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1 UNA INFANCIA ENTRE
EL JUEGO Y EL DUELO

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Y los hechos poco significan

si antes no conocemos a la persona

a quien le ocurren. ¿Quién era yo entonces?

VIRGINIA WOOLF


Virginia con dos años sobre el regazo de su madre. Julia Stephen desempeñaba un papel central en el seno de la familia Stephen y, por supuesto, también fue el principal referente de Virginia en sus primeros años.

Como una pesadilla revivida una y otra vez, la muerte se desperezaba en el corazón de Europa, tras haberse llevado por delante el de España. Corría el año 1939 y Virginia Woolf seguía con preocupación las noticias internacionales, en las que la política exterior de Adolf Hitler y la posición de los gobiernos británico y francés para contenerlo hacían presagiar una segunda guerra en el continente. Virginia estaba concentrada en la escritura de la biografía de Roger Fry, gran amigo suyo y reputado pintor y crítico de arte que había fallecido cuatro años antes. Tenía a su disposición gran cantidad de material para llevar a cabo el proyecto, pero, por momentos, se le atragantaba. Echaba mucho de menos a Roger, cuya inteligencia y sensibilidad habían sido muy influyentes en su formación como escritora, desde que se conocieron en 1910. Muchas otras amistades comunes le habían hecho llegar cartas intercambiadas con Roger a lo largo de varios años, lo que junto a la obra crítica de Fry y a otros documentos privados constituía una cantidad de fuentes excesiva hasta para Virginia, que siempre se había interesado en los textos de carácter biográfico, en los que era una experta. Entre sus propósitos estaba escribir sus propias memorias, pero aunque durante los años anteriores había realizado algunos intentos de cortos textos autobiográficos, no terminaba de decidirse.

El ambiente prebélico la hizo recordar su primera tentativa de poner en palabras la memoria de la saga Stephen. Ese lejano texto, escrito en el verano de 1907, estaba dedicado a su sobrino Julian y reunía unas notas sencillas que giraban en torno a las figuras femeninas más importantes de la familia que el futuro muchacho, pues entonces su hermana Vanessa Bell estaba embarazada, debía conocer: su abuela Julia Stephen, su tía Stella Duckworth y su propia madre, a la que todos llamaban Nessa. Aparte de esa cadena de fuertes mujeres que nacía del ímpetu de Julia, estaban el abuelo, los tíos y la propia Virginia, contumaz observadora que registraba con un talento en ciernes todos los sucesos de su vida. Tituló Recuerdos aquel texto, escrito cuando ya quería ser novelista pero se empeñaba en formarse, en leer y leer, antes de dar el salto definitivo. Y los recuerdos, claro, eran el ladrillo con el que edificaba su camino de vida. Pensar el primero de todos ellos era volver a su madre, pues las flores de su vestido, contra el que la cabecita de Virginia se apoyaba, no se habían ido jamás de su mente. Esas imágenes, que Virginia guardaba en ella como si acabaran de producirse, le habían servido siempre para su tarea como escritora.

Aquella primavera de 1939 estaba cansada ante el ingente trabajo que le había supuesto la biografía de su querido Roger, y la idea de distraerse con algunas notas autobiográficas personales empezó a rondarla con fuerza. Recordaba aquella ocasión en la que Roger había insistido en retratarla y ella se dejó pintar, muy a pesar de que le costaba exponerse públicamente. Habían pasado quizá veinte años desde aquel cuadro. ¿Podría pintar ella su vida, todo ese cansancio? Se decidió, en todo caso, a tomar algunos apuntes ligeros que le permitieran descansar de la tarea biográfica que se traía entre manos y animasen, quién sabe, la escritura de sus memorias cuando pusiese fin a los proyectos en curso. Seguía sirviendo una de las ideas que expresó en Recuerdos, certera al señalar el origen de las vivas impresiones que guardaba en su memoria:

Las anécdotas, por poco profundas que puedan parecer, y no tengo la seguridad de que para otros revelen lo mismo que para mí, flotan sobre la superficie y deberán ilustrar este fugaz relato.

