima, su implicación será ínfima, porque está muy ocupado, porque es alguien importante. Pero si Caparrós cree en algo, va hasta el fondo, escribe hasta el fondo. Dejemos para otro momento cómo se originó esa fe: en el caso que nos ocupa es un proceso misterioso, cuya única explicación es que yo eligiera «crónicas de larga distancia» como lema de la revista que dirijo, 5W, y que él viera ahí un guiño ineludible que no fue tal. Lo importante ahora —lo que hay que saber— es que Caparrós no vive encerrado en sí mismo, como tantos escritores víctimas de su fama, sino que está atento a todo lo que pasa, a todo lo que se escribe, a todo lo que se cuenta. Alguien diría que es una muestra de generosidad, porque implica estar abierto al mundo, a proyectos de amigos y desconocidos, a libros de escritores jóvenes. Yo diría que, quizá, es eso y también una forma de egoísmo, porque lo contrario sería empobrecer su vida intelectual.

¿Decir que Caparrós es el maestro de la crónica sería hacer Periodismo Gillette? ¿O simplemente caer en un lugar común? Cuidado con eso, y ahí va mi segunda advertencia. Está la historia de la literatura llena de parricidios, de quema de maestros en la pira del ego de los escribidores. Hay que matar al maestro para afirmar la propia identidad. Mejor: hay que golpearlo humillarlo rajar de él en redes sociales decir que está pasado de moda negar que sea un pionero o que haya sido un pionero pisotearlo escribir contra él y aprovecharse de ese enfrentamiento —y, quizá, algún día reconocer que no era tan malo. No recomiendo esa operación masacre contra Caparrós, porque sería imposible masacrarlo. Revisión y riesgo: Caparrós tiene un sentido crítico exagerado y una valentía poco común para llevarlo a las últimas consecuencias. Si alguien quiere derribar la crónica como género anquilosado, con la idea de que Caparrós es uno de sus próceres, hallará en él un aliado para derribarla. Y habrá desconcierto. Está, a la vez, dentro y fuera del canon. Toma nuevos rumbos, propone fórmulas que, con los años, no se sabe cómo, acaban consolidándose. Va siempre un paso por delante. Bueno, en realidad, dos o tres libros por delante, que a Caparrós no hay quien lo siga.

Y ahora vamos a la tercera advertencia —nos está saliendo esto muy moralista—: habrá quien piense que Caparrós es Caparrós por ese concepto volador no identificado llamado talento, pero el centro de todo esto es el trabajo. No hay que ser muy avispado para darse cuenta de ello: una cuarentena de libros no se escriben sin mucho trabajo. Frente a las odas contemporáneas —y románticas— al talento y a la sangre, al duende y a la genética, reivindiquemos la literatura y el periodismo como una carrera de fondo, como el fruto del esfuerzo. Ahí está Caparrós, y por eso lo admiro. Porque es un trabajador.

Más obreros y menos obras es lo que necesitamos.

Ahora solo espero que, de aquí a unos años, mi primer libro se reedite porque el prólogo lo escribió un premio Nobel de Literatura llamado Martín Caparrós. El galardonado querrá protestar porque verá su frase marginal en una horrible faja roja de un libro que todo el mundo había olvidado, pero luego me preguntará si me ha servido de algo, si he vendido algún libro más, si he logrado engañar a algún lector —y no pondrá ningún problema.

Espero que Caparrós no presione para eliminar el anterior párrafo: en mi pueblo eso se llamaría censura. Como diría Caparrós, esta es mi opinión —o, mejor dicho, mi pronóstico: que ganará el Nobel porque lo merece—, y si él tiene otra, que la exprese con esa libertad que siempre ejerció, contra todos y contra él mismo.


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