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UN PUEBLO CUALQUIERA

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Fanny Beaudoin

Los primeros rayos de sol acariciaron el campanario de la iglesia y cayeron sobre la plaza desvelando lentamente una mano, milímetro a milímetro. Los dedos estaban abiertos en una postura poco natural, extendidos. El disco solar prosiguió su curso, ajeno al espectáculo que desvelaba gradualmente. Unos minutos más tarde, iluminaba ya una cara sin edad girada hacia la fuente, cuyos ojos abiertos sin vida parecían contemplar.

Cuando la furgoneta del panadero pasó por la plaza de vuelta de su ronda matinal, ya no quedaba a la sombra ninguna parte del cuerpo. El hombre paró el coche extrañado, sin atreverse a poner un nombre a lo que sus ojos estaban viendo. Se acercó cautelosamente; no pudo reprimir una mueca. Sin necesidad de tomarle el pulso para confirmar que estaba muerta, sacó el móvil de su bolsillo y llamó a la policía. Una vez cumplido con su deber de ciudadano, dudó si marcharse. Tenía que acudir a abrir la tienda y si se retrasaba sus primeras clientas se lo reprocharían. Optó por pensar que lo entenderían y decidió no moverse. Le resultaba desagradable la presencia de ese cuerpo grotesco, por lo que subió a su coche y puso música para distraerse. Tras unos minutos que le parecieron eternos vio al fin aparecer a la Policía Local. Se apeó y se acercó a ellos. Los conocía a ambos, eran los que se encargaban habitualmente de los anejos, y le cabían pocas dudas de que no habían visto muchos más cadáveres que él mismo. Jorge y Fran le saludaron y caminaron hasta el cuerpo. El primero se inclinó sobre la víctima para hacerse una idea rápida de la situación: muchos moratones, especialmente alrededor del cuello, y sobre todo esa postura tan sorprendente: reposaba boca arriba, los brazos cruzados sobre el pecho con las palmas de las manos mirando hacia el cielo, todos los dedos extendidos y alejados al máximo unos de otros, las piernas igualmente cruzadas pero por las rodillas y nuevamente por los tobillos, como si el asesino hubiese querido hacer una trenza con sus piernas. La cabeza estaba vuelta hacia un lado, los ojos abiertos, con una expresión de terror en la cara. A pesar de saber que era inútil, cumplió con su obligación y le buscó el pulso. Debajo del cuerpo, un charco de sangre seca le hacía de manto marrón. Mientras la observaba, su compañero dio el aviso.

El timbre del teléfono sonó cinco veces y se puso el contestador en marcha. Javier Duranes no lo escuchó desde la ducha, donde estaba metido por tercera vez en el día. No podía con el calor húmedo de Málaga; tras quince años en esta ciudad no se había acostumbrado aún y su cuerpo no le perdonaba el traslado que él mismo había solicitado. Por una milésima de segundo sintió añoranza de su Santiago natal, pero se repuso enseguida. Salió del cuarto de baño en calzoncillos y se sirvió un whisky-cola con mucho hielo para refrescarse. También era el tercero del día. Cuando probó el primer sorbo, sonó nuevamente el teléfono. Dudó un momento pero finalmente lo descolgó para arrepentirse en el acto. La jefa le mandaba a Las Navas de Villanueva, una localidad perdida por la Sierra norte y cuyo nombre escuchaba por primera vez, para ayudar en la investigación de un crimen. Al parecer habían encontrado un cadáver y las autoridades locales no tenían mucha idea de cómo gestionar la situación. Sin que tuviera que decirle nada, ella le indicó que en quince minutos habría un coche en su puerta para recogerle. Se preguntó, como ya lo había hecho otras veces, si ella sabía que enfrentaba el verano con whisky-cola pero este pensamiento no le preocupó demasiado. Si lo sabía, parecía no importarle, y si no, no había motivo para que se enterara.

