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CÓMO LEER PARA UNO MISMO

Proust nació en el seno de una familia en la cual el arte de hacer que los demás se sintieran mejor se tomaba ciertamente muy en serio. Su padre era médico, un hombre corpulento y barbudo, con una fisonomía característica del siglo XIX, cuyo aire autoritario y cuya mirada resuelta hacían que uno se sintiese como un tonto en su presencia. Transmitía esa superioridad moral característica de los miembros de la profesión médica, un colectivo cuyo valor para la sociedad es incuestionable y salta a la vista ante todo aquel que haya sufrido un catarro pertinaz o un ataque de apendicitis, y que por consiguiente provoca una molesta sensación de banalidad en quienes se dedican a vocaciones menos manifiestamente valiosas.


El doctor Adrien Proust, hijo de un tendero de provincias especializado en la manufactura de velas y cirios para uso doméstico y eclesiástico, había tenido un modesto comienzo profesional. Tras cursar con brillantez sus estudios de medicina, que culminó con una tesis titulada Diversas formas de reblandecimiento cerebral, se dedicó a mejorar los criterios imperantes en la salud pública. Se preocupó en especial por detener los avances del cólera y de la peste bubónica, y en sus múltiples viajes por el extranjero asesoró a los gobiernos de no pocos países en calidad de experto en enfermedades infecciosas. Recibió la debida recompensa a sus desvelos y fue nombrado caballero de la Legión de Honor y profesor de higiene en la Facultad de Medicina de París. El alcalde de Toulon, puerto mediterráneo particularmente propenso a las epidemias de cólera, le hizo entrega de las llaves de la ciudad; en Marsella, un hospital dedicado a enfermos infecciosos fue bautizado con su nombre. Cuando falleció en 1903, el doctor Proust era un médico de renombre internacional a quien casi podría creerse a pie juntillas cuando resumió su existencia en este pensamiento: «He sido feliz durante toda mi vida».


No es, pues, de extrañar que Marcel se hubiera sentido un tanto indigno al lado de su padre y que hubiese temido ser la pesadilla y el desdoro de su por lo demás satisfecha vida. Nunca albergó ninguna de las aspiraciones profesionales que constituían un distintivo de normalidad en los hogares de la burguesía a finales del siglo XIX. Solo le importaba la literatura, aunque durante buena parte de su juventud no pareció dispuesto a consagrarse a ella ni ser capaz de hacerlo. Como era un buen hijo, intentó dedicarse a algo que mereciese la aprobación de sus padres. Pensó en trabajar como funcionario para el Ministerio de Asuntos Exteriores, estudiar abogacía, ser agente de cambio y bolsa o ayudante en el Louvre. Sin embargo, la dedicación a una profesión determinada le resultó harto difícil. Dos semanas de trabajo como pasante de un abogado bastaron para espantarlo («En mis momentos de máxima desesperación, jamás he llegado a concebir nada tan horripilante como el bufete de un abogado»), y la idea de convertirse en diplomático fue descartada cuando cayó en la cuenta de que a la fuerza tendría que irse de París y alejarse de su amada madre. «Así pues, ¿qué me queda, teniendo en cuenta que he decidido no ser abogado, ni médico, ni cura...?», se preguntaba a sus veintidós años un Proust cada vez más desesperado.


