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1 LOS MALES DEL SIGLO XXI

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En septiembre de 1978, Janet Parker se convirtió en la última persona de la tierra que moría de viruela. A solo unos cien kilómetros de donde, ciento ochenta años antes, Edward Jenner vacunó por primera vez a un niño contra la enfermedad, con pus de la viruela del ganado extraído de una mujer ordeñadora, el cuerpo de Janet Parker fue el último refugio del virus en carne humana. Su profesión de fotógrafa médica de la Universidad de Birmingham nunca hubiera supuesto para ella ningún peligro directo de no haber sido por la proximidad de su cuarto oscuro a un laboratorio de la planta inferior, situado debajo mismo de la habitación donde ella revelaba las fotografías. Una tarde de agosto de aquel año, mientras ordenaba sentada material fotográfico esparcido por encima de su escritorio, los virus de la viruela ascendieron por los conductos del aire desde la habitación de «plagas» del piso inferior, y le provocaron la fatal infección.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) había dedicado diez años a vacunar contra la viruela por todo el mundo. De hecho, aquel verano estaba a punto de anunciar la total erradicación de la enfermedad. Ya había pasado casi un año desde el último caso registrado de viruela por contagio natural. Un joven cocinero de un hospital se había recuperado de una forma leve del virus que tenía su última fortaleza en Somalia. Tal victoria sobre la enfermedad no tenía precedentes. La vacunación había arrinconado a la viruela. Finalmente, la había dejado sin humanos vulnerables a su infección, ni otros posibles destinatarios.

Sin embargo, el virus tuvo un diminuto espacio al que retirarse: las placas de Petri llenas de células humanas que los investigadores empleaban para cultivar y estudiar la enfermedad. La Facultad de Medicina de la Universidad de Birmingham era uno de esos santuarios virales, donde el profesor Henry Bedson y su equipo, ahora que la viruela ya había desaparecido de los humanos, tenían la esperanza de desarrollar un sistema para identificar rápidamente cualquier virus que pudiera surgir de poblaciones animales y pudiera provocar una plaga.

La enfermedad de Janet Parker, cuya causa al principio se atribuyó a algún virus de menor importancia, al cabo de quince días llamó la atención de los médicos especialistas en enfermedades infecciosas. Por entonces, Parker ya estaba cubierta de pústulas, y el diagnóstico más probable era el de viruela. La paciente fue aislada, y se le extrajeron muestras de fluidos para su análisis. Por ironías del destino, se recurrió a la experiencia en identificación del virus de la viruela del equipo del profesor Bedson, para que verificara el diagnóstico. Se confirmaron los temores de Bedson: trasladaron a Parker a un hospital cercano especializado en sistemas de aislamiento. Dos semanas después, el 6 de septiembre, con Parker aún en estado crítico en el hospital, la esposa del profesor Bedson lo encontró muerto en su casa, con signos evidentes de que se había degollado. El 11 de septiembre de 1978, Janet Parker fallecía de viruela.

El destino de Janet Parker fue el mismo que el de cientos de millones antes que ella. Se había infectado de una cepa de la viruela conocida como «Abid», así llamada por el nombre de un niño pakistaní de tres años que había sido víctima de la enfermedad ocho años antes, poco después de que la OMS pusiera en marcha en Pakistán una intensa campaña para erradicar la viruela. En el siglo XVI, la viruela se había convertido en una mortífera enfermedad en la mayor parte del mundo, debido en gran parte a la costumbre de los europeos de explorar y colonizar otras regiones del mundo. En el siglo XVIII, con el crecimiento y la mayor movilidad de las poblaciones humanas, la viruela se extendió hasta convertirse en una de las principales causas de muerte en todo el mundo, asesina de nada menos que cuatrocientos mil europeos cada año, incluidos más o menos uno de cada diez niños. A finales del siglo XVIII, con la variolación (inoculación de la viruela), predecesora primitiva y peligrosa de la vacunación, que implicaba la infección intencionada de personas sanas con fluidos de viruela de otras enfermas, se redujo la factura mortal de la enfermedad. El descubrimiento de Jenner de la vacuna con viruela del ganado supuso otro alivio. En la década de 1950, en los países industrializados la viruela estaba prácticamente erradicada, pero aún se daban en todo el mundo cincuenta millones de casos anuales, que provocaban unos dos millones de muertes.

La viruela había cedido en los países del mundo industrializado, pero en la primera década del siglo XX continuaba el tiránico reinado de muchos otros microbios. La enfermedad contagiosa era, con mucha diferencia, la más común, y a su propagación contribuía la costumbre humana de socializar y explorar. El crecimiento exponencial de la población humana y, con ella, una densidad de población cada vez mayor, no hicieron sino facilitar el salto de persona a persona que los microbios necesitaban dar para seguir su ciclo de vida. En Estados Unidos, las tres principales causas de muerte en 1900 no eran el infarto, el cáncer y el derrame cerebral, sino las enfermedades infecciosas, causadas por microbios que se transmitían entre las personas. Entre ellas, la neumonía, la tuberculosis y la diarrea infecciosa acabaron con la vida de un tercio de la población.

Considerada en su día como «el capitán de los hombres de la muerte», la neumonía empieza como un resfriado. Desciende por los pulmones, dificulta la respiración y provoca fiebre. Más una serie de síntomas que una enfermedad de una única causa, la neumonía debe su existencia a todo el espectro de microbios, desde los diminutos virus, pasando por las bacterias y los hongos, hasta los parásitos protozoos (los «primeros animales»). La culpa de la diarrea infecciosa la tiene, también, una diversidad de microbios. Algunas de sus manifestaciones son la «enfermedad azul» (el cólera), provocada por una bacteria; el «flujo de sangre» (la disentería), generalmente provocada por amebas parásitas, y la «fiebre del castor» (la giardiasis), provocada también por un parásito. La tercera mayor asesina, la tuberculosis, afecta a los pulmones, como la neumonía, pero su causa es más concreta: la infección de una pequeña selección de bacterias pertenecientes al género Mycobacterium.

Otras muchas enfermedades infecciosas también han dejado su marca, en sentido literal o figurado, en nuestra especie: la poliomielitis, el tifus, el sarampión, la sífilis, la difteria, la tosferina y diversos tipos de gripe, entre otras muchas. La polio, causada por un virus que puede infectar al sistema nervioso y destruir los nervios que coordinan los movimientos, paralizaba anualmente a cientos de miles de niños de los países industrializados en los inicios del siglo XX. Se calcula que la sífilis (la enfermedad bacteriana de transmisión sexual) afectaba al quince por ciento de la población de Europa en algún momento de su vida. El sarampión provocaba la muerte a alrededor de un millón de personas al año. Todos los años, la difteria (¿quién se acuerda de ese demoledor de corazones?) provocaba la muerte a quince mil niños en Estados Unidos. En los dos años posteriores a la Primera Guerra Mundial, la gripe causó entre el doble y el quíntuple de muertes más que las provocadas por la propia guerra.

No es extraño que tales azotes influyeran decisivamente en la esperanza de vida de los humanos. Por entonces, en 1900, la esperanza media de vida en todo el planeta era de solo treinta y un años. La cifra no era tan desoladora en los países desarrollados, pero se quedaba en unos escasos cincuenta años. Durante la mayor parte de nuestra historia evolutiva, los humanos conseguimos vivir solo entre veinte y treinta años, aunque la esperanza media de vida fuera inferior. En solo un siglo, y debido no en menor grado a avances realizados en una sola década (la revolución antibiótica de los años cuarenta), nuestra estancia media sobre la tierra se ha duplicado. En 2005, la persona media tenía una esperanza de vida de sesenta y seis años, y los habitantes de los países más ricos llegaban, también de media, a la provecta edad de ochenta años.

En estas cifras influyen de manera muy importante las posibilidades de sobrevivir a la infancia. En 1900, cuando hasta tres de cada diez niños morían antes de los cinco años, la esperanza media de vida era muy inferior. Si, en los inicios de este nuevo siglo, las tasas de mortalidad infantil se hubieran mantenido en el nivel de 1900, en Estados Unidos habrían muerto anualmente más de medio millón de niños antes de cumplir su primer año de vida. La realidad fue que fallecieron unos veintiocho mil. Conseguir que la inmensa mayoría de los niños superen indemnes los cinco primeros años hace que sean muchísimos los que lleguen a la vejez. Eso, obvio, repercute en la esperanza de vida.

