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El Mangante Morales Martín Caparrós sobre Agus Morales

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«Por sus obras los conoceréis», dijo uno de los mejores propagandistas de la historia, uno que tenía que convencer a su nicho de que le compraran la historia de un hombre que pretendía haber dejado, ya muerto, el suyo —y que antes, según el mismo folleto, había nacido de una virgen y un dios, multiplicado panes, caminado sobre aguas, resucitado gente. Sus obras eran tan inverosímiles que Mateo el Publi las colocó en el centro de la escena. Era la forma de convencernos: exagerar, doblar la apuesta, proclamar que por ellas debemos conocer a las personas. El gran embaucador nos enseñaba a distinguir verdades — de la manera más precisa. Así fue como conocí a Agus Morales: por sus obras. No sabía lo que me esperaba.

Pero fue así: antes de saber de él supe de una obra suya. Y de otros, claro: un día, hace años, rondando por la red, me topé con una dizque revista que acababa de salir y decía que se iba a dedicar a contar bien esas historias que en España, en general, no se contaban ni siquiera mal. En un raro rapto —yo no hago esas cosas— me aboné.

Corría 2015; yo leía las notas de 5W y reconocía, entre otras, la firma de Morales. Hasta que, aquel septiembre, recibí un mail de alguien que decía que se llamaba así y me proponía que escribiera algo para esa revista. Aquella vez hablamos —no hablamos, él estaba afónico—, nos pusimos de acuerdo, pensamos en hacer. Teníamos, es cierto, un terreno común: Médicos Sin Fronteras, donde los dos, de algún modo, colaboramos o colaborábamos: es casi una definición.

Lo primero que me pidió —sin habernos visto todavía, Morales es un pedidor despiadado— fue un prólogo para el primer número de papel de 5W: Después de la guerra. Lo escribí. Zalamero —sincero— definía ese espacio como «algunas de las páginas mejor usadas del periodismo español contemporáneo…» y terminaba diciendo que «el periodismo heroico quiere mostrar esas guerras y mostrar que ha estado en esas guerras. Yo respeto mucho a los colegas que lo hacen; personalmente me interesan más los que buscan la guerra donde no se ve, donde no aflora eso que las escuelas nos enseñaron a rotular como noticia. Digo: esos que intentan contar lo que sucede todo el tiempo, esa guerra que mata más o menos que la otra, pero que nos acostumbramos a pensar como normalidad: como la vida.

«Y a veces me pregunto si detenerse en los horrores de lo extraordinario —en los horrores de la guerra, por ejemplo— no es una forma de subrayar la supuesta calma de lo ordinario: de llevarnos a aceptar que lo ordinario no está mal, que no es una guerra donde algunos triunfan amplia, largamente».

Creía que quizá, si tenía suerte, Morales se enojaría; una vez más me equivoqué. El que casi se enoja, en cambio, fui yo, meses después, cuando vi, en el número impreso, que definían su trabajo como «crónicas de larga distancia». En realidad, al principio me agarró un ataque de vanidad inconfesable: me emocionaba el homenaje. Yo había publicado, en 1992 y en Argentina, un libro que se llamaba Larga distancia y retomaba una serie de crónicas distantes en tiempos en que, en Latinoamérica, el género prácticamente no corría. Pensé que esa definición lo recordaba y reconocía; enseguida descubrí que no. Que era peor aún: que me lo habían mangado sin saberlo. Así que los odié durante algunos días, y después me olvidé, que suele ser lo mío. O, peor: esa idea de la larga distancia nos reunió, por fin, en algún momento de la corta.

Nos conocimos, averigüé algunas cosas. Las visibles: que Morales era un señor liviano y eléctrico y frondoso, al borde del hirsuto, sus pelos y sus gafas y la sonrisa siempre ahí. Las menos: que llevaba la mayor parte de sus años de periodista trabajando lejos; que había estado viviendo en la India y Pakistán, que había andado por África más de lo normal, que era un apasionado, que buscaba y buscaba y buscaba, que le importaba mucho lo que hacía, que hacía muy bien lo que hacía, que era justo una generación menos que yo y me ayudaba a entenderla, que sabía contar lo que importa.

La revista 5W siguió su camino, yo la seguí siguiendo, veía cómo hablaban más y más de la larga distancia. De vez en cuando nos veíamos, charlábamos, yo intentaba sofrenar mi sereno rencor. Pero no pude más cuando, un año más tarde, Morales me pidió que prologara un libro suyo: el tema me inquietó, pensé que sería un engorro, tenía ganas de hacerlo, lo acepté. El engorro devino odio inverecundo cuando me lo mandó y descubrí que había hecho el libro que yo había querido hacer muy poco antes —y que no había podido o sabido o encontrado la forma. No somos refugiados trata con solvencia, sensibilidad, inteligencia, uno de los dos o tres grandes temas —intratables— de estos tiempos: las migraciones, sus historias, sus razones y sinrazones y desastres, sus hallazgos.

Ya perdido, lo dije: «Hace un par de años pensé mucho en intentar escribir algo así, un libro sobre los nuevos muros; desde entonces, cada tanto, volvía a preguntarme por qué no lo hacía. Ahora puedo contestarme sin más dudas: porque Agus Morales ya lo hizo. Por eso es un orgullo y una satisfacción y un trago amargo presentar este libro —que, más bien, querría haber escrito».

Por segunda vez, siempre tan involuntario, con su cara tan de yo no fui, Morales me había despojado. Algún día voy a decirle que está claro que se equivoca mucho: que le convendría tanto más robar a otro. A uno que rente más, que dé más juego.

Mientras, lo veo avanzar irrefrenable. Ya no tendré que explicarle cómo es: le irán robando más y más, lo dejarán en bolas y gritando. Ya vas a ver, Morales: no hay mayor gusto que descubrir que te roba, queriendo o sin querer, un tipo inteligente.

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