Tal vez pudiera hacerse bibliotecario. Presentó una solicitud y fue admitido, al principio sin remuneración, en la biblioteca Mazarino. Esa podría haber sido la respuesta, pero Proust descubrió que el lugar era demasiado polvoriento para que lo soportaran sus pulmones y fue pidiendo una serie de excedencias cada vez más largas, todas ellas con el pretexto de su enfermedad; unas las pasó en cama; otras, de vacaciones; muy pocas, ante su escritorio. Llevaba una vida en apariencia regalada: organizaba cenas y festejos, salía a tomar el té, gastaba el dinero a espuertas. Cabe imaginar la inquietud de su padre, un hombre pragmático que nunca había manifestado un interés excesivo por el arte, aunque en tiempos fuera médico titular de la Opéra Comique, donde encandiló a una cantante norteamericana que le envió una foto suya en la que aparecía vestida de hombre, con unos bombachos repletos de puntillas y encajes. Después de un largo periodo en el que no se presentó a trabajar —de hecho, aparecía un día al año, o incluso menos—, sus jefes en la biblioteca Mazarino, por lo general tan tolerantes y comprensivos con él, terminaron por perder la paciencia y lo despidieron cinco años después de haberlo admitido. A esas alturas ya era evidente para todo el mundo, y no menos para su desilusionado padre, que Marcel jamás iba a tener un trabajo propiamente dicho y que siempre dependería del dinero de la familia para dedicarse a su tan diletante como en modo alguno remunerado interés por la literatura.


Todo lo anterior hace que cueste trabajo comprender una ambición que Proust confesó a su criada una vez que sus padres habían muerto, cuando por fin había empezado a trabajar en su novela: «Ah, Céleste, si al menos tuviera la seguridad de hacer por los libros tanto como hizo mi padre por los enfermos».


¿Hacer por los libros lo que Adrien había hecho por aquellas personas destruidas por el cólera y la peste bubónica? No hacía falta ser el alcalde de Toulon para comprender que el doctor Proust tenía en su mano el poder de introducir una mejora sustancial en las condiciones de vida del pueblo; en cambio, ¿qué clase de sanación tenía en mente Marcel con los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido? Su obra maestra bien podría ser una forma de entretenerse durante un largo viaje en tren a través de la estepa siberiana, pero ¿habrá alguien dispuesto a afirmar que sus beneficios están a la altura de los que comporta un sistema de sanidad pública que funcione debidamente?


Si descartamos la ambición de Marcel, tal vez se deba a un particular escepticismo respecto a las cualidades terapéuticas de la novela y la literatura en general, y no tanto a que dudemos del valor de la palabra impresa. Incluso el doctor Proust, en muchos sentidos contrario a la vocación de su hijo, no era del todo hostil a todos los géneros literarios, y ciertamente fue un autor prolífico y mucho mejor conocido en las librerías, durante no pocos años, que su vástago.

De todos modos, la utilidad de los escritos del doctor Proust nunca fue puesta en tela de juicio, al contrario que la de su hijo. A lo largo de sus treinta y cuatro libros publicados, se dedicó a considerar infinidad de modos para incrementar el bienestar físico de la población en general, y sus títulos van desde un estudio de La defensa de Europa frente a la peste hasta un breve volumen sobre un problema tan especializado, y en la época tan novedoso, como El saturnismo observado en los obreros relacionados con la fabricación de pilas eléctricas. Sin embargo, el doctor Proust quizá fuese mejor conocido entre el público lector gracias a un buen número de libros en los que transmitió de forma concisa, vivaz y accesible todo lo que uno quería saber acerca de la buena forma física. De ningún modo sería contrario al tenor de sus ambiciones describirlo como un pionero magistral de los manuales de autoayuda para mantenerse en forma.


El libro de autoayuda con que cosechó más éxito fue Elementos de higiene. Publicado en 1888, estaba profusamente ilustrado e iba dirigido sobre todo a las adolescentes, por considerar que este segmento de la población necesitaba consejos sobre cómo realzar su salud, a fin de contar con una nueva y vigorosa generación de ciudadanos franceses, sumamente escasos al cabo de todo un siglo de sangrientas aventuras militares.


Puesto que el interés en un estilo de vida saludable ha ido en aumento desde los tiempos del doctor Proust, quizá sea útil incluir al menos algunas de las muy atinadas recomendaciones del doctor.


