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PRÓLOGO
ОглавлениеLa última mañana que compartí con Alan Watts transcurrió en su biblioteca de la montaña con vista a Muir Woods, bebiendo té, tocando una flauta de bambú y pulsando las cuerdas de un koto entre los eucaliptos. Juntos habíamos dictado un curso de una semana en el Esalen Institute de Big Sur, y en el ferryboat de la Sociedad de Filosofía Comparada, en Sausalito. Yo lo asesoraba en las investigaciones de su libro, él leía el manuscrito del mío, Embrace Tiger, Return to Mountain. Permanecíamos sentados en el suelo de la biblioteca cotejando notas, cabeceando, sonriendo. De pronto, Alan saltó sobre sus pies y danzó jubilosamente una improvisación de t’ai chi mientras gritaba: «Ah-ha, t’ai chi es el Tao, wu-wei, tzu-jan, como el agua, como el viento, navegando, esquiando sobre el agua, danzando con tus manos, tu cabeza, tu columna, tus caderas, tus rodillas, con tu impulso, tu voz... Ha Ha ha Ha... La La Lala ah ah Ah...». Con graciosos movimientos se dejó caer en la silla de su escritorio, deslizó una hoja de papel en la máquina de escribir y comenzó a danzar con sus dedos, sin dejar de cantar. Estaba escribiendo un prólogo para mi libro, redactando una hermosa introducción a la esencia del t’ai chi. Probablemente fue uno de sus últimos escritos antes de que una agotadora gira de conferencias por Europa lo arrancara de su escritorio y de sus nuevos modos espontáneos y alegres de escribir.
Alan iba a dejar que su libro sobre taoísmo se escribiera solo. En tanto que erudito, sabía que volvía a remover uno de sus famosos temas y variaciones sobre el encuentro entre Oriente y Occidente. Pero como hombre del Tao, también comprendía que debía renunciar a manipularlo intelectualmente, dado que el tema mismo afirma claramente que «el Tao que puede ser taoado no es el Tao».
Luego de muchos años de escribir lo que, paradójica mente, era imposible escribir, Alan Watts finalmente abandonó este hacer dejando que su escritura simplemente ocurriera. Me comunicó sus reflexiones. Deseaba alcanzar la armonía total del cuerpo y la mente con el movimiento del Tao en el t’ai chi. Alan gozaba de su recién descubierta energía. Escribió los cinco primeros capítulos con un profundo sentido de la revelación, lucidez y comprensión creativa. Quienes participamos en el desarrollo de su manuscrito presentíamos que éste sería su mejor libro, sin duda el más sensible y provechoso. Apenas podíamos esperar a que lo terminara.
Desde un principio me sentí honrado y dichoso de prestarle ayuda. Alan estaba especialmente interesado en las maneras en que yo leía los textos originales chinos. Ambos nos sentimos estimulados descifrando los pasajes difíciles, cargados de ambigüedad y de múltiples posibilidades de interpretación. Consultábamos todas las traducciones existentes, las analizábamos, las asimilábamos y las descartábamos. Luego comenzábamos otra vez, intentando descubrir una nueva traducción que nos satisficiera.
Alan me ayudaba a sentirme sereno respecto de mi falta de fluidez en el idioma inglés. Con frecuencia me decía que mi inglés chino, mal pronunciado, traducía la filosofía china de una manera tanto más explícita, y que no debía hacer tantos esfuerzos por mejorarlo. Como equipo pedagógico nos complementábamos mutuamente. Formábamos una combinación ideal para ayudar a otras personas a experimentar lo que ya creían saber: los extraíamos de sus cabezas y los introducíamos en sus cuerpos para luego devolverles a su entidad cuerpomente. Finalmente, Alan me pidió que ilustrara el libro con caligrafía a pincel. Coincidimos en que las fluidas pinceladas mostrarían más vívidamente el fluir de la corriente del Tao.