Cuando el coche de la Guardia Civil con el capitán Duranes a bordo entró en Las Navas de Villanueva, el sol ya declinaba. Durante el viaje el agente que conducía le había estado aburriendo con datos: el pueblo contaba con trescientos cincuenta y cuatro almas, estaba en la comarca de Antequera aunque relativamente alejado de esta, separado de los demás pueblos cercanos por una sierra abrupta e imponente. Javier le había escuchado con un oído distraído. Se sentía incómodo ante aquel paisaje de montes rocosos rodeados por una naturaleza maltratada por el exceso de sol y de viento. Parte de la plaza principal, que en realidad no era más que una pequeña explanada en cuyo centro se erguía una fuente de principios de siglo, había sido acordonada. El cuerpo ya había sido retirado; el permiso de levantamiento del juez había llegado un par de horas antes. No era de extrañar puesto que Javier Duranes no era el inspector oficialmente encargado del caso, sino un refuerzo enviado gentilmente por Málaga. Por ese mismo motivo, sabía que lo más probable era que lo recibieran de mala gana. Solamente quedaban allí los dos policías locales que habían llegado los primeros. Recorrió lentamente la zona del crimen, buscando algún detalle que las fuerzas de seguridad hubiesen podido pasar por alto. Aunque se hubiera sacado fotos de todo, le gustaba impregnarse del lugar. Podía sentir en su espalda las miradas de los agentes que habían quedado a cargo, pero también las de los vecinos escondidos tras sus visillos que no querían perderse un solo detalle. Lo más probable era que el cuerpo hubiera sido traído hasta aquí justo después de la muerte. El hecho de dejar el cadáver en un lugar tan señalado y en una postura tan poco natural daba a pensar que había habido premeditación y, por lo tanto, que para perpetrar el crimen el asesino hubiera elegido un lugar más discreto. Aún sumido en sus pensamientos, fue interrumpido por alguien que lo agarraba del brazo.

—Capitán, ¿tienen ya alguna pista? ¿Quién ha podido cometer un crimen tan horrible? ¿Se sabe algo más de la víctima? ¿Cree que va a dañar el turismo? ¿Qué pasos va a seguir la Guardia Civil?

Javier lo miró irritado.

—No tengo nada que declarar. ¿Quién es usted?

—Pedro Carbonell, periodista de La Comarca de Antequera. ¿Podría responder algunas preguntas?

—Habrá leído el comunicado de prensa, no hay nada que añadir.

—Bueno, el comunicado no decía gran cosa, deme algo más.

Sin contestarle, subió rápidamente al coche que le había traído. Odiaba a la especie de los periodistas, siempre dispuestos a vender a su madre a cambio de una exclusiva. Dudó un momento si pedirle a su chófer que parara en un bar para recargar las baterías, pero optó por no tomarse excesivas confianzas. Juntos salieron rumbo a Antequera.

Encontró a la teniente a cargo de la investigación en el cuartel. Como era de esperar le recibió de mal humor, irritada porque los de la capital le habían mandado a alguien. Lo interpretaba como una muestra de desconfianza, y no andaba desencaminada. La víctima había sido identificada como Helen Bodewes, una turista holandesa de cincuenta y dos años. Ya se habían puesto en contacto con la policía de su país y esperaban recibir en breve un informe que explicara entre otras cosas los motivos de su presencia en España. Duranes cogió las fotos del cadáver y apostó en silencio que se trataba sencillamente de una turista extranjera, una guiri más como había miles en la Costa del Sol, aunque pocos llegan hasta Las Navas de Villanueva.