CÓMO EL DOCTOR PROUST PUEDE MEJORAR SU SALUD


(I) Dolor de espalda




Por el contrario, debería seguir el ejemplo de esta señorita:




(II) Corsés

El doctor Proust nunca ocultó el desagrado que le producía esta prenda de moda, que describió como perversa y autodestructiva (en una diferenciación importante para todo el que esté preocupado por el correlato entre esbeltez y atractivo, informó a sus lectores y lectoras de que «la mujer delgada dista mucho de ser la mujer esbelta»). Y en un intento por disuadir a las muchachas que pudieran sentir la tentación de llevar estos corsés, incluyó una ilustración que ponía de manifiesto los catastróficos efectos de esta especie de faja sobre la columna vertebral.




(III) Ejercicio

En lugar de fingir la delgadez por un medio enteramente artificial, el doctor Proust proponía un régimen de ejercicio regular en el que incluyó buen número de ejemplos prácticos y en modo alguno exigentes; por ejemplo, saltar desde lo alto de una tapia...



... dar saltos...




... balancear los brazos...




... y columpiarse sobre un solo pie.




Con un padre tan magistral en la instrucción aeróbica, el uso de los corsés y la postura ideal para coser, diríase que Marcel pudo haber pecado de imprudente o quizá incluso de excesivamente ambicioso a la hora de equiparar la obra de toda su vida con la del autor de Elementos de higiene. En vez de echarle la culpa de ese problema, cabría en cambio preguntarse hasta qué punto tiene sentido esperar de cualquier novela que posea unas determinadas cualidades terapéuticas, y si el género novelesco en sí mismo es capaz de ofrecer más alivio del que obtendríamos de una aspirina, un paseo campestre o un dry martini.


Con afán caritativo, podría sugerirse el escapismo. Cuando uno se encuentra empantanado en circunstancias familiares, quizá resulte placentero adquirir un libro de bolsillo en el quiosco de la estación («Me atraía la idea de alcanzar un público más amplio, de llegar a esa clase de personas que compran volúmenes de ínfima calidad de impresión antes de tomar un tren», especificó Proust). Una vez a bordo, podemos abstraernos del entorno inmediato e ingresar en un mundo más agradable o, cuando menos, agradablemente distinto del que nos rodea, y distraernos de vez en cuando admirando el paisaje a la vez que sostenemos ese volumen de ínfima calidad de impresión abierto por la página en que un malhumorado barón, que luce el consabido monóculo, se dispone a entrar en el salón de su residencia, y así hasta oír anunciado nuestro destino por el sistema de megafonía del tren, momento en que los frenos emiten de mala gana un chirrido y de nuevo emergemos a la realidad, cuyo símbolo es la estación y la bandada de palomas de color pizarra que picotean aquí y allá los restos de alguna golosina (en sus memorias, la criada de Proust, Céleste, informa a quienes estén alarmados por no haber hecho grandes progresos en la novela de nuestro autor, lo cual es de agradecer, de que la novela no está escrita para ser leída entre dos estaciones de tren).


Es posible que la mejor indicación sobre la idea que tenía Proust del modo en que deberíamos leer se encuentre en su aproximación a la forma de mirar los cuadros. Después de su muerte, su amigo Lucien Daudet escribió acerca del tiempo que pasó con él, incluyendo la descripción de una visita que hicieron juntos al Louvre. Siempre que iba a mirar cuadros, Proust tenía la costumbre de relacionar las figuras representadas en los lienzos con personas que conocía personalmente. Daudet nos cuenta que entraron en una galería en la que había un cuadro de Domenico Ghirlandaio titulado Un viejo con un niño; la obra, que data de la década de 1480, representa a un anciano de mirada amable con la punta de la nariz llena de carbuncos.



Bridgeman Art Library


Proust se paró un momento a contemplar el Ghirlandaio; acto seguido, se volvió hacia Daudet y le dijo que aquel hombre era el vivo retrato del marqués de Lau, personaje de sobra conocido en el mundillo de la alta sociedad parisina.

