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SABIDURÍA SIN DOCTRINA


Probablemente solo una buena persona: santa Inés de Montepulciano. / Bridgeman/Chiesa degli Gesuiti, Venecia/Cameraphoto Arte Venezia.

1.

La pregunta más aburrida e improductiva que uno puede hacerse a propósito de cualquier religión es si es o no verdadera, es decir, si nos ha sido revelada desde los cielos al son de clarines y trompetas y está sobrenaturalmente dominada por profetas y seres celestiales... o no.

Para ahorrarnos tiempo, y a riesgo de que el presente proyecto pierda lectores dolorosamente pronto, declaremos ya con franqueza que, por supuesto, no existen religiones verdaderas en ningún sentido divino del término. Este es un libro para esas personas incapaces de creer en milagros, espíritus o cuentos de zarzas ardientes y sin mayor interés en las hazañas de hombres y mujeres tan peculiares como la santa del siglo XIII Inés de Montepulciano, que, según decían, levitaba a casi un metro del suelo cuando rezaba, resucitaba a los niños difuntos y, al llegar el fin de sus días, subió al cielo desde el sur de la Toscana a hombros de un ángel.

2.

Intentar demostrar la no existencia de Dios puede ser un pasatiempo muy entretenido para un ateo. Los críticos más acérrimos de la religión disfrutan enormemente poniendo de manifiesto con gran pormenor y sin asomo de remordimiento la imbecilidad de los creyentes y solo se dan por satisfechos cuando queda probado que sus enemigos son unos simplones o unos fanáticos.

Aunque este ejercicio reporta sus satisfacciones, la verdadera cuestión no es si Dios existe o no, sino hasta dónde estirar los argumentos una vez decidido que, evidentemente, no existe. La presente obra parte de la premisa de que se puede estar comprometido con el ateísmo y aun así creer que, esporádicamente, las religiones son útiles, interesantes y consoladoras y sentir curiosidad suficiente por la posibilidad de importar algunas de sus prácticas e ideas a la esfera secular.

Nos pueden dejar fríos las doctrinas de la Santísima Trinidad y el Noble Óctuple Sendero del budismo y, al mismo tiempo, sentir interés por la forma en que las religiones nos sermonean, promueven la moral, engendran un sentido de comunidad, utilizan el arte y la arquitectura, inspiran viajes, educan las mentes o alientan nuestra gratitud ante la belleza de la primavera. En un mundo acosado por fundamentalismos píos y laicos de toda índole ha de ser posible compensar el rechazo de la fe con la reverencia selectiva por determinados rituales y conceptos religiosos.

Cuando dejamos de creer que las religiones o bien nos han sido reveladas o bien son completas bobadas, el asunto se vuelve mucho más sugestivo. Podemos entonces reconocer que las hemos inventado para cubrir dos necesidades vitales que a día de hoy la sociedad laica no ha sido capaz de satisfacer siquiera con un mínimo de habilidad: la primera, convivir en comunidades armónicas a pesar de que nuestros impulsos más egoístas y violentos estén tan profundamente arraigados. La segunda, lidiar con los aterradores grados de dolor que nos causan nuestra vulnerabilidad ante el fracaso profesional, algunas relaciones turbulentas, la muerte de nuestros allegados y nuestra propia decadencia y extinción. Es posible que Dios haya muerto, pero los asuntos urgentes que nos impelieron a imaginarlo siguen sin resolverse y exigen soluciones que no caduquen aun cuando ya nos hayan advertido que el cuento de los panes y los peces adolece de ciertas inexactitudes científicas.

El ateísmo moderno ha cometido el error de pasar por alto aspectos de la religión que todavía son relevantes aunque hayamos descartado sus dogmas fundamentales. En cuanto no nos sentimos en la obligación de postrarnos ante ellas o denigrarlas, somos libres de descubrir que las religiones atesoran infinidad de conceptos ingeniosos que podrían valernos para aliviar algunos de los males más persistentes y desatendidos de la vida secular.

3.