Estos efectos distan mucho de sentirse plenamente en gran parte del mundo en desarrollo, pero, como especie, hemos avanzado mucho en la derrota de nuestro mayor y más antiguo enemigo: el patógeno. Los patógenos —microbios causantes de enfermedades— prosperan en las condiciones insanas provocadas por la masificación de la vida humana. Cuantos más nos apiñamos en nuestro planeta, más fácil lo tienen los patógenos para medrar. Con las migraciones, les damos acceso aún a más humanos, y, a su vez, más oportunidades de reproducirse, mutar y evolucionar. Muchas de las enfermedades infecciosas que hemos combatido en los últimos pocos siglos tuvieron su origen en la época en que los primeros humanos abandonaron África y se establecieron por todo el mundo. El dominio del planeta por parte de los patógenos es un reflejo del nuestro; pocas especies poseen tan fiel seguimiento patogénico como nosotros.

Para muchos de quienes vivimos en los países más desarrollados, el reino de las enfermedades infecciosas pertenece al pasado. Casi todo lo que queda de los miles de años de mortal combate con los microbios es el recuerdo de los pinchazos inclementes con que nos vacunaban en la infancia, seguidos del «premio» de un terrón de azúcar impregnado de la vacuna contra la polio y, quizá para ser más exactos, las melodramáticas colas a la puerta del comedor de la escuela mientras aguardábamos con nuestros compañeros a que nos inyectaran una buena dosis de vitaminas y vigorizantes. Para muchos de los niños y adolescentes actuales, el peso de la historia es aún más ligero, porque no solo han dejado de existir las propias enfermedades, sino que ni siquiera son ya necesarias las, en otro tiempo, rutinarias vacunas, como la temida BCG contra la tuberculosis.

Los avances médicos y las medidas de salud pública —en especial las de finales del siglo XIX y principios del siglo XX— han marcado una profunda diferencia en la vida de los humanos. En particular, cuatro avances nos han llevado de una sociedad de dos generaciones, a una sociedad de cuatro y hasta cinco generaciones en solo una (larga) vida. El primero y más temprano de ellos, cortesía de Edward Jenner y una vaca llamada Pimpollo, es, evidentemente, la vacuna. Jenner sabía que las ordeñadoras estaban protegidas contra la viruela por haber contraído la viruela del ganado, mucho más leve. Pensó que, tal vez, si se inyectaba el pus de una ordeñadora infectada a otra persona, con él se pasaría a esta la misma protección. Su primer auténtico conejillo de Indias fue un niño de ocho años llamado James Phipps, hijo del jardinero de Jenner. Después de inocular a Phipps, pasó a probar a infectar a aquel chico valiente: le inyectó por dos veces pus de auténtica viruela. El niño quedó completamente inmune.

Empezando con la viruela en 1796, y pasando por la rabia, el tifus, el cólera y la peste en el siglo XIX, y decenas de otras enfermedades infecciosas a partir de 1900, la vacuna no solo ha protegido a millones de personas contra el sufrimiento y la muerte, sino que ha llevado a la eliminación en todo el país o a la total erradicación global de algunos patógenos. Gracias a la vacuna, ya no tenemos que confiar exclusivamente en la experiencia de nuestro sistema inmunitario respecto a las enfermedades, para defendernos de los patógenos. En lugar de adquirir defensas contra las enfermedades, hemos sorteado este proceso utilizando la inteligencia para pasar al sistema inmunitario el aviso sobre lo que se pueda encontrar.

Sin vacuna, la invasión de un nuevo patógeno provoca la enfermedad y posiblemente la muerte. El sistema inmunitario, además de ocuparse del microbio invasor, produce unas moléculas llamadas anticuerpos. Si la persona sobrevive, estos anticuerpos forman un equipo especializado de espías que patrullan por el cuerpo en busca de ese particular microbio. Siguen activos mucho después de haber vencido a la enfermedad, para que el sistema inmunitario esté alerta ante una posible nueva invasión del mismo patógeno. La próxima vez que este aparece, el sistema inmunitario está preparado, y se puede impedir que la enfermedad se imponga.

La vacunación imita este proceso natural: enseña al sistema inmunitario a reconocer un determinado patógeno. En vez de padecer la enfermedad para conseguir la inmunidad, ahora solo sufrimos la inyección, o la administración oral, de una versión muerta, debilitada o parcial del patógeno. No padecemos la enfermedad, pero el sistema inmunitario no deja de producir anticuerpos que ayudan al cuerpo a defenderse de ella si se produce una invasión real del mismo patógeno.

Los programas de vacunación universal están diseñados para producir una inmunidad de grupo o «de rebaño», vacunando a un porcentaje de la población suficiente para que las enfermedades contagiosas no puedan seguir extendiéndose. Gracias a la vacunación, muchas enfermedades infecciosas están casi completamente eliminadas en los países desarrollados, y una de ellas, la viruela, está erradicada del todo. La erradicación de la viruela y el paso de la incidencia de la enfermedad de cincuenta millones de casos anuales en todo el mundo a absolutamente ninguno en poco más de una década han supuesto un ahorro de miles de millones en costes de vacunación y atención médica, más los costes sociales indirectos de la enfermedad. Cada veintiséis días, Estados Unidos (que aportó una cantidad desproporcionadamente grande de dinero para la erradicación global) recupera su inversión, por lo que se ahorran en gastos. Los planes de vacunación del Gobierno, contra más o menos una docena de otras enfermedades infecciosas, han reducido drásticamente el número de casos, han evitado mucho sufrimiento, han salvado vidas… y han ahorrado dinero.

En la actualidad, la mayoría de los países del mundo desarrollado disponen de programas de vacunación contra unas diez enfermedades infecciosas. La Organización Mundial de la Salud tiene entre sus objetivos la eliminación regional o erradicación global de media docena de estas enfermedades. El efecto de esos programas en dichas enfermedades ha sido espectacular. Antes de que, en 1988, se pusiera en marcha el programa de erradicación mundial de la polio, el virus afectaba a trescientas cincuenta mil personas al año. En 2012, la enfermedad quedó confinada en únicamente doscientos treinta y tres casos en solo tres países. En veinticinco años, se han evitado alrededor de medio millón de muertes. Además, diez millones de niños que se hubieran quedado paralíticos pueden andar y correr sin ninguna ayuda. Lo mismo ocurre con el sarampión y la rubeola: en solo diez años, la vacunación contra estas enfermedades en su día comunes ha evitado diez millones de muertes en todo el mundo. En Estados Unidos, como en la mayor parte del mundo desarrollado, la incidencia de nueve importantes enfermedades infantiles se ha reducido en un noventa y nueve por ciento gracias a las vacunas. De cada mil niños estadounidenses que nacían vivos en 1950, unos cuarenta morían antes de cumplir un año. En 2005, la cifra había bajado hasta unos cuatro. El éxito de la vacuna es tal que en Occidente solo las personas de mayor edad recuerdan el horror del miedo y el dolor de aquellas enfermedades mortales. Hoy, estamos libres.

Después del avance de las primeras vacunas, llegó una segunda innovación importante para la salud: la higiene en la práctica médica. La higiene hospitalaria aún deja hoy bastante que desear, pero los hospitales actuales, comparados con los de finales del siglo XIX, son templos de la limpieza. Imagina salas abarrotadas de enfermos y moribundos, heridas infectadas abiertas, y las batas de los médicos con las marcas indelebles de sangre y flujos de años de intervenciones quirúrgicas. La limpieza no era importante: se creía que la causa de las infecciones era el «aire malo», el miasma, no los gérmenes. Se pensaba que esta neblina tóxica era debida a la materia en descomposición o el agua sucia, una fuerza intangible que ni médicos ni enfermeras podían controlar. Hacía ya ciento cincuenta años que se habían descubierto los microbios, pero aún no se había establecido la relación entre ellos y la enfermedad. Se consideraba que el miasma no se podía transmitir por contacto físico, de modo que las propias personas encargadas de curar las enfermedades eran las que las propagaban. Los hospitales eran un invento nuevo, fruto del deseo de una atención sanitaria pública y de llevar la medicina «moderna» a las masas. Las intenciones eran buenas, pero los hospitales eran incubadoras malsanas de enfermedades. De hecho, quienes acudían a ellos porque necesitaban un tratamiento ponían en riesgo su vida.

Las mujeres fueron quienes más sufrieron como consecuencia de la proliferación de los hospitales, porque los riesgos del embarazo y del parto, en lugar de disminuir, aumentaron. En la década de 1840, nada menos que un treinta y dos por ciento de las mujeres que daban a luz en el hospital morían como consecuencia del parto. Los médicos —profesión exclusivamente masculina en la época— culpaban de las muertes a cualquier cosa, desde el trauma emocional hasta la suciedad de los intestinos. La verdadera causa de esta tan alta y espantosa tasa de mortalidad la descubriría por fin un joven tocólogo húngaro llamado Ignaz Semmelweis.