No le importaba que las autoridades del lugar no quisieran colaborar con él, estaba de sobra acostumbrado a ello. Una llamada a un compañero de la morgue que tenía una deuda con él le había facilitado la información que necesitaba. De momento lo único que se sabía era que la mujer había recibido varios golpes no mortales, a primera vista frutos de la inexperiencia del asesino, para ser luego estrangulada y que esa había sido la causa de la muerte. Después de un plazo relativamente corto de tiempo, no más de treinta minutos, el cuerpo había sido colocado en el lugar donde fue encontrado en las primeras horas del día. El asesino había tenido que esforzarse mucho para conseguir mover el peso del cadáver y colocarlo en la postura que deseaba. Se calculaba que la muerte había sido dada hacia las dos de la mañana. No había señales de violencia sexual y en todo momento el asesino había llevado guantes. De momento no se habían encontrado huellas, aunque se seguía buscando cualquier trozo de piel o de pelo con el fin de poder proceder a un análisis de ADN.

A la vista del tamaño del pueblo, alguien tenía que haber escuchado algo, por lo que Duranes optó por volver allí a hacer una ronda de preguntas a los vecinos. Esta tarea ya había sido realizada por la Policía Local pero de forma muy anárquica. Al tener relación, o incluso parentesco, con casi todos, tenían un punto de vista deformado y sus conclusiones eran por lo tanto poco útiles. Tuvo que parar un par de veces por whisky-cola, ya no tanto por el calor, que no era aquí tan pegajoso como en Málaga, sino porque estaba deprimido por el ambiente opresivo de este pueblo en el que todo el mundo se conocía y opinaba sobre sus vecinos, los cotilleos que le susurraban las mujeres mayores, los campos secos y la montaña árida. Al anochecer había sacado en claro que la gente del lugar temía que este crimen diese una imagen distorsionada de su pueblo, aunque no estaban en absoluto preocupados. Daban por sentado que si esta mujer holandesa había venido a morir aquí era por algún oscuro motivo. Tal vez alguna conexión con la mafia de la costa le había sugerido alguno, pero en cualquier caso pensaban que no tenía nada que ver con ellos y se sentían por completo a salvo. Javier no pudo evitar recordar los acontecimientos de seis años atrás. Como si la nacionalidad pudiera poner a cualquiera a salvo…

Decidió no volver a Málaga, quería impregnarse del lugar. A pesar de estar solamente a unos cincuenta kilómetros de su casa todo le resultaba distinto, aunque era especialmente la naturaleza sobredimensionada la que le impresionaba. Estaba acostumbrado a grandes avenidas, coches atascados, muchedumbre, desde luego no a que la presencia del hombre quedase relegada a un segundo plano frente a la de los montes, el viento y los campos. Optó por hospedarse en Antequera. Mientras cenaba en el restaurante de la pensión en la que se alojaba, se le acercó una mujer joven, tal vez de unos treinta años. Ella le dio la mano a la vez que se presentaba:

—Hola, ¿qué tal? ¿Le importa que me siente con usted? Me llamo Lola Recio.

Antes de que él pudiera contestar ya había cogido un asiento y pedido, con la autoridad de alguien acostumbrado, la misma bebida que él. Estaba dividido entre las ganas de cenar tranquilo, lejos de cualquier curioso, y las de hacerlo acompañado por una bella mujer. Sin sorpresa, optó por la segunda opción.

—Perdone por haberme sentado así pero llevo un día terrible y estaba deseando conocer una cara nueva. La gente se imagina que la vida es más fácil en los pueblos que en las ciudades, pero solo los que no han puesto nunca un pie aquí pueden pensar así. ¡No sabe cómo es la gente acá! Todo el mundo te juzga, se fija en lo que haces, cómo lo haces, con quién vas, cómo te vistes… Tampoco soy de ciudad; voy a Málaga y a los dos días estoy harta de atascos, de inseguridad y de bullicio, pero lo de aquí se me hace a veces insoportable.

El flujo de palabras no se interrumpió durante las dos horas siguientes. Javier se dejó subyugar tanto por la personalidad como por el físico generoso de su interlocutora. Él casi no habló. Por su trabajo estaba acostumbrado a desconfiar y por lo tanto a abrirse poco pero estaba encantado de esta oportunidad de olvidar el cansancio del día, y tal vez de terminarlo de forma más placentera. Le parecía que hacía siglos que no había tenido la oportunidad de escuchar a una persona simplemente por el placer de hacerlo. Se sorprendió al comprobar lo cómodo que estaba con ella, a pesar de la tensión sexual que percibía, o quizás fuera simplemente una sensación suya. Unas horas más tarde se fue a la cama solo, más divertido que herido, después de que Lola le dijera, tras una copa, que tenía que acostarse ya sin falta porque le esperaba una dura jornada al día siguiente.