Lo que debía ser un descanso en las correcciones de la obra sobre Roger Fry se volvió, sin embargo, mucho más complejo. Virginia se preguntó si se había vuelto definitivamente loca al poner por escrito su vida. Tuvo que confesarse, no sin cierto resquemor, que la culpa de todo la tenía su hermana Vanessa. Mientras pasaba la vista sobre el papel y se debatía entre posibles inicios, que dieran con el ritmo exacto de su prosa, que se introdujeran en el centro de su propio corazón, recordó la frase de su hermana, siempre certera al señalar la realidad de los hechos. Quizá lo más sencillo, entonces, fuera comenzar así: «Hace dos días —el domingo 16 de abril de 1939, para ser exactos— Nessa dijo que si yo no me ponía a escribir mis memorias, pronto sería tan vieja que no podría hacerlo. Tendría ochenta y cinco años, y lo habría olvidado todo…».

A sus cincuenta y siete años, la ya célebre escritora Virginia Woolf sabía que, salvo enfermedad, y aunque fuera vieja, jamás podría olvidar ninguno de los muchos recuerdos que constituían la materia prima más pura de su literatura. Era consciente, sin embargo, del agotamiento que, poco a poco, hacía mella en ella. Sin prisa, como la lenta erosión del mar en las rocas, su mente se sentía cada vez más cansada ante la escritura, bien a pesar de los varios textos en los que trabajaba de forma simultánea y de su deseo, formulado claramente en su juventud, de emprender como obra final la escritura de su propia vida. No iba a olvidar, pero Virginia también sabía que el mundo ya no era un lugar del todo agradable.


Adeline Virginia Stephen nació el 25 de enero de 1882 en el número 22 de Hyde Park Gate. La vivienda, propia de una familia acomodada, resultaba imponente gracias a sus cinco alturas y era la residencia del matrimonio compuesto por Leslie y Julia Stephen. Junto a ellos, y a un discreto enjambre de criadas, vivía una descendencia fruto de su unión, pero también de los matrimonios previos que habían contraído. Virginia supo pronto que el amor de sus padres nació de la amistad cuando, viudos ambos, buscaban cierto consuelo a su tristeza. El complejo árbol genealógico de su familia incluía así a George, Stella y Gerald Duckworth, medio hermanos por parte de madre, y a Laura Stephen, hija de la primera esposa de su padre. Vanessa, Thoby, Virginia y Adrian, hijos de Leslie y Julia, completaban el cuadro. Sin ser sus recursos inagotables, la familia vivía con holgura y pertenecía por derecho a una clase acomodada e intelectual, vinculada al mundo de la Administración pública, de las universidades y del arte, que representaba con fidelidad los valores de la época victoriana. Como escribió la propia Virginia en su Recuerdos de 1908:

Nuestra vida estaba ordenada con gran sencillez y regularidad. Parecía dividirse en dos grandes espacios, no atestados de acontecimientos, pero, en cierta manera, más exquisitamente naturales que lo que siguió. Nuestros deberes eran muy claros, y nuestros placeres, absolutamente correctos. La tierra nos daba cuantas satisfacciones pedíamos.

El tiempo de los hermanos Stephen transcurría en el cuarto infantil, generalmente acompañados por niñeras, pues, como era costumbre en su estrato social, el contacto con los padres estaba limitado a ciertas horas del día, cual si se siguiera el más estricto protocolo también en la vida cotidiana. Ello no significaba, en este caso, que faltaran el amor o el cariño en la familia, y Virginia se sintió, durante la mayor parte de su infancia, una niña querida y feliz. Por ejemplo, a su padre, concentrado en su trabajo al frente del Diccionario biográfico nacional, solían verlo por la noche, y acostumbraba a leer en voz alta a sus hijos las novelas de Sir Walter Scott, interesándose después por su opinión.