Qué sorprendente resulta identificar al marqués, un caballero del París finisecular, en un retrato pintado en Italia a finales del siglo XV. Sin embargo, sobrevive una instantánea del marqués. Nos lo muestra sentado en un jardín con un grupo de damas ataviadas con aquellos vestidos que, para ponérselos, requerían la ayuda de cinco criadas al menos. Él lleva traje oscuro, cuello duro, gemelos y sombrero de copa; a pesar de la parafernalia decimonónica y de la mala calidad de la fotografía, cabe imaginar que efectivamente guarda un parecido asombroso con el hombre de la nariz llena de carbuncos que pintó Ghirlandaio en la Italia del Renacimiento, un hermano dramáticamente separado de él por la distancia y los siglos.




La posibilidad de realizar semejantes conexiones visuales entre dos personas que habitaban mundos en apariencia tan distintos entre sí explica el que Proust afirmase que «estéticamente, el número de los tipos humanos es tan restringido que continuamente, allí donde estemos, podemos disfrutar del placer de ver a personas ya conocidas».


Un placer como ese no es solo visual: el restringido número de los tipos humanos también implica que en reiteradas ocasiones tenemos la posibilidad de leer algo acerca de personas ya conocidas en lugares en los que nunca habríamos imaginado encontrarlas.


Albertine tenía la cabeza quieta al hablar, la nariz contraída, y movía únicamente el borde de los labios. De lo cual resultaba una sonoridad nasal y lenta, en la que entraban probablemente como causas herencias de parla provinciana, juvenil afectación de la flema británica, lecciones de una institutriz extranjera y una hipertrofia congestiva de la mucosa nasal. Este modo de hablar, que desaparecía enseguida cuando iba conociendo a la gente y se volvía más natural y más chiquilla, podía parecer desagradable. Pero era muy particular, y a mí me encantaba. Cada vez que se me pasaban unos días sin verla, yo me repetía todo exaltado: «Nunca se le ve a usted jugar al golf», con el mismo tono nasal en que ella lo dijera, muy tiesa, sin mover la cabeza. Y entonces pensaba yo que no había en la tierra ser más codiciable.


Cuando se lee el retrato de ciertos personajes de ficción es difícil no imaginar al mismo tiempo a ciertos conocidos de la vida real a quienes recuerdan muy estrecha e inesperadamente. Por ejemplo, me ha resultado imposible separar a la duquesa de Guermantes que pinta Proust de la imagen de la madre adoptiva de una antigua novia mía, una señora de cincuenta y cinco años que no habla francés, no tiene título nobiliario alguno y reside en Devon. Más aún: cuando un personaje tan titubeante y tímido como Saniette pregunta al narrador de Proust si podría visitarlo en su hotel de Balbec, el tono de orgullo y recelo con que enmascara sus intenciones amistosas me parece exactamente el de un viejo conocido de la universidad, que tenía la maniática costumbre de no ponerse jamás en una situación en la que corriera el riesgo de verse rechazado.

«No sabrá usted qué es lo que va a hacer dentro de unos cuantos días, ¿verdad? Lo digo porque yo probablemente estaré en las cercanías de Balbec. No es que sea un asunto de importancia, claro; tan solo se me ha ocurrido preguntárselo por si acaso», dice Saniette al narrador, aunque lo mismo podría haber sido Philip al proponer un plan para pasar la noche. En cuanto a la Gilberte de Proust, en mi imaginario se encuentra decididamente asociada con Julia, a quien conocí a los doce años, cierta vez en que fui a esquiar, y me invitó dos veces a merendar en su casa (comía los milhojas muy despacio, sin importarle que las migas cayeran en su vestido estampado), a quien besé en Nochevieja y a la que nunca más volví a ver, pues vivía en África, donde hoy bien podría ser enfermera, en el caso de que su deseo de adolescente se haya hecho realidad.


Qué oportuno es que Proust comente que «no es posible leer una novela sin atribuir a la heroína los rasgos de la mujer que amamos». Ello dota de cierto aire de respetabilidad al hábito de imaginar que Albertine, a quien vimos por última vez en Balbec, con sus ojos brillantes y risueños y su capota negra, tiene un parecido pasmoso con Kate, mi novia, que nunca ha leído a Proust y prefiere a George Eliot o bien hojear el Marie Claire si ha tenido un día complicado.