Por la mañana, descubrió con una mueca los titulares de los periódicos. Todos hablaban del crimen, aunque ninguno lo mencionaba en su portada, salvo La Comarca de Antequera que titulaba en grandes caracteres “Crimen abominable en Las Navas de Villanueva” y dedicaba un artículo al tema en la página tres bajo el título “Nuestra comarca ¿escenario de novela negra?”. Javier tiró el periódico lejos y desayunó su café solo apoyado en la barra del bar sin prestar atención a los que le rodeaban. Tras llegar a Las Navas decidió seguir con su ronda de preguntas aunque ya tenía bastante claro que no iba a conseguir ninguna información; además sus pensamientos tenían cierta tendencia a desviarse hacia Lola. Se recriminó su falta de atención e intentó centrarse. No tuvo que insistir mucho para que el panadero que había encontrado el cadáver le relatara los hechos. Repetía su relato de memoria aunque Javier se quedó con la duda de la cantidad de detalles que añadía a cada versión. Contrastaba el interés de los habitantes por los pormenores del crimen con la tranquilidad con la que los comentaban. Sin duda para ellos se trataba de un hecho inusual que tenía el mérito de irrumpir en la monotonía del paso de los días, pero para nada de un acontecimiento preocupante. Tras dos horas perdidas, Javier fue convocado por la teniente de la Guardia Civil quien le comunicó la información recibida de Holanda, a saber muy poca. Helen Bodewes era una mujer soltera, maestra en una escuela primaria. Había reservado una habitación de hotel para dos semanas en Torremolinos. Dos días antes de su muerte decidió alquilar un coche porque, según había comentado a las personas con las que había trabado amistad en el hotel, estaba harta de playa y quería conocer el interior del país. Según sus propias palabras la España verdadera. Duranes se preguntó por un momento dónde estaba la España verdadera, si en Torremolinos o en Las Navas de Villanueva. Solamente un guiri podía plantearse este tipo de cuestión; desde luego no había sido muy afortunada en su búsqueda.

Lucía Molina le indicó también que el asesino había tenido la precaución de ponerse guantes, lo que él ya sabía, y que los moratones dejaban apreciar su inexperiencia. Al salir de su despacho estaba desanimado. Si bien las fuerzas de seguridad lugareñas no estaban muy acostumbradas a tratar crímenes de este tipo, no se podía decir que él estuviera haciendo avanzar mucho la investigación y culpar a Lola de eso habría sido demasiado fácil. Le pidió al guardia civil que le había traído que le llevara de vuelta a Málaga.

Volvió con desagrado a su piso; lo primero que hizo fue servirse un whisky-cola, antes de estudiar los titulares de la prensa digital. Ningún periódico nacional mencionaba el crimen puesto que la investigación no había avanzado, sin embargo seguía presente en la prensa autonómica y local. La Comarca de Antequera había incluso conseguido los detalles exactos de la postura del cadáver, probablemente de boca del panadero. Dejó la prensa para investigar en la red el significado que podía tener esa postura; sin embargo tras dos horas de búsqueda lenta y laboriosa, no había encontrado nada digno de interés. Tras un nuevo whisky con cola, introdujo en Google las palabras “Lola Recio”. Algunas fotos de Facebook, un perfil LinkedIn no actualizado, nada de interés. Dejó volar su imaginación hacia ella. Se preguntó si pasada la investigación podría intentar volver a verla o si al contrario su nombre saldría durante las pesquisas. Brindó con una nueva copa a su salud y se quedó dormido en el sofá. Le hubiese gustado soñar con ella pero fue una noche negra.

