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COMUNIDAD


Linkimage / Gerry Johansson.

CONOCER A LOS DESCONOCIDOS

1.

Una de las pérdidas más tristes de la sociedad moderna es la del sentido de comunidad. Imaginamos que existió alguna vez un grado de cercanía y buena vecindad que ahora ha sido sustituido por un anonimato implacable, por una situación en que las personas buscamos el contacto con el otro principalmente con fines bien demarcados y egoístas: el beneficio económico, las ventajas sociales, el amor romántico...

Parte de nuestra nostalgia gira en torno a nuestra renuencia a mostrarnos caritativos con quienes atraviesan dificultades, pero es muy poco probable que nos interesen síntomas menores de la escisión social: que no nos saludemos al cruzarnos por la calle, por ejemplo, que no ayudemos a los mayores cuando vuelven con la compra. Vivimos en ciudades mastodónticas y tendemos a enclaustrarnos en guetos tribales organizados de acuerdo a nuestra clase, estudios o profesión. Podemos llegar a ver al resto de la humanidad como enemiga en lugar de como un colectivo empático al que aspirar a unirse. Entablar conversación con un desconocido en un espacio público puede llegar a ser raro y extraordinario. En cuanto pasamos de los treinta, hacer nuevos amigos es casi insólito.

Quienes han intentado comprender qué puede haber erosionado nuestro sentido de comunidad otorgan un papel importante a la privatización de las creencias religiosas que se viene produciendo en Europa y Estados Unidos desde el siglo XIX. Los historiadores sugieren que empezamos a descuidar el trato con nuestros vecinos en el momento —más o menos— en que dejamos de honrar en grupo a nuestros dioses, lo cual nos hace preguntarnos qué hicieron en el pasado las religiones para fomentar el espíritu comunitario y, desde un punto de vista más práctico, si la sociedad laica podría recobrar alguna vez el mismo espíritu sin basarlo en la superestructura teológica a la que estuvo vinculado. ¿Sería posible reivindicar una noción de comunidad que no esté erigida sobre cimientos religiosos?


Axiom/Timothy Allen.

2.

Si examinamos con mayor detalle las causas de nuestra alienación, nos damos cuenta de que, en realidad, la sensación de soledad proviene en parte de la magnitud de algunas cifras. Vivimos en la tierra miles de millones de personas, así que la simple idea de hablar con un desconocido tiene que darnos más miedo que cuando el planeta estaba escasamente poblado. Porque da la impresión de que la sociabilidad guarda una relación inversamente proporcional con la densidad de población. Por lo general charlamos amigablemente con los demás solo cuando además tenemos la alternativa de evitarlos del todo. Si el beduino cuya tienda contempla cien kilómetros de arena desolada cuenta con recursos psicológicos suficientes para dar al recién llegado una cálida bienvenida, sus coetáneos de la urbe, que en el fondo no son menos generosos ni menos bienintencionados, no pueden —para preservar un mínimo de serenidad interior— dar muestra alguna de que reparan en los millones de seres humanos que comen, duermen, discuten, copulan y mueren a solo unos centímetros de él y por todos lados.

Y luego, por supuesto, está la cuestión de las presentaciones. Los espacios públicos en los que comúnmente nos encontramos —trenes de cercanías, ajetreadas aceras, salas de aeropuerto— conspiran por proyectar una imagen degradada de nuestras identidades que socava la idea de que toda persona es necesariamente el centro de una individualidad compleja y preciosa. Es difícil seguir teniendo esperanzas en la naturaleza humana después de darse un paseo por la londinense Oxford Street o de hacer escala en O’Hare, el aeropuerto internacional de Chicago.

Antes sentíamos mayor contacto con nuestros vecinos en parte porque con frecuencia también eran nuestros compañeros y amigos. Nuestra casa no siempre ha sido un dormitorio anónimo al que llegamos tarde y del que nos vamos temprano. Conocíamos bien a nuestros vecinos no solo porque eran grandes conversadores, sino porque con ellos recogíamos el heno o arreglábamos el tejado de la escuela, tareas que natural y subrepticiamente contribuían a afianzar las relaciones. Pero el capitalismo no tiene paciencia para la producción artesanal ni para la industria local. Tal vez incluso prefiera que no mantengamos contacto alguno con nuestros vecinos, y mucho menos cuando nos interrumpen camino a la oficina o nos desaconsejan cierta compra online.

Hace tiempo conocíamos a los demás porque no nos quedaba otro remedio que pedirles ayuda... y porque los demás también nos la pedían. La caridad era parte integrante de la vida premoderna. En determinados momentos resultaba imposible no pedir dinero a un desconocido —o casi— o dárselo a un vagabundo. Porque en aquel mundo no había ni seguridad social, ni seguro de desempleo, ni viviendas de protección oficial, ni banca de consumo. Que en plena calle se aproximara un indigente, enfermo, frágil y confuso no provocaba automáticamente que todos desviaran la mirada suponiendo que alguna institución del Estado se haría cargo.