Después de terminar el capítulo titulado: «Te: virtualidad», Alan me dijo, con ojos brillantes: «Ya he cumplido conmigo mismo y con mis lectores en lo que concierne a la erudición y el intelecto. ¡El resto del libro sólo aportará diversión y sorpresas!». Alan tenía la esperanza de presentar el Tao a sus lectores del mismo modo en que él lo practicaba y lo experimentaba en la vida cotidiana. En la vida de Alan se habían abierto nuevas perspectivas. Volvía a ser como un niño, deseoso y capaz de ensayar nuevos caminos y de secundar los inevitables vaivenes de sus energías.
Cuando estuvimos juntos en el último seminario de Esalen, al finalizar la sesión de la tarde –cuando la elevación del espíritu nos llevó a todos a sonreír, danzar, subir y bajar rodando las cuestas cubiertas de césped–, Alan y yo comenzamos a caminar de regreso al pabellón, sintiéndonos desbordados, abrazándonos, deslizando las manos por nuestras columnas. Alan se volvió hacia mí y comenzó a hablar, preparado para impresionarme con su habitual elocuencia sobre la exitosa semana que habíamos compartido. Noté un cambio repentino en su expresión: lo rodeaba un halo de ligereza y vehemencia. Alan había descubierto un modo diferente de comunicarme sus sentimientos: «¡Yah... Ha... Ho... Ha! Ho... La Cha Om Ha... Deg tex te... Ta De De Ta Te Ta... Ha Te Te Ha Hom... Te Te Te...». Parloteamos y bailamos mientras subíamos por la colina. Todos comprendieron lo que estábamos diciendo. Alan también supo que nunca –en ninguno de sus libros– lo había dicho mejor.
Durante la celebración realizada en el Palace of Fine Arts, en San Francisco, en memoria de Alan Watts, uno de los asistentes le preguntó a Jano Watts: «¿Cómo era el convivir con Alan?». Su respuesta fue la siguiente: «Nunca estaba aburrido. Era un hombre lleno de diversiones y sorpresas. Y la mayor sorpresa nos la dio el 16 de noviembre del año pasado». La última tarde de su vida, Alan Watts jugó con globos. Describió la ingrávida y flotante sensación, «como mi espíritu abandonando mi cuerpo». Durante la noche ingresó en un nuevo viaje del espíritu, cabalgando en el viento, riendo gozosamente.
A nosotros, los vivos, nos dejó añorando terriblemente su vital coraje humano. También nos dejó páginas en blanco y la promesa de dos capítulos más de «diversiones y sorpresas» del libro que había comenzado a escribir sobre el Tao. Muchos de aquéllos con quienes discutió su obra o que nos reunimos con él durante el verano en que se dictaron los seminarios sobre taoísmo –mientras el Tao fluía– sabían que en los dos últimos capítulos de los siete que tendría, Alan deseaba mostrar hasta qué punto la antigua y eterna sabiduría china podía significar una medicina para las enfermedades de Occidente. Con todo, paradójicamente, no debe ser tomada como una medicina, como una «píldora» ingerida intelectualmente, sino que debe penetrar gozosamente la totalidad de nuestro ser y transformar así nuestras vidas individuales y, a través de ellas, nuestra sociedad. Elsa Gidlow, vieja amiga y vecina de Alan, solía discutir conmigo al respecto. Confirmó nuestras conversaciones en el siguiente párrafo:
Su visión consistía en que el hombre tecnológico, pretendiendo un dominio absoluto sobre la naturaleza (de la que tendía a verse separado) y sobre las costumbres de la sociedad humana, cayó en la trampa, esclavizándose a sí mismo. Todo dominio requiere aún más dominio, hasta que el «dominador» mismo cae en la trampa. Alan era partidario de las indicaciones que conlleva el consejo de Lao-tzu a los emperadores: «Gobernad una gran nación del mismo modo en que cocinaríais un pescado pequeño: ligeramente». Pero debe sobreentenderse que Alan nunca consideró el camino del Tao o el «fluir de la corriente» –aplicado a las cuestiones humanas– como un modo de vivir flojo, irresponsable e indiferente. El arroyo no sólo corre cuesta abajo. El agua, toda humedad, emana de la tierra, los arroyos, los ríos, el océano, hasta alcanzar el aire libre, como un «exhalar» y luego un «inhalar», hasta que la humedad vuelve a caer en forma de rocío, de lluvia; un ciclo maravilloso, una interacción viviente: nada dominando nada, sin jefes, todo ocurriendo como debe ser, tse jen.