En el hospital donde trabajaba, el General de Viena, las mujeres que iban a dar a luz se repartían en dos clínicas distintas en días alternos. Una estaba a cargo de médicos, y la otra, de comadronas. Cada dos días, cuando Semmelweis se dirigía al trabajo, veía a mujeres que daban a luz en la calle, a las puertas del hospital. Uno de esos días, tocaba la clínica de los médicos tenía que atender a las mujeres de parto. Pero estas sabían que tendrían muchos problemas si no lograban aguantar hasta el día siguiente. En la clínica de los médicos, les aguardaba la fiebre puerperal, la principal causa de las muertes. Así que esperaban, soportando el dolor y el frío de la noche, con la esperanza de que su hijo retrasara su llegada al mundo hasta que dieran las doce.

Conseguir ingresar en la clínica de las matronas daba una relativa mayor seguridad. De las mujeres atendidas por matronas morían entre el dos y el ocho por ciento, muchas menos que las que fallecían en la clínica de los médicos.

Pese a su juventud y su escasa relevancia profesional, Semmelweis comenzó a buscar diferencias entre las dos clínicas que pudieran explicar las distintas tasas de mortalidad. Pensó que la culpa la podrían tener el hacinamiento y el aire enrarecido de las salas, pero no encontró pruebas que lo demostraran. Luego, en 1847, un médico amigo, Jakob Kolletschka, falleció después de cortarse accidentalmente con un bisturí de estudiante durante una autopsia. La causa de la muerte: fiebre puerperal.

La muerte de Kolletschka hizo caer en la cuenta a Semmelweis. Los médicos eran quienes propagaban la muerte entre las mujeres de sus salas. Las matronas, en cambio, no tenían ninguna culpa. Y sabía por qué. Mientras las pacientes seguían el proceso de parto, los médicos aprovechaban el tiempo en la morgue, enseñando a los estudiantes de Medicina a usar cadáveres humanos. De un modo u otro, pensó, llevaban la muerte de la sala de autopsias a la de maternidad. Las matronas nunca tocaban un cadáver. Las pacientes que fallecían en sus salas eran probablemente aquellas a las que el sangrado posnatal hacía que un médico tuviera que visitarlas.

Semmelweis no sabía muy bien cómo se producía la muerte al pasar del depósito de cadáveres a la sala de maternidad, pero tuvo una idea sobre cómo impedirla. Para quitarse el desagradable olor a carne en descomposición, los médicos se solían lavar con una solución de lima clorada. Semmelweis pensó que, si dicha solución podía quitar el mal olor, tal vez podría eliminar también al portador de la muerte. Dispuso que los médicos debían lavarse las manos con lima clorada al pasar de realizar una autopsia a examinar a sus pacientes. Al cabo de un mes, la tasa de mortalidad de su hospital había bajado hasta igualarse con la de la clínica de las matronas.

A pesar de los contundentes resultados obtenidos en Viena y después en dos hospitales de Hungría, los contemporáneos de Semmelweis lo ridiculizaron e ignoraron. Se decía que la rigidez y el mal olor de las batas de los cirujanos eran signo de su experiencia y habilidad. «Los médicos son unos caballeros, y los caballeros tienen las manos limpias», decía un importante tocólogo de la época, mientras todos los meses se infectaban y morían muchas mujeres. La sola idea de que los médicos pudieran ser responsables de la muerte de sus pacientes (y no de la vida) significaba una grave ofensa. Y Semmelweis fue objeto de las iras y el posterior abandono de la clase médica dirigente. Las mujeres siguieron jugándose la vida durante décadas, pagando así el precio de la arrogancia de los médicos.

Veinte años después, el gran francés Louis Pasteur desarrolló la teoría de los gérmenes como causa de las enfermedades, que atribuía la infección y la enfermedad a los microbios, no al miasma. En 1884, el doctor y premio Nobel alemán Robert Koch demostró con sus experimentos la teoría de Pasteur. Hacía ya mucho que Semmelweis había muerto. Estuvo obsesionado por la fiebre puerperal y enloqueció de rabia y desesperación. Despotricó contra la profesión médica, defendiendo sus teorías y acusando a sus contemporáneos de ser unos asesinos irresponsables. Un colega consiguió llevarlo a un manicomio, con el pretexto de una visita, y allí lo obligaron a tomar aceite de ricino y fue apaleado por los guardias. Dos semanas después, murió de fiebre, probablemente provocada por las heridas infectadas.

No obstante, la teoría de los gérmenes fue un avance que dio auténtica explicación científica a las observaciones y los remedios de Semmelweis. Los cirujanos de toda Europa adoptaron de inmediato la costumbre del lavado antiséptico de las manos. Las prácticas higiénicas se generalizaron después del trabajo del cirujano británico Joseph Lister. En la década de 1860, Lister leyó un trabajo de Pasteur sobre los microbios y los alimentos. Entonces decidió experimentar con la aplicación de soluciones químicas a las heridas para reducir el riesgo de gangrena y septicemia. Para lavar su instrumental, los vendajes húmedos e incluso para limpiar las heridas durante las operaciones, empleaba ácido carbólico (fenol), del que se sabía que evitaba que la madera se pudriese. Como en su tiempo consiguió Semmelweis, Lister hizo que disminuyera la tasa de mortalidad. Antes de usar el fenol, el cuarenta y cinco por ciento de los pacientes a quienes Lister operaba morían; después, a partir de uso pionero del ácido carbólico, la mortalidad se redujo en dos tercios, hasta alrededor del quince por ciento.

En un sentido muy similar al del trabajo de Semmelweis y de Lister sobre la práctica médica, se produjo un tercer avance en la salud pública: un avance que, ante todo, evitó la muerte de millones de personas. Como ocurre hoy en muchos países en desarrollo, las enfermedades que tienen su origen en el agua fueron un grave problema en Occidente antes del siglo XX. Las siniestras fuerzas del miasma seguían activas, contaminando ríos, pozos y bombas. En agosto de 1854, los habitantes del barrio del Soho de Londres empezaron a caer enfermos. Desarrollaban diarrea, pero no la diarrea que hoy conocemos. Era una sustancia acuosa de color blanco que no cesaba. El enfermo podía expulsar hasta veinte litros al día, que iban a parar a las fosas sépticas de debajo de las hacinadas casas del Soho. La enfermedad era el cólera, y mataba a las personas a cientos.

El doctor John Snow, médico británico, era escéptico sobre la teoría del miasma. Llevaba años buscando una explicación alternativa. Por epidemias anteriores, empezó a sospechar que el origen del cólera estaba en el agua. El último brote producido en el Soho le dio la oportunidad de verificar su teoría. Entrevistó a residentes del barrio y trazó un mapa de los casos de cólera y las muertes debidas a la enfermedad, con el propósito de encontrar una fuente común. Se dio cuenta de que todas las víctimas habían bebido agua de la misma bomba de Broad Street (hoy Broadwick Street), que se encontraba en el centro del mapa del cólera. Incluso a muertes ocurridas en lugares alejados se les podía seguir el rastro hasta la bomba de Broad Street, porque el cólera lo llevaban y transmitían quienes habían bebido de ella. Había una anomalía: ninguno de los monjes de un monasterio del Soho que sacaban el agua de la misma bomba estaba infectado. Pero no era la fe la que los había salvado, sino su costumbre de beber agua de la bomba solo después de convertirla en cerveza.

Snow había buscado patrones: relaciones entre quienes habían enfermado, las razones de que otros se hubiesen salvado, conexiones que explicaran la aparición de la enfermedad más allá del epicentro de Broad Street. Basaba su estudio en la lógica y las pruebas, para desenmarañar aquel brote y rastrear su origen, eliminando maniobras de distracción y buscando la explicación de las anomalías. Su trabajo condujo al cierre de la bomba de Broad Street y al posterior descubrimiento de que una fosa séptica había rebosado y estaba contaminando el suministro de agua. Fue el primer estudio epidemiológico de la historia (es decir, que en él se utilizó la distribución y los patrones de una enfermedad para averiguar su origen). John Snow pasó a utilizar cloro para desinfectar el suministro de agua de la bomba de Broad Street, y su sistema de cloración se implantó rápidamente en otros sitios. Cuando concluía el siglo XIX, el saneamiento del agua era ya una práctica común.

A medida que avanzaba el siglo XX, los tres adelantos en salud pública se fueron refinando progresivamente. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, la vacunación podía evitar otras cinco enfermedades, con lo que el total era ya de diez. En todo el mundo se adoptaron las técnicas de higiene médica. Por su parte, la cloración se convirtió en el procedimiento estándar de las plantas de tratamiento del agua. El cuarto y último avance que iba a acabar con el reinado de los microbios en el mundo desarrollado empezó con una primera guerra mundial y terminó en la segunda. Fue resultado del duro trabajo, la buena suerte y un puñado de hombres. El primero de estos, el biólogo escocés sir Alexander Fleming, tiene la merecida fama de haber descubierto «accidentalmente» la penicilina en su laboratorio del hospital Saint Mary de Londres. En realidad, Fleming llevaba años a la caza de compuestos bacterianos.