Crecí en un hogar comprometido con el ateísmo porque soy hijo de dos judíos laicos para quienes creer en Dios tenía el mismo valor que creer en Santa Claus. Recuerdo bien que mi padre redujo a las lágrimas a mi hermana cuando intentó que renunciara a su idea, que en realidad solo sostenía tímidamente, de que en alguna parte del universo moraba una deidad solitaria. Mi hermana tenía entonces ocho años. Si mis padres descubrían que algún miembro de su círculo social albergaba clandestinamente algún sentimiento religioso, lo miraban con la compasión que por lo general uno reserva a los que sufren una enfermedad degenerativa y a partir de ese momento nada les podía persuadir de que volvieran a tomarlo en serio.

Las opiniones de mis padres me influyeron poderosamente, pero hacia los veinticinco años mi falta de fe entró en crisis. Mis dudas nacieron al escuchar las cantatas de Bach, crecieron más tarde en presencia de ciertas vírgenes de Bellini y se hicieron ya insoportables al conocer la arquitectura zen. Sin embargo, hasta que no hubieron pasado unos años de la muerte de mi padre —al que enterramos al noroeste de Londres bajo una lápida hebrea en el cementerio judío de Willesden porque, misteriosamente, no nos había dejado al respecto indicaciones laicas de ningún tipo— no hice frente en su justa y plena medida a la ambivalencia de los principios doctrinales que me habían sido inculcados cuando era pequeño.

Pero mi certidumbre sobre la inexistencia de Dios no se tambaleó. Simplemente, fue liberador pensar que tal vez hubiera alguna forma de aprovechar la religión sin necesidad de suscribir su contenido sobrenatural; alguna forma, por decirlo en términos más abstractos, de pensar en otros Padres sin turbar el respetuoso recuerdo de mi propio padre. Tuve que reconocer que mi prolongado rechazo de teorías sobre seres celestiales y de la existencia de otra vida después de la vida no era justificación alguna para ignorar la música, la arquitectura y las oraciones, los ritos, celebraciones, santuarios, peregrinajes, festejos del paladar y manuscritos iluminados de los diversos credos del mundo.

La sociedad secular se ha visto injustamente empobrecida con la pérdida de toda una colección de prácticas y temas con que los ateos opinan que es imposible convivir a causa de su, al parecer, estrecha relación con «el mal olor de la religión» por citar la útil expresión de Nietzsche. Hemos crecido con miedo a la palabra moral. Nos espanta la idea de oír un sermón. Huimos de la idea de que el arte debería ser edificante o tener una misión ética. No emprendemos peregrinaciones. No erigimos templos. No tenemos mecanismos para expresar gratitud. La idea de leer un libro de autoayuda se ha vuelto absurda para los idealistas y para los virtuosos. No queremos practicar ejercicios mentales. Los desconocidos rara vez cantan juntos. Se nos pone ante una incómoda elección: comprometernos con peculiares concepciones de deidades inmateriales o desprendernos de un cúmulo de sutiles, reconfortantes o, sencillamente, simpáticos rituales cuyo equivalente buscamos en vano en la sociedad laica.

Pero renunciando a tanto hemos permitido que la religión se adueñe en exclusiva de áreas de experiencia que en justicia deberían pertenecer a toda la humanidad, de territorios que sin rubor deberíamos recuperar para el reino de lo laico. El primer cristianismo era experto en apropiarse las buenas ideas de otros, y agresivamente subsumió incontables prácticas paganas que los ateos modernos tienden a evitar en la errónea creencia de que son indeleblemente cristianas. La nueva fe se hizo con las festividades de invierno y nos las ofreció en forma de Navidad. Absorbió el ideal epicúreo de convivencia en comunidades filosóficas y lo convirtió en lo que hoy conocemos como vida monástica. Y en las derruidas ciudades del Imperio Romano se aposentó alegremente en los nichos y altares de templos antaño dedicados a los héroes y dioses paganos.

Ahora los ateos se enfrentan a un nuevo reto: cómo revertir el proceso de colonización religiosa, cómo desligar algunas ideas y ritos de las instituciones religiosas que los reivindicaron y a las que en realidad no pertenecen. Por ejemplo, gran parte de lo mejor de la Navidad no tiene nada que ver con el nacimiento de Cristo. Gira en torno a nociones y prácticas referidas a la comunidad, la fiesta y la renovación de la vida que anteceden al contexto en que el cristianismo las tiene engastadas desde hace siglos. Las necesidades del alma ya están listas para que las liberemos del particular matiz que las religiones les dan, aunque, paradójicamente, sea el estudio de las religiones el que habitualmente encierra la clave de su redescubrimiento y articulación.

En estas páginas y con la esperanza de alumbrar verdades que podrían sernos útiles para la vida secular vamos a procurar leer la fe cristiana —sobre todo la cristiana, pero también, aunque en menor medida, la judía y la budista— particularmente en relación con los desafíos que nos plantea la comunidad de los hombres y su sufrimiento corporal y mental. La tesis subyacente no es que el secularismo es un error, sino que con frecuencia hemos secularizado mal, porque, en el proceso de librarnos de ideas inviables, hemos perdido innecesariamente algunos de los elementos más servibles y atractivos de las religiones.


Las religiones tienen por costumbre ocupar lugares que originalmente no les pertenecían, como ocurrió con la iglesia de San Lorenzo in Miranda de Roma, fundada en el siglo XVII sobre los restos del templo romano de Antonino y Faustina. / Jean-Christophe Benoist.

4.

Doy por supuesto que la estrategia del presente libro va a enojar a los partidarios de ambos bandos del debate. Los religiosos se ofenderán ante comentarios aparentemente bruscos, selectivos y asistemáticos de sus principios. Las religiones no son un bufé, dirán, del que coger según qué cosas de acuerdo con el gusto de cada cual. Sin embargo, la caída de muchos credos se puede explicar por su irracional insistencia en que sus partidarios apuren el plato hasta el final. Ahora bien, ¿por qué no es posible saborear el retrato que de la modestia hace Giotto en sus frescos y, al mismo tiempo, obviar la doctrina de la anunciación? ¿Por qué no se puede admirar el énfasis de los budistas en la compasión y simultáneamente prescindir de sus teorías de la reencarnación? Para quien carece de fe religiosa, tal vez no haya mayor delito que tomar prestados ingredientes de varias religiones. Es como si a un amante de la literatura le pidieran que señalase a su puñado de escritores favoritos del conjunto del canon. Que aquí nos refiramos únicamente a tres de las veintiuna mayores religiones del mundo no es señal de favoritismo o impaciencia, sino, tan solo, consecuencia del hincapié que este libro quiere hacer, no en confrontar una miscelánea de fes, sino en la comparación de lo secular con lo religioso en general.

Los ateos militantes también se pueden sentir ofendidos, en su caso por un libro que trata la religión como si todavía mereciera ser la continua piedra de toque de nuestros deseos y anhelos. Señalarán la furiosa intolerancia institucional de muchas religiones y que el arte y la ciencia nos ofrecen reservas de consuelo y verdad igualmente abundantes y menos ilógicas e intransigentes. Es posible que además se pregunten por qué a alguien que se confiesa incapaz de aceptar tantas facetas de la religión —que, por ejemplo, no puede defender que una virgen dé a luz ni puede tampoco aceptar sin más que, como tan arrobadamente afirman las jatakas, en una de sus identidades el Buda se reencarnó en conejo— no le importe aun así que lo asocien con un tema tan comprometido como la fe.

Se les puede responder que las religiones merecen nuestra atención sencillamente por su ambición conceptual, por haber cambiado el mundo hasta un extremo desconocido para las instituciones seculares. Las religiones han conseguido combinar teorías éticas y metafísicas con una implicación práctica en la educación, el vestido, la política, el transporte y los viajes, la restauración, las ceremonias de iniciación, el mundo del libro, el arte y la arquitectura, una gama tan amplia de intereses que abochorna hasta a los mayores y más influyentes movimientos e individuos laicos de la historia. A quienes estamos interesados en la difusión e impacto de las ideas, nos resulta muy complicado no sentir fascinación ante los ejemplos que nos ofrecen los movimientos intelectuales y educativos más exitosos del mundo.

5.

Para concluir, este libro no se propone hacer justicia a ninguna religión en particular, porque ya tienen todas sus propios apologistas. Procura en cambio examinar facetas de la vida religiosa que contienen conceptos que podrían aplicarse a los problemas de la sociedad secular, y dar sus frutos. Intenta desechar los aspectos más dogmáticos de las religiones y destilar los que podrían ser más oportunos y balsámicos para las mentes que en nuestro tiempo tienen que afrontar las crisis y penas de la existencia finita en nuestro atribulado planeta. Y espera también rescatar parte de la belleza, ternura y sabiduría de todo lo que, al parecer, ha dejado para siempre de ser verdadero.

Religión para ateos

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