Kate/Albertine


Semejante comunión íntima entre nuestra vida y las novelas que leemos puede ser, de hecho, la razón por la que Proust sostenía que


En realidad, mientras lee, todo lector es el lector de su propio yo. La obra del escritor no pasa de ser un mero instrumento óptico que ofrece al lector para darle la posibilidad de discernir aquello que, sin su libro, tal vez nunca habría experimentado en sí mismo. Y que el lector reconozca en su propio yo aquello que dice el libro es la prueba de su veracidad.


Ahora bien: ¿por qué razón aspiran los lectores a ser lectores de sus propios yoes? ¿Por qué privilegia Proust la conexión existente entre nosotros y la obra de arte, tanto en su novela como en sus costumbres museísticas?

Una de las posibles respuestas es que se trata de la única manera en que el arte puede afectarnos como es debido, en vez de ser una simple distracción, y que, además, existe todo un flujo de extraordinarios beneficios inherente a lo que bien podría designarse como el «fenómeno del marqués de Lau» (FML), que consiste en la posibilidad de reconocer a Kate en el retrato de Albertine, a Julia en la descripción de Gilberte y, en términos generales, a nosotros mismos en aquellos volúmenes de ínfima calidad de impresión adquiridos en las estaciones de ferrocarril.


BENEFICIOS DEL FML


(I) Sentirse como en casa en todas partes

El hecho de que quizá nos sorprenda reconocer a alguien en un retrato pintado cuatro siglos atrás sugiere lo difícil que es sostener algo más que una creencia meramente teórica en la universalidad del carácter del ser humano. Tal como Proust veía el problema,


Las gentes de tiempos pasados nos parecen infinitamente lejos de nosotros. No nos atrevemos a suponerles intenciones profundas allende lo que expresan formalmente; nos quedamos pasmados cuando encontramos un sentimiento aproximadamente semejante a los que nosotros experimentamos en un héroe de Homero [...] dijérase que nos imaginamos al poeta épico [...] tan lejos de nosotros como un animal que hayamos visto en un parque zoológico.


Tal vez parezca muy normal que nuestro primer impulso cuando nos presentan a los personajes de la Odisea sea quedarnos mirándolos medio embobados, como si se tratara de una familia de ornitorrincos que no para de dar vueltas en su jaula del zoo municipal. Igualmente perplejos nos sentimos ante la idea de oír hablar a un personaje de turbia reputación, con un espeso bigote, que se encuentra en medio de unos cuantos amigos de aspecto distinguido y anticuado:




Sin embargo, una de las ventajas que tienen esos encuentros más dilatados con Proust o con Homero es que un mundo que hasta entonces había parecido amenazadoramente ajeno a nosotros se revela como algo muy similar, en esencia, al nuestro, y así se amplía el abanico de lugares en que nos sentimos como en casa. Ello supone que podemos abrir las puertas del zoo y liberar a una serie de personajes atrapados tanto en las guerras de Troya como en el Faubourg Saint-Germain, personajes a los que previamente habíamos contemplado con injustificada y provincial suspicacia por el mero hecho de tener nombres tales como Euricleia o Telémaco, o porque nunca nos han enviado un fax.


(II) Un remedio para la soledad

También podríamos liberarnos nosotros del zoo. Lo que se considera normal que sienta una persona en un lugar y un momento determinados está supeditado al hecho de que tal vez se trate de una versión abreviada de lo que en realidad resulta normal, de modo que las experiencias de los personajes de ficción nos proporcionan una imagen inmensamente ampliada de la conducta humana, y por tanto una confirmación de la normalidad esencial de los pensamientos o los sentimientos que no se mencionan en nuestro entorno inmediato. Después de incurrir en el comportamiento infantil de reñir con una amante que en el transcurso de una cena se mostró distraída, existe cierto alivio al oír que el narrador de Proust reconoce que «tan pronto descubrí que Albertine no estaba siendo agradable conmigo, en vez de decirle que estaba triste opté por portarme mal con ella», y revela que «nunca expresé mi deseo de romper con ella, salvo cuando fui incapaz de arreglármelas sin ella», después de lo cual nuestros caprichos románticos ya no parecen los de un perverso ornitorrinco.