Durante la Primera Guerra Mundial había tratado a los soldados heridos del frente occidental de Francia. Fue testigo de que muchos fallecían de septicemia. Al terminar la guerra, Fleming regresó al Reino Unido y se propuso mejorar los vendajes antisépticos con fenol de Lister. Pronto descubrió un antiséptico natural en la mucosidad nasal, al que llamó «lisozima». Pero la lisozima, como el ácido carbólico, no podía penetrar por debajo de la superficie de las heridas, de modo que las infecciones profundas se ulceraban. Unos años después, en 1928, Fleming estaba investigando los estafilococos —las bacterias responsables de los forúnculos y las irritaciones de garganta— cuando observó algo extraño en una de las placas de Petri. Había estado de vacaciones y, al regresar, se encontró con el banco del laboratorio hecho un desastre, lleno de viejos cultivos bacterianos, muchos de ellos contaminados por hongos. Mientras los iba ordenando le llamó la atención una de las placas. Una zona de hongo Penicillium estaba rodeada de un anillo impoluto, sin la más mínima colonia de estafilococos que cubriera el resto de la placa. Fleming se dio cuenta enseguida de la importancia de aquel fenómeno: el hongo había liberado un «zumo» que había matado las bacterias de su alrededor. Aquel zumo era la penicilina.

Aunque el cultivo del Penicillium no fue intencionado. El reconocimiento por parte de Fleming de su potencial importancia no tuvo nada de accidental. Empezó un proceso de experimentación que se extendería a dos continentes y se prolongaría veinte años, y que iba a revolucionar la medicina. En 1939, un grupo de científicos de la Universidad de Oxford, dirigidos por el farmacólogo australiano Howard Florey, pensaron que se podía sacar mucho más provecho de la penicilina. Fleming había batallado por cultivar cantidades importantes del hongo, o extraer la penicilina que producía. El equipo de Florey lo consiguió, y aisló pequeñas cantidades de antibiótico líquido. En 1944, con la ayuda económica del War Production Board de Estados Unidos, ya se producían cantidades suficientes de penicilina para atender las necesidades de los soldados que regresaban de Europa después de la invasión del Día-D. Se había cumplido el sueño de sir Alexander Fleming de acabar con las infecciones de las heridas de guerra. Al año siguiente, él, Florey y otro miembro del equipo de Oxford recibieron el Premio Nobel de Medicina y Fisiología.

Desde entonces, se han desarrollado más de veinte variedades de antibióticos, cada uno destinado a una determinada dolencia bacteriana, y todos con el objetivo de ayudar al sistema inmunitario cuando va sobrecargado debido a las infecciones. Antes de 1944, un simple rasguño o arañazo tal vez implicaran una probabilidad terriblemente elevada de morir debido a la infección. En 1940, un policía británico de Oxfordshire llamado Albert Alexander se hizo un rasguño en la cara con la espina de una rosa. La infección se agravó hasta el extremo de que hubo que extirpar un ojo al agente, quien se encontraba ya al borde de la muerte. La esposa de Florey, Ethel, que era médica, convenció a su marido para que el agente Alexander fuera el primer receptor de la penicilina.

Al cabo de veinticuatro horas de haberle inyectado una pequeñísima cantidad de penicilina al policía, la fiebre comenzó a remitir y el agente empezó a recuperarse. Pero el milagro no se iba a consumar. Con aquellos pocos días de tratamiento, se agotaron las existencias de penicilina. Florey había intentado extraer todos los restos de penicilina que pudieran quedar en la orina del agente para seguir con el tratamiento, pero al quinto día el policía murió. Hoy es inimaginable que alguien pueda morir por un arañazo o un absceso, y tomamos antibióticos sin reparar en sus más que beneficiosas propiedades. De no contar con el escudo protector que son los antibióticos administrados por vía intravenosa antes de cualquier operación, la cirugía entrañaría enormes riesgos.

En el siglo XXI, nuestras vidas son una especie de alto el fuego esterilizado. Mantenemos a raya a las infecciones mediante vacunas, antibióticos, el saneamiento del agua y la higiene en la práctica médica. Ya no vivimos bajo la amenaza de brotes agudos y peligrosos de enfermedades infecciosas. En su lugar, en los últimos sesenta años han cobrado protagonismo diversas dolencias antes muy raras e infrecuentes. Estas «enfermedades crónicas del siglo XXI» se han hecho tan comunes que las aceptamos como parte normal del hecho de ser humanos. Pero ¿y si no fueran tan «normales»?

En la actualidad, ya no verás entre tus amigos y familiares ningún caso de viruela, sarampión ni poliomielitis. Tal vez creas que hoy somos muy afortunados, pero, si lo piensas un poco más, quizá veas las cosas de modo distinto. Podría ser que, en primavera, veas que tu hija no deja de estornudar, con esos ojos rojos que no paran de picarle, debido a su alergia al polen. Quizá pienses en tu cuñada, que se ha de inyectar insulina varias veces al día porque padece diabetes tipo 1. Es posible que te preocupe la posibilidad de que tu esposa acabe en una silla de ruedas, por la esclerosis múltiple, como le ocurrió a su tía. Tal vez pienses en el hijo de tu dentista, que grita, se acuna a sí mismo y no establece contacto visual, porque tiene autismo. O en tu madre, que te impacienta, porque hacer la compra le provoca mucha ansiedad. Tal vez busques un detergente que no le empeore la dermatitis atópica a tu hijo. Es posible que tu primo sea el raro de la cena porque todos los derivados del trigo le provocan diarrea. Quizá tu vecino resbaló y perdió el conocimiento mientras buscaba el autoinyector de epinefrina después de haberse tomado unos frutos secos. Y quizá hayas desistido en la batalla por mantener el peso que las revistas de belleza y tu médico te aconsejan. Todos estos estados (las alergias, las enfermedades autoinmunes, los trastornos gastrointestinales, los problemas de salud mental y la obesidad) son hoy lo normal.

Hablemos de las alergias. Es posible que la alergia de tu hija al polen no tenga nada de alarmante, porque el veinte por ciento de sus amigas también estornudan y no dejan de sonarse cuando se aproxima el verano. No te sorprende el eccema de tu hijo, porque uno de cada cinco compañeros de clase también lo tiene. El shock anafiláctico de tu vecino, por terrible que fuera, es tan común que todos los productos alimenticios envasados advierten de que pueden contener restos de frutos secos. Pero ¿te has preguntado alguna vez por qué uno de cada cinco amigos de tu hijo se ha de llevar un inhalador a la escuela, por si sufre un ataque de asma? Poder respirar es fundamental para la vida, pero, de no ser por la medicación, millones de niños sentirían que les falta el aire. ¿Y por qué uno de cada quince niños es alérgico al menos a un tipo de alimento? ¿Puede ser esto normal?

En los países desarrollados, las alergias afectan a casi la mitad de la población. Tomamos dócilmente nuestros antihistamínicos, procuramos no tocar mucho al gato y comprobamos la lista de ingredientes en todo lo que compramos. Sin pensarlo demasiado, hacemos lo que sea necesario para impedir que nuestro sistema inmunitario reaccione en exceso a las sustancias más ubicuas e inocuas: el polen, el polvo, el pelo de las mascotas, la leche, los huevos, los frutos secos, etc. El cuerpo trata estas sustancias como si fueran gérmenes a los que hubiera que atacar y eliminar. No siempre ha sido así. En los años treinta del siglo pasado, el asma era una enfermedad rara, que afectaba quizás a un niño en toda la escuela. En los ochenta, se había disparado, y la padecía un niño en cada clase. En los últimos diez años, más o menos, el aumento se ha estabilizado, pero una cuarta parte de los niños padecen asma. Lo mismo ocurre con otras alergias: las que se tienen a los cacahuetes, por ejemplo, se triplicaron en solo los últimos diez años del último siglo, para después duplicarse en los cinco siguientes. Hoy en día, en las escuelas y los lugares de trabajo, hay zonas libres de frutos secos. También la dermatitis atópica y la alergia al polen fueron raros en su momento, y hoy son algo habitual.

No es normal.

¿Y las enfermedades autoinmunes? El hábito de la insulina de tu cuñada es bastante común, y la diabetes tipo 1 afecta a unas cuatro de cada mil personas. Todos hemos oído hablar de la esclerosis múltiple (EM), la que le destruyó los nervios a la tía de tu esposa. Y luego está la artritis reumatoide que acaba con las articulaciones, la enfermedad celiaca que ataca al aparato digestivo, la miositis que inflama el tejido muscular, el lupus que ataca directamente a las células, y así unas ochenta dolencias similares. Al igual que las alergias, el sistema inmunitario ha perdido los principios, y no solo ataca a los gérmenes que provocan enfermedades, sino a las propias células del cuerpo. Quizá te sorprenda saber que, en conjunto, las enfermedades autoinmunes afectan a casi el diez por ciento de la población del mundo desarrollado.