De forma temprana, Leslie Stephen mostró predilección por la pequeña Virginia, cuya vocación literaria era evidente desde niña: con apenas cinco años, ya le contaba una historia a su padre cada noche. En 1893, en una carta dirigida a Julia en el mes de julio, cuando la futura escritora contaba apenas once años, su padre escribió: «Ayer hablé de Jorge II con Ginia. Asimila la mayoría de las cosas, y con el tiempo llegará a ser una verdadera escritora». El señor Stephen se tomaba en serio las opiniones literarias de su hija y procuraba guiarla en sus lecturas, pues lo cierto era que ni Virginia ni Vanessa acudían a la escuela ni se esperaba de ellas, señoritas de buena familia, al fin y al cabo, otra cosa que un futuro matrimonio. El talento intelectual de ambas, que Vanessa expresaba a través de la pintura, sí se consideraba un valor familiar destacado, pero sin que ello implicara una transgresión del camino tradicional.

Cuando Thoby comenzó a ir a la escuela, pues la educación de los muchachos sí seguía el camino reglado, la relación entre las hermanas se estrechó, ya que pasaban más tiempo en una soledad que pronto comenzaron a habitar, construyendo un mundo propio. Virginia se entretenía inventando historias para Vanessa, y la hermana mayor ejercía de contrapeso imprescindible para el temperamento resuelto de Ginia. Ángel y Cabra, esos eran sus motes familiares, quizá insuficientes para explicar la profundidad de una unión más fuerte que cualquier otro vínculo de los que ambas establecerían en vida. Si buceaba en su memoria, Virginia recordaba con exactitud el instante en el que establecieron la sinceridad completa de su relación. Tenía unos nueve años; Nessa, once. Estaban bañándose y en un momento de extraña intimidad, sin la supervisión de la niñera que se aseguraba de que su aseo fuera correcto, se quedó mirando a su hermana mayor para preguntarle, a bocajarro, si prefería a su padre o a su madre. A Virginia, que se había sentido algo desplazada por el nacimiento de su hermano Adrian, le preocupaba seriamente este asunto. Vanessa, tras enmudecer un segundo, afirmó tímidamente que quería más a su madre. Aquella respuesta fue un alivio para ella, pues, aunque no supiera muy bien por qué o cómo explicarlo, la hermana menor se decantaba por su padre. Años después, la propia Vanessa describió así el resultado de aquel momento entre ambas: «Parecía comenzar una época de conversaciones más libres entre nosotras. Si uno podía criticar a uno de sus padres, ¿qué o a quién no podía criticar?».

Además de la casa, del cuarto infantil que iba preparándose para ser el de ambas muchachas, estaba el exterior. Kensington Gardens estaba a solo unos metros de distancia, y las hermanas no tenían más que bajar la calle para pasear por uno de los parques más hermosos de Londres, en el que la naturaleza permitía a Virginia experimentar un placer intenso: el de la belleza en forma de luz o colores, combinado con la posibilidad de fabular historias sobre cada suceso o persona que pasaba ante ella. En Vanessa tenía a su mejor público. A algunas visitas, el silencio de ambas niñas a la hora del té, en la que tranquilas, aseadas y en completo mutismo asistían a las formalidades de la sociedad victoriana, les parecía inquietante; pero en soledad, las hermanas Stephen habían creado un mundo y un idioma propios.

Ese mundo se expandía cada verano desde 1881 en St. Ives, en la región de Cornualles, en la que su familia había alquilado una vivienda conocida como Talland House. A Leslie Stephen le apasionaba andar y aquel lugar, en el extremo más suroccidental de la isla, era por entonces un territorio casi virgen. Hasta 1894, año en el que se deshicieron de la vivienda por el inicio de la construcción de un hotel, los veranos transcurrían en aquella localidad y Virginia tuvo siempre una predilección por aquel espacio de naturaleza sin domesticar y de mar abierto. La exploración, la lectura, el críquet, los paseos por la zona y la excursión al faro de Godrevy llenaban las horas de unos días largos y placenteros en los que la futura escritora se encontraba en pleno contacto con la vida.