Las muestras del FML, de igual modo, tal vez basten para que no nos sintamos tan solos. Tras ser abandonados por un amante que ha manifestado de la forma más amable que quepa imaginar su deseo de pasar algo más de tiempo a solas, qué consuelo se siente al permanecer en cama y ver cómo cristaliza en el narrador de Proust la idea de que «cuando dos personas se separan, la que no está enamorada es la que se encarga de los discursos más tiernos». Qué consuelo es darse cuenta de que un personaje (que en el transcurso de la lectura descubrimos milagrosamente igual a nosotros) padece las mismas aflicciones de una despedida endulzada y que, más importante aún, sobrevive.


(III) La capacidad de poner el dedo en la llaga

El valor de una novela no se limita a su representación de las emociones y las personas emparentadas con las que se dan en nuestra vida real, sino que se extiende hasta abarcar la capacidad de describirlas mucho mejor de lo que nosotros mismos habríamos podido hacerlo; esto es, que pone el dedo en la llaga de las percepciones que reconocemos como propias, aunque no habríamos sabido formularlas por nuestra propia cuenta.


Quizá hayamos conocido a alguien como la novelesca duquesa de Guermantes y hayamos sentido que existía algo tan superior como insolente en su talante, sin saber bien qué, hasta que Proust nos señala, con toda discreción, entre paréntesis, cómo reaccionó la duquesa cuando, durante una cena elegante, una tal madame de Gallardon cometió el error de portarse con demasiada familiaridad con la duquesa, también conocida como Oriane des Laumes, y se dirige a ella llamándola por su nombre de pila:


—Oriane —y aquí la duquesa miró asombrada y risueña a un tercer personaje, al que pareció tomar por testigo de que nunca autorizó a madame Gallardon para que la llamara por su nombre de pila— ...


Uno de los efectos que tiene la lectura de un libro que dedica su atención a plasmar tan tenues y sin embargo vitales temblores, es que una vez que dejamos el volumen y reanudamos nuestra vida, podemos prestar atención precisamente a las cosas ante las que el autor habría sido sensible, caso de hallarse en nuestra compañía. Nuestra mente será como un radar afinado de nuevo para captar la presencia de ciertos objetos que flotan en nuestra conciencia, el efecto será como el de introducir una radio en una habitación que habíamos creído vacía y silenciosa, para caer en la cuenta de que el silencio solo existía en una determinada frecuencia y que en todo momento habíamos compartido el lugar con ondas sonoras procedentes de una emisora ucraniana o de la cháchara nocturna de una banda utilizada por una compañía de taxis. Nuestra atención se verá atraída hacia las sombras del cielo, hacia los cambios de un determinado rostro, hacia la hipocresía de un amigo o hacia una tristeza sumergida provocada por una situación en la que previamente ni siquiera habríamos sabido si sentirnos tristes. El libro nos habrá sensibilizado, habrá estimulado nuestras antenas adormecidas mediante la evidencia de su sensibilidad recién desarrollada.


Y esa es la razón de que Proust propusiera, con palabras que modestamente jamás habría hecho extensivas a su novela, que


Si leemos la obra maestra escrita por un hombre de auténtico genio, nos deleita encontrar en ella reflexiones que nosotros mismos hemos llevado a cabo y que habíamos despreciado, gozos y zozobras que habíamos reprimido, todo un mundo de sentimientos que habíamos vilipendiado y cuyo valor nos enseña de pronto el libro en que los hemos descubierto.

Cómo cambiar tu vida con Proust

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