La diabetes tipo 1 (DT1) es un ejemplo claro. Es una dolencia inconfundible, por lo que los registros son relativamente fiables. La de «tipo 1» es la versión de la diabetes que suele atacar antes, a menudo durante la adolescencia. Se ceba en las células del páncreas e impide totalmente la producción de la hormona insulina. (En la diabetes tipo 2, hay producción de insulina, pero el cuerpo ha perdido sensibilidad a la hormona, de modo que tampoco funciona bien). Sin insulina, es imposible transformar la glucosa de la sangre, sea la de los azúcares de los dulces y postres, o la de los hidratos de carbono de la pasta y el pan. Se acumula y enseguida se hace tóxica, lo cual provoca al desafortunado adolescente una sed terrible y la necesidad constante de orinar. El paciente adelgaza con rapidez, y, al cabo de unas semanas o pocos meses, fallece, normalmente por fallo renal. Eso si no se inyecta insulina. Una dolencia, pues, muy grave.

Por fortuna, en comparación con el de la mayoría de las enfermedades, el diagnóstico es sencillo, y siempre lo ha sido. Hoy suele resolverse con un simple análisis de la cantidad de glucosa en sangre. Sin embargo, hace cien años, cualquier médico dispuesto podía detectar la diabetes, porque bastaba con llevarse un poco de orina del paciente a la lengua. El sabor dulzón indicaba que era tanta la glucosa de la sangre que lo riñones la tenían que llevar a la orina. Es evidente que antes pasaban desapercibidos más casos de diabetes que hoy y que muchos no se registraban, pero el conocimiento de la prevalencia del tipo 1 a lo largo del tiempo es un indicador fiable de la naturaleza mutante de las enfermedades autoinmunes.

En Occidente, más o menos una de cada doscientas cincuenta personas no tienen más remedio que desempeñar el papel que le corresponde al páncreas: calcular cuánta insulina necesitan y, a continuación, inyectársela, para almacenar la glucosa que hayan consumido. Lo extraordinario es que esta elevada prevalencia es nueva: en el siglo XIX, prácticamente no existía la diabetes tipo 1. En los registros del Hospital General de Massachusetts, que abarcan más de setenta y cinco años hasta 1898, solo figuran veintiún casos de diabetes infantil, entre casi medio millón de pacientes. No es un caso de enfermedad no diagnosticada, porque el test del sabor de la orina, la rápida pérdida de peso y el inevitable desenlace hacían que la enfermedad ya se pudiera reconocer perfectamente en aquellos tiempos.

Cuando ya se impusieron los registros formales, justo antes de la Segunda Guerra Mundial, se pudo seguir la prevalencia de la diabetes tipo 1. En Estados Unidos, el Reino Unido y Escandinavia, afectaba a uno o dos de cada cinco mil niños. Por sí misma, la guerra no supuso ningún cambio. Sin embargo, no mucho después de que concluyera, algo cambió: los casos se empezaron a multiplicar. En 1973, la diabetes era seis o siete veces más común que en los años treinta. En los ochenta, el número de casos se detuvo en la que es la cifra actual: en torno a uno de cada doscientos cincuenta.

El aumento de la diabetes coincide con otras condiciones autoinmunes. En los inicios del siglo XXI, la esclerosis múltiple destruía el sistema nervioso de nada menos que el doble de personas que veinte años antes. La enfermedad celiaca, en la que el trigo incita al cuerpo a atacar las células del tubo intestinal, se ha multiplicado por treinta o cuarenta respecto a los años cincuenta. También han aumentado el lupus, la enfermedad inflamatoria intestinal y la artritis reumatoide.

No es normal.

¿Y la batalla colectiva contra el sobrepeso? Es muy probable que también tú tengas problemas de peso, porque más de la mitad de la población occidental es obesa. Es asombroso pensar que tener el peso adecuado para la buena salud te coloca hoy en una minoría. Estar gordo es hoy tan habitual que los antiguos maniquís de las tiendas de ropa se han cambiado por versiones mayores. Incluso hay programas de televisión que hacen de la pérdida de peso un juego. Son cambios que tal vez haya que asumir: en términos estadísticos, tener sobrepeso es la realidad de muchas personas.

Pero no siempre fue así. Cuando hoy vemos esas fotografías en blanco y negro de aquellos hombres flacos y aquellas mujeres delgadas de los años treinta y cuarenta, disfrutando del sol en pantalón corto o en traje de baño, nos parecen personas demacradas, con las costillas bien marcadas y el vientre plano. Pero no lo están: ocurre simplemente que no llevan a cuestas la carga que nosotros acarreamos. A principios del siglo XX, el peso de las personas era tan uniforme que pocos creían que fuera necesario llevar registros al respecto. Pero, ante la repentina aparición de la obesidad en los años cincuenta, en el epicentro de la epidemia (Estados Unidos), el Gobierno comenzó a tomar nota. En el primer estudio nacional, realizado a inicios de los años sesenta, el trece por ciento de los adultos ya eran obesos, es decir, tenían un índice de masa corporal (el resultado en metros cuadrados de dividir el peso en kilogramos por la altura en centímetros) superior a 30. Otro treinta por ciento tenía sobrepeso (un IMC de entre 25 y 30).

En 1999, en Estados Unidos, la proporción de adultos obesos era del treinta por ciento, más del doble que el anterior, y muchas personas que antes estaban sanas habían acumulado varios kilos, situando la categoría de sobrepeso en un rollizo treinta y cuatro por ciento. Esto significa un sesenta y cuatro por ciento de personas con sobrepeso u obesas. En el Reino Unido, la tendencia seguía el mismo patrón, aunque con un poco de retraso: en 1966, solo el uno y medio por ciento de la población era obesa, y el once por ciento tenía sobrepeso. En 1999, el veinticuatro por ciento era obesa, y el cuarenta y tres por ciento tenía sobrepeso: es decir, hoy, el sesenta y siete por ciento de las personas pesan más de lo que debieran. Además, la obesidad no es simplemente exceso de peso. Puede provocar diabetes tipo 2, cardiopatías e incluso algún tipo de cáncer, todas ellas condiciones cada vez más comunes.

No hace falta que te lo diga. No es normal.

También tenemos hoy más problemas de barriga. Tu primo podrá ser raro por seguir una dieta sin gluten, pero seguramente no es el único de la mesa que padece el síndrome de intestino irritable, que afecta a hasta el quince por ciento de las personas. El nombre sugiere un grado de incomodidad parecido al de la picadura del mosquito, y no deja claro el desastroso impacto que esta dolencia tiene para la calidad de vida de quienes la sufren. En estos casos, la proximidad del lavabo resulta prioritaria sobre asuntos de mejor imagen y significado. Para las personas con esta condición no hay mayor motivo de preocupación que la de saber adónde ir en el inevitable caso de apuro intestinal. También van en aumento dolencias de este tipo como la enfermedad de Crohn y la colitis ulcerosa, unas enfermedades que provocan daños tan graves en el intestino que es necesario practicar al paciente una colostomía para colocarle una bolsa exterior.

Definitivamente, no es normal.

Y por último, llegamos a los problemas de salud mental. El hijo autista de tu dentista tiene hoy más compañía que nunca, porque uno de cada sesenta y ocho niños y niñas (uno de cada cuarenta y dos en el caso de los niños) están en el espectro autista. En los años cuarenta, el autismo era tan raro que ni siquiera tenía nombre. Cuando en 2000 se inició el registro de casos, la incidencia del autismo era menos de la mitad de la actual. Es verdad que parte al menos de estos casos extra se deben a la mayor conciencia y tal vez a un diagnóstico exagerado, pero la mayoría de los expertos convienen en que el aumento de la prevalencia del autismo es real: algo ha cambiado. Los trastornos de déficit de atención, el síndrome de Tourette y el trastorno obsesivo-compulsivo también aumentan. Y lo mismo ocurre con los trastornos depresivos y de ansiedad.

Este aumento del sufrimiento mental no es normal.

Ocurre, sin embargo, que hoy estas condiciones son muy «normales». De no ser así, tal vez ni siquiera te hubieras dado cuenta de que son enfermedades nuevas. Hasta los propios médicos suelen desconocer la historia de las enfermedades que tratan, porque su formación estuvo basada solo en las experiencias de los médicos contemporáneos. Como en el caso del aumento de las apendicitis, un cambio del que hoy los médicos se han olvidado, lo que más importa a los cuidadores de primera línea son los pacientes que tienen a su cargo y los tratamientos que se les puedan aplicar. Conocer el origen de la enfermedad no es responsabilidad suya; por lo tanto, los cambios de la prevalencia son algo incidental para ellos.