Para Virginia, el largo viaje que llevaba a la familia desde Londres hasta St. Ives se parecía a los cuentos orientales de interminables caravanas que cruzaban desiertos en busca de ignoradas maravillas. Algo así hacían ellos, en extensa comitiva en la que no faltaban varias criadas, cuando tomaban el tren de las diez de la mañana y tardaban casi nueve horas en llegar a Talland House.

La casa afinaba sus sonidos para unas niñas acostumbradas al ritmo urbano de Londres hasta tal punto que Virginia Woolf recordaría más adelante algunos momentos en St. Ives como centrales en su vida y en su literatura:

Si la vida tiene una base sobre la que se sostiene, si es un cuenco que una llena y llena y llena, en este caso mi cuenco, sin la menor duda, se apoya en este recuerdo. Es el recuerdo de yacer medio dormida, medio despierta, en la cama del cuarto de niños en St. Ives. Es el recuerdo de oír las olas rompiendo, una, dos, una, dos, y llenando la playa con salpicaduras de agua.

En los primeros años de la década de 1890, Cornualles era sinónimo de libertad para la pequeña Virginia Stephen, que podía desprenderse de la rigidez obligada en parte de su vida londinense y mostrarse más Cabra, más aventurera, que en el número 22 de Hyde Park Gate. Pero nadie podía adivinar que la infancia feliz y tremenda, esa que germinaría de nuevo en cada una de sus novelas, estaba presta a concluir. Y es que Julia Stephen, que en 1895 contaba solo cuarenta y nueve años, estaba a punto de morir.


Virginia jugando al críquet con su hermana Nessa en Talland House en 1884. Desde 1881, los veranos de la familia Stephen transcurrían en esta vivienda situada en St. Ives, en la región de Cornualles, donde Ginia podía disfrutar de una libertad de la que carecía en su vivienda habitual de Londres.


Cuando pensaba en su madre, Virginia Woolf solo podía hablar de plenitud: la belleza y la fuerza de Julia Stephen eclipsaban todo a su alrededor, y su presencia era el eje de la vida familiar y del mundo de la escritora. Esto era así a pesar de que el tiempo de intimidad entre ambas no era frecuente. Si trataba de recordar una conversación a solas entre las dos, enseguida le venía a la memoria una interrupción, porque su madre estaba siempre rodeada de gente. Desde su primera viudedad, Julia había centrado su energía en el socorro de las personas más necesitadas. Recorría la ciudad de Londres en transporte público con objeto de llevar consuelo, alimentos o medicinas a una red de personas que tenía en ella su sostén fundamental. Julia desempeñaba este mismo papel en el seno de su familia, pues Leslie Stephen, que adoraba a su esposa, se mostraba absolutamente dependiente de ella, si bien jamás le impidió dedicarse a la atención social, ocupándose él del cuidado de sus hijos y de la casa cuando sus visitas la llevaban por un tiempo fuera de la ciudad.

De aquella dedicación altruista llegó incluso a elaborar una modesta obra, Notes from Sick Rooms, que dio a la imprenta en 1883. En ella recogía su experiencia asistiendo enfermos y sus recomendaciones al respecto, sin voluntad de componer un tratado de enfermería a la manera del que su referente, la enfermera Florence Nightingale, había publicado en 1859, pero con la intención clara de facilitar la experiencia de asistencia a las personas enfermas, tal y como explicaba en su prólogo:

No pretendo dictar grandes normas sobre el cuidado de los enfermos; mi única intención es indicar cómo algunas de las muchas circunstancias que causan incomodidad a los pacientes podrían ser aliviadas o incluso desterradas.