A la mañana siguiente le despertó el timbre del teléfono. Su jefa, la teniente coronel Gómez, quería noticias, a poder ser el nombre del asesino pero en su defecto al menos una pista o un nuevo indicio. Aunque no levantó la voz estaba claro que no estaba satisfecha con el desarrollo de la investigación. Javier Duranes colgó cansado; odiaba este trabajo aunque de sobra sabía que no podría hacer otra cosa. A veces se veía a sí mismo como a un drogadicto consciente de su dependencia pero incapaz de lograr la abstinencia. Para obligarse a algo de acción bajó al kiosco para comprar la prensa. Los artículos eran los mismos que los disponibles el día anterior en la edición digital, con el añadido de un editorial sobre la inseguridad y el miedo de los ciudadanos. Nada original, al contrario, tremendamente previsible. Con razón su jefa estaba preocupada; si no aportaban datos sustanciales en breve, la prensa y los ciudadanos en su conjunto cargarían contra la ineficacia de la policía y la impunidad de los asesinos.

Tenía con él una copia de todos los documentos de la investigación: autopsia, lista de sospechosos (constituida por gran parte de los habitantes de Las Navas), fotos del cadáver, informes varios. Los repasó a lo largo del día, intentando encontrar el detalle que el asesino había descuidado. Sin lugar a dudas este les había dejado una clave, la postura del cuerpo; se trataba de un mensaje pero no conseguía descifrarlo. A pesar de sus esfuerzos no halló ninguna pista, tan solo las piezas de un puzle que su inconsciente sabía que encajaban pero al que no encontraba de momento la combinación. A las once de la noche seguía buscando la solución al rompecabezas cuando sonó su teléfono. A los pocos minutos un coche estaba en su puerta y le llevaba a una velocidad muy superior a la legal hasta Las Navas. Esta vez le habían esperado para tocar al cuerpo. Se acercó lentamente. Como la mayoría de sus compañeros, había aprendido a tratar a los cadáveres como objetos con el fin de desligar emociones y poder realizar su trabajo, sin embargo en el caso de los niños siempre era distinto. Nadie es capaz de mirar a un chico muerto sin pensar en su madre desconsolada y en su futuro cortado de raíz. El cuerpo tenía la misma postura que la víctima anterior, las manos cruzadas sobre el pecho, las palmas hacia el cielo y los dedos estirados. De nuevo las piernas estaban cruzadas aunque eran demasiado pequeñas para haberlo sido dos veces.

A las nueve de la noche los padres habían alertado de la desaparición de su hijo; rápidamente todo el pueblo se había unido a la búsqueda. Una hora y media más tarde lo habían encontrado, esta vez en un lugar mucho más discreto, detrás de un matorral de zarzas algo alejado de las últimas casas del pueblo. La policía no ocultaba que estaba desbordada; Duranes veía cómo los agentes presentes sudaban, respiraban de forma entrecortada, miraban una y otra vez hacia todos lados. Por primera vez en sus vidas se enfrentaban al mal absoluto, y no estaban preparados para ello. Esta vez el pueblo estaba por completo en las calles, en estado de shock, recordando al niño, uno de los pocos que quedaban en la población, y se preguntaban atemorizados quién sería el siguiente. Por un azar del destino, o tal vez no, la víctima era el hijo del panadero, la persona que había encontrado el primer cadáver. Duranes se acercó al cuerpecito. Esta vez la ejecución parecía haber sido más rápida; no había moratones como en el caso anterior, el asesino iba aprendiendo. Estaba ya preocupado de que pudieran pillarle puesto que para construir la escena había elegido un lugar protegido desde el que era imposible que lo vieran. Esta vez no le cabía duda al inspector que el pueblo en bloque iba a intentar ayudar en la investigación, recordar todos los movimientos insólitos de conocidos y extraños en los últimos días, en fin, implicarse. Por desgracia, había hecho falta para ello que un niño de diez años perdiera la vida.