En el siglo XXI, la vida es diferente gracias a los cuatro avances producidos en la sanidad pública durante los dos últimos siglos, y, por la misma razón, también son distintas las enfermedades. Pero nuestras enfermedades del siglo XXI no son simplemente una cepa más de alguna enfermedad infecciosa, sino un conjunto distinto de condiciones fruto de nuestro actual modo de vida. En este sentido, tal vez te preguntes qué puedan tener en común estas enfermedades, siendo como son, al parecer, un grupo tan dispar. Por los picores y estornudos de las alergias, la autodestrucción ocasionada por el propio sistema inmunitario, la miseria metabólica de la obesidad, la humillación de los trastornos digestivos y el estigma de los trastornos mentales, se diría que nuestro cuerpo, en ausencia de enfermedades infecciosas, se ha vuelto en su propia contra.

Podemos aceptar nuestro destino y dar las gracias porque, al menos, vivimos más, y libres de la tiranía de los patógenos. O nos podemos preguntar qué ha cambiado. ¿Es posible que exista alguna relación entre condiciones que no parecen tener nada en común, como la obesidad y las alergias, el síndrome de intestino irritado y el autismo? ¿El paso de las enfermedades infecciosas a esta nueva serie de enfermedades indica que nuestro cuerpo necesita las infecciones para mantenerse equilibrado? ¿O la correlación entre el declive de las enfermedades infecciosas y el auge de las crónicas apunta a una causa más profunda?

Se nos plantea una pregunta de suma importancia: ¿por qué se producen estas enfermedades del siglo XXI?

Hoy en día, la tendencia es buscar la causa de las enfermedades en la genética. El Proyecto Genoma Humano ha descubierto una gran cantidad de genes que, al mutar, provocan enfermedades. Algunas mutaciones las provocan irremediablemente: un cambio en el código del gen HTT, situado en el cromosoma 4, por ejemplo, siempre provocará la enfermedad de Huntington. Otras mutaciones solo aumentan la probabilidad: por ejemplo, los errores ortográficos en los genes BRCA1 y BRCA2 aumentan hasta ocho sobre diez las probabilidades de que la mujer padezca cáncer de mama en algún momento de su vida.

Estamos en la era del genoma, pero no podemos culpar del aumento de nuestras enfermedades modernas solo al ADN. Una persona puede llevar una versión de un gen que, por ejemplo, haga más probable que padezca obesidad, pero es imposible que esa misma mutación se generalice entre toda la población en solo cien años. La evolución humana no avanza a tan gran velocidad. Y no solo esto: la selección natural solo propicia que se imponga la variante de un gen si es beneficiosa; de lo contrario, elimina sus efectos perjudiciales. El asma, la diabetes, la obesidad y el autismo reportan muy escasos beneficios a quienes los padecen.

Excluida la genética como causa de ese incremento, nuestra siguiente pregunta debe ser: ¿ha cambiado algo en nuestro entorno? Del mismo modo que la altura de la persona no solo es consecuencia de sus genes, sino también de su entorno —la alimentación, el ejercicio físico, el estilo de vida y demás—, también lo es el riesgo de contraer enfermedades. Y aquí es donde las cosas se complican, porque son muchas las que han cambiado en nuestra vida en el último siglo. Y para diferenciar entre causas y correlaciones es necesario llevar a cabo un minucioso proceso de evaluación científica. En el caso de la obesidad y de las enfermedades relacionadas con ella, es muy fácil observar los cambios en la forma de alimentarnos, pero no lo es tanto determinar cómo afectan estos a otras enfermedades del siglo XXI.

Las enfermedades en cuestión muestran muy pocos signos de un posible origen común. ¿Es posible que los cambios en el entorno vital que provocan obesidad sean también la causa de las alergias? ¿De verdad puede haber una causa común de condiciones de salud mental como el autismo y el trastorno obsesivo-compulsivo, y trastornos del aparato digestivo como el síndrome de intestino irritable?

A pesar de las diferencias, hay dos temas que destacan. El primero es el del sistema inmunitario, que interviene claramente tanto en las alergias como en las enfermedades autoinmunes. Buscamos al culpable de interferir en la capacidad del sistema inmunitario de determinar el nivel de alerta en que se encuentra nuestro cuerpo, provocando generalizadas reacciones exageradas. El segundo tema, muchas veces oculto detrás de síntomas socialmente más aceptables, es la disfunción de los intestinos. En algunas enfermedades modernas, la relación es evidente: el caso más claro es el de la enfermedad inflamatoria intestinal y el síndrome de intestino inflamado. En otros casos, la relación es menos evidente, pero existe. Los niños con autismo tienen problemas de diarrea crónica; la depresión y la enfermedad inflamatoria intestinal van de la mano; el origen de la obesidad está en lo que pasa por el tubo intestinal.

Podría parecer, asimismo, que no existe relación alguna entre estos dos asuntos, el aparato digestivo y el sistema inmunitario, pero un examen más detenido de la anatomía del primero da algunas otras pistas. Cuando se habla del sistema inmunitario, la mayoría de las personas piensan en los glóbulos blancos y las glándulas linfáticas. Pero no es ahí donde discurre la mayor parte de la acción. De hecho, en el tubo intestinal humano hay más células inmunes que en todo el resto del cuerpo. En torno al sesenta por ciento del tejido del sistema inmunitario se encuentra alrededor de los intestinos, concretamente en el extremo final del intestino delgado, en el ciego y en el apéndice. Es fácil imaginar la piel como una barrera que nos protege del mundo exterior, pero, por cada centímetro cuadrado de piel, tenemos dos metros cuadrados de tracto digestivo. Este, aunque se encuentra en el «interior», solo tiene una capa de células entre lo que es fundamentalmente el mundo exterior y la sangre. Por lo tanto, la vigilancia inmunitaria de los intestinos es esencial: todas las moléculas y células que pasan por ellos deben ser revisados y, si es necesario, puestos en cuarentena.

El peligro de enfermedades infecciosas prácticamente ha desaparecido, pero nuestro sistema inmunitario se encuentra aún en plena batalla. Pero ¿por qué? Veamos la técnica que el doctor John Snow utilizó durante el brote de cólera que en 1854 se produjo en el Soho de Londres: la epidemiología. Desde que Snow aplicara por primera vez la lógica y las pruebas a la resolución del misterio de la causa del cólera, la epidemiología se ha convertido en el pilar de las indagaciones médicas. El sistema es muy simple. Formulamos tres preguntas: (1) ¿Dónde se producen estas enfermedades? (2) ¿A quiénes afectan? y (3) ¿Cuándo se convirtieron en un problema? De las respuestas podemos obtener pistas que nos ayuden a responder la pregunta general: ¿por qué se producen las enfermedades del siglo XXI?

El mapa de casos de cólera que John Snow trazó para hallar el dónde determinó el probable epicentro del cólera: la bomba de Broad Street. No hace falta mucho trabajo detectivesco para darse cuenta de que la obesidad, el autismo, las alergias y la autoinmunidad empezaron, todos, en el mundo occidental. Stig Bengmark, profesor de cirugía del University College de Londres, sitúa el epicentro de la obesidad y de las enfermedades afines en los estados sureños de Estados Unidos. «Estados como Alabama, Luisiana y Misisipi tienen la mayor incidencia de obesidad y enfermedades crónicas de Estados Unidos y del mundo», dice. «Estas enfermedades se propagan, con un patrón parecido al del tsunami, por todo el mundo; hacia el oeste, a Nueva Zelanda y Australia; hacia el norte, a Canadá; hacia el este, a Europa Occidental y el mundo árabe, y hacia el sur, particularmente a Brasil».

Las observaciones de Bengmark se extienden a las otras enfermedades del siglo XXI (las alergias, las enfermedades auto inmunes, las condiciones de salud mental y demás), todas las cuales tienen su origen en Occidente. La geografía sola no explica ese auge, por supuesto; simplemente da pistas sobre otros correlatos y, con un poco de suerte, sobre la causa. El correlato más claro de esta particular topografía de la enfermedad es la riqueza. Son muchísimos los datos que apuntan a la correlación entre las enfermedades crónicas y la opulencia, desde comparaciones del producto interior bruto de países enteros, a contrastes entre los grupos socioeconómicos que viven en la misma área local.

En 1990, la población de Alemania constituía un elegante experimento natural sobre el impacto de la prosperidad en las alergias. Después de haber estado separadas durante cuarenta años, Alemania Oriental y Alemania Occidental se reunificaron, después de la caída del Muro de Berlín el año anterior. Ambos estados tenían mucho en común: compartían un lugar, un clima y unas poblaciones compuestas por los mismos grupos raciales. Pero quienes vivían en Alemania Occidental fueron prosperando hasta alcanzar al mundo occidental y adquirir su ritmo en los avances económicos; en cambio, los alemanes del Este habían vivido, desde la Segunda Guerra Mundial, en un estado de animación estancada, y eran significativamente más pobres que sus vecinos de Alemania Occidental. De algún modo, tal diferencia de riqueza se relacionaba con un estado de salud general distinto. En un estudio realizado por médicos del Hospital Universitario Infantil de Múnich, se observó que los niños de Alemania Occidental, más ricos que los de Alemania Oriental, eran el doble de proclives a las alergias en general y tres veces más a la del polen.