Desde el punto de vista puramente económico somos mucho más generosos que nuestros antepasados porque cedemos hasta la mitad de nuestra renta a la caja común. Pero lo hacemos casi sin darnos cuenta, por medio de la Agencia Tributaria, que es una institución anónima, y, si lo pensamos bien, probablemente con cierto temor —y rencor— a que nuestro dinero sirva para apoyar una burocracia innecesaria o comprar misiles. Rara vez sentimos lazo alguno con los miembros menos afortunados de la sociedad, para quienes nuestro dinero también compra un techo, una sopa, sábanas blancas o algunas dosis de insulina. Ningún receptor, ningún donante, siente la necesidad de decir «por favor» ni «gracias». Nuestros donativos no son ya —al contrario de lo que siempre ha sucedido en la era cristiana— la savia vital de una trabada maraña de relaciones con beneficios prácticos para el receptor y gran provecho espiritual para el donante. Encerrados en nuestros privados capullos, ahora observamos a los demás sobre todo a través de los medios de comunicación, y, como consecuencia, suponemos que los desconocidos son estafadores, asesinos o pedófilos —lo cual refuerza el impulso de confiar solo en aquellos familiares o miembros de nuestra clase social que han tenido a bien investigar a los demás previamente y en nuestro beneficio—. En las raras ocasiones en que las circunstancias (por ejemplo, una tormenta de nieve o una huelga salvaje) consiguen que nuestras herméticas burbujas exploten y nos coloquen junto a personas que no conocemos, no es infrecuente nuestra sorpresa ante el hecho de que nuestros conciudadanos apenas demuestren interés por cortarnos en trocitos o por abusar de nuestros hijos y nuestro pasmo al comprobar que son amables y solícitos.

Por insociables que nos hayamos vuelto, no hemos renunciado a la esperanza de entablar relaciones. En los solitarios cañones de las ciudades modernas, no hay emoción más valorada que el amor. Pero no el amor del que hablan las religiones, no el amor fraternal, expansivo y universal que atañe a toda la humanidad, sino una variedad más restringida y celosa, y en realidad más mezquina: el amor romántico, por el que emprendemos una búsqueda maníaca de una persona única con la que esperamos alcanzar una comunión completa y eterna, de una persona en particular que nos ahorre la necesidad de las demás personas en general.

En la medida en que nos promete acceso a cierta comunidad, la sociedad moderna se centra en el culto al éxito profesional. Tenemos la impresión de estar llamando a su puerta cuando lo primero que nos preguntan en una fiesta es «Y tú, ¿a qué te dedicas?», sabiendo que de nuestra respuesta dependerá una cálida bienvenida o la postergación definitiva junto al plato de los cacahuetes. En esas competitivas reuniones pseudocomunales solo un puñado de atributos son la moneda capaz de comprar la buena voluntad de algún extraño. Lo que más importa es lo que ponga en nuestra tarjeta de visita, y quienes se hayan pasado la vida cuidando a sus hijos, escribiendo poesía o cultivando la huerta comprenderán sin ningún género de dudas que han ido contra las costumbres dominantes de los poderosos y en justicia merecen que los marginen.

Ante semejante nivel de discriminación, no es ninguna sorpresa que muchos de nosotros nos dediquemos con ahínco a nuestro oficio. Centrarse en el trabajo excluyendo todo lo demás es una estrategia plausible en un mundo en que el logro profesional es lo más importante para asegurar no solo los ingresos que nos permitan sobrevivir físicamente, sino también la atención que nos hace falta para prosperar psicológicamente.


Soñando con encontrar a esa persona que nos evite la necesidad de otras. / Sin título, octubre de 1998, de Hannah Starkey, cortesía de Maureen Paley, Londres.

3.

Da la sensación de que las religiones saben mucho de nuestra soledad. Aunque nos creamos muy poco de lo que dicen del más allá o del origen sobrenatural de sus doctrinas, podemos admirar cómo entienden lo que nos separa de los desconocidos y su intento por acabar con algunos de los prejuicios que normalmente impiden que entablemos relaciones hondas con los demás.

Una misa católica no es, a buen seguro, el hábitat ideal para un ateo. Gran parte del discurso que allí se oye resulta ofensivo para la razón o sencillamente incomprensible. Se remonta a tiempos remotos y uno rara vez vence la tentación de echar un sueñecito. Pero, pese a todo, la ceremonia está repleta de elementos que refuerzan sutilmente los lazos de afecto entre los feligreses y que los ateos harían bien en estudiar y, de vez en cuando, apropiarse para reutilizarlos en el terreno secular.

El sentido de comunidad que crea el catolicismo empieza con su panoplia escénica. Marca una parcela de tierra, la rodea de muros y declara que allí reinarán valores muy distintos a los que imperan en el exterior —en las oficinas, en los gimnasios, en los cuartos de estar de la urbe—. Todas las edificaciones dan a sus dueños la oportunidad de modificar las expectativas de sus visitantes y dictar normas de conducta específicas. La galería de arte legitima la práctica de observar en silencio un lienzo, la discoteca la de mover los brazos al son de la música. Y una iglesia, con sus pesadas puertas de madera y ángeles de dos toneladas en el pórtico, nos da permiso para el raro gesto de inclinarnos ante un desconocido y saludarlo sin peligro de que nos tomen por pesados o por locos.

Nos prometen que allí (según dice la salutación inicial de la misa) «el amor de Dios y la fraternidad del Espíritu Santo» acogen a todos los presentes. La Iglesia cede su enorme prestigio —adquirido a lo largo de las épocas—, sabiduría y grandeza arquitectónica a nuestro tímido deseo de abrirnos a otras personas.


Mazur/catholicchurch.org.uk.

La composición de la feligresía se nos antoja significativa. Las personas que van a misa no están cortadas por el mismo patrón y no comparten ni edad, ni raza, ni profesión, ni estudios, ni nivel de renta; son, más bien, una muestra aleatoria de almas unidas por su compromiso con ciertos valores. La misa derriba activamente las barreras entre los subgrupos de estatus o ingresos en que normalmente nos movemos y nos abandona en un océano de humanidad más amplio.

En esta época laica con frecuencia damos por supuesto que amor a la familia y sentido de comunidad son sinónimos. Cuando los políticos hablan de sus deseos de arreglar la sociedad, afirman que la familia es el símbolo esencial de la comunidad. Pero el cristianismo es más sabio y menos sentimental a este respecto, porque reconoce que la adscripción a la familia puede en realidad limitar el círculo de nuestros afectos distrayéndonos del mayor desafío de hacernos cargo de nuestra relación con el resto de la humanidad, de aprender a amar a nuestros amigos amén de a nuestros parientes.

Con fines igualmente comunitarios en mente, la Iglesia nos pide que abandonemos nuestros lazos terrenales. Y no venera atributos exteriores como el poder y el dinero, sino valores de nuestro interior como el amor y la caridad. Entre los mayores logros del cristianismo está su capacidad, sin recurrir a ninguna coerción más allá de los argumentos teológicos más amables, de persuadir a monarcas y magnates de que hinquen la rodilla y se humillen ante la estatua de un carpintero y laven los pies a campesinos, barrenderos y botones. En realidad, la Iglesia hace algo más que declarar que el éxito en este mundo no importa; por varios medios nos permite imaginar que podríamos ser felices sin él. Comprendiendo las razones por las cuales intentamos adquirir estatus en primer lugar, la Iglesia establece condiciones bajo las cuales podemos renunciar alegremente a nuestra dependencia de la clase y los títulos. Y parece ser consciente de que nos esforzamos por ser poderosos sobre todo por temor a lo que podría pasarnos si perdiéramos nuestro alto rango por el riesgo a que nos despojen de dignidad, a que nos traten con condescendencia, a quedarnos sin amigos, a que nuestra vida transcurra en un entorno grosero y descorazonador.

La magia de la misa vence todos estos miedos uno por uno. El templo en que se oficia casi siempre es suntuoso. Aunque técnicamente está dedicada a celebrar la igualdad de todos los hombres, generalmente supera en belleza a los palacios. La compañía también resulta atractiva. Nace en nosotros el deseo de ser famosos y poderosos cuando «ser como todo el mundo» nos parece un destino decepcionante, cuando lo habitual resulta mediocre y deprimente. El estatus se convierte entonces en una herramienta que nos separa de un grupo que nos molesta y asusta. Sin embargo, cuando los fieles congregados en una catedral empiezan a cantar Gloria in Excelsis, lo normal es sentir que no se parecen en nada a la masa con que nos tropezamos en el centro comercial o en las estaciones de tren o los intercambiadores de autobuses, tan degradados. Los desconocidos levantan la vista y se fijan en el techo abovedado y lleno de estrellas, ensayan al unísono las palabras

Ven, Señor, y vive entre tu pueblo,

y fortalécelo con tu gracia

y nos dejan pensando que, al fin y al cabo, la humanidad no puede ser tan mísera y desdichada.

En consecuencia es posible que tengamos la sensación de que ya podemos trabajar menos febrilmente, porque vemos que el respeto y la seguridad que esperamos conseguir en el desempeño de nuestra profesión los tenemos ya a nuestra disposición en una cálida e impresionante comunidad que nos da la bienvenida sin pedirnos ningún requisito de esta tierra.

Si hay en la misa tantas referencias a la pobreza, la tristeza, el fracaso y la pérdida, es porque la Iglesia considera que los enfermos, pobres de espíritu, desesperados y ancianos representan aspectos de la humanidad y (lo cual es incluso más significativo) de nosotros mismos que tenemos la tentación de negar, pero que nos sitúan, cuando somos capaces de reconocerlos, más cerca de nuestra mutua necesidad del otro.

En los momentos de mayor arrogancia, el pecado del orgullo —o superbia, según la formulación de san Agustín— se apodera de nuestra personalidad y nos aísla de los que nos rodean. Nos aburrimos de los demás cuando lo único que pretendemos es confirmar lo bien que nos van las cosas. En el mismo sentido, la amistad solo tiene oportunidad de crecer cuando nos atrevemos a compartir temores y lamentos. El resto es mera vanidad, exhibición, espectáculo. La misa nos anima a desprendernos del orgullo. Los defectos cuya exposición tanto tememos, las indiscreciones que sabemos que nos acarrearán bromas y burlas, los secretos que hacen que nuestras conversaciones con quienes llamamos amigos sean superficiales e inertes, se achacan, simplemente, a nuestra humana condición. Y no nos quedan motivos para fingir o para mentir en una casa dedicada a honrar el terror y la debilidad de un hombre que no se parecía en nada a los héroes de la Antigüedad, en nada a los fieros soldados del ejército de Roma o a los plutócratas de su Senado, y que sin embargo fue digno de ser coronado como el más elevado de entre todos los hombres, como rey de reyes.


Mazur/catholicchurch.org.uk.

4.

Si hemos podido permanecer despiertos ante (y a causa de) las lecciones de la misa, esta debería, hacia el final, haber modificado siquiera un poquito los egocéntricos fines que habitualmente nos mueven. También debería habernos sugerido algunas ideas que podríamos utilizar para curar algunas de las fracturas endémicas del mundo moderno.

La primera de esas ideas tiene que ver con el beneficio que supone llevar a las personas a un lugar único que debe en sí mismo ser lo bastante atractivo para suscitar entusiasmo por la noción de grupo. Y debería también inspirar lo suficiente a sus visitantes para que renunciaran, o al menos olvidaran, su habitual egoísmo en favor de una alegre inmersión en el espíritu colectivo (circunstancia improbable en la mayoría de los centros comunitarios modernos, cuyo aspecto sirve paradójicamente para confirmar lo poco aconsejable que resulta unirse a los asuntos comunitarios).


Camera Press, Londres/Butzmann/Laif.

En segundo lugar, la misa es también una lección sobre la importancia de dictar normas para dirigir a las personas en sus mutuas interacciones. La complejidad litúrgica de un misal, la autoridad con que este manual de instrucciones para la celebración de la misa impele a los fieles a mirar, ponerse en pie, arrodillarse, cantar, rezar, beber y comer cuando toca, nos hablan de un aspecto esencial de la naturaleza humana: cuán provechoso resulta que orienten nuestra conducta con los demás. Para asegurar la formación de lazos personales profundos y dignos, una agenda de actividades férreamente coreografiadas puede ser más efectiva que dejar que un grupo se mezcle por su cuenta.

Hay una última lección que cabe extraer de la misa y está estrechamente relacionada con su historia. Antes de que fuera el rito que ahora es, antes de que los fieles se sentaran en bancos de cara a un altar detrás del cual un sacerdote sostiene una hostia y una copa de vino, la misa consistía en una comida. Lo que hoy conocemos como Eucaristía era para las primeras comunidades cristianas la ocasión para posponer unas horas el trabajo y los deberes domésticos y reunirse en torno a una mesa (en la que normalmente servían vino, cordero y pan ácimo) para conmemorar la Última Cena. Y allí los creyentes conversaban, rezaban y renovaban su compromiso con Cristo y entre sí. Al igual que los judíos con la comida del sabbath, los cristianos comprendieron que, a menudo, cuando saciamos nuestra hambre física es cuando más preparados estamos para orientar nuestros pensamientos a las necesidades de los demás. En honor de la más importante virtud cristiana, esas reuniones se llamaron a partir de entonces ágape («amor», en griego) y las comunidades cristianas las celebraron con regularidad en el periodo transcurrido entre la muerte de Jesucristo y el Concilio de Laodicea (año 364). Solo las quejas por la exuberancia y exceso de algunos de esos festines condujeron finalmente a la primera Iglesia a la lamentable decisión de prohibir los ágapes y sugerir que los fieles comieran en casa con su familia. Y a partir de entonces solo se reunieron para celebrar el banquete espiritual que hoy conocemos como Eucaristía.


Un rito artificial puede sin embargo abrir la puerta de sentimientos sinceros. Normas para oficiar la misa; instrucciones en inglés y latín de un misal romano de 1962. / Misal Romano, 1962 © Baronius Press, 2009.

5.

Viene muy a cuento hablar de comidas porque que hoy no tengamos un sentido de comunidad como es debido también se refleja en nuestra forma de alimentarnos. Por supuesto, al mundo contemporáneo no le faltan lugares donde saciar el hambre en compañía —es típico que las ciudades se jacten, como si eso fuera suficiente, del número y calidad de sus restaurantes—, pero lo más significativo es la ausencia casi universal de lugares que nos ayuden a transformar a los desconocidos en amigos.

Hoy en día, los restaurantes presumen de ser lugares donde se puede encontrar compañía, pero es hablar por hablar, porque en realidad solo nos ofrecen un inadecuado simulacro. Del número de personas que por las noches los frecuentan cabría deducir que son refugios donde olvidar la frialdad y el anonimato, pero lo cierto es que no cuentan con mecanismos sistemáticos para que los clientes nos presentemos, olvidemos nuestras mutuas suspicacias y rompamos con los clanes en los que crónicamente nos segregamos, mecanismos que nos empujen a abrir nuestros corazones y a compartir nuestra vulnerabilidad. Lo importante es la comida y la decoración y no las oportunidades de ampliar nuestros afectos y ahondar en ellos. En un restaurante no menos que en una casa, cuando la propia comida —la textura del escalope, la jugosidad del calabacín— se ha convertido en el principal atractivo, podemos estar seguros de que algo ha salido mal.

Los clientes empezarán entonces a abandonar el restaurante con la misma celeridad con que entraron en él y la experiencia habrá confirmado divisiones tribales ya existentes. Al igual que tantas instituciones de la ciudad moderna, los restaurantes están pensados para reunir a varias personas en un mismo espacio, pero no cuentan con medios que faciliten un contacto real.


Antes de ser como hoy la conocemos, la misa era una comida. / Mazu/catholicchurch.org.uk.

6.

Con las ventajas de la misa y los inconvenientes de los modernos restaurantes, podemos imaginar el ideal, el bistrot del futuro, el restaurante Ágape, que será fiel a los principios más sólidos de la Eucaristía.

Ese restaurante tendría la puerta abierta, un precio de entrada modesto único y un interior atractivo. La disposición de las mesas quebraría los grupos y etnias en que por lo común nos dividimos, parejas y parientes tendrían que sentarse por separado y se favorecerían los lazos de amistad sobre los de sangre. No habría problema en acercarse a los demás, en dirigirse a ellos sin temor al rechazo o al reproche. Y en virtud, sencillamente, de que ocupan un mismo espacio, los invitados —como en la iglesia— darían fe de su adscripción al espíritu de comunidad y de su amistad.

Porque sentarse a una mesa con un grupo de desconocidos reporta el incomparable y peculiar beneficio de que nos sea un poco más difícil odiarlos impunemente. Los prejuicios y las disputas étnicas se nutren de abstracciones, así que la cercanía que exige una comida —pasarse los platos, desdoblar las servilletas al mismo tiempo, pedirle la sal a un desconocido— trastoca esa tendencia nuestra a creer que quien viste de manera peculiar y habla con otro acento merece que lo mandemos a su casa o lo agredamos. De entre las muchas soluciones políticas a gran escala que se han propuesto para solucionar conflictos étnicos, pocas puede haber más eficaces para promover la tolerancia entre vecinos suspicaces que obligarlos a compartir una cena.


La comida no era lo más importante: La última cena, 1311, de Duccio di Buoninsegna. / Bridgeman / Duomo, Siena.

Muchas religiones son conscientes de que el momento de la ingestión es propicio para la educación moral. Es como si la inminente perspectiva de comer algo sedujera nuestros normalmente correosos yoes y quisiéramos mostrar a otros la misma generosidad que la mesa nos brinda. Las religiones saben también lo suficiente de dimensiones sensoriales no intelectuales y son conscientes de que no podemos seguir la senda de la virtud si solo nos incita la palabra. Saben que durante una comida pueden contar con un público cautivo que con toda probabilidad aceptará algunas ideas a cambio de alimento, e imparten lecciones de ética bajo el disfraz de un buen almuerzo. Interrumpen el festín, además, antes de la primera copa y nos ofrecen algún pensamiento que tragar con el vino como si fuera una píldora. En el intervalo entre platos, nos obligan, saciada ya el hambre, a escuchar alguna homilía. Y con distintos tipos de comida representan conceptos abstractos: a los cristianos les dicen que el pan representa el cuerpo sagrado de Cristo; a los judíos, que el plato de Pascua a base de manzanas y nueces machacadas es el mortero que usaron sus esclavizados predecesores para construir los almacenes de Egipto; a los fieles del budismo zen, que sus tazas de té hirviendo son una prueba más de la naturaleza transitoria de la felicidad en nuestro voluble mundo.

Al tomar asiento en el restaurante Ágape, los clientes encontrarán ante su plato guías que recordarán a la hagadá judía o al misal católico y contendrán las normas de conducta en la mesa. No se dejará al capricho de cada cual la forma de iniciar una conversación interesante, del mismo modo que ni en la Pascua judía ni en la Eucaristía cristiana los participantes pueden abordar solos los aspectos más sobresalientes de la historia de las tribus de Israel o llegar por su cuenta a la comunión con Dios.

El Libro de Ágape incitaría a los comensales a hablarse durante un tiempo prescrito sobre temas previamente definidos. Como las famosas preguntas que el niño más pequeño de los presentes hace siguiendo la hagadá durante la ceremonia de la Pascua («¿Por qué esta noche es distinta a todas las demás? ¿Por qué tomamos pan ácimo y hierbas amargas?, etcétera), esos temas serían cuidadosamente escogidos con un propósito concreto, para que los asistentes evitasen las acostumbradas manifestaciones de superbia («¿A qué te dedicas?», «¿A qué colegio van tus hijos?»), y confesaran más sinceramente cómo son («¿De qué te arrepientes?», «¿A quién no puedes perdonar?», «¿A qué temes más?»). La liturgia, como en la misa, inspiraría caridad en el sentido más profundo de la palabra: la capacidad para responder con complejidad y compasión a la compañía de nuestros semejantes.

Uno escucharía relatos de culpa, rabia, miedo, melancolía, infidelidad y amor no correspondido, y todos nos haríamos idea de la locura colectiva y de nuestra tierna fragilidad. Gracias a esas conversaciones nos libraríamos de deformadas fantasías sobre la vida de los otros y descubriríamos en qué medida la mayoría hemos perdido, bajo nuestras bien defendidas fachadas, la cabeza hasta cierto punto y, por tanto, tenemos fundadas razones para tender la mano a nuestros torturados vecinos.


El restaurante Ágape, heredero secular de la Eucaristía y de las antiguas comidas comunitarias cristianas. / Thomas Greenall & Jordan Hodgson.

A los nuevos participantes, la formalidad de la liturgia (de la hora de la comida) les parecerá al principio sin duda peculiar. Pero poco a poco irán apreciando cuánto debe la emoción auténtica a normas de conducta bien calculadas. Al fin y al cabo, tampoco es demasiado natural arrodillarse junto a otras personas en un suelo de piedra, fijar la vista en un altar y entonar:

Te rogamos, Señor, por tu pueblo, que cree en ti,

para que goce del regalo de tu amor,

y lo comparta con los demás,

y lo difunda por todo el mundo.

Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor.

Amén.

Y, sin embargo, los fieles que asisten a la misa no esgrimen esas órdenes tan precisas para desestimar su religión; al contrario, las reciben de buen grado porque generan un nivel de intensidad espiritual imposible de conseguir en un contexto más informal.

Gracias al restaurante Ágape, nuestro temor a los desconocidos remitiría. Los pobres comerían con los ricos, los negros con los blancos, los ortodoxos con los seglares, los bipolares con los equilibrados, los trabajadores con los ejecutivos y los científicos con los artistas. La presión claustrofóbica que proviene de derivar todas nuestras satisfacciones de relaciones previas cesaría, y también lo haría nuestro deseo de mejorar nuestra posición social accediendo a los llamados círculos de la élite.


Sacamos provecho de libros que nos dicen cómo comportarnos en las comidas. Aquí, una hagadá de Barcelona (c. 1350), manual de instrucciones de una comida de Pascua escrupulosamente coreografiada y pensada para transmitir una lección de historia judía al tiempo que se actualiza el sentido de comunidad. / Bridgeman/Museo Nacional de Bosnia-Herzegovina, Sarajevo/Photo © Zev Radovan.

La idea de que podríamos remendar algunos de los jirones del tejido social moderno con iniciativas tan modestas como una comida comunal resultará ofensiva a aquellos que para curar los males de la sociedad confían más en el poder de las soluciones políticas y legislativas. Pero es que restaurantes como el Ágape no serían una alternativa a la política tradicional, sino un paso previo para humanizar al otro —en nuestra imaginación al menos— con el fin de comprometernos con nuestras comunidades de un modo más natural y admitir con menos trabas nuestros impulsos egoístas, racistas, agresivos, y de miedo y de culpa, que se encuentran en la raíz de tantos problemas que viene tratando la política desde siempre.

El cristianismo, el judaísmo y el budismo han realizado importantes contribuciones a la manera general de hacer política, pero es posible que su relevancia en los problemas de la comunidad nunca sea mayor que cuando se apartan del guion de la política moderna y nos recuerdan que también tiene valor reunirse con otras cien personas en una sala y cantar un himno, o lavar ceremoniosamente los pies de un desconocido, o sentarse a la mesa del vecino y compartir un estofado de cordero y conversar, rituales que contribuyen, tanto como las deliberaciones en los parlamentos y tribunales de justicia, a que nuestras frágiles e irritadas sociedades se mantengan unidas.


En una comida de Pascua se ponen en marcha mecanismos tan útiles y complejos como los de un Parlamento o un tribunal de justicia. / © Nicky Colton-Milne.


Ataviados con el blanco tradicional, judíos israelíes por una calzada de Jerusalén de camino a la sinagoga el Día de la Expiación. / PA Photos/AP/Bernat Armangue.

DISCULPAS

1.

El esfuerzo de las religiones por inspirar nuestro sentido de comunidad no se limita a presentar personas que no se conocían. También han resuelto con inteligencia los problemas que puedan surgir en los grupos una vez que se han formado.

Uno de los mayores aciertos del judaísmo ha sido fijarse en la ira: qué fácil es sentirla, qué difícil es expresarla y qué incómodo y peligroso es advertirla en los demás y tratar de aplacarla. Lo vemos especialmente el Día de la Expiación de los judíos, uno de los mecanismos psicológicos más eficaces diseñados jamás para la resolución de conflictos.

El Día de la Expiación (Yom Kippur) cae el décimo día del Tishrei, poco después del año nuevo judío, y es un acontecimiento crucial y solemne del calendario hebreo. El Levítico da instrucciones de que en esa fecha los judíos aplacen sus actividades comerciales y domésticas y repasen mentalmente sus actos del año precedente, recordando a las personas a quienes han hecho daño o tratado injustamente. Juntos en la sinagoga deben repetir en oración:

Hemos pecado, hemos engañado,

hemos robado, hemos difamado,

hemos sido perversos, hemos sido malvados,

hemos sido presuntuosos, hemos sido violentos,

hemos mentido.

A continuación tienen que hablar con las personas cuyas esperanzas han frustrado, con las víctimas de su ira, con aquellos a quienes han despreciado o traicionado, y mostrarles su sincero arrepentimiento. Es la voluntad de Dios y una rara oportunidad para el perdón general: «Todos tenemos culpas», dice la oración de la tarde, de manera que «el pueblo de Israel en su conjunto tiene que ser perdonado, incluidos los extranjeros que viven en su seno».


No fue idea de nadie en particular decir lo siento: el Yom Kippur en una sinagoga de Budapest. / Natthan Benn.

En este día sagrado, a los judíos se les aconseja ponerse en contacto con sus colegas, visitar a sus padres e hijos y mandar cartas a sus conocidos, amantes y examigos de ultramar, amén de catalogar los pecados importantes que hayan cometido. A su vez, quienes reciben las disculpas deben reconocer la sinceridad y el esfuerzo del pecador al pedirles perdón. Y en vez de descargar sobre él su irritación y amargura, volver la página de los incidentes del pasado, conscientes de que es muy probable que ellos tampoco estén libres de culpa.

Dios goza de un papel privilegiado en este ciclo de disculpas: es el único ser perfecto y, por tanto, el único que no tiene necesidad de pedir disculpas. En cuanto a todos los demás, la imperfección forma parte de la naturaleza humana, y, en consecuencia, también el arrepentimiento. Pedir perdón a los demás con valor y honradez indica conciencia de la diferencia entre lo humano y lo divino y respeto por ella.

El Día de la Expiación tiene la inmensa ventaja de que parezca que la idea de decir lo siento viene de otra parte y no es iniciativa ni del verdugo ni de la víctima. Es el propio día señalado el que hace que nos sentemos y dialoguemos sobre ese particular incidente ocurrido seis meses atrás en que tú mentiste y yo te amenacé y tú me acusaste de no ser sincero y yo te hice llorar, episodio que ninguno de los dos puede olvidar pero que tampoco se atreve a mencionar y ha ido minando poco a poco la confianza y el afecto que antes nos profesábamos. Es el día que nos brinda la oportunidad —en realidad, de asumir la responsabilidad— de dejar de hablar de lo de siempre y reabrir un caso que fingíamos haber apartado de nuestro pensamiento. Y no lo hacemos por satisfacción personal, sino por cumplir con las normas.

2.

La prescripción del Día de la Expiación reconforta a las dos partes de un agravio. Cuando somos víctimas no solemos hablar de lo que nos aflige, porque son muchas las heridas que parecen absurdas a la luz del día. Espanta a la razón cuánto nos hace sufrir esa invitación que no llega o esa carta que no nos contestan, las horas de tormento que nos depara un comentario desagradable o que olviden nuestro cumpleaños, porque hace mucho que debíamos vivir en la serenidad y ser inmunes a esos pequeños dardos. Nuestra vulnerabilidad es un insulto al concepto que tenemos de nosotros mismos. Vivimos con dolor, pero al mismo tiempo nos ofende que nos hagan daño tan fácilmente. Nuestras reservas, por lo demás, pueden estar ligeramente relacionadas con la economía. Es muy posible que quienes nos hieran tengan autoridad sobre nosotros —son los dueños de la empresa y deciden los contratos—, y es ese desequilibrio de poder el que nos hace callar, aunque con ello no nos ahorremos ni amargura ni cólera reprimida.

Al contrario, cuando hemos sido nosotros los que hemos causado dolor, no hemos pedido disculpas, aunque quizás haya sido porque al actuar mal nos hemos sentido intolerablemente culpables. Podemos sentirlo tanto que seamos incapaces de decir lo siento. Podemos huir de nuestras víctimas y tratarlas con extraña rudeza, y no porque nos inquiete lo que les hicimos, sino por todo lo contrario, porque nos incordie con inmanejable intensidad. Nuestras víctimas tienen que sufrir no solo el daño original, sino la frialdad que mostramos precisamente a causa de nuestra atormentada conciencia.

3.

El Día de la Expiación ayuda a corregir tanto desequilibrio. Si por cierto espacio de tiempo proclamamos la verdad general de que errar es humano, es más fácil confesar nuestros errores concretos. Porque es mucho más soportable confesar nuestros deslices y locuras cuando, para empezar, la autoridad suprema nos dice que todos somos infantil pero perdonablemente dementes.

Es tan catártico el Día de la Expiación que es una pena que se celebre solo una vez al año. El mundo secular podría, sin temor al exceso, adoptar su propia versión al comienzo de cada trimestre.

NUESTRO ODIO A LA COMUNIDAD

1.

Sería ingenuo suponer que la única razón de nuestro fracaso a la hora de fundar comunidades fuertes estriba en que somos demasiado tímidos para acercarnos a los demás y decirles hola. Parte de nuestra enajenación social se debe a las muchas facetas de nuestra naturaleza que no tienen el más mínimo interés en los valores comunales, aspectos a los que la fidelidad, el sacrificio y la empatía aburren o repugnan y que, en cambio, nos inclinan hacia el narcisismo, los celos, el rencor, la promiscuidad y la agresión gratuita.

Las religiones conocen bien esas tendencias y admiten que para que una comunidad salga adelante es necesario tratarlas, pero por medio de delicadas purgaciones y exorcismos y no de la simple represión. Las religiones, por tanto, nos ofrecen una colección de rituales extrañamente elaborados a primera vista cuya función es escardar hábilmente el material tóxico, destructivo o nihilista que nos aflige. Por supuesto, los procedimientos se guardan en secreto —si se hicieran públicos, muchos participantes huirían horrorizados—, pero su longevidad y popularidad demuestran que consiguen algo esencial.

Los mejores rituales comunales median eficazmente entre las necesidades del individuo y las del grupo. Expresados en libertad, ciertos impulsos fracturarían irreparablemente nuestras sociedades. Sin embargo, si simplemente se reprimen, terminan por poner en peligro nuestra cordura. El ritual, por tanto, concilia al individuo con los demás. Es una purgación controlada y con frecuencia estética y conmovedora. Delimita un espacio en que nuestras egocéntricas demandas pueden ser honradas pero también domeñadas, con el fin de que la supervivencia y la armonía del grupo a largo plazo se puedan negociar y garantizar.

2.

Lo vemos en los rituales judíos tras la muerte de un familiar. En este caso el peligro estriba en que el doliente esté tan roto de dolor que deje de asumir sus responsabilidades con la comunidad. El grupo, por consiguiente, recibe instrucciones de dar al afligido oportunidad de expresar su tristeza y al mismo tiempo le va aplicando una suave pero creciente presión que garantice su vuelta a la tarea de vivir.

En los siete días de la shiva que siguen al fallecimiento se permite una cataclísmica confusión, luego sigue un periodo de treinta días (shloshim) en el que debe reinar la contención pero aún absuelven al afectado de muchas obligaciones con el grupo, y durante doce meses (shneim asar chodesh) se honra la memoria del difunto en una oración de duelo pronunciada en la sinagoga. Transcurrido un año, se descubre la lápida (matzevah), se entonan nuevas oraciones, se celebra otro servicio religioso y una reunión doméstica, y las demandas de la vida y la comunidad vuelven a imperar definitivamente.

3.

Funerales aparte, la mayoría de los rituales religiosos comunitarios son manifestaciones de júbilo. Tienen lugar en salas llenas donde se come y se baila, y hay brindis, intercambio de regalos y una atmósfera general de alegría. Pero por debajo de esa alegría, las personas cuya unión se celebra sienten un nudo de tristeza, porque es muy probable que hayan cedido ciertos privilegios en aras de la comunidad. El ritual es en realidad una compensación, un momento de metamorfosis en que la pérdida se puede endulzar y digerir.

No es difícil darse cuenta de que, a cierto nivel, la mayoría de banquetes de boda constituyen la triste sepultura de la libertad sexual y la curiosidad individual en favor de los hijos y la estabilidad social, gesto que la comunidad agradece con bonitos panegíricos y entrega de regalos.


¿Cómo se puede expresar la tristeza y que no nos domine y consuma? Podemos tener el impulso de abandonar la comunidad y la vida. En la imagen, unos judíos descubren la lápida de la tumba de su padre al cabo de un año de su muerte. / Corbis/Robert Mulder/Godong.

La ceremonia judía del Bar Mitzvah es otro ritual ostensiblemente festivo que se propone relajar tensiones internas. Aunque en apariencia celebra el paso a la adolescencia, se propone también que los padres del chico se reconcilien con la inaugurada madurez de su hijo. Los progenitores suelen tener complejas lamentaciones porque el periodo de cría y educación que empezó con el nacimiento del niño llega a su fin y, especialmente en el caso del padre, pronto tendrán que lidiar con su propio declive y con la sensación de envidia y resentimiento ante el hecho de que la nueva generación los iguale y supere. El día de la ceremonia, madre y padre reciben calurosas felicitaciones por los logros y elocuencia del muchacho y, al mismo tiempo, la amable invitación a que lo dejen marchar.

Las religiones tienen sabiduría suficiente para no esperar que nos enfrentemos a nuestras emociones solos. Saben lo confuso y humillante que es tener que admitir nuestra desesperación, codicia, envidia y egocentrismo. Comprenden cuán difícil es encontrar la forma de confesarle sin ayuda a nuestra madre lo furiosos que estamos con ella o a nuestro hijo que lo envidiamos, a nuestra futura pareja que la idea del matrimonio nos asusta tanto como nos atrae. Por eso nos ofrecen días especiales al amparo de los cuales podemos procesar los sentimientos que más nos incordian. Nos dan frases para recitar y canciones para entonar mientras nos guían por las regiones más peligrosas de nuestra psique.

En esencia, las religiones comprenden que pertenecer a una comunidad es tan deseable como complicado. A este respecto, son mucho más complejas que esos teóricos de la política que dedican líricos párrafos a la pérdida de nuestro sentido de la comunidad al tiempo que se niegan a reconocer los aspectos inevitablemente oscuros de la vida social. Las religiones nos enseñan a ser amables, a honrarnos los unos a los otros, a ser leales y serios, pero saben también que si de vez en cuando no nos permiten ser o actuar de la forma contraria, nos partirán el espíritu. En sus momentos de mayor complejidad, las religiones aceptan la deuda que la bondad, la fe y la dulzura tienen con sus opuestos.


¿Necesitaríamos ritos festivos si no tuviéramos también motivos para la tristeza? Ceremonia del Bar Mitzvah en el estado de Nueva York. / Andrew Aitchison.

4.

Ciertamente, el cristianismo medieval comprendía esta dicotomía. Durante la mayor parte del año predicaba la solemnidad, el orden, la contención, la camaradería, la honradez, el amor a Dios y el decoro en el sexo, pero luego, en Nochevieja, abría los candados de la psique colectiva y daba pie a la festum fatuorum, la Fiesta de los Locos.

Durante cuatro días, el mundo se pone patas arriba: los clérigos juegan a los dados en el altar, rebuznan como asnos en lugar de decir «amén», organizan competiciones en el templo para ver quién bebe más, acompañan con pedos el Ave María y pronuncian jocosos sermones parodiando los Evangelios (el Evangelio según el Culo de la Gallina, el Evangelio según la Uña del Pie de san Lucas). Después de beber litros de cerveza, ponen boca abajo los libros sagrados, entonan oraciones a una hortaliza y orinan desde el campanario; o «desposan» a unos burros, atan a sus túnicas penes de lana gigantes y se esfuerzan por acostarse con cualquiera con independencia de su sexo.

Y sin embargo no se lo tomaban a broma. Era una fiesta sagrada, una parodia sacra, pensada para que el resto del año todo discurriera como es debido. En 1445, la Facultad de Teología de París explicaba a los obispos de Francia que la Fiesta de los Locos era una fecha necesaria del calendario cristiano, «a fin de que la locura, que es inherente al hombre y nuestra segunda naturaleza, pueda expresarse libremente al menos una vez al año. Las barricas de vino revientan si de cuando en cuando no las abrimos y dejamos que entre el aire. Todos los hombres somos barricas imperfectamente fabricadas, esa es la razón de que en ciertas jornadas se permita la locura, para que, acabadas esas jornadas, podamos de nuevo servir a Dios con mayor celo».


Es posible que, para no perder la cordura, de vez en cuando necesitemos pronunciar algún sermón del Evangelio según la Uña del Pie de san Lucas. Ilustración del siglo XIX de la Fiesta de los Locos medieval. / Mary Evans Picture Library.

La moraleja que cabe extraer es que si apostamos de verdad por el buen funcionamiento de nuestras sociedades, no podemos ser ingenuos acerca de nuestra naturaleza. Debemos aceptar plenamente que nuestros impulsos destructivos y antisociales están muy arraigados. No deberíamos marginar nuestras ganas de festejar, nuestras depravaciones, y que sean carne de crítica y de acción policial. Deberíamos dar al caos un lugar de honor al menos una vez al año, designar ocasiones en las que liberarnos siquiera brevemente de las dos grandes presiones de la vida secular adulta: la obligación de ser racional y la necesidad de ser fiel. Deberían permitirnos hablar con la boca llena y rebuznar, adornar nuestros abrigos con falos de lana y organizar fiestas nocturnas y copular caprichosa y gozosamente con desconocidos, para volver a la mañana siguiente con nuestra pareja, que por su cuenta habrá hecho algo similar, siendo conscientes ambos de que nada ha sido personal, de que todo es culpa de la Fiesta de los Locos.

5.

De la religión aprendemos no solo los atractivos de la comunidad, sino también que los buenos vecinos aceptan lo que en nosotros hay de rechazo de la propia comunidad —o, por lo menos, lo que no puede tolerarla constantemente en su forma más ordenada—. Contamos ya con fiestas del amor, pero tendríamos que tener también fiestas de los locos.


El momento de la liberación anual en el restaurante Ágape. / Thomas Greenall & Jordan Hodgson.

Religión para ateos

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