Virginia aprendió muy pronto que la historia de su madre era en sí una gran novela, un retrato de una época y de la excepción que un carácter como el suyo suponía. Su aspecto físico era, sin duda, el primer elemento que llamaba la atención, y la historia de la pintura inglesa fue testigo de ello: el pintor Sir Edward Burne-Jones la tomó por modelo en alguno de sus cuadros, significativamente en una Anunciación en la que Julia aparece representada como la Virgen María. Nacida en Calcuta en 1846, la joven Julia Jackson llegó a la metrópoli con su madre y hermana cuando aún era una niña, y vivió siempre en contacto con las hermanas de su madre, quienes mantenían a su alrededor un estrecho círculo intelectual en ese cuarto final del siglo XIX que evocaría el que con el tiempo constituirían Vanessa y Virginia.

Una de sus tías abuelas, Julia Margaret Cameron, desarrolló una enorme afición por la fotografía, de la que fue una pionera, y tuvo en Julia a la mejor modelo. A diferencia de lo que solía ser frecuente, dado lo rudimentario del arte fotográfico entonces, la señora Cameron no retocaba sus obras y prefería captar la naturaleza de las personas a las que retrataba, especialmente la de su sobrina, con un halo de realidad no exento de misterio.

La belleza de Julia Jackson le supuso infinidad de proposiciones matrimoniales, pero fue Herbert Duckworth quien logró que aceptara. La pareja tuvo en un breve espacio de tiempo dos criaturas, George y Stella, y Julia estaba embarazada de su tercer hijo, Gerald, cuando Herbert murió de forma repentina por una infección no controlada. El dolor en el que se sumió la joven viuda, con dos criaturas a su cargo y esperando otra, marcaría profundamente su carácter.

Siendo pequeña, pero conociendo ya que su familia era el resultado de otros caminos posibles que habían sido truncados, Virginia le preguntó a su madre cómo Leslie Stephen, ese intelectual tan reservado, había sido capaz de pedirla en matrimonio. La reacción de Julia fue reírse con sorpresa, como si su pequeña cabritilla curiosa le hubiera planteado una indiscreción. No respondió, pero Virginia descubrió después una historia que retrató en 1939 con la sencillez con la que sucedió:

Mi padre la pidió en matrimonio por carta; y ella lo rechazó. Luego, una noche, cuando mi padre había ya renunciado a toda idea de matrimonio, después de cenar con ella, le pidió consejo acerca de una institutriz para Laura, y ella lo acompañó a la puerta y le dijo: «Intentaré ser una buena esposa para ti».

Virginia sentía que su madre era un estado general, algo más parecido al aire que sostenía misteriosamente la vida que a una persona concreta, de carne y hueso. No parecía haber limitaciones para una mujer a la que su hija más observadora veía a diario visitar a las gentes más humildes, escribir prolijas cartas en las que otorgaba consejo, ocuparse de su padre y sus demandas de atención emocional y personal, estar siempre pendiente de sus propios hijos e incluso de Laura, fruto del primer matrimonio de Leslie y que padecía una discapacidad que la llevó a su internamiento definitivo en 1891. Su madre era la condición de existencia y posibilidad de todo el universo de Hyde Park Gate y, cuando una sucesión de gripes derivada de la fiebre reumática que padecía terminó con su vida el 5 de mayo de 1895, el mundo de la infancia quedó clausurado para Virginia.

Es verdad que su madre estaba extremadamente cansada, y eso era algo que la pequeña Virginia percibía, como también lo hacían sus hermanas mayores, Stella y Vanessa, aunque a su padre pareciera ocultársele. Sus responsabilidades y ocupaciones habían consumido la belleza deslumbrante de la juventud, si bien su sola presencia continuaba siendo magnética. Verla postrada en la cama era demasiado impactante para Virginia. Con el carácter ceremonial de tantas otras costumbres de la época, los más pequeños eran llevados a su habitación, primero con la esperanza de animarla mientras se reponía; después, con el claro objeto de que se despidiesen de su madre moribunda.