Contrariamente a unos días atrás, Lucía Molina, la teniente a cargo de la investigación parecía contenta de tener a Javier a su lado. Como todos, conocía un poco a la familia de Marcos, la víctima. En vez de atenderle de pie entre dos mesas como había hecho hasta ahora, le invitó a sentarse en su despacho e incluso le ofreció café.

—Ya no tenemos derecho al error. Quiero a este cabrón entre rejas lo antes posible, así que ya vale de rivalidades adolescentes, vamos a trabajar juntos y ya me encargaré de que mi equipo lo tenga claro. Voy a serte honesta, tenemos todos los datos sobre los asesinatos pero todavía ni un solo sospechoso. ¿Tú tienes algo más?

Javier disimuló su sorpresa por este salto inesperado al tuteo y le contestó. Había tenido tiempo para pensar el día anterior: el asesino quería que se hablara de él, buscaba ser portada en los periódicos, para ello se molestaba en poner a sus víctimas en una posición antinatural. Probablemente tenía algún tipo de trastorno que le hacía buscar protagonismo. Seguramente no había disfrutado plenamente con la cobertura que se le había dado a su primer asesinato y, para conseguir estar en boca de todos, había decidido atacar esta vez a un niño. Ahora sí que la prensa nacional iba a coger el caso. La teniente le confirmó que los medios ya estaban allí. El periodista local, Pedro Carbonell, le había informado que El País y la Cadena Ser le habían pedido que les mandara toda la información del caso y prometido que si sus artículos eran buenos los publicarían. En medio de toda aquella confusión le había hecho preguntas de todo tipo y cuando ella se había negado a contestar simplemente se había dirigido a otro, poco dispuesto a dejar pasar su momento de gloria. Duranes cerró los ojos, ajeno a la presencia de los policías que le rodeaban, e intentó meterse en la piel del asesino. Satisfacción, puesto que por dos veces había demostrado su poder sobre la vida de los demás. Satisfacción, puesto que iba a ser portada de todos los periódicos. Y cuando esta satisfacción se difuminara, mataría otra vez. Sin embargo, ¿por qué hacerlo en un pueblo pequeño y no en una ciudad grande donde se perdería más fácilmente entre la masa? Algo le tenía que ligar a este pueblo, probablemente un acontecimiento traumático del cual quisiera así vengarse. Según el médico forense, el asesino debía de ser un varón adulto, aunque resultaba difícil calcular su edad. De común acuerdo con Lucía Molina, mandó buscar en los archivos todas las denuncias realizadas desde el año 1970 por hombres residentes en Las Navas. El tamaño del pueblo hacía que fuera rápido de comprobar. No se encontró nada de interés, aunque tampoco era sorprendente. El trauma podía haber sido cualquier cosa, tal vez una decepción amorosa o una humillación pública en los duros años de la pubertad.

El teléfono de Lucía sonó: era el médico forense. Nuevamente el asesino había actuado con guantes y no había dejado ninguna huella, sin embargo esta vez habían conseguido una pestaña, que casi con certeza le pertenecía. La estaban analizando, por lo cual cuando tuvieran sospechoso, podrían contrastar el ADN. Duranes suspiró aliviado. ¡Al fin algo a lo que agarrarse!

La prensa del día estuvo a la altura de los deseos del asesino. Pedro Carbonell firmaba un extenso artículo en El País. Además había ocupado toda la portada de La Comarca de Antequera con un gigantesco titular: “El asesino de Las Navas nos acecha”. Incluso había conseguido que se le citara en El Mundo y ABC. Javier dejó los periódicos sobre la mesa, la mirada perdida. El periodista también había conseguido su objetivo, había dado el salto a la prensa nacional. Era el corresponsal para el caso; si hacía bien su trabajo sería luego el encargado de una zona más amplia, para finalmente ser colaborador habitual de los mejores diarios. Ya no tendría que cubrir noticias que solo interesaban en la propia Antequera, como la aparición de nuevas grietas en los muros de la Colegiata.

