Читать книгу Cuando los pájaros cantan en griego - Aida Míguez Barciela - Страница 10
ОглавлениеLa frialdad de Balzac
Cualquier lector de Nietzsche se da cuenta enseguida de que la prima Bette es el retrato consumado de lo que este pensador llama el «espíritu de venganza». En ella están la maldad de los débiles y los desfavorecidos, la envidia de los deformes y los lisiados, el odio de los impotentes y los infelices. En ella está el rencor de la criatura incapaz de olvidar todas las cosas malas que le hicieron de pequeña, así como la astucia y el espíritu taimado que desarrollan siempre los pobres y los resentidos, que nada podrían lograr de otra manera. Todas las acciones que Bette emprende en la novela tienen su origen en el hecho de que, mientras su prima Adeline disfrutaba de mil privilegios por ser bonita, a ella le ordenaban cavar el jardín y trabajar para vivir, pero no para vivir a lo grande, como lo hizo durante algún tiempo Adeline, quien de campesina se convierte en baronesa, sino para vivir en la pobreza y en la oscuridad completamente sola. No, la prima Bette no podía digerir ser la prima Bette, relegada siempre en un segundo plano, y es justo la mezquindad que supura su alma herida, es el odio a todo lo que no es tan pequeño y desgraciado como ella, el brazo gigantesco que empuja la novela. Balzac nos dice, como Nietzsche: no temáis a los fuertes y los orgullosos; no os inquieten los felices, que no pondrán sobre vosotros jamás su mano, pues nada necesitan. Temed a los pequeños, a los infelices. Temed a los débiles. Temed a todos aquellos a los que la vida se les atraganta. Temed a los que han sido heridos y no han podido olvidarlo. No son las existencias favorecidas; son las vidas envenenadas las que amenazan con envenenar y aniquilar las otras.
Ahora bien, precisamente por ser lo que es (la virgen impotente y desfavorecida), la prima Bette necesita aliarse con un contrario poderoso si quiere hacer añicos a los bellos, buenos y felices, y este contrario suyo no es otro que esa ramera burguesa, casada y de lujo llamada Valérie. Ahí está la espantosa meretriz, como una mantis al acecho; la prima Bette será quien conduzca a su guarida uno tras otro los bichitos masculinos para que se los coma, incluido su querido conde polaco, pues la familia Hulot se lo ha arrebatado de las manos tal como el rico que tenía mil rebaños arrebató el cordero único al pastor pobre. O así lo piensa Bette.
Por lo demás, el conde Steinbock es un joven escultor que sucumbe demasiado pronto a las tentaciones que acechan siempre la existencia del artista: el conde posee grandes talentos, pero ninguna constancia; tiene grandes ambiciones, pero ningunas ganas de trabajar de firme. Wenceslas es en La cousine Bette lo que Lucien era en las Illusions Perdues: el contrario interno del artista verdadero, ese animal feroz que no suelta nunca su presa, ese monomaníaco que lo desprecia todo excepto una sola cosa. El artista auténtico es un látigo despiadado restallando cada día en un taller, en un escritorio, en un antro cualquiera. El artista genuino es ese para quien la palabra «mañana» no existe, pues la urgencia de la obra dice siempre ahora, hoy, ahora. El artista no es simplemente un individuo que tiene grandes talentos, sino, sobre todo, quien posee la energía y la determinación para lo grande. Lucien, Steinbock y los demás ven en su cabeza el objetivo, pero carecen del arrojo y el coraje necesarios para ponerlo en obra.
Así pues, para consumar su venganza de Adeline, que le empañó la niñez, y de Hortense, que le quitó su consuelo polaco, la virgen se alía con la cortesana burguesa, lo cual no solo da rienda suelta a su odio inveterado, sino que además le procura una bonita renta, pues (Balzac lo sabe bien) la Virtud viste andrajos y el Vicio púrpuras, la Probidad duerme en las chabolas y la Indecencia en los palacios. ¡Esto es París!, le dice la cantante a un Hulot en bancarrota, destructor de su propia familia, tres veces asesino, corrupto, lascivo y malversador, cuyo nombre no es sino una cruel ironía (Héctor nunca traicionaría a Andrómaca). ¡Esto es París, una nueva Nínive, una nueva Babilonia!
Pero Balzac no pierde el tiempo preguntándose por qué tiene el Vicio que ser rico y la Virtud pobre; no parece quejarse demasiado porque la Belleza resulte ser una horrible cortesana y la Fealdad una erinia enloquecida, pues lo suyo es un estudio fidedigno (el «documentado y estremecedor estudio de las costumbres parisinas»), y además, según parece, ya tiene las respuestas. Horace Bianchot, el médico ubicuo, afirma que «ese mal tan enraizado» viene de «la carencia de creencias religiosas y de la invasión de las finanzas, que no son sino la consolidación del egoísmo. Antaño, el dinero no lo era todo; se admitía que existían cosas superiores y se les concedía prioridad. Se valoraban la nobleza de carácter, el talento y los servicios prestados al Estado; pero, hoy en día, la ley ha convertido el dinero en el patrón de cuanto existe». La sociedad lo perdonará todo; perdonará la ingratitud, perdonará la mendacidad, el robo y el asesinato, siempre y cuando el capital haya crecido lo bastante para comprar un asiento de prestigio entre los poderosos.
Así es «la moralidad de la época»; así es «el orden social de nuestro tiempo». Así es París, donde quien más y quien menos mataría a su madre por un puñado de perlas, y no porque las perlas le importen mucho en sí mismas, sino porque esa es la manera de quedar por encima de la rival de turno. Así es el mundo que Balzac ausculta como un médico ausculta el pecho sibilante de un tísico: no hay nada que esté por encima del dinero. El dinero es el síntoma y es la enfermedad, y el diagnóstico del médico resulta del todo inequívoco: ese mundo en el que campan a sus anchas los corruptos y los sobornados, la concusión y el lenocinio, ese mundo ya está muerto, y lo único que queda todavía por hacerle es firmar el certificado y empezar la autopsia. Y para eso, naturalmente, se necesita dureza, se necesita frialdad, pero no la dureza de una Bette que se resarce arruinando a su familia, lo cual no es más que la forma postrera de la degradación (quien sufre al calor de la desgracia es noble todavía, quien se ha vuelto ruin porque ha sufrido es otra criatura abyecta arrojada al vertedero que compone el mundo), sino la frialdad del que ha sufrido mil penas, mil catástrofes y mil desilusiones sin haberse vuelto por ello infame y mezquino.