Читать книгу La Mesías - Agustina Restucci - Страница 8

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Las noches se volvieron mi escuela. Me escondía y observaba todo lo que ocurría en esa iglesia. Las interacciones entre los miembros del quinteto me revelaron la premisa de que en el arte todo vale. Pude aprender que la intención detrás de la quema de los cuerpos no era solo el encubrimiento, sino la maestría. La coloración lograda en los vitrales era consecuencia de los óxidos de distintos metales disueltos con el vidrio caliente. El sulfuro de cadmio daba amarillo, el cobalto el azul, el rosa se lograba con oro, y con los huesos humanos, el prisma de colores era infinito.

Me resultó interesante también, comprender que los materiales para crear vidrio estaban en la naturaleza. La historia de cómo fue descubierto la escuché de la propia abadesa. Estaba sentada en uno de los bancos de madera tallados de la iglesia, muy cerca del altar, cuando relató la historia. Los cuatro hombres la escuchaban atentos, parecían estar bajo su dominio. Al parecer en el siglo I, unos mercaderes en camino hacia Egipto para vender carbonato de sodio, se detuvieron para comer a orillas del rio Belus, en Fenicia. Como no tenían piedras para apoyar sus ollas, usaron bloques del carbonato como soporte. Se quedaron dormidos, y al despertar los bloques se habían fundido, y reaccionado con la arena para formar vidrio. Atribuyeron el fenómeno a un milagro, y en cierta medida lo era.

La historia no me impresionó tanto como la manera de hablar de la abadesa. En lo que respectaba a ciencias y saberes, parecía estar en su elemento. Sus conocimientos eran infinitos, incluso para los artistas. Aunque los cuatro eran hombres instruidos, cada vez que ella hablaba, la escuchaban con reverencia. Esa noche en particular, después del relato, los cinco se pararon en ronda y unieron sus manos. La abadesa tomó la palabra, solo que esta vez, no pude comprender el idioma.

Non metuit mortem qui scit contemnere vitam–dijo.

Non omnis moriar–contestaron los artistas.

A partir de entonces el ritual se repitió todas las noches, al igual que mi necesidad de espiar. Con el tiempo pude memorizar las palabras, aunque ignoraba su significado. Después cada uno se enfocaba en su trabajo, mientras que la abadesa desmembraba cuerpos en la bóveda. Todo se hacía bajo la mayor confianza. De todo lo que veían mis ojos, los vitrales eran sin dudas, lo más atrayente. El vidriero estaba terminando la iconografía de cinco ventanales que culminaban con la crucifixión de Cristo. La sexta sería la del Juicio Final. Me pregunté si alguno tendría remordimientos. En el nombre del arte, se permitían hacer cosas bastante controversiales. Pero el vidriero no era el único que hacía uso de los cadáveres humanos para su arte. Lo descubrí una noche calurosa, a fines de agosto, cuando puse mi foco en el labrante.

El hombre estaba trabajando en los escalones que llevaban al altar, y para los peldaños tenía un plan funesto. Algunas de las rocas que tallaba eran huecas. Tuve que retirarme para vomitar cuando entendí el por qué. En su interior se colocaban la mayoría de los restos de los cuerpos más pequeños, actuando de cuna de cemento. Para ser más específica, transformaba las rocas para luego llenarlas de criaturas y de cemento. Según él las volvía más resistentes. De todos los artistas era él quien me producía más aturdimiento. No parecía tener conciencia de ningún tipo.

La música era permanente mientras se daban las escenas enloquecedoras. Los luteros probaban distintas posiciones e instrumentos, intentando dar con las notas perfectas. En un comienzo creí que lo que buscaban era encontrar el punto donde la acústica fuera idónea, pero una vez más me equivoqué. En sintonía con la animosidad del grupo, éstos dos compositores también se beneficiaban de los restos. Tal vez fuera el trabajo más explicito de todos, después del de la abadesa por supuesto. Para ser clara y precisa, usaban tendones, músculos y tripas para las cuerdas de sus instrumentos. Aunque parezca mentira o irreal, bajaban al sótano y regresaban con tiras de distintos tejidos para tratarlos frente al altar.