Tal como habría comunicado el mismo Alan en los últimos capítulos de su libro, sus comprensiones sobre la necesidad de Occidente de una realización y una vida en el Camino del Tao, es algo que sólo podemos imaginar. Lo que sí sabemos es que esto lo transformó, dado que él se dejó penetrar de tal modo, que aquel reservado y algo rígido joven inglés, demasiado cerebral, se convirtió, en su madurez, en un extravertido, espontáneamente travieso, alegre sabio del mundo. Él pensaba que una asimilación general de la sabiduría profunda del taoísmo podría transformar a Occidente de modo similar. Este libro pretendía ser su contribución al proceso.
De modo que cuando todos me señalaron como la persona indicada para emprender la conclusión de este libro, comprendí que no debía tratar de imitar a Alan, ni pretender meterme en su mente, sino intentar mostrar –por haberlo conocido– a dónde había llegado. Mis primeros pensamientos fueron sentimentales y de agradecimiento. Comencé a revivir mis recuerdos de Alan Watts. Quería compartir con los lectores a Alan como totalidad, no sólo sus pensamientos y palabras. Escribí sobre nuestro primer encuentro, cuando danzamos en la playa de Santa Bárbara, y sobre la primera comida oriental que compartimos, cuando Alan hablaba más japonés que yo. Escribí sobre los acontecimientos y los momentos excitantes vividos en los seminarios que compartimos y que revelaron el Tao natural que había en Alan como maestro.
Recordé una víspera de Año Nuevo, cuando alentamos a un tambor ciego a llevar el ritmo de nuestro diálogo cursivo y caligráfico, y cómo todos captaron los movimientos salpicados por la tinta de nuestros pinceles y comenzaron a danzar espontáneamente con sus propios trazos corporales. Y en otra ocasión, Alan y yo guiamos a una muchacha ciega en el interior de nuestras mentes-cuerpos tocando y moviéndonos con ella de modo tal que gradualmente logró ver y sentir a través de sus visiones internas. Rememoré rituales y juegos que jugamos: bodas celebradas sin procedimientos rígidos sino con un verdadero espíritu de amor y unión; chanoyu o ceremonias de té con equipos que, sin bien improvisados, mantenían su reverente esencia.
Alan Watts era un animador filosófico. Un entertainer. Y él lo sabía. Aspiraba, por encima de todo, a alcanzar el bienestar propio y de su audiencia. Por lo general, disipaba la habitual seriedad académica y llevaba su respetuoso saber a planos nuevos y más elevados de alegre jovialidad, estimulando así un proceso de creatividad natural.
Y sin embargo, todos estos recuerdos pertenecen al pasado. ¿Qué le ocurre a Alan ahora? ¿Cuáles son sus comunes y continuas «diversiones y sorpresas»?