Fue Stella la que tomó de la mano a sus hermanastras y las condujo por última vez ante el lecho de Julia. Virginia se tensó de inmediato, pero contuvo un grito y se acercó a la cama de su madre, a la que besó para notar una piel fría como el metal y recibir unas últimas palabras, «Camina derecha, mi Cabrita», pronunciadas con dificultad y afecto. De vuelta en el cuarto de los niños, el nerviosismo de Virginia no se aplacó, llegando a preocupar a Stella, que se disculpó por no haber caído en la cuenta de que la más pequeña de las tres pudiera sentir miedo al entrar en la habitación. Con un hilo de voz, entre sollozos convulsos, Virginia estalló: «Cuando veo a mamá, veo a un hombre sentado a su lado». Tras unos segundos de silencio, Stella, con la calma que la caracterizaba, respondió: «Es bueno que no esté sola».


La soledad que provocó la muerte temprana de Julia Stephen fue rotunda en el 22 de Hyde Park Gate y resonó de forma especial en el hombre que tanto la había amado. Virginia vio a su padre, su favorito, el que admiraba secretamente su fuerza intelectual y era feliz cuando contribuía a su educación literaria, convertirse poco a poco en un auténtico tirano debido a un dolor y a una pérdida que nada a su alrededor podía remediar. Nada… salvo Stella. De forma natural, sin que fuera su obligación, sin protestar y como lógica continuadora de la trayectoria de su madre, Stella Duckworth asumió el rol femenino en la casa, ocupándose de la prole Stephen, pero también de la asistencia emocional a un padrastro al que no la unían lazos de sangre y que trasladó su carácter dependiente de la esposa muerta a la obediente hijastra.

Leslie Stephen tomó a su cargo la tarea de impartir lecciones matinales a sus hijas más pequeñas, para las que también contrató profesoras. Virginia se inició en el estudio del griego, que la ocuparía durante su adolescencia, y Vanessa profundizó en la pintura. Sin embargo, la actividad con la que intentó llenarse el vacío en apariencia total que había dejado Julia pronto se reveló insuficiente para Virginia. La voz de Julia la acompañó desde el preciso momento en el que salió de su habitación por última vez y, apenas unos meses después de su fallecimiento, se dio cuenta de que no era capaz de separar del todo la voz de sus propios pensamientos de esa otra que a veces parecía la de su madre y en otras ocasiones creía confundir con la del hombre que había visto sentado junto a ella en su lecho de muerte. Su carácter había cambiado por completo y, aunque ella misma notaba lo inconsecuente de sus cambios de humor, no podía hacer nada por evitarlos. El doctor Seton, entonces médico de la familia, certificó una depresión nerviosa fruto de la muerte de Julia Stephen y diagnosticó la necesidad de reposo, descanso y vigilancia para la joven Virginia. Durante dos años, se mantendría en tal estado, incapaz de asumir por completo la falta repentina de su madre.

Fue el lugar, más que el hecho de la muerte, lo que provocó en Virginia su primera crisis. Sin su madre, y ante el evidente proceso de masificación de St. Ives, no tenía sentido volver a Talland House, así que Gerald se encargó de romper los lazos con la finca. El verano de 1895, en medio del duelo, lo pasaron en la isla de Wight, en Freshwater. Y aunque el lugar resultaba sin duda hermoso, Virginia percibió que las olas no sonaban como en Cornualles, que la luz no jugaba en la ventana como sucedía en Talland House y que la vida, tal como ella la había conocido, había sido clausurada. Fue entonces cuando su mente se rebeló y cuando exteriorizó el dolor profundo por la muerte, que solo la apariencia de normalidad de su ordenada vida, que Stella se encargó de mantener, podía disimular.

Y, en efecto, Stella se ocupaba de asuntos tales como preparar la puesta de largo de Vanessa, de las compras y el funcionamiento de la casa o de enseñar a Virginia asuntos fundamentales para una mujer, como qué hacer cuando de forma repentina el cuerpo sangra y es preciso, entonces, afrontar con disgusto la higiene y el descanso. Stella, que se parecía a su madre en belleza pero no llegaba, a ojos de Virginia, a la imponencia de Julia, asumió un papel que, sin embargo, colisionaba con sus deseos individuales. Justo antes de que muriera su madre, la joven se encontraba en conversaciones con un compañero de sus hermanos, llamado Jack Hills, que se reveló como su más firme pretendiente. Debatiéndose entre sus obligaciones y sus deseos, Stella aceptó el compromiso, para regocijo de sus hermanas, y se enfrentó a la ira de Leslie Stephen, que, no obstante no tener nada que decir al respecto de las decisiones de su hijastra, no soportaba la idea de ser abandonado. Pero Stella no cejó y contrajo matrimonio con Jack, si bien la pareja se mudó al 24 de la misma calle londinense, de forma que el contacto y la preocupación de Stella por los niños Stephen y por su padrastro se mantuvo.

La felicidad de Stella, que paliaba un tanto el dolor reciente por la pérdida de Julia, fue, sin embargo, corta. Virginia, que ya tenía quince años, acostumbraba a pasar largo tiempo con ella y detectó, en esos primeros meses de 1897 inmediatos a la boda, que algo no iba del todo bien. Stella trataba de despreocuparla, hablando con naturalidad de sus «alfileres», esos nervios, como los llamaban las hermanas, que de vez en cuando se alteraban y provocaban malestar. El ánimo de Virginia no se había repuesto por completo de su propio dolor y, en ocasiones, la fiebre la obligaba a guardar cama. Por esa razón, la familia trataba de ocultarle el verdadero carácter de la enfermedad de Stella, cuyo embarazo, por entonces, ya se había anunciado. Sin embargo, cuando supo que su estado se agravaba, Virginia no lo dudó: el afecto que sentía por su hermana mayor se había construido con el tiempo. Su amor por Stella era real, y se empeñó en quedarse junto a ella hasta el último momento. Sin que fuera posible hacer nada por salvarla, sin tener claro el diagnóstico de un mal posiblemente derivado de complicaciones en el embarazo, Stella murió el 19 de julio, apenas medio año después de haberse casado. La tragedia alcanzó de nuevo a la familia Stephen.


Vanessa, que ya contaba dieciocho años, ocupó el puesto de Stella en el precario equilibrio de las emociones familiares, pero Virginia sabía que su hermana no era como su madre o como la malograda señora Hills, y aunque asumía sobre sus hombros la supuesta responsabilidad femenina de ocuparse de la familia y de los accesos de ira y las exigencias emocionales de su padre, lo hacía a disgusto. Virginia no podía evitar agradecer la protección que su hermana mayor le brindaba, y la relación con su padre, que durante la primera parte de su vida había sido una figura clave para ella, se deterioró de forma definitiva. Al fin y al cabo, su hermana predilecta se encontraba ahora en la situación de hacerse cargo de una familia cuando, en realidad, ella tenía un temperamento y un talento que la llamaban en otra dirección. Su padre, para tantas cosas un hombre excepcional y adelantado a su tiempo, no concebía otra sucesión de hechos posible, y se irritaba ante la impasibilidad de Vanessa, que, a pesar de cumplir con todas sus obligaciones, lo hacía sin mostrar ningún tipo de servidumbre emocional. Para Virginia, cuando rememoró aquel tiempo en sus notas de 1908, su padre se había transformado en un tirano:

Estaba plenamente dispuesto a convertir a Vanessa en su próxima víctima. Cuando él estaba triste, explicó, también Vanessa debía estarlo; cuando él se irritaba, lo cual hacía periódicamente cuando Vanessa le pedía un cheque, ella debía llorar; en cambio, se quedