Читать книгу 10% humanos - Alanna Collen - Страница 6
PRÓLOGO LA CURACIÓN
ОглавлениеAl regresar por la selva aquella noche del verano de 2005, con veinte murciélagos en bolsas de algodón colgadas del cuello y toda clase de insectos lanzándose contra la luz de la linterna que llevaba en el casco, sentí que me escocían los tobillos. Llevaba los pantalones empapados de repelente. Los tenía metidos en los calcetines antisanguijuelas, debajo de los cuales, por si acaso, llevaba otro par. Con la humedad, el sudor que me corría por todo el cuerpo, los caminos embarrados, el miedo a los tigres y los mosquitos, tenía más que suficiente cuando salía a recoger los murciélagos de las trampas, en la oscuridad de la selva. Pero algo atravesó la barrera de tela y sustancias químicas que me protegía la piel. Algo que me escocía.
Tenía veintidós años y estaba pasando tres meses en el corazón de la Reserva de la Naturaleza de Krau, en la Malasia peninsular. Aquellos días iban a cambiar mi vida. Durante mis estudios de Biología, me apasioné por los murciélagos. Cuando se me presentó la oportunidad de trabajar de ayudante de campo de un científico británico especialista en murciélagos, acepté sin dudarlo un segundo. Los encuentros con lagartos langures marrones, gibones y una extraordinaria diversidad de murciélagos parecían compensar las incomodidades de tener que dormir en una hamaca y lavarme en un río infestado de varanos acuáticos. Pero, como iba a descubrir, en la selva tropical el peligro de muerte está oculto.
De regreso en el campamento, situado en un claro de la selva junto al río, me fui sacando todo lo que me envolvía el pie para ver qué era lo que tanta desazón me producía: no eran sanguijuelas, sino garrapatas. Unas cincuenta, algunas agarradas a la piel, otras arrastrándose por mis piernas. Me sacudí las sueltas, y volví a los murciélagos, para medir y registrar los datos pertinentes lo más rápidamente que pude. Después, una vez liberados los murciélagos, con la selva oscura como una boca de lobo y el zumbido de las cigarras, me metí en la hamaca en forma de capullo. Entonces, con unas pincitas, a la luz de la linterna del casco, me quité hasta la última garrapata.
Unos meses después, ya en Londres, se me manifestó la infección tropical provocada por las garrapatas. Se me paralizaba el cuerpo y se me inflamaba el metatarso. Aparecían y desaparecían extraños síntomas, al mismo ritmo que los análisis de sangre y los médicos especialistas. El dolor, la fatiga y el desconcierto llegaban sin avisar, me dejaban la vida en suspenso. Luego desaparecían sin más, como si nada hubiera ocurrido. Cuando, muchos años después, me dieron un diagnóstico, la infección ya estaba asentada. Me sometieron entonces a un programa de antibióticos de tiempo e intensidad suficientes para curar a todo un rebaño de ganado. Por fin, me iba a curar.
Sin embargo, inesperadamente, la historia no acabó ahí. Estaba curada, pero no solo de la infección de las garrapatas. Parecía que me había curado como si fuese un trozo de carne. Los antibióticos habían surtido su mágico efecto, pero empecé a padecer síntomas nuevos, tan diversos como antes. Tenía la piel en carne viva y sentía muchas molestias en el vientre. Además, me contagiaba de prácticamente cualquier infección que me rondara. Sospechaba que los antibióticos que había tomado no solo habían acabado con la plaga de bacterias extrañas que me invadieron, sino también con las que me eran propias. Tenía la sensación de ser inhóspita para los microbios, y descubrí lo mucho que necesitaba a los cien billones de aquellas amables y diminutas criaturas que, hasta hacía poco, tuvieron su casa en mi cuerpo.
Solo eres humano en un diez por ciento.
Por cada una de las células que componen esa vasija que llamas «cuerpo», hay otras nueve células impostoras que piden que las lleves contigo. No eres solo carne y sangre, músculo y hueso, cerebro y piel, sino también bacterias y hongos. Eres más «ellos» que «tú». Solo en el tubo intestinal habitan cien billones de ellos, como el arrecife de coral que crece sobre el sólido suelo marino que son. Unas cuatro mil especies diferentes habitan sus pequeños nichos, anidados entre los pliegues que convierten la superficie del metro y medio del colon en una cama doble. A lo largo de la vida, habrás alojado virus cuyo peso en conjunto será equivalente al de cinco elefantes africanos. Por tu piel corren multitud de ellos. En la punta de los dedos, llevas más que habitantes tiene Gran Bretaña.
Desagradable, ¿verdad? Es evidente que somos demasiado refinados, demasiado higiénicos, demasiado evolucionados para convivir con tan gran colonia. ¿No deberíamos habernos desprendido de los microbios, como lo hicimos con el pelo y la cola, cuando abandonamos la selva? ¿No tiene la medicina actual instrumentos que nos ayuden a evitarlos, para poder vivir de forma más limpia, sana e independiente? Hemos tolerado el hábitat microbiano de nuestro cuerpo desde que se descubrió, porque parecía que no nos provocaba ningún daño. Pero, a diferencia de los arrecifes de coral o de las selvas, no hemos pensado en protegerlo, y mucho menos en mimarlo.
Como bióloga evolutiva, estoy preparada para observar la ventaja, el significado, de la anatomía y la conducta de un organismo. Por lo general, las características e interacciones realmente perjudiciales las combatimos, o se perdieron con la evolución. Eso me llevó a pensar: nuestros cien billones de microbios no podrían considerarnos su casa si no nos aportaran algo. El sistema inmunitario nos libera de los gérmenes y nos cura de las infecciones. ¿Por qué, entonces, iba a tolerar tal invasión? Después de librar una guerra contra mis invasores, tanto los buenos como los malos, en una guerra química de bastantes meses, quería conocer mejor los daños colaterales que esa contienda había provocado en mí.
Resultó que me planteé esta pregunta en el momento preciso. Después de décadas de pausados intentos científicos de saber más sobre los microbios del cuerpo mediante cultivos en placas de Petri, por fin la tecnología podía satisfacer nuestra curiosidad. La mayoría de los microbios que habitan en nuestro interior mueren al ser expuestos al oxígeno, pues están adaptados a un medio libre de oxígeno: las profundidades de los intestinos. Es difícil cultivarlos fuera del cuerpo, y más complicado aún experimentar con ellos.
Sin embargo, tras el trascendental Proyecto Genoma Humano, con el que se descodificaron todos y cada uno de los genes humanos, hoy los científicos pueden secuenciar mejor inmensas cantidades de ADN, con muchísima rapidez y por un precio muy reducido. En la actualidad, también podemos identificar los microbios muertos que expulsamos con las heces, porque su ADN permanece intacto. Creíamos que nuestros microbios carecían de importancia, pero la ciencia está empezando a desvelar algo muy distinto. Una historia de entrelazamiento de nuestra vida con esos huéspedes que llevamos a cuestas, con los microbios que van corriendo por nuestro cuerpo, una vida en la que nos es imposible estar sanos si no contamos con ellos.
En mi caso, los problemas de salud eran la punta del iceberg. Conocí las nuevas pruebas científicas que apuntaban a que la alteración de los microbios del cuerpo está detrás de los trastornos intestinales, las alergias, las enfermedades autoinmunes y hasta de la obesidad. Y no solo podía afectar a la salud física, sino también a la mental: angustia, depresión, trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) y autismo. Muchas de las enfermedades que aceptamos como parte de la vida no se debían, al parecer, a fallos de los genes, ni a que nuestro cuerpo nos abandone, sino que eran de reciente aparición y se relacionaban con nuestra incapacidad de cuidar de quienes constituyen una inmensa prolongación de las células humanas: nuestros microbios.
Con mis investigaciones, esperaba descubrir los daños que los antibióticos que había tomado habían provocado en mi colonia microbiana; cómo hicieron que enfermara y qué podía hacer para recuperar el equilibrio de los microbios que albergaba antes de aquella noche de las garrapatas, ocho años atrás. Para saber más, me dispuse a dar el paso definitivo del autodescubrimiento: la secuenciación del ADN. Pero, en lugar de secuenciar mis genes, haría que me secuenciaran el de mi colonia personal de microbios (mi microbioma). Si sabía qué especies y variedades de bacterias habitaban en mí, dispondría de un punto de partida para la automejora. Con los últimos conocimientos sobre lo que debía de significar vivir en mi cuerpo, podría juzgar cuánto daño me había provocado, e intentar corregirlo. Utilicé un programa de ciencia ciudadana, el Proyecto Intestinal Americano, cuyo centro está en el laboratorio del profesor Rob Knight de la Universidad de Colorado, en Boulder. El proyecto, que acepta donaciones de cualquier parte del mundo, secuencia muestras de microbios del cuerpo humano, para saber más sobre las especies que albergamos y cuál es su efecto en nuestra salud. Envié una muestra de heces con microbios de mi tubo intestinal, y recibí una imagen instantánea del ecosistema que se hospedaba en mi cuerpo.
Después de años de tomar antibióticos, me alivió saber que tenía en el cuerpo todos los tipos de bacterias. Fue agradable saber que los grupos que cobijaba eran al menos muy similares a los de otros participantes africanos del Proyecto Intestinal Americano, y no el equivalente microbiano a criaturas mutantes que se buscaban la vida en un páramo tóxico. Pero, tal vez como era de esperar, las diversas bacterias que habitaban en mí tenían sus problemas. En la parte superior de la jerarquía taxonómica, la diversidad era relativamente escasa, de carácter más bipartito comparada con la de los intestinos de otros. Más del noventa y siete por ciento de mis bacterias pertenecían a los dos principales grupos bacterianos, frente al noventa por ciento del participante medio del proyecto. Podía ser que los antibióticos que había tomado hubiesen acabado con algunas de las especies menos abundantes, dejándome solo con los supervivientes más resistentes. Me intrigaba saber si esa pérdida podía estar relacionada con algunos de mis recientes problemas de salud.
No obstante, del mismo modo que comparar una selva tropical con un bosque de robles considerando la proporción de árboles y arbustos, o de aves y mamíferos, revela muy poco sobre el funcionamiento de ambos sistemas, es posible que comparar mis bacterias a tan gran escala no me diga mucha cosa sobre la salud de mi comunidad interior. En el otro extremo de la jerarquía taxonómica estaban los géneros y las especies que vivían en mí. ¿Qué podía desvelar sobre mi actual estado de salud la identidad de las bacterias que habían resistido durante todo el tratamiento al que estuve sometida, o la de las que habían regresado una vez concluida mi cura? O, quizá más exactamente, ¿qué repercusión tenía en mí la ausencia de las bacterias caídas en la guerra química que les había declarado?
Cuando me puse a averiguar más sobre nosotros (yo y mis microbios), decidí poner en práctica lo que descubriera. Quería devolverles a su buen estado anterior, y sabía que, para recuperar una colonia que trabajara en armonía con mis células, necesitaba introducir cambios en mi vida. Si el origen de mis recientes síntomas estaba en el daño colateral que sin darme cuenta había infligido a mi microbiota, quizá pudiera enmendarlo y librarme de las alergias, los problemas de piel y las casi constantes infecciones. Me preocupaba por mí, pero también por los hijos que esperaba tener en los próximos años. Dado que les iba a transmitir no solo mis genes, sino también mis microbios, quería estar segura de que les iba a dar algo que mereciera la pena.
Decidí dar prioridad a los microbios y cambiar de dieta para satisfacer mejor sus necesidades. Programé la secuenciación de una segunda muestra después de que los cambios en mi modo de vida pudieran haber surtido efecto, con la esperanza de que la diferencia en la diversidad y el equilibrio de las especies que albergaba avalaran mis esfuerzos. Y, sobre todo, confiaba en que la inversión que hacía en todo ello fuera rentable, porque abriría la puerta a una salud mejor y a una vida más feliz.