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Paneles kafkianos

En Der Verschollene el protagonista es transportado de un espacio a otro como si de diversos paneles en un videojuego se tratase. Cada panel tiene un escenario diferente, un ambiente diferente, unos personajes diferentes, pero unas reglas de juego extrañamente similares. Primero, un barco lleno de pasillos en los que Karl está indefenso; sigue el puerto de New York, la casa de su tío, los caminos que se alejan hacia no se sabe dónde, un hotel, un apartamento, Oklahoma. Los paneles se suceden los unos a los otros no exactamente al azar ni exactamente por capricho, sino según una regla que resulta ser la falta misma de regla: la regla del «no-hay-regla», o, si se quiere, la ausencia de regla que es en el fondo la violencia gratuita.

Karl Rossmann, en principio un sujeto tan libre como cualquier otro, pasa de manera imprevisible y sin quererlo de una situación violenta a otra situación violenta. Kafkiano es por de pronto el hecho de que sea justamente el tío, su único familiar en América, quien lo aleja de sí de esa forma humillante y dolorosa (no me escribas, no contactes conmigo a través de terceros, nada, esfúmate, desaparece). Dos veces pierde Karl la vinculación con la familia por la pura arbitrariedad de sus familiares (¿y quién es su tío sino un rico comerciante con mala reputación que se ha cambiado el apellido?), de modo que ahora, en América, no solamente sus vínculos de origen europeo no valen nada; tampoco sus cinco años de formación europea valen nada; su buena voluntad europea no vale nada, ni siquiera su propio esfuerzo vale nada, todo lo cual no deja de ser en cierto modo una aclaración del hecho mismo de que Karl esté en América, espacio al que viaja no por propia iniciativa, sino porque ha sido expulsado de Europa por sus padres. Como K. en Der Schloss, Karl ha perdido los lazos con su suelo natal, y con ellos la posibilidad de orientación y referencia (allí donde están ahora ni Karl ni K. son capaces de orientarse en absoluto).

Ya hemos dicho que los paneles kafkianos tienen cada uno una decoración, un escenario, unas reglas de juego. En los paneles de Der Verschollene el fondo es siempre la multitud: la anónima, bestial, frenética, inconmensurable multitud de ese país inconmensurable que es América. El tráfico de New York, el gentío en el restaurante, las miríadas de ascensoristas en el hotel, la muchedumbre que se agolpa en las calles bajo el balcón de Brunelda. Importante en cualquier caso es el extrañamiento entre K. y los paneles. K. como protagonista y el mundo como serie de paneles constituyen algo así como vías que, corriendo en paralelo, no se encuentran nunca. Karl dice: me confundes con otro. El panel dice: eras tú. Así de sencillo. No hay nada que hacer. A diferencia de lo que ocurre en ciertos juegos ordinarios, aquí el héroe no tiene ningún poder específico, ni tampoco capacidad alguna de adquirir poderes. Karl parte de una situación inicial de pérdida y despojamiento (su maleta es objeto de inspección y de saqueo desde el principio), pero incluso en ese despojamiento y en esa pérdida sigue siempre perdiendo y siendo despojado.

De cada mundo-panel Karl es expulsado habiendo sufrido eso que quizá llamaríamos una vulneración de sus «derechos fundamentales». La invasión de su intimidad es constante, la imposición de normas y espacios extraños (pasillos, puertas, colas, incluso luz y oscuridad son elementos que Karl no controla) es básica; el secuestro; también la agresión física es continuada. Todo es brutalidad, todo es coacción imprevisible. En los paneles no kafkianos la libertad del protagonista consiste en contar con un equipo propio y ciertas posibilidades de hacer uso del mismo; el protagonista no kafkiano cuenta y se encuentra con cosas y es capaz de sacar partido de esas cosas para sus propios fines. En alguna medida esto funciona también en Der Verschollene, pues de lo contrario no habría posibilidad de avance, pero se lo ha reducido al mínimo. Karl se encuentra por ejemplo con una «jefa de cocina» (parte de la pesadilla consiste en el hecho de que las personas hayan desaparecido; lo que hay son en cambio profesionales: taberneras, secretarios, agrimensores, médicos, abogados), encuentro que hace posible transitar de «restaurante-multitud» a «cocina-jefa de cocina» (notemos que «jefa de cocina» no es lo mismo que «cocinera»). El encuentro en la pensión conducía del entorno neoyorkino al «camino a B.», de donde, mediante la mencionada jefa de cocina, Karl va a parar al Hotel Occidental. Reaparece uno de los falsos amigos, lo cual hace posible el cambio (la expulsión) al panel «habitación de Delamarche», y de aquí, finalmente, al encierro en el balcón. (Que no encontremos ningún panel «cárcel» no hace sino reforzar la idea de que todo es aquí cárcel: Karl ha sido prisionero de su tío, de los amigos de su tío, de su trabajo como ascensorista, de sus falsos amigos.)

Después del desayuno de Brunelda el relato se interrumpe. Como es sabido, Der Verschollene es una novela inacabada, y no solo en el sentido trivial de que Kafka no terminase de escribirla. Kafka mismo dijo (en carta a Felice) que su «historia americana» estaba diseñada para «continuar hasta el infinito». Esto quizá sea importante.

Por un lado, en las llamadas novelas de Kafka las cosas parecen no acabarse nunca. Después de un camino viene otro, después de un pasillo viene otro, después de un plato de comida viene siempre otro y otro y otro. El problema kafkiano es el no-se-acaba-nunca típicamente moderno. Es por esto que el así llamado detallismo de Kafka no es en manera alguna tranquilidad kafkiana o naturalidad kafkiana; todo lo contrario: es exasperación y crispación kafkiana, es infinitud y desasosiego, es un no-ver-nunca-el-final y un no-acabarse-nunca (a diferencia del antiguo, por ejemplo el griego, el detallismo moderno es angustiante y desesperante). Por otro lado, la ilimitación tanto en la forma como en el contenido tiene que ver con que el relato aparezca como una secuencia de aventuras explorando la vieja fórmula (radicalmente modernizada) «héroe supera fase y cambia a siguiente», solo que aquí el «héroe» no supera sino que más bien es superado. En cualquier caso, los fragmentos que las ediciones reúnen al final de la novela no parecen ser sino variaciones de un mismo patrón: suciedad insuperable de los espacios multitudinarios en los que Karl se encuentra; desorientación; traición; policía y restricción de la libertad de movimiento; deseo de lo más simple: poder acceder en igualdad de condiciones a una vida cualquiera, nada extraordinario, nada exquisito, algo absolutamente corriente, algo a lo que todo el mundo podría aspirar llegado el momento, algo transparente y democrático obtenido según reglas transparentes y democráticas, es decir, justas en vez de injustas, públicas en vez de clandestinas, en suma: reglas en vez de pura y simple arbitrariedad. Esta y no otra es la aspiración del protagonista: poder vivir en paz en algún lugar del mundo (digamos: del gran teatro de Oklahoma), pero justo esto es lo que no puede cumplirse (la lógica de contratación del teatro resulta viciosa), ni siquiera en América.

Se ha sugerido que los personajes de Kafka son relevantes precisamente por su irrelevancia, su falta de carácter, su anonimato, etcétera. Ahora bien, en la medida en que esto sea cierto, la irrelevancia no podrá ser entendida meramente como obstáculo sino, en cierto sentido, también como meta. Al protagonista de Der Schloss las cosas le van mal porque es un nadie, un cualquiera, y sin embargo, a lo que K. y otros aspiran es justamente a ser en verdad nadie y en verdad cualquiera, así como a recibir el mismo trato que cualquiera sometiéndose a las mismas reglas que cualquiera, pues lo otro no será sino arbitrariedad y despotismo. La irrelevancia es esencial porque la abstracción es esencial para que pueda hablarse de justicia. Como un punto cualquiera en una línea uniforme e ilimitada, el protagonista kafkiano es en cierto modo impersonal y vacío, carece de rasgos particularizantes, pero es que tiene que ser como entidad abstracta y sin particularidades propias que el protagonista detente el derecho a eso a lo que en efecto aspira a tener derecho. La despersonalización no es por lo tanto algo de lo que quejarse (qué ridículo perder el sueño para exhortar a los hombres a que sean más «humanos», más «personales»), sino algo con lo que exigimos consecuencia. Si uno no es nadie, entonces nadie debería importunarle a uno (¿por qué yo y no todos?, esa es la pregunta, esa es la injusticia). Si somos cualquiera, que podamos por lo menos disfrutar de todas las ventajas de serlo.

El mundo de Kafka no es ese en el que no es posible dormir, sino ese en el que te impiden dormir sin justificación alguna (en Der Schloss alguien despierta a K. porque así se le antoja). Un mundo es «kafkiano» no solo por la burocracia presuntamente impersonal, sino por la arbitrariedad cruda y descarada, por la falta de derechos y de garantías, por la situación en la que nadie sabe a qué atenerse ni nada está asegurado. En el mundo de Kafka te dicen «ven aquí» cuando lo cierto es que no quieren que vayas. Te dicen: ejercerás como ingeniero, pero solo a condición de que hayas ejercido de ingeniero previamente, lo cual no solo es demencial y deprimente, no solo es prisión y secuestro, también es algo profundamente antimoderno, pues un mundo que te condena a ser para siempre lo que ya eras no deja de ser antimoderno. Ahora bien, ese mundo «kafkiano», ¿en qué sentido es «de» Kafka?

Walter Benjamin se refirió al «madriguerismo» de Kafka. Habría quizá que introducir aquí matices. Primero: en la madriguera uno no busca estar; se está ya ahí, se está ya en la madriguera. El terror consiste justamente en esto: estar en una madriguera sin túnel de salida. Y si la madriguera es el mundo moderno en el que inevitablemente estamos atrapados, entonces la tarea del escritor moderno consistirá no en construir un túnel de salida (qué vanidad, qué despropósito), sino más bien en arrojar en la propia madriguera la luz de una salida, pues sin alguien que encienda una luz en la oscuridad ni siquiera sería posible referirse a la madriguera como madriguera, ni tampoco decirnos a nosotros mismos cómo es el mundo aquí, en nuestra madriguera. Si Kafka supo describir tan bien la madriguera moderna, sus túneles interminables, sus paredes podridas, sus laberintos sucios y depravados, es porque no estaba pese a todo en lo oscuro de la misma, sino en un cierto claro de luz.

El mundo «de» Kafka no es simplemente el mundo que Kafka ha inventado, sino el mundo que Kafka ha descubierto y reconocido como suyo. Si Kafka no es exactamente un novelista, sino más bien, como se ha dicho (Hannah Arendt lo ha dicho), un maquetista o un arquitecto, no es porque sus planos proyecten un edificio que no existe y es preciso construir, sino porque ponen al descubierto y en la vergüenza la estructura de un edificio que ya existe. El edificio, como la madriguera, siempre ya existe, solo que no lo vemos ni entendemos. Necesitamos arquitectos, no arquitectos de mundos nuevos, mundos mejores, sino arquitectos inversos, maquetistas cuyos planos mejor expongan las entrañas del edificio que habitamos sin saberlo, los que con más contundencia nos arrojen sus esquemas a la cara para que podamos comprenderlo.

Cuando los pájaros cantan en griego

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