La víspera de Año Nuevo de 1974 –durante el cuadragésimo noveno día del Bardo Joumey de Alan (el concepto tibetano y chino que designa el período intermedio entre la muerte y el renacimiento) y sólo unos pocos días antes de que él cumpliera cincuenta y ocho años– tuve un extraño sueño en el que tiempo, espacio y gente se yuxtaponían. Transcurría en China, creo, durante una sesión de canto con los monjes para celebrar el Bardo de mi padre. A continuación, el lugar se transformaba en la biblioteca circular de Alan, donde él mismo dirigía el servicio, hablando en chino con la voz de mi padre. Yo tocaba la flauta, pero el sonido era el de un gong mezclado con las vibraciones de los woodblock de madera. Después, Alan se convertía en mi padre y hablaba un idioma irreconocible, aunque perfectamente inteligible. La profunda y resonante voz se convertía gradualmente en el sonido de la flauta de bambú que yo tocaba, interpretando el movimiento de sus labios. Mi visión se acercó a la oscuridad moviendo el vacío entre los labios, penetrando en una cámara de sonido y arremolinándose con colores y luces, más y más profundamente en la calma del sonido continuo del bambú. Me desperté sin saber quién era, cuándo ni dónde estaba. Poco después me encontraba sobrevolando el cielo (¿era en avión?) rumbo a la biblioteca de Alan, el mediodía de Año Nuevo.
Por primera vez desde su muerte, en el mes de noviembre, sentí que me hallaba realmente cerca de él. Sentado en el suelo, del otro lado de la ventana ante la cual reposaban las cenizas de Alan, en el altar, dejé que los sonidos de mi flauta de bambú resonaran sobre el valle y las colinas.
Era un día claro y hermoso. Me calcé los zapatos de montaña de Jano, me eché una manta arrollada al cuello, tomé el bastón tibetano de Alan y bajé por el pequeño sendero internándome en la profundidad del bosque. El sonido del bambú llevaba todo lo que había en mi interior a Alan, todo lo que es eterno cuerpo-espíritu. Cuando regresé por el mismo sendero, exactamente antes de alcanzar la cima, una flor semejante a una orquídea se abrió en todo su esplendor ante mis pies. Le pregunté: «¿Qué es el Tao cotidiano?». La orquídea, Lan –la segunda sílaba del nombre de Alan en chino–, me respondió: «Nada especial, realmente».
Nosotros no oímos a la naturaleza jactarse de serlo, ni al agua manteniendo una conferencia sobre la técnica del fluir: semejante retórica sería un esfuerzo inútil aplicado sobre aquéllos que no sabrían qué hacer con tales datos. El hombre del Tao vive en el Tao como el pez en el agua. Si intentamos enseñarle al pez que el agua está físicamente compuesta por dos partes, una de hidrógeno y otra de oxígeno, éste se ahogará de risa.
Durante los meses pasados, después de esforzarme por llenar las páginas vacías de este libro para terminar arrojando todos mis intentos al cesto de los papeles, repentinamente recordé una mañana vivida durante un seminario en Chicago. Alan estaba extrañamente cansado y ligeramente mareado cuando le fue planteada la pregunta «super-intelectual-más-grande-de-la-vida». Transcurrieron algunos instantes. Durante ese tiempo, dos de los que habíamos estado con Alan la noche anterior y en las primeras horas de ese día supimos con seguridad que Alan se decidiría, simplemente, por dormir una corta siesta mientras todos suponían –y luego descartaban– que se había concentrado en una profunda meditación, pensando en la pregunta. Cuando finalmente volvió en sí y se dio cuenta de que la había olvidado por completo, actuó con gran diplomacia y elocuencia al sugerir la respuesta «aún-más-super-intelectual-más-grande-quela-más-grande-de-la-vida», con la que nos deslumbró. Todavía puedo oír a Alan riendo: cada vez que me encuentro inmerso en mis pensamientos, recurro a él. En todos nuestros diálogos espirituales, la respuesta de Alan fue, simple y consecuentemente, «Ha Ha Ha Ha Ha Ho Ho Ho Ho Ho Hahahahahahahahaha ha...». Riamos juntos, de todo corazón, todos los seres humanos del Tao, para decir, con palabras de Lao-tzu, que «si no hubiera risas, el Tao no sería lo que es».
AL CHUNG-LIANG HUANG