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TRES

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CÓMO TOMARSE TIEMPO

Sean cuales fueren los méritos de Proust, incluso sus más fervientes admiradores tendrían serias dificultades para desmentir uno de los rasgos más ingratos de su prosa: la extensión. Tal como dijo Robert, el hermano de Proust, «lo triste es que las personas tengan que estar muy enfermas o tengan que haberse roto una pierna para disfrutar de la ocasión de leer En busca del tiempo perdido». Y cuando uno se encuentra en cama, con una pierna recién escayolada o porque le han diagnosticado tuberculosis, ha de hacer frente a otro reto: la extensión de las frases proustianas, construcciones serpentinas, la más larga de las cuales, localizada en el quinto volumen, tendría una longitud de casi cuatro metros, suficiente para rodear hasta diecisiete veces la base de una botella de vino, si estuviera dispuesta en una sola línea y con un cuerpo de letra normal:[1]





Alfred Humblot jamás había visto nada semejante. En su calidad de director de la muy estimada editorial Ollendorf, a comienzos de 1913 recibió la petición de considerar el manuscrito de Proust de cara a su posible publicación; le fue remitido por uno de los autores de la casa, Louis de Robert, quien había decidido ayudar a Proust en la medida de lo posible para que se publicase su libro.

«Mi querido amigo, es probable que yo sea obtuso —contestó Humblot tras echar un breve vistazo, completamente desconcertado, al arranque de la novela—, pero no logro entender por qué ese amigo suyo necesita treinta páginas para describir cómo da vueltas en la cama antes de quedarse dormido».


No fue el único. Pocos meses antes, Jacques Madeleine, asesor literario de la editorial Fasquelle, recibió el encargo de hojear ese mismo fajo de papeles. «Al final de las setecientas doce páginas de este manuscrito —informó—, tras los innumerables pesares de vernos ahogados en desarrollos insondables, con la irritante impaciencia que supone no poder aflorar jamás a la superficie, uno carece de una sola clave, siquiera de una, acerca de qué trata todo esto. ¿Qué sentido tienen todas esas páginas? ¿Cuál es su significado? ¿Adónde nos lleva? ¡Es imposible saber nada sobre todo eso! ¡Es imposible decir nada al respecto!».


Madeleine, no obstante, hizo el esfuerzo de resumir los acontecimientos de las primeras diecisiete páginas: «Un hombre padece insomnio. Da vueltas en la cama, rememora las impresiones y las alucinaciones del duermevela, parte de las cuales tienen que ver con la dificultad de conciliar el sueño cuando era niño y pasaba largas temporadas en la casa de sus familiares, en Combray. ¡Diecisiete páginas! Y hay una frase (al final de la página 4 y en la página 5) que se prolonga por espacio de cuarenta y cuatro renglones».


Como todos los demás editores se mostraron en sintonía con estos sentimientos, Proust se vio obligado a pagar de su propio bolsillo la publicación de la obra (y hubo de gozar con las disculpas y las muestras de arrepentimiento que le fueron transmitidas a mansalva en años posteriores). Sin embargo, la acusación de verbosidad no fue tan pasajera. A finales de 1921, cuando todo el mundo aclamaba su obra, Proust recibió una carta de una norteamericana que, según aseguraba, tenía veintisiete años, residía en Roma y era extremadamente bella. También le explicaba que durante los tres años anteriores no había hecho otra cosa que leer su obra. Sin embargo, existía un problema: «No entiendo ni palabra, no entiendo absolutamente nada. Querido Marcel Proust, déjese de poses y afectaciones; vayamos al grano y explíqueme en dos palabras qué es lo que de veras ha querido decir».


La frustración de esa belleza romana hace pensar en que Proust, con sus poses y afectaciones, había violado una ley fundamental sobre la extensión: aquella que estipula cuál es el número adecuado de palabras con que ha de relatarse una experiencia determinada. No es que hubiera escrito demasiado per se, sino que había incurrido en una digresión intolerable a la luz de los acontecimientos que sometía a su consideración. ¿Quedarse dormido? Dos palabras tendrían que bastar para decirlo; a lo sumo cuatro líneas, en caso de que el héroe padeciera una indigestión o que una perra alsaciana estuviese pariendo a sus cachorrillos en el patio de la casa. Sin embargo, con sus poses y afectaciones Proust no solo había realizado una digresión sobre el sueño, sino que había cometido el mismo error al relatar una fiesta, una cena, una seducción, una escena de celos.

Así se explica la inspiración del concurso «Resuma usted a Proust» que se celebró en el ámbito nacional en una de las poblaciones costeras del sur de Inglaterra bajo los auspicios de los Monty Python, un certamen público en el que los participantes debían resumir los siete volúmenes de la obra de Proust en quince segundos como máximo, amén de exponer oralmente el resultado obtenido primero en traje de baño y luego vestidos de etiqueta. El primer concursante fue Harry Baggot, de Luton, quien a toda prisa expuso el siguiente resumen:


La novela de Proust trata, de manera ostensible, del tiempo perdido, de la inocencia y la experiencia, de la reivindicación de los valores extratemporales y del tiempo recobrado. En definitiva, la novela es a la vez optimista y acorde con el contexto de la experiencia religiosa del hombre. En el quinto volumen, Swann visita...


Quince segundos no daban para más. «No está mal —anunció el presentador del certamen con dudosa sinceridad—, pero por desgracia nuestro concursante ha elegido una valoración general de la obra antes de entrar en los detalles específicos». Agradeció al participante su esfuerzo, alabó su bañador y le indicó la salida de escena.


A pesar de esta derrota personal, el concurso mantuvo un tono optimista: era posible realizar un resumen aceptable de la obra de Proust, había que tener fe en que aquello que en su origen había necesitado siete volúmenes para expresarse pudiera condensarse razonablemente en un máximo de quince segundos sin que perdiese gran parte de su integridad o de su significado, y para ello solo era necesario que apareciera el candidato idóneo.

¿Qué desayunaba Proust? Antes de que su enfermedad se agravase, dos tazas de café con leche bien cargado, servidas en una jarra de plata que ostentaba sus iniciales. Le gustaba que el café estuviera muy apretado en el filtro y que el agua hirviendo lo traspasara gota a gota. También tomaba un cruasán que le traía su criada de una panadería donde los hacían a la perfección, crujientes y cremosos, con abundante mantequilla, y que mojaba en el café a la vez que leía su correspondencia y hojeaba el periódico.


Sobre esta última actividad tenía sentimientos complejos. Por insólito que fuese ese intento de comprimir los siete volúmenes de una novela en un máximo de quince segundos, tal vez no haya nada que sobrepase, tanto por su regularidad como por su amplitud, la compresión que entraña un periódico. Relatos que cómodamente darían pie a una veintena de volúmenes se ven reducidos a muy estrechas columnas, donde compiten por la atención del lector con infinidad de dramas en su día profundos y hoy deslavazados.


«Mediante ese acto abominable y sensual al que llamamos “leer el periódico” —escribió Proust—, todos los infortunios y cataclismos del universo a lo largo de las veinticuatro horas precedentes, las batallas que cuestan la vida a cincuenta mil hombres, los asesinatos, las huelgas, las bancarrotas, los incendios y los envenenamientos, los suicidios, los divorcios, las crueles emociones de los estadistas y los actores, se transforman ante nuestros ojos, y eso que ni siquiera nos importa, en una golosina matinal, mezclándose maravillosamente, de forma particularmente excitante y tónica, con la recomendada ingestión de unos cuantos sorbos de café au lait».


Por supuesto, no debería sorprendernos que pensar en otro sorbo de café pudiera hacer descarrilar con toda naturalidad nuestro empeño por considerar con el debido esmero esas páginas apretadas, tal vez ya repletas de migas. Cuanto más se comprime la relación de un suceso, más parece merecer tan solo el espacio que le haya sido asignado. Así pues, qué fácil imaginar que no ha ocurrido nada en todo el día, olvidar los cincuenta mil muertos, suspirar, dejar el periódico a un lado y experimentar una mansa oleada de melancolía ante el tedio de la rutina cotidiana.


No era esa la manera que tenía Proust de abordarlo. Podría decirse que de un comentario que hizo Lucien Daudet de pasada, y que nos informa de lo siguiente, emerge toda una filosofía no ya de la lectura, sino también de la vida:


Leía los periódicos con gran esmero. Ni siquiera pasaba por alto la sección de breves. De hecho, un breve relatado por él daba pie, gracias a su imaginación y a su fantasía, a toda una novela de corte trágico o cómico.


La sección de breves de Le Figaro, el periódico que Proust leía a diario, no era recomendable para pusilánimes. Una mañana en concreto de mayo de 1914, el diario agasajó a los lectores con estas noticias:


Mientras enseñaba a un amigo el funcionamiento de una central eléctrica en Aube, M. Marcel Peigny puso el dedo sobre un cable de alto voltaje y quedó fatalmente electrocutado en el acto.


M. Jules Renard, profesor, se suicidó ayer en la estación de République del metropolitano disparándose un solo tiro de revólver en el pecho. M. Renard padecía una enfermedad incurable.


¿A qué clase de novelas trágicas o cómicas habrían dado pie estas noticias? ¿Jules Renard? Un profesor de química asmático e infeliz en su matrimonio, que trabaja en un colegio de señoritas de la orilla izquierda del Sena y a quien se diagnostica un cáncer de colon; ecos de Balzac, de Dostoievski y de Zola. ¿El electrocutado, Marcel Peigny? Muerto mientras trataba de impresionar a un amigo con sus conocimientos de electricidad, empeñado en casar a su hijo Serge, un muchacho de labio leporino, con la hija de su amigo, Mathilde, que nunca usaba corsé. ¿Y el caballo de Villeurbanne? Un salto mortal al tranvía provocado por un error de cálculo y la nostalgia de una vida dedicada a las exhibiciones de hípica, o bien por un deseo de venganza contra el tranvía que recientemente había matado a su hermano en la plaza del mercado, animal degradado más tarde al estado de filete; todo ello apto para ser contado en formato folletinesco.


Sobrevive un ejemplo algo más sobrio de los esfuerzos inflacionistas de Proust. En enero de 1907 estaba leyendo el periódico cuando se fijó en el titular de una noticia breve que rezaba: «Locura trágica». Un joven burgués llamado Henri van Blarenberghe, «en un arranque de locura», había apuñalado a su madre hasta matarla con un cuchillo de cocina. La buena mujer se puso a gritar: «Henri, Henri, ¿qué me has hecho?», levantó los brazos al cielo y cayó al suelo. A continuación, Henri se encerró en su dormitorio e intentó cortarse el cuello empleando el mismo cuchillo, pero no acertó con la vena indicada, de manera que se llevó el revólver a la sien. Ahora bien, como tampoco era un experto en el manejo de esta arma, cuando llegaron los oficiales de policía (uno de ellos casualmente se llamaba Proust) lo encontraron en su dormitorio, tendido sobre la cama y con la cara hecha un cuadro: un ojo colgaba fuera de su órbita, unido a esta por un hilo de tejido sanguinolento. Comenzaron a interrogarlo acerca del incidente, pero falleció antes de que lograse hacer una declaración en condiciones.


Proust bien podría haber pasado la página y haber dado otro sorbo a su café si no hubiese resultado que conocía al asesino. Había coincidido con el cortés y sensible Henri van Blarenberghe en unas cuantas cenas de etiqueta y se carteaban de vez en cuando. De hecho, Proust había recibido carta del joven pocas semanas antes; en ella se interesaba por su salud, se preguntaba qué podría depararles a los dos el año entrante y confiaba en que tuvieran ocasión de verse de nuevo bien pronto.


Alfred Humblot, Jacques Madeleine y la bella corresponsal norteamericana de Roma posiblemente hubiesen juzgado que la respuesta literaria correcta ante ese crimen espeluznante no debería pasar de una o dos palabras abrumadas. Proust, en cambio, escribió un artículo de cinco páginas en el que intentaba enmarcar el horroroso relato del ojo colgante y los utensilios de cocina en un contexto más amplio, considerándolo no un asesinato monstruoso que desafiaba todo precedente o intento de comprensión, sino más bien una manifestación de uno de los aspectos más trágicos de la condición humana, el mismo que había constituido el núcleo de muchas de las grandes obras maestras del arte occidental ya desde los griegos. En opinión de Proust, la ceguera de Henri mientras apuñalaba a su madre lo vinculaba con la furia confusa de Áyax cuando masacró a los pastores griegos y sus rebaños. Henri era Edipo, y su ojo colgante, un eco del modo en que había utilizado los broches de oro del vestido de Yocasta, una vez muerta esta, para arrancarse los ojos. La desolación que tuvo que sentir Henri al ver a su madre muerta le recordó a Proust el abrazo que da Lear a su hija Cordelia, ya muerta, y su exclamación: «Ha muerto, ha muerto para siempre. Está muerta como la tierra. ¡No, no! ¡Ya no hay vida! ¿Por qué ha de tener vida un perro, un caballo, una rata, mientras tú ya no respiras!». Y cuando llegó Proust, el oficial de policía, para interrogar a Henri cuando este ya expiraba, Proust, el escritor, tuvo ganas de actuar como Kent cuando dijo a Edgar que no despertase a Lear, en ese momento inconsciente: «¡No molestéis su espíritu! ¡Oh! ¡Dejad que pase de largo! Detesta al que quiera torturarlo un instante más sobre el potro de este mundo atroz».


Estas citas literarias no tenían por único objeto impresionar (si bien Proust a menudo entendía que «jamás deberíamos dejar pasar la ocasión de citar lo dicho por los otros, siempre y cuando sea más interesante que lo que se nos ocurre pensar al respecto»), antes bien, eran una manera de aludir a las implicaciones universales del matricidio. Para Proust, el crimen cometido por Van Blarenberghe era algo capaz de apelar a todos, y nadie podría juzgarlo como un hecho carente por completo de relación con su dinámica. Aun cuando solo hubiéramos olvidado enviar a nuestra madre una tarjeta postal para felicitarla por su cumpleaños, tendríamos que reconocer una huella de nuestra culpabilidad en los gritos de muerte de madame Van Blarenberghe. «“¿Qué me has hecho? ¿Qué me has hecho?”. Si nos tomásemos la molestia de pensarlo —escribió Proust—, tal vez tendríamos que reconocer que no hay una madre de veras amantísima que en el día de su muerte, y en muchas otras ocasiones, no pueda hacer semejante reproche a su hijo. La verdad es que a medida que envejecemos matamos a quienes nos aman a fuerza de preocupaciones, a fuerza de esa ansiosa ternura que inspiramos en ellos y que de continuo despertamos».


Mediante esos esfuerzos, un relato que parecía no merecer más que unas cuantas y truculentas líneas en una noticia breve queda integrado en la historia de la tragedia y en la historia de las relaciones maternofiliales, y su dinámica cobra dimensión a la luz de la compleja simpatía que por lo general uno otorga a Edipo sobre el escenario, pero que considera inapropiada e incluso fuera de lugar cuando se obsequia con ella a un asesino que ha aparecido en las páginas del periódico.


Lo anterior demuestra cuán vulnerable a las abreviaciones es, en el fondo, gran parte de la experiencia humana, y con qué facilidad puede despojarse de los mojones por medio de los que nos guiamos de manera más obvia a la hora de atribuir importancia a tal o cual suceso. No es difícil suponer que la mayor parte de la literatura narrativa y teatral habría carecido por completo de interés y no habría tenido nada que decirnos si previamente hubiésemos encontrado los asuntos de que trata a la hora del desayuno y en un breve del periódico.


Verona.— Trágico final para dos amantes. Tras pensar por error que su amada había muerto, un joven se quitó la vida. Una vez descubierto el aciago destino de su amante, la mujer también se suicidó.


Rusia.— A causa de sus múltiples problemas domésticos, una joven madre se arroja al paso de un tren y muere.


Francia.— En un pueblo de provincias una joven madre muere a causa de sus problemas domésticos.


Por desgracia, la maestría artística de Shakespeare, de Tolstoi y de Flaubert tiende a sugerir que incluso en la forma de una simple noticia breve habría resultado evidente que en Romeo, en Ana y en Emma había algo por demás significativo, algo que habría llevado a cualquier persona con dos dedos de frente a darse cuenta de que eran personajes aptos para la gran literatura o para una representación en el teatro Globe, si bien es obvio que nada los diferencia del caballo que dio el salto mortal en Villeurbanne o de ese Marcel Peigny que murió electrocutado en Aube. De ahí la afirmación de Proust en el sentido de que la grandeza de la obra de arte no tiene nada que ver con la calidad aparente del asunto de que trata, y en cambio tiene muchísimo que ver con el tratamiento subsiguiente que se dé a ese asunto. De ahí también sus otras afirmaciones análogas a estas, en el sentido de que todo es un asunto potencialmente fértil para el arte, y de que podemos hacer descubrimientos de gran valor tanto en un anuncio de jabón como en los Pensamientos de Pascal.


Blaise Pascal nació en 1623, y desde muy temprana edad sus allegados —no solo sus familiares, aunque estos con natural orgullo— reconocieron que era un genio. A los doce años había comprendido en profundidad las primeras treinta y dos proposiciones de Euclides; pasó después a inventar la matemática de la probabilidad, midió la presión atmosférica, creó una calculadora aritmética, diseñó un tranvía, contrajo tuberculosis y escribió la brillante y pesimista serie de aforismos en defensa de la fe cristiana que se conoce con el título de Pensamientos.


No ha de sorprendernos descubrir cosas de verdadero valor en los Pensamientos. Se trata de una obra que disfruta de una posición cultural privilegiada, hecho que nos anima a tomarnos el tiempo que sea necesario e imaginar que, si no captásemos sus ideas, la culpa no sería del autor sino de nosotros. De todos modos, no es probable que suceda, ya que están escritos con seductora inmediatez y abordan de forma clara, sucinta y moderna temas de interés universal. «No elegimos como capitán del barco al tripulante de más alta cuna», reza uno de los aforismos, y es bien fácil admirar la aguda ironía de esta protesta contra los privilegios hereditarios, que sin duda debió de ser mortificante para la sociedad en modo alguno meritocrática que primaba en tiempos del autor. El hábito de poner a las personas en cargos de relevancia debido sencillamente a la importancia de sus progenitores es ridiculizado con calma mediante una analogía entre la política de Estado y la navegación: los lectores de Pascal bien pudieron sentirse intimidados e incluso silenciados por el elaborado argumento de un aristócrata convencido de tener el derecho divino a determinar la política económica del momento, aun cuando no hubiera sido capaz de aprenderse del todo la tabla del siete, pero es improbable que se tragasen un argumento similar de labios de un duque que desconociese los rudimentos de la navegación y les propusiera hacerse cargo del timón en la travesía de un navio que ha de doblar el cabo de Buena Esperanza.


Qué espumoso y banal parece un jabón al lado de todo esto. Cuánto nos hemos alejado, a la deriva, del reino del espíritu con esta doncella de largos cabellos que se lleva la mano al pecho, embelesada, al pensar en su jabón de tocador, que guarda a mano con los collares, en un joyero forrado de terciopelo.



(Louvre, París/Giraudon); Mary Evans Picture Library


Parece difícil argumentar que la dicha del jabón sea verdaderamente tan significativa como los Pensamientos, pero esa no era la intención de Proust, quien se limitó a decir que un anuncio de jabón puede ser el punto de partida de pensamientos que podrían concluir de forma no menos profunda que los ya expresados con claridad y bien desarrollados en los aforismos de Pascal. Si antes era improbable que tuviéramos pensamientos profundos relacionados con los jabones de tocador, ello podría deberse, lisa y llanamente, a nuestra adhesión a las nociones convencionales sobre el origen de tales pensamientos, o a cierta resistencia frente al espíritu que había guiado a Flaubert cuando convirtió una noticia de periódico acerca del suicidio de una joven en Madame Bovary, o frente al espíritu que había guiado a Proust cuando abordó un asunto en principio tan poco propicio como es el hecho de quedarse dormido, para dedicarle una treintena de páginas.

Un espíritu similar es el que parece haber guiado a Proust en sus lecturas. Su amigo Maurice Duplay nos dice que lo que más le gustaba leer a Marcel cuando no podía conciliar el sueño eran los horarios de trenes.



La hora en que partía el tren de la estación de Saint Lazare era lo de menos para un hombre que no encontró ningún motivo para abandonar París en los últimos ocho años de su vida. Por el contrario, el horario de trenes era motivo de lectura y de disfrute, como si se tratase de una novela apasionante sobre la vida campestre, ya que los nombres de las estaciones de provincias bastaban para dar a Proust material de sobra con el que elaborar mundos enteros, imaginar dramas domésticos en el medio rural, los chanchullos de los ayuntamientos y la vida en los campos de cultivo.

Proust sostenía que el disfrute de esas lecturas tan caprichosas era característico de un escritor, de una persona con la que se podía contar para que desarrollase un notable entusiasmo por asuntos carentes en apariencia de cualquier relación con el arte, una persona para la cual


una representación musical detestable de un teatro de provincias, o un baile que las personas de gusto consideran ridículo, evoquen recuerdos y se relacionen con ella dentro de un orden de ensueños y de inquietudes, más que una ejecución admirable en la Ópera, una velada de extraordinaria elegancia en el Faubourg Saint-Germain. El nombre de las estaciones de una guía de ferrocarriles del norte, donde gustará imaginar que desciende del vagón en una tarde de otoño, cuando los árboles están ya desnudos de sus hojas y huelen intensamente en el aire fresco, un libro insípido para las gentes de gusto, lleno de nombres que no ha oído desde la infancia, pueden representar un valor muy superior al de los insípidos libros de filosofía, y llevan a decir a las gentes de gusto que para ser una persona de talento, tiene gustos muy tontos.


O, al menos, gustos poco convencionales. Esto a menudo resultaba evidente para aquellas personas a las que Proust acababa de conocer, pues se quedaban perplejas ante ciertos aspectos de sus propias vidas, que hasta entonces habían considerado con la magra atención espiritual que suele dedicarse a los anuncios de los objetos de uso doméstico o a los horarios de trenes de París a Le Havre.


En 1919, el joven diplomático Harold Nicolson conoció a Proust en una fiesta celebrada en el Ritz. Nicolson estaba destinado en París con la delegación británica que asistía a la conferencia de paz celebrada a raíz del fin de la Gran Guerra, comisión que sin duda le parecía interesante, aunque no tanto como se lo pareció a Proust.

En su diario, Nicolson refiere la fiesta de este modo:


Fantástico asunto. Proust está blanco como el papel, desaseado, tiene el rostro huidizo. Me hace preguntas. Que si le cuento por favor cómo funcionan las comisiones. «Bueno —le digo—, por lo general nos reunimos a las diez, y hay secretarias tras nosotros». «Mais non, mais non, vous allez trop vite. Recommencez. Vous preñez la voiture de la Délegation. Vous descendez au Quai d’Orsay. Vous montez l’escalier. Vous entrez dans la Salle. Et alors? Précisez, mon cher, précisez». Así pues, se lo cuento todo. La falsa cordialidad del encuentro; los apretones de manos; los mapas; el rumor de papeles; el té en la sala contigua; los mostachones. Me atiende embelesado, interrumpiéndome a cada momento: «Mais précisez, mon cher monsieur, n’allez pas trop vite».


Ese podría ser un lema proustiano: N’allez pas trop vite. Y una de las ventajas de no ir demasiado deprisa es que el mundo tiene la posibilidad de tornarse más interesante entretanto. Para Nicolson, el comienzo de una mañana que había resumido con una lacónica afirmación —«Bueno, por lo general nos reunimos a las diez»— se había ampliado hasta incluir varios apretones de manos, mapas, rumor de papeles y mostachones, donde los mostachones actúan como símbolo útil, con su seductora dulzura, de aquello en lo que nos fijamos cuando no vamos trop vite por la vida.


Con menos codicia, y con más importancia, ir despacio puede suponer una mayor simpatía. Simpatizamos más con las penas del perturbado señor Van Blarenberghe al escribir una extensa meditación sobre su crimen que al murmurar «qué chalado» y pasar la página.


Y la ampliación supone beneficios para la actividad no criminal. El narrador de Proust se pasa un insólito número de páginas de la novela describiendo una dolorosa indecisión: no sabe si proponer matrimonio a su novia, Albertine, aunque a veces duda de que pudiera vivir sin ella, y otras está seguro de que no desea verla nunca más.


Este problema podría resumirse en menos de dos segundos si de ello se ocupara uno de los avezados concursantes del certamen «Resuma usted a Proust»: «Joven inseguro de proponer o no matrimonio». Aunque no sea tan breve como esto, la carta que un buen día el narrador recibe de su madre expresa su dilema matrimonial en términos que convierten el anterior y muy copioso análisis en una desvergonzada exageración. Tras leer la carta, el narrador se dice:


De un tiempo a esta parte he soñado, y el asunto no puede ser más sencillo [...]. Soy un joven indeciso, y en el fondo es cuestión de uno de esos matrimonios en los que ha de llevar algún tiempo averiguar si al final tendrá lugar o no. En esto no hay nada privativo de Albertine.


La sencillez de un relato no carece de ciertos placeres. De repente nos sentimos «inseguros», «nostálgicos», «asentados», «en trance de vida o muerte», «temerosos de lanzarnos al vacío». Puede ser muy tranquilizador identificarnos con una descripción del problema que haga de un juicio anterior algo innecesariamente complicado.


Pero por lo general no es así. Un momento después de leer la carta, el narrador reconsidera su parecer y cae en la cuenta de que en su historia con Albertine tiene que haber algo más de lo que sugiere su madre, y una vez más se pone de parte de la extensión, de los cientos de páginas que ha dedicado a trazar cada una de las modificaciones por las que ha pasado en su relación con Albertine (n’allez pas trop vite), y comenta:

Claro está que uno puede reducir cualquier cosa, si la contempla de acuerdo con su mera apariencia social, al más común de los lugares comunes que aparecen en las páginas de chismorreo de los periódicos. Desde fuera, tal vez es así como yo mismo habría de verme. Pero sé muy bien que lo que es verdad, lo que al menos también es verdad, es todo lo que yo he pensado, todo lo que he leído en los ojos de Albertine, los temores que me atormentan, el problema en el que de continuo me sitúo con respecto a Albertine. La historia del pretendiente que titubea y del compromiso matrimonial que se rompe tal vez corresponda a todo esto, tal como nos daría el tema de una de las obras de Ibsen un reportero inteligente que acabara de asistir a la función teatral. Sin embargo, hay algo más allá de esos hechos que se nos cuentan.

Cómo cambiar tu vida con Proust

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