Es un patrón que se repite en muchas condiciones alérgicas y autoinmunes. Los niños estadounidenses que viven en situación de pobreza siempre han sido más propensos a padecer alergias alimentarias y asma que sus iguales más ricos. Los hijos de familias «privilegiadas» de Alemania —así catalogadas por el nivel de estudios y la profesión de los padres— son significativamente más propensos a sufrir dermatitis atópica que los de origen menos privilegiado. En Irlanda del Norte, los hijos de familias pobres no suelen desarrollar la diabetes tipo 1. En Canadá, la enfermedad inflamatoria intestinal va más unida a los ingresos familiares altos que a los bajos. Los estudios se repiten una y otra vez, y las tendencias distan mucho de ser locales. Hasta el producto interior bruto de un país puede servir para predecir la incidencia de las enfermedades del siglo XXI entre su población.

El incremento de las llamadas enfermedades occidentales ya no es exclusivo de estos países. Con la riqueza llega la mala salud crónica. En los países en desarrollo, a medida que se avanza hacia la modernización económica, se extienden las enfermedades de la civilización. Lo que empezó como un problema occidental amenaza con engullir al resto del planeta. La obesidad tiende a abrir el camino. De hecho, ya afecta a grandes porciones de población; entre ellas, las de los países en desarrollo. Las diversas dolencias relacionadas con ella, como las cardiopatías y la diabetes tipo 2 (la insensibilidad a la insulina, más que la carencia de esta), no se quedan muy rezagadas. Los trastornos alérgicos, como el asma y la dermatitis atópica, también están en la avanzadilla de esa expansión, y su presencia va en aumento en países de rentas medias del sur de África, este de Europa y Asia. Las enfermedades autoinmunes y los trastornos de conducta parece que son las más retrasadas, pero hoy son especialmente comunes en los países de renta media alta, entre ellos, Brasil y China. Nuestras enfermedades modernas se estabilizan en los países más ricos y, al mismo tiempo, inician el ascenso en otros lugares.

El dinero es peligroso para las enfermedades del siglo XXI. Estas enfermedades están relacionadas con el nivel salarial, la riqueza del lugar de residencia y el estatus del país. Es posible que el dinero no dé la felicidad, pero compra agua potable, libertad respecto de las enfermedades infecciosas, una alimentación rica en calorías, unos estudios, un empleo, un trabajo en una oficina, una pequeña familia, vacaciones en lugares alejados… y otros muchos lujos. La pregunta ¿dónde? indica no solo la ubicación de nuestras plagas modernas, sino que el dinero es el que nos trae las enfermedades crónicas.

Sin embargo, es curioso que esta relación entre la mayor riqueza y la peor salud desaparezca en el extremo más rico de la escala. Parece que las personas más ricas de los países más ricos saben librarse mejor de la epidemia de enfermedades crónicas. Lo que empezó como privilegio de los ricos (piensa en el tabaco, la comida para llevar y los alimentos preparados) se diría que hoy es la propia esencia de los pobres. Entre tanto, los ricos tienen acceso a la información más reciente sobre salud, una mejor atención médica y la posibilidad de tomar decisiones que les mantengan sanos. Ahora bien, aunque, en las sociedades de los países desarrollados, los más ricos engordan y contraen alergias, son los más pobres de estas sociedades quienes tienen más probabilidades de tener sobrepeso y sufrir enfermedades crónicas.

A continuación, hemos de preguntar ¿quién? ¿La riqueza y el estilo de vida occidental provocan mala salud a todos, o afectan a unos grupos más que a otros? La pregunta es pertinente: en 1918, cien millones de personas murieron a causa de la pandemia de gripe que barrió el globo después de la Primera Guerra Mundial. Con los conocimientos médicos actuales, es muy probable que la pregunta quién hubiera generado una respuesta que podría haber bajado considerablemente aquella mortal factura. La gripe suele matar a los miembros más vulnerables de la sociedad —niños, ancianos y personas ya enfermas—, pero la de 1918 se cebó de forma especial en jóvenes y adultos sanos. Es probable que esas víctimas, que se encontraban en los mejores años de su vida, no murieran por el propio virus de la gripe, sino debido a la «tormenta de citocinas» desatada por su sistema inmunitario con la intención de eliminar el virus. Sin darse cuenta, las citocinas (unas sustancias químicas mensajeras inmunes que redoblan la reacción inmunitaria) pueden provocar una reacción más peligrosa que la propia infección. Cuanto más joven y sano es el paciente, mayor es la tormenta que desata su sistema inmunitario, y más probabilidades hay de que muera de gripe. La pregunta quién aporta información sobre lo que convirtió en tan peligroso a este particular virus de la gripe. En su día, hubiera permitido dirigir la atención médica no solo a combatir el virus, sino también a aplacar la tormenta.

El quién consta de tres elementos. ¿Qué edad tienen las personas afectadas por las enfermedades del siglo XXI? ¿Estas enfermedades afectan de forma distinta a las diferentes razas? ¿Afectan a ambos sexos por igual?

Empecemos por la edad. Es fácil presumir que las enfermedades asociadas a los países ricos desarrollados, donde hay una buena sanidad, son consecuencia inevitable del envejecimiento de la población. Tal vez pienses: «¿Cómo no van a aumentar las enfermedades nuevas? Ahora vivimos más años». ¿El hecho de que muchos vivamos más de setenta y ochenta años es causa segura de toda una nueva serie de problemas de salud? Es evidente que al mismo tiempo que nos libramos de la carga de la muerte debida a patógenos, cargamos inevitablemente con la muerte provocada por alguna otra cosa, pero muchas de las enfermedades a las que hoy nos enfrentamos no son solo dolencias de la vejez, debidas a nuestra mayor esperanza de vida. A diferencia del cáncer, cuyo aumento es atribuible, en parte al menos, al proceso de sustitución celular que se desencadena en los cuerpos de mayor edad, las enfermedades del siglo XXI no están relacionadas en absoluto con la vejez. De hecho, la mayoría de ellas muestran preferencia por los niños y adultos jóvenes, pese a que, en la época de las enfermedades infecciosas, eran relativamente raras en estos grupos de edad.

Las alergias alimentarias, la dermatitis atópica, el asma y las alergias de la piel a menudo empiezan al nacer o en los primeros años de vida del niño. El autismo se suele manifestar a la edad de uno o dos años, y se diagnostica antes de los cinco. Las enfermedades autoinmunes pueden aparecer a cualquier edad, pero muchas lo hacen a una edad temprana. La diabetes tipo 1, por ejemplo, suele aparecer en la infancia y los primeros años de la adolescencia, pero también puede hacerlo en la madurez. La esclerosis múltiple, la psoriasis y enfermedades intestinales inflamatorias como la enfermedad de Crohn y la colitis ulcerosa normalmente atacan entre los veinte y los treinta años. Y el lupus suele afectar a personas de entre quince y cuarenta y cinco años. También la obesidad puede empezar pronto. En Estados Unidos, el siete por ciento de los niños ya nacen con sobrepeso, un porcentaje que pasa a diez en los niños de uno y dos años, y a cerca de treinta en años posteriores de la infancia. Las personas mayores no son inmunes a las enfermedades del siglo XXI —casi todas ellas pueden aparecer a cualquier edad—, pero el hecho de que afecten a los más jóvenes con tanta frecuencia apunta a que el desencadenante no es el propio proceso de envejecimiento.

Incluso de las enfermedades que en Occidente son causa de muerte de personas «mayores» (infarto, derrame cerebral, diabetes, hipertensión y cáncer), la mayoría tiene sus raíces en un sobrepeso que se inicia en la infancia o los primeros años de la madurez. La muerte por estas enfermedades no se puede atribuir únicamente a la mayor esperanza de vida. Porque las personas de las sociedades tradicionales que llegan a los ochenta y noventa años raramente mueren por alguna de estas enfermedades «relacionadas con la edad». Las enfermedades del siglo XXI no se circunscriben a las capas demográficas superiores, sino que, como ocurrió con la gripe de 1918, golpean en los que debieran ser los mejores años de nuestra vida.