Cuando sonó su teléfono, Javier no pudo refrenar un salto de su corazón al reconocer la voz de Lola Recio.

—Ya me imagino que no me podrás contar nada pero estoy fatal desde que se ha sabido lo de este niño. De verdad, ¿quién puede hacer algo así? Prométeme que lo vas a pillar. Aunque me pongo en tu lugar y me odio por esta presión que te estamos poniendo todos, pero es que hay que parar esto, era un niño. ¿Te das cuenta? ¡Un niño!

Las palabras se entrechocaban, confusas, con un débito discontinuo, a la imagen del desconcierto en el que se encontraba su interlocutora. Intentó tranquilizarla e incluso le prometió arrestar a este tipo. ¡Qué tontería! Se estaba enamorando y de sobra sabía que en esos casos siempre decía disparates. Una promesa que no sabía si sería capaz de cumplir era un buen ejemplo, pensó.

Habían acordado verse en una terraza del centro a las nueve. Una noche más Duranes decidió quedarse a dormir en Antequera, alegando que necesitaba estar cerca de los acontecimientos y del equipo policial. Esa era la razón oficial. Apenas habían pedido unas cervezas y empezado a hablar cuando Lola se levantó para saludar a un amigo. Duranes le daba la espalda por lo que en un primer momento le ignoró, pero al reconocer la voz se levantó y apretó la mano del periodista.

—Hombre, capitán, ¡qué casualidad! ¿Qué tal, cómo llevan la investigación? -preguntó con entusiasmo.

Javier le miró con una sonrisa.

—La verdad es que estamos avanzando rápidamente, tenemos un par de pistas muy sólidas.

—No me diga. Por favor adelánteme algo. ¿Qué es lo que tienen? ¿Ya han arrestado a alguien?

—No me tire de la lengua, ya sabe que no le puedo decir nada.

—¿Ni siquiera una declaración extraoficial?

—¡Y menos una declaración extraoficial!

—Pedro, no le agobies -intervino su amiga-. Que cada uno haga su trabajo. ¿De verdad Javier, ya tenéis a un sospechoso? ¡Qué bien!

Aunque Lola se sentía cómoda con ambos, se dio cuenta de que no era el caso de ellos por lo que rápidamente se despidió de su amigo para volver con Javier.

—Perdónale, es un poco pesado, pero es que el periodismo es su vocación, ¡es incapaz de aguantarse si piensa que va a poder conseguir una exclusiva! Le conozco desde chica y ya era así en el instituto. Imagínate que una vez se coló en el despacho del profesor de física y consiguió una copia del examen, pero no para sacar una nota mejor que los demás, no, eso le daba igual, simplemente para dar que hablar y que le admiráramos. Incluso sacaba una especie de miniperiódico que distribuía a escondidas a los alumnos y se jactaba de saber todo lo que pasaba en el instituto. Y cuando no pasaba nada, ya se encargaba él de crear las noticias. Siempre decía que de mayor sería un periodista muy importante y que ya nos enteraríamos todos de quién era.

Siguieron hablando de recuerdos del instituto y de otros tiempos, regando la conversación con un Muga del 2009. Al día siguiente Javier no recordaba con claridad en qué momento habían dejado de hablar para pasar a otras manualidades, pero de lo que estaba seguro es de que la noche había sido sumamente divertida. La contempló unos instantes tumbada desnuda a su lado, dividido entre levantarse sin hacer ruido y despertarla para empezar el día de la misma manera que habían terminado el anterior. Sin embargo se le borró la sonrisa al recordar que inevitablemente corría la cuenta atrás hacia el próximo asesinato y se metió en la ducha.

Cuando entró en el despacho de Lucía Molina, ya estaban los periódicos del día encima de la mesa. Las noticias relativas al crimen no aparecían en portada pero sí que en su interior se desarrollaban varios artículos especulando sobre el porqué de las posturas de los cadáveres. El País terminaba incluso señalando que la sociedad se enfrentaba probablemente a un Jack el Destripador del siglo XXI, cuidadoso con los detalles, que lanzaba el mensaje de que nadie estaba a salvo y que seguiría matando. El autor del artículo había recurrido al asesino más famoso de todos los tiempos, exagerando como siempre hacen los periodistas. Según como se leía, aquella comparación se podía interpretar como desconocimiento, admiración, o incluso como una declaración de intenciones.

Javier y Lucía entraron a la vez en la sala de interrogatorios donde esperaba sentado Pedro Carbonell con cara de enfado.

—¿De qué va esto? ¿Por qué me están haciendo perder mi tiempo aquí?

Fue la teniente quien le contestó.

—Pedro, me parece que nos debes algunas explicaciones. Para empezar, ¿dónde estuviste en las noches del 10 de julio y del miércoles pasado?

—¿Qué? Esto es una locura.

—Contesta.

—Trabajando en mi casa hasta tarde y luego durmiendo.

-¿Alguien lo puede confirmar?

—Vivo solo. ¡Lo sabes perfectamente! Vamos Lucía, ¿a qué estáis jugando?

Javier le miró fijamente a los ojos.

—Me parece que se ha tomado demasiado a pecho el axioma si no hay noticias, créalas tú mismo.

—¿Qué quiere decir?

—Le entiendo, trabajar para un pequeño periódico local sin ninguna proyección cuando se tiene tanto talento como usted, a cualquiera le alteraría el carácter…

—Que sepa que amo a mi oficio. Aunque trabaje en un periódico local, lo hago de forma muy concienzuda.

—El problema es “aunque”, la palabra que contiene todas sus frustraciones. Usted se merecía un periódico de primera. Ahora por fin está empezando a escribir en un gran periódico. Han hecho falta dos crímenes a tres pasos de su casa para que repararan en usted.

El periodista le lanzó una mirada de hielo.

—Tarde o temprano me habrían fichado.

—Eso ya nunca lo sabremos, aunque tengo mis dudas. Ahora dígame, ¿no cree que se le ha ido un poco la mano? ¿No había otra forma más… digamos, menos asesina, para conseguir su objetivo?

Tras un largo silencio le contestó:

—No sé de qué me está hablando.

—Muy bien. Como quiera. A lo mejor le ayuda a entenderme si le digo que tenemos ahora mismo a dos agentes registrando su casa.

—¿Cómo? ¿Con qué derecho?

—Con el derecho de que está usted bajo sospecha de dos asesinatos, simplemente. Me parece suficiente.

Pasaron dos horas hasta que el equipo enviado llamara con informaciones suficientemente inculpatorias como para proceder a un análisis de ADN. Habían encontrado una camiseta manchada con sangre cuidadosamente escondida en el conducto de aire acondicionado. Los demás acontecimientos, empezando por la prisión preventiva del periodista, se encadenaron muy rápidamente.

En los días siguientes, los análisis psiquiátricos desvelaron un trastorno histriónico de la personalidad. Fue el propio Pedro Carbonell quien explicó la amplitud de su frustración. Había enviado currículum vitae y artículos a todos los grandes periódicos de este país y simplemente no se explicaba que nadie hubiera reparado en su talento. La escenificación de los crímenes había sido lo que consideraba una idea maestra para transformar unos asesinatos sin interés en objeto de portada; de hecho sugirió a los que le interrogaron en ese momento un estudio completo sobre su caso, ya que, según él, pocos asesinos habían obrado con tanta genialidad.

Al dejar atrás el cuartel de Antequera, tras haber puesto a su jefa al tanto de los últimos acontecimientos, Javier no buscó volver a Málaga. Tampoco indagó dónde tomar un whisky con cola. Simplemente llamó a Lola. Hubiese querido decirle que había cumplido su promesa y ponerse para ella el disfraz de superhéroe, pero ya la quería demasiado para esas tonterías. Simplemente deseaba estar a su lado, cuanto más mejor.

Entrelazados

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