Читать книгу La Mesías - Agustina Restucci - Страница 10

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—En algún lado tiene que estar–dijo el vitralero desde el claustro.

Por el ruido de herramientas supe que trabajaban en un cuerpo.

—Traigan otro–dijo la abadesa enojada.

Se podía notar en su voz que estaba frustrada. Sentí los pasos de alguno de los artistas acercándose a las cajas. Con la culata de un cincel, el cantero rompió el candado. El ruido metálico de las cadenas moviéndose me asustó. Lo que fuera que hubiera adentro, estaba atado como si fuera un animal peligroso. Lo primero que vi fueron los pies descalzos, después las piernas, y un cuerpo desnudo. Era un hombre, de no más de 20 años. Mis ojos se salieron de sus órbitas. El chico no se defendió, parecía estar entregado. Uno de los luteros le puso un pañuelo empapado de alguna sustancia, y se desvaneció. Después todo fue silencio. Bajaron al hombre al recinto subterráneo para que la abadesa pudiera trabajar. Mis manos empezaron a temblar. Una batalla moral se estaba desatando dentro de mí. Tenía que decidir de qué lado iba a estar. Si iba a rendirle culto a la abadesa, como era mi intención, debía dejar los juicios de lado y confiar plenamente en ella. Por otro lado estaban las víctimas. No estaba lista para cometer semejante pecado. Decidí que la única manera de poder estar en paz, era sabiendo la razón por la cual estaban haciendo esto. Solo así podría participar sin culpa. Pero para acceder a tal información, no me quedaba otra alternativa que exponerme.

Di un paso firme hacia la luz. Lo sentí como un nacimiento. Después di otro, y varios más hasta acercarme al borde de las escaleras. Caminar sin esconderme me empoderó. Por primera vez me sentí importante. Bajé los escalones segura y convencida de que ya nunca más volvería a ser la misma. Los cinco estaban de espaldas a mí, trabajando en el recién llegado. Carraspeé mi garganta para hacer notar mi presencia. El quinteto giró sobresaltado. Cuando me vieron no supieron qué decir.

—Nina ¿qué estás haciendo? –preguntó la abadesa desconcertada.

Pude intuir que su incomodidad tenía que ver más con el harem de hombres, que con el cadáver sobre la tabla. El resto de los presentes se quedaron petrificados.

—Abadesa por favor no se incomode, no vengo a interponerme en su misión. Lo único que quiero, es formar parte de ella–dije con claridad.

Me sorprendí por mi falta de inhibiciones. En ningún momento me tembló el pulso. Los roles parecían invertidos, me sentía la más poderosa del grupo.

—¿Qué misión? ¿De qué estás hablando?–indagó el labrante incómodo. Sabía que él iba a ser un problema. Entendí que para acceder al grupo, debía contar con su aprobación.

—Hace semanas que los observo, no hay razón para que se pongan nerviosos, estoy al tanto de todas sus prácticas nocturnas, y creo que puedo ayudarlos, solo necesito que me expliquen para qué lo hacen, solo eso–argumenté intentando llevar tranquilidad.

La abadesa respiró profundo. El grupo la miró, después de todo era la líder.

—Nina no sabes en lo que te estás metiendo. Lo mejor es que vuelvas a tu cuarto y olvides todo lo que viste–me dijo casi como una orden.

—Eso es imposible–contesté, llevándole la contra a un adulto por primera vez en mi vida. Mi pulso se aceleró un poco.

—Perfecto entonces, acércate, vas a tener el honor de desmembrar a este hombre en tu primera noche–replicó con una sonrisa irónica.

Los artistas, que hasta entonces estaban parados formando una pared de contención para que no pudiera ver a la víctima desde mi ángulo, de pronto rompieron filas habilitándome a pasar. Era la prueba de fuego, y debía aprobarla sin titubeos. Me acerqué con la cabeza en alto, intentando concentrarme en lo que estaba por hacer. La abadesa me vistió con un delantal igual al de ella, y lo ató en mi espalda, a la altura de mi cintura. El contacto cercano con su cuerpo me llenó el alma. De a poco me estaba convirtiendo en su colaboradora. En la mesa de apoyo a mi derecha, estaba todo el instrumental que tantas veces había limpiado. Mi conocimiento me daba una ventaja. Sabía cuál tomar primero. Era una cuchilla de carnicero, afilada y brillante. El corte debía ser preciso y contundente. Tomé la mano de la victima para mover su brazo de un lado al otro. La intención detrás del zarandeo era encontrar el lugar exacto donde se localizaba la articulación, para poder separar el brazo de un solo golpe. Coloqué su extremidad abierta en cruz, un poco inclinada hacia arriba. Observé su fisonomía en detalle. Por alguna razón no pude evitar preguntarme qué habían hecho esas manos hasta ahora. Eran suaves y todavía estaban calientes. Las imaginé tocando un piano, o pintando un cuadro, o apoyadas sobre la cabeza de algún niño. Supe que debía bloquear cualquier imagen de humanidad que viniera a mi mente si quería participar del acto. Entonces lo hice. Intenté verlo como un animal. Separar un miembro del cuerpo era tarea común en mi casa mientras crecía. Gallinas, cerdos y ovejas, eran los animales que traía mi tío para que los cocináramos. Yo estaba acostumbrada a despellejarlos y dejaros listos para las ollas. Esto no era muy diferente.

Subí mi mano lo más alto posible para que la fuerza de la caída ayudara con la disección. Y así sucedió. La cuchilla primero atravesó su piel, luego los músculos, la articulación, y frenó su camino contra la madera de la mesada. Pude sentir cada una de las capas, como si todo sucediera en cámara lenta. En mi estómago la sensación de mariposas se alternaba con las nauseas. Supe que todos estaban sorprendidos de mi habilidad. Me jacté de mi talento, sin dudas los había impresionado. El brazo cayó por fuera del tablón de madera, me agaché para agarrarlo cuando intuí que la victoria duraría poco. Antes de que pudiera apoyar el brazo suelto en un costado, un chorro descontrolado de sangre se proyectó hasta mi boca. No era posible que sangrara así, los animales no lo hacían. Había solo una explicación para el sangrado descomunal, y era que el hombre estuviera vivo.

El estupor me distrajo. Perdí perspectiva de tiempo y espacio. El quinteto se reía al unísono, parecían estar disfrutándolo.

—Ahora la pierna–dijo la abadesa.

Tuve ganas de salir corriendo, pero no podía fallar, era mi oportunidad de hacer algo importante con mi vida. El hombre permanecía dormido, bajo los efectos de lo que fuera que le habían dado. Entonces proseguí con mi trabajo. Separé las dos piernas, el otro brazo, e incluso la cabeza. Bañada en sangre y agotada me dejé caer al suelo.

—Veo que ya fue suficiente, vuelve mañana, después de todo no sería mala idea que alguien hiciera el trabajo pesado por mí–dijo la abadesa.

Agradecí su permiso para retirarme. Mi mente iba unos pasos atrás de la realidad. Lo recién acontecido todavía no me afectaba y no entendí porqué. Intenté repasar mis logros hasta ahora. No había recolectado demasiada información de qué era lo que estaban buscando en los cuerpos, pero por lo menos había logrado mi objetivo de convertirme en parte del grupo, ahora éramos un sexteto, ahora era una asesina, o incluso algo peor.

Un sinfín de pesadillas me invadieron esa noche, aunque a la mañana siguiente me levanté rebozando de felicidad. Por primera vez un mi vida no me sentí sola. La angustia que me perseguía en mis días de pronto había desaparecido. Ese hueco en el centro del pecho con el cual me había acostumbrado a vivir, ya no estaba. Era un milagro. Desafié la limpieza llena de energía. Volver a la bóveda en cierta medida me asustaba, sobre todo porque era la primera vez que debía baldear una masacre forjada por mis manos. Pero bajé convencida de que era el comienzo de mi nueva vida. Una vez en el lugar pude ver cómo el grueso del cuerpo no ya estaba, solo quedaban el cerebro y el corazón. Al parecer la abadesa había estado trabajando sobre esos órganos. Al menos era una pista. Aproveché mi soledad para la investigación. Me sentí con el derecho de inspeccionar los restos de mi primer asesinato. Retomé el trabajo de mi mentora en busca de algo, aunque no sabía de qué. Tomé una pinza y un escalpelo y comencé a abrir orificios en el cerebro. La masa parecía uniforme, eran canales de curvas y figuras que formaban un enjambre de caminos. Decidí que la mejor opción era abrirlo al medio. Lo hice con mucho cuidado, para no dañar lo que fuera que hubiera adentro. Una vez hecha la separación, descubrí mi primer hallazgo. En el interior de una de las partes pude diferenciar una figura de distinta textura y color. La separé del resto, hasta exponerla sobre una bandeja de cerámica. Tenía la forma exacta de un hipocampo. No entendí lo que significaba. Por un momento pensé que estábamos relacionados de alguna manera con los océanos. ¿Cómo era posible que un feto de hipocampo viviera en nuestros cerebros? Debía corroborar si se trataba de una excepción, o si todos lo teníamos, y para eso necesitaba otro cerebro, otra víctima.

Esa tarde la espera fue eterna. Doce horas más tarde llegaron mis nuevos camaradas. Yo no me había movido ni un centímetro de mi puesto. No sabía cómo reaccionarían con mi atrevimiento, pero ya nada me importaba. Sentí sus pasos acercándose cerca de las 11 de la noche. Salí a interceptarlos antes de que bajaran.

— –Non metuit mortem qui scit contemnere vitam–les dije sin tener la menor idea de lo que significaba.

Non omnis moriar–contestaron sorprendidos.

—Veo que no vas a dejar de insistir–dijo la abadesa.

—Jamás–contesté.

Los seis bajamos al sótano.

—No estoy de acuerdo con su incorporación–dijo el labrante enojado.

Pude notar por la expresión de la abadesa que su comentario no era bienvenido.

—Esa decisión es mía–contestó ella denotado su liderazgo.

Los cuatro hombres dieron un paso atrás y bajaron sus cabezas. Se pudo percibir tensión en el ambiente. Me pareció oportuno contarles acerca de mi descubrimiento.

—Hay algo que quiero mostrarles–les dije dubitativa.

Todos me observaron incrédulos.

—Encontré un hipocampo en el cerebro–dije.

La abadesa se acercó a donde yo estaba. Tomé la bandeja de cerámica y se la di. Sobre ella reposaba lo que yo creía, era un caballo de mar. Mi mentora se apresuró a verlo. Levantó los ojos para posarlos sobre los de sus compañeros.

—Tiene que ser el huésped–dijo llena de júbilo.

Ex ovo–comentó uno de los luteros.

Entusiasmada les relaté cómo había llegado a disecar éste pedazo de cerebro en particular, y mis dudas acerca de si todos los cerebros humanos albergaban la misma forma. Una vez que terminé de hablar hice las preguntas que atravesaban mi garganta desde el primer día.

—¿Por qué hacen esto? ¿Qué es lo que buscan?–indagué

—Buscamos dentro del cuerpo un ovocito, un huevo–confesó la abadesa ya más relajada.

Ex ovo omnia, todo procede de un huevo–agregó el vitralero, quien se me acercó dándome un abrazo demasiado afectuoso y me dijo su nombre, Cosme Antópulos.

Respondí al saludo con una sonrisa, aunque debo confesar que tuve la sensación de haber escuchado su nombre antes. El hombre de unos 70 años entendió que el contacto físico había sido excesivo, y se alejó un tanto avergonzado. Por cómo lo miró la abadesa percibí algo de celos.

—Hay una teoría que dice que los seres humanos albergamos una especie de huevo que contiene al individuo sucesor. Hace un año que lo buscamos Nina, es increíble que en un día lo hayas encontrado –completó uno de los luteros, el más alto–Giovani Dopolo–agregó a modo de presentación.

—¿Un huevo? ¿Al individuo sucesor? – repregunté.

Todos se rieron de mi sorpresa.

—Hay cosas que todavía no podemos decir–dijo la abadesa.

—¿Por qué?–indagué.

Nadie me contestó. Por un momento me sentí invisible otra vez.

—A trabajar–ordenó la jefa.

Y eso hicimos.

La Mesías

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