Los intestinos humanos pueden medir hasta siete metros de longitud. Para el transporte, uno de los luteros se los enrollaba en el hombro como quien carga algún tipo de soga. Los tendones y músculos eran un tanto más cortos. Manipulaban su materia prima relajados y en silencio. Se sentaban por horas para la limpieza. Una vez desprovistos de grasa, venas y todo lo que se pudiera adherir a sus objetos, los sumergían en baldes de agua fría por días. Después los colgaban en una especie de tender improvisado cerca del horno del vidriero, y en pocos días estaban listos para el cortado. El proceso de curado se daba de forma ordenada y meticulosa. Como resultado se obtenían cuerdas resistentes para los violines, arpas y laúdes. Volverlas finas y elásticas era su arte, después las probaban buscando sonidos cálidos y profundos.

Mientras tanto, la abadesa parecía controlar todo. Por su lenguaje corporal todavía no lograba descifrar cuál de todos era su compañero. Los acercamientos eran generalizados, ninguno tan evidente como para aseverar que el amor al arte no era lo único que compartían.

Comencé a planear mi revelación una noche en la que por la expresión de todos, entendí que habían descubierto algo. El llamado de la abadesa convocó a los artistas al sótano. Pude acercarme sigilosamente para escuchar lo que decían.

—Esta puede ser la respuesta–aclamó la abadesa.

El eco de su voz subió por las escaleras hasta mis oídos. Cerré los ojos para imaginarme que estaba abajo con ellos. El repique de algunos instrumentos metálicos tomó protagonismo. La tentación de bajar era demasiado grande. Los dedos de mis manos se aferraron a la reja de hierro intentando detenerme. Estaba excesivamente cerca. Pude percibir el olor a sangre fresca, recién salida del cuerpo. Me convencí de que si bajaba, todos me aceptarían. Uno de mis pies rozó el primer peldaño cuando percibí que pronto saldrían. El movimiento me llevó a resurgir de mi trance. Volví a mi escondite de una zancada. A juzgar por sus expresiones cuando salieron, habían hecho un avance. La abadesa teñida de rojo abrazó a uno de los luteros, después al otro. Mi desconcierto era total. Eran demasiadas preguntas. Entonces decidí ordenar mis prioridades. Lo primordial era descubrir de dónde venían los cuerpos. Si lograba desentrañar ese misterio, todo sería más claro.

A la mañana siguiente pedí permiso para salir en mi hora de descanso. Le dije a la abadesa que tenía ganas de caminar un poco por el terreno, y me lo permitió sin objeciones. Parecía estar de muy buen humor. Emprendí mi travesía con un destino prefijado. Iría hasta el hospicio a ver qué pasaba allí. Caminé una media hora hasta que me encontré con el lugar. Mis presentimientos se concretaron en cuanto la vi. Se trataba de una casa humilde, con techos de paja y de unos pocos metros cuadrados. Toqué la puerta y una de las monjas encargadas del lugar me abrió. La puerta rechinó con el movimiento. Me presenté intentando disimular mis miedos. La religiosa me ofreció entrar a tomar una taza de té. Aproveché el momento de la infusión para memorizar todo lo que veía. El lugar era precario, pero poco escalofriante. De a poco mis nervios se fueron calmando. Apoyé la tasa sobre la mesa y esbocé una sonrisa incómoda.

—Muchas gracias hermana–dije.

—No es nada Nina, vuelve cuando quieras

– contestó.

Me quedé pensando en cómo sabía mi nombre, aunque el misterio no duró mucho.

—La abadesa me informó que estabas colaborando en el monasterio –aclaró.

Me imaginé a la abadesa hablando de mí y me llené de orgullo. Pensarla pronunciando mi nombre me hacía sentir importante.

—Si, estoy haciendo las tareas de limpieza a cambio de techo y comida, la abadesa es muy generosa–dije.

Ni bien terminé la frase la hermana se estaba levantando, cortando de cuajo la conversación y acompañándome a la puerta. Supe que tenía poco tiempo para inspeccionar. Eché un vistazo rápido. La casa constaba de un solo ambiente donde estaban las camas, junto con la cocina y la mesa del comedor. En ese momento pude ver unos 7 u 8 internados, la mayoría mujeres embarazadas. Estaban en sus camas tejiendo y realizando distintas manualidades.

—Buenas tardes–les dije a todas a modo de despedida.

La mayoría de ellas levantó la mirada y me devolvió el saludo con un movimiento vertical de sus cabezas. En un rincón pude visualizar a una mujer mayor, que parecía ciega. Me detuve a observarla por unos segundos.

—Ella es Ambrosia–dijo la hermana mientras mantenía la puerta abierta esperando que saliera–es ciega y muda–agregó.

—Que terrible–fue lo primero que dije sin pensar.

La monja frunció el seño

—Nunca es la situación la que causa la infelicidad, sino lo que pensamos de ella–predicó.

—Si, claro…claro–dije–me gustaría saludarla–agregué para quedar bien.

—Ambrosia vive en su mundo, es mejor que así siga, no es buena con los extraños–explicó.

Tomé su respuesta como válida, aunque la postura corporal de la fútil vieja inválida decía otra cosa. Sus manos estaban tensas, como si quisiera salir corriendo de ahí. Vacilé en el umbral de la puerta intentando robar algunos segundos más, pero la insistencia de la monja a cargo obligó mi retirada. En mi camino de vuelta me crucé con dos hermanas más, estaban colgando las sabanas blancas recién lavadas en unas sogas. Entendí que eran también servidoras en el hospicio. Mis sentidos me dijeron que no estaban en complicidad con la abadesa, aunque la verdad era, que no estaba en posición de afirmar nada.

Volví de mi travesía con más incertidumbre que certezas. Si los cuerpos no venían del hospicio había algo que me estaba perdiendo. Me puse a pensar en las partes de los cuerpos que me tocaba ordenar. Había un denominador común entre ellos. Todos habían sido desprovistos de su piel. En un principio creí que las pieles eran usadas con algún fin artístico, tal vez como lienzos de algún pintor, aunque no había indicios de que fuera así. Si lograba encontrar el fin de las pieles, tal vez pudiera averiguar algo más acerca del origen de los cuerpos. Entré a mi cuarto para cambiarme antes de continuar con la limpieza. Me senté en la cama para revisar mentalmente las posibilidades. En el escritorio reposaba una Biblia desde mi llegada. La tomé instintivamente. Apenas rocé la cubierta con mis manos, me percaté del detalle. La portada no era de cuero, sino de piel humana. Fue el olor el que me hizo reaccionar. Antes de mi llegada al monasterio jamás había sentido el aroma a cuerpo humano en desintegración. La fragancia que emanaba el libro santo era muy sutil, casi imperceptible para una nariz cualquiera, pero no para mí. Lo revisé una y otra vez rebalsando de incredulidad por mi hallazgo, pero a medida que más lo sentía, más me convencía de que estaba sin lugar a dudas, forrado con piel humana. Una necesidad imperiosa de entender lo que estaba pasando se apoderó de mí. Logré dejar de lado juicios y prejuicios para convencerme que lo único que debía hacer era averiguar la trama detrás de estas prácticas siniestras. Pronto se convirtió en mi misión. Más que nunca quise exigir participación en el quinteto. El problema no era la abadesa, sino los artistas. Debía convencerlos de que mis aportes serían beneficiosos para el grupo. Pero para ello debía conocerlos más. Por primera vez desde mi llegada, recé. Necesitaba algún tipo de ayuda sobrenatural.

Pudo haber sido una casualidad, pero al día siguiente la carta del abogado de mi tío llegó. Al parecer yo era su último familiar directo con vida y heredera en su testamento. Se me otorgaron algunas horas de permiso para ir a Tarifa a poner mis papeles en orden. Un carruaje me buscó para llevarme hasta el lugar, que estaba a solo unos pocos kilómetros.

Mientras me acercaba a la civilización mi cabeza parecía despertar. El microclima del monasterio me había llevado a naturalizar el salvajismo, la distancia en cambio, me daba la perspectiva suficiente como para sentirme horrorizada. Me detuve frente a la casa de mis tíos sin atreverme a entrar. No me sentía digna de volver a un lugar que me recordaba mi vida antes de la oscuridad que me envolvía. Decidí caminar un poco, para aclarar mis ideas. Estaba cerca del puerto, a pocos metros del muelle donde mi tío tenía su flota de barcos pesqueros. Eran tres en total, pero debido a su enfermedad en los últimos meses, se había visto forzado a vender todo. Me detuve a mirar las olas rompiendo contra los pilares de los muelles. Sentí el impulso de saltar y desaparecer, y creo que lo hubiese hecho si no hubiera visto a lo lejos, al labrante. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Parecía un hombre común y corriente, parado bajo el sol de la mañana. Conversaba con un grupo de personas, a mi entender estaban negociando. Me acerqué con disimulo para escuchar la conversación. Pude oír cómo uno de los comerciantes le ofrecía mármol asiático y piedra caliza, entre otros materiales.

Su nerviosismo afloraba con sus movimientos. Hablaba susurrando, y girando su cabeza de un lado al otro intentando pasar desapercibido. Fue en una de esas miradas furtivas que notó mi presencia. Mi respiración se detuvo. Me imagine desmembrada sobre la tabla del claustro de la iglesia. Intenté esconderme bajo el pañuelo negro que llevaba en mi cabeza. Desviar la mirada me hizo sentir un poco más segura. En contra de mis predicciones ni siquiera se me acercó. Sentí desilusión por ser invisible, incluso para mercaderes y asesinos. Segundos después, el labrante y quien parecía ser el capitán entraron al barco carguero donde estaban los materiales en transacción. Me reproché por mi descuido, aunque dudé que me recordara. A los pocos minutos salieron dándose un apretón de manos. El trato parecía estar cerrado. El labrante hizo señas a su ayudante para que cagara las cajas que bajaban del barco y las llevara a los galpones de acopio. No era la primera vez que veía ese tipo de cajas. Estaban por toda la iglesia en construcción.

Después del encuentro inesperado, decidí que era hora de volver a la casa de mis tíos. Cuando llegué su abogado me esperaba en la cocina. Fue así que me informó que acababa de heredar todas las pertenencias de mi tío, y que debía casarme para que mi marido manejara los bienes. La noticia me dejó inquieta. Tenía un mes para establecerme, sino perdería toda la herencia, que aunque no era mucha, era suficiente para que viviera tranquila por años. En ese momento no encontré palabras para describir lo que sentí. El letrado vio cómo por mi cara desfilaba un sinfín de expresiones desconcertantes. Seño fruncido, ojos sorprendidos, muecas con la boca, y alguna que otra palabra inentendible. Me encogí de hombros como último eslabón de la cadena de contorsiones. Sin mucho más preámbulo decidí volver al monasterio e ignorar la nueva información.

Tenía el objetivo claro de unirme al grupo siniestro. Esa era mi única prioridad. Entonces por la noche me dirigí al sector donde se guardaban los materiales para la construcción. Era un espacio grande, húmedo y oscuro. Estaba ubicado detrás del altar, separado por unas puertas dobles. Según tenía entendido, en un futuro se convertiría en el espacio de descanso de los curas, pero por ahora solo albergaba piedras, maderas y cajas. Los trabajos dentro de la Iglesia ya habían comenzado, por lo que procuré ser lo más silenciosa posible. Me acerque a las cajas vacías en busca de alguna pista, pero no encontré nada. En el fondo se levantaba una especie de tender donde se secaban las pieles. Me sorprendí al ver la cantidad que había. Eran decenas de pieles curándose para transformarse en portadas de Biblias. La escena abominable se llevó mi última gota de aire. Sentí el impulso de salir de ahí. Estaba a punto de irme cuando escuche el ruido del carro trayendo las cajas nuevas. Eran las mismas que había visto en el puerto, lo supe porqué tenían una marca amarilla en su frente, como una especie de cruz desproporcionada. Decidí que podía esforzarme un poco más. Esperé escondida hasta que las descargaron y se fueron. Por la ranura de una de las maderas percibí movimiento. Debían ser cerdos, o algún tipo de animal. Me acerqué un poco más hasta pegar uno de mis oídos contra el cedro. Giré mi cabeza para espiar en su interior. Mis pestañas rozaron los tablones. Mis ojos hacían movimientos involuntarios intentando develar lo que ocultaba la oscuridad. Tardé en percibir que del otro lado, dos pupilas imploraban mi ayuda.

La Mesías

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