La raza. El mundo occidental (América del Norte, Europa y Oceanía) es mayoritariamente blanco. ¿Es posible, entonces, que nuestros nuevos problemas de salud realmente se deban a una predisposición genética de los blancos? De hecho, en estos continentes, son los blancos quienes muestran de forma sistemática las mayores tasas de obesidad, alergias, autoinmunidad o autismo. La obesidad suele tener mayor incidencia entre los negros, hispanos y surasiáticos, mientras que las alergias y el asma afectan mucho más a los negros en unas zonas, y a los blancos en otras. Las enfermedades autoinmunes no muestran ningún patrón claro. Algunas, como el lupus y la esclerodermia, afectan más a los negros, y otras, como la diabetes infantil y la esclerosis múltiple, suelen preferir a los blancos. No parece que el autismo haga diferencias entre las razas, aunque a los niños negros se les suele diagnosticar más tarde.

¿Es posible que lo que parecen diferencias raciales se deban, en realidad y en muy buena parte, a otros factores, como la riqueza o el lugar de residencia, y no a las tendencias genéticas de cada raza? En un estudio estadístico diseñado con precisión, se descubrió que la mayor tasa de asma entre los niños negros estadounidenses en comparación con la tasa en otras razas se debía no a la propia raza, sino a la mayor tendencia de las familias negras a vivir en los cinturones de pobreza de las ciudades, donde el asma es común en todos los niños. Las tasas de asma entre los niños negros de África son bajas, como en la mayoría de las regiones menos desarrolladas.

Una buena manera de desentrañar los efectos de la etnia y del entorno en la aparición de las enfermedades del siglo XXI es observar la salud de los migrantes. En los pasados años noventa, la guerra civil provocó el éxodo de numerosas familias somalíes a Europa y Norteamérica. Después de huir del caos de su país, la diáspora somalí se enfrentaba a otra batalla. Las tasas de autismo son bajísimas en Somalia, pero su incidencia en los hijos de familias somalíes inmigrantes rápidamente subió hasta el nivel de las de los niños no inmigrantes. Entre la gran comunidad somalí de Toronto, Canadá, el autismo se conoce como «la enfermedad occidental», porque afecta a muchas familias de inmigrantes. También en Suecia los hijos de inmigrantes de Somalia tienen una tasa de autismo tres o cuatro veces superior a la de los niños suecos. Parece, pues, que la raza es menos importante que el lugar de residencia.

¿Y el último aspecto del quién, es decir, el sexo? ¿Estas enfermedades afectan por igual a mujeres y a hombres? A quien haya sido testigo de un brote de «gripe masculina» tal vez no le sorprenda que las mujeres tengan un sistema inmunitario más fuerte que los hombres. Pero, lamentablemente, en esta epidemia mediatizada por el sistema inmunitario de mala salud crónica, la superioridad de las mujeres demuestra ser un inconveniente. Parece que el hombre sucumbe a los resfriados más benignos; en cambio, la mujer ha de combatir contra demonios que solo su sistema inmunitario puede detectar.

Las enfermedades autoinmunes son las que muestran mayores diferencias. La inmensa mayoría de los trastornos afecta más a las mujeres que a los hombres, pero algunos afectan a ambos por igual. Y un par de ellos muestran preferencia por los hombres. Las alergias son más comunes en los niños que en las niñas, pero pasada la pubertad afectan más a las mujeres que a los hombres. Los trastornos intestinales también afectan más a ellas que a ellos (solo un poco más en el caso de la enfermedad inflamatoria intestinal, pero en el del síndrome de intestino irritable la incidencia es dos veces superior en las mujeres).

Puede sorprender que, al parecer, la obesidad también afecte más a las mujeres que a los hombres, especialmente en los países en desarrollo. Pero mediciones distintas del IMC, como la medida de la cintura, indican que en realidad mujeres y hombres sufren por igual unos niveles peligrosos de sobrepeso. Asimismo, aunque parezca que algunas condiciones de salud mental, como la depresión, la ansiedad y el trastorno obsesivo-compulsivo, afectan más a ellas que a ellos, parte de la diferencia se puede deber a la reticencia de los hombres a admitir que se sienten tristes. En cuanto al autismo, son los hombres quienes llevan el mayor peso, con cinco veces más casos entre los niños que entre las niñas. Es posible que en el autismo, como en las alergias, que suelen atacar a edades muy tempranas, y en aquellas enfermedades autoinmunes que empiezan en la infancia, sea la aparición anterior a la pubertad la que marque toda la diferencia. Sin la influencia de las hormonas sexuales masculinas, estas enfermedades no están sometidas al mismo sesgo femenino.

Es muy probable que el vigoroso sistema inmunitario de la mujer esté detrás de la preponderancia femenina de algunas enfermedades del siglo XXI. En las condiciones que implican reacciones excesivas del sistema inmunitario, como las alergias y las enfermedades autoinmunes, probablemente la mayor fuerza del punto de partida sea la que genera una reacción excesiva. También las hormonas del sexo, la genética y las diferencias de estilo de vida pueden desempeñar su papel (pero hay que determinar por qué exactamente las mujeres se ven más afectadas). Sea como fuere, el sesgo femenino de estas plagas modernas subraya el papel oculto que el sistema inmunitario desempeña en su desarrollo. Las enfermedades del siglo XXI no son achaques de la vejez. No son dolencias de herencia genética. Son enfermedades de los jóvenes, los privilegiados y los de inmunidad más fuerte, en especial las mujeres.

Y así llegamos a la última pregunta de nuestro misterio epidemiológico: cuándo. Se puede decir que es la pregunta más importante de todas. Llamo a la actual epidemia de dolencias crónicas uno de los males del siglo XXI, pero su raíz no está en este siglo, sino en el anterior. Fue un gran siglo, en el que se produjeron los mayores avances y descubrimientos de la historia de la humanidad. Sin embargo, en los últimos cien años, después de la casi total eliminación de graves enfermedades infecciosas en el mundo desarrollado, llegaron nuevas enfermedades, unas extremadamente raras, y otras bastante comunes. Entre los primeros fenómenos que se produjeron en el siglo pasado está el cambio o la serie de cambios que han provocado este auge. Determinar el momento del inicio de tal aumento podría dar la mejor pista sobre su origen.

Seguramente ya te habrás hecho una idea sobre los tiempos. En Estados Unidos, en torno a mediados de siglo, se produjo un repentino incremento de la diabetes tipo 1. Los análisis realizados a los reclutas de los diferentes ejércitos situaban su inicio a principios de los años cincuenta en Dinamarca y Suecia; a finales de la misma década, en los Países Bajos, y en los sesenta, en la un tanto menos desarrollada Cerdeña. El aumento de los casos de asma y dermatitis atópica comenzó a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, y los de enfermedad de Crohn y esclerosis múltiple se dispararon en los cincuenta. Las tendencias a la obesidad se registraron a gran escala por primera vez en los años sesenta, por lo que es difícil determinar el inicio de la epidemia tal como hoy la conocemos, pero algunos expertos apuntan al final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, como el más probable punto de inflexión. En la década de 1980 se produjo un aumento espectacular de la obesidad, pero, sin duda, su inicio es anterior. Asimismo, hasta finales de los años noventa no se registraron los casos de niños diagnosticados como autistas cada año, pero la primera vez que se habló de esta condición fue a mediados de los años cuarenta.

Algo cambió hacia la mitad del siglo pasado. Es posible que fuera más de una cosa, un cambio que seguramente continuó en las décadas siguientes. Desde entonces, ese cambio se ha ido extendiendo por todo el mundo, y a medida que pasan los años va abarcando a más países. Para hallar la causa de nuestras enfermedades del siglo XXI, debemos observar los cambios producidos en una época extraordinaria: la de 1940.

Con las preguntas de qué, dónde, quién y cuándo hemos establecido cuatro cosas. Primera, nuestras enfermedades del siglo XXI suelen empezar en los intestinos y están relacionadas con el sistema inmunitario. Segunda, atacan a los jóvenes, con frecuencia a los niños, los adolescentes y los adultos jóvenes, y muchas afectan más a las mujeres que a los hombres. Tercera, estas enfermedades se producen en el mundo occidental, pero actualmente van en aumento en los países en desarrollo, de la mano de su progresiva modernización. Cuarta, el aumento empezó en Occidente en la década de 1940, para seguir más tarde en los países en desarrollo.

De modo que volvemos a la gran pregunta: ¿por qué se han impuesto estas enfermedades del siglo XXI? ¿Qué hay en nuestra vida occidental moderna y rica que hace que enfermemos de forma crónica?

Como individuos y como sociedad, hemos pasado de la austeridad a la opulencia, de lo tradicional a lo avanzado, de la carencia de lujos a su constante bombardeo, de una deficiente atención sanitaria a unos excelentes servicios médicos, de la incipiente industria farmacéutica a su eclosión, de la actividad física al sedentarismo, de lo provinciano a lo globalizado, del fabricar y reparar al renovar y sustituir, y del recato a la desinhibición.

Entre todos estos cambios y para desvelar nuestro misterio, hay cien billones de diminutas pistas a la espera de que les prestemos atención.

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