Читать книгу Días bisiestos - Ainhoa González de Alaiza - Страница 8
29 Que os den
ОглавлениеMarzo se desplomaba en lluvia mientras guardaba la cámara, chapoteando sin perder de vista el sendero de gravilla. La niebla lo había cubierto todo, desde las ramas bajas hasta los pies de los árboles. Una niebla terca, densa, agazapada, que amortiguaba los sonidos creando ecos ilógicos entre los apretados robles y las puntas de los cipreses. Adiviné por el olor a metal mojado que estaba cerca de la verja de entrada. El ruido de puertas de coches cerrándose lo confirmó.
Pocos paraguas. Pasos desconfiados, tanteando entre barro. Los rostros iban tomando forma al acercarse, formas muy distintas de las que recordaba. Faltaban algunos, otros eran nuevos. A los que conocía no los había visto en veinte años. Solo a Dositea, que nos había reunido allí en un día de perros: la abuela correosa, atrincherada, irónica hasta el sarcasmo. Un puñado de enemigos educadamente enlutados tratando de ver más allá del manto gris, del aguacero deshaciendo peinados y los zapatos embarrándose en negra tierra de cementerio. Propio de ella. Solo faltaba un rayo partiendo en dos algún roble añoso, o una granizada de las que agujerean paraguas.
Dositea tenía noventa y siete años flacos, afilados, lúcidos, traviesos y capaces. Años divididos entre una nieta a la que dejó de ver, un amante con fronteras y capa española al que había enterrado seis meses antes, y un interlocutor. Un amigo cómplice. Yo.
—Hace un frío espantoso —dijo una de las voces nuevas.
O enfermera solícita, o amor tardío, pensé al verla del brazo del hombre de blanca cabeza, el viejo león. Malhumorado como siempre, sin quitarle ojo a un trastornado plumilla con traje de albacea y aspecto ratonil. El cuero del portafolios se le mojaba miserablemente, al igual que los guantes y el bajo del pantalón. Parpadeaba tras las gafas llenas de lluvia paciente, eludía la mirada del patriarca que estaba evaluándonos a todos, o intentándolo. Ya no era imponente. Ya no les daba miedo. Como en las demás caras familiares, veinte años habían desnudado máscaras y conservado solo un boceto primitivo. Líneas maestras ya sin magia, el telón que baja igual que la niebla sitiadora. Capitán del barco fantasma, miró primero a su único hijo con un destello de decepción sin disimulo, sin detenerse en la rubia anodina que lo acompañaba desde un cuarto de siglo atrás. Continuó con hijas y acompañantes, donde había más variedad, ausencias y novedades. Finalmente parpadeó, incrédulo, atónito o colérico antes de levantar la voz como si estuviera en un campo de batalla.
Me gritaba a mí, al intruso, al hombre de la cámara que le sostenía la mirada mientras varias hijas solícitas con maridos o parejas renovadas lo rodeaban susurrando, rogándole calma, temiendo por su corazón. De eso no iba a morirse, era una vieja excusa para apuntalar su control absoluto y recordarle a la familia quien era el amo. Le tocó al desdichado plumilla explicar, como albacea, que él mismo me había citado según el expreso deseo de la difunta, puesto por escrito. Más susurros, miradas oblicuas. Hubiera preferido que me ignoraran, como lo hacía la hija con la que compartí años de vida sin pasar por el juzgado. Iba a ser mucha suerte, un melodrama manoseado en lugar de algo bastante más apocalíptico.
Por fin alguien sugirió que deberíamos movernos. Cinco minutos escasos hasta el panteón familiar donde ningún árbol engañaba al aguacero. El albacea, segundo marido de la segunda hija, carraspeó.
—No es aquí —dijo. El tiempo se detuvo—. Es ahí al lado, por favor, síganme.
Ahí al lado había un rectángulo modesto en apariencia, verde de hierba mojada, con una lápida. Nombre y apellidos. La lluvia destacaba en relieve lo recién tallado: “No vendréis muy a menudo, cabrones, ¡que os den!”. El resto era inevitable.
Dositea nació y murió un 29 de febrero. Lo de nacer había sido casual, la muerte no. La eligió con cuidado, con elegancia, discretamente. A su manera. Eso ya lo estaba diciendo el patriarca, sostenido firmemente por su enfermera o novia tardía, arropado por el enjambre de hijas devotas a medias y sus arrimados aguantando el chaparrón. Solo el primogénito y su sombra rubia, decente y ajada, seguían a pie quieto esperando justicia divina o migajas. Nunca se sabe.
Al menos el plumilla había mirado la previsión del tiempo y plastificado el documento que debía leernos. Dositea tuvo una hija. La esposa ya fallecida de quien ahora oía entre su fecunda prole la lectura.
Nadie hubiera imaginado siquiera que la sumisa, dulce y perfecta hija de Dositea terminaría divorciándose de su marido y llevándolo a los tribunales. A veces unos cuernos obran milagros. El albacea carraspeó: era voluntad de la difunta dejar a sus nietas y a su nieto las tres cuartas partes de su herencia. A su exyerno le deseaba buena suerte y buena memoria para recordar lo caro que sale ir de gallito a picar en corral ajeno. Tan caro como para no ver un céntimo. A Baldomero, su fiel amante, lo había hecho enterrar con ella en su misma sepultura. Y su casa era para el intruso, para mí. Con su agradecimiento por años de leal amistad.
Saqué la cámara de su bolsa. Hay imágenes que no pueden dejar de ser mostradas, incluso cuando no significan nada. Y oí un susurro, la voz ya tan olvidada de la hija primera.
—¿Fuiste tan amigo de mi abuela, o fuiste su amante?
—A ti te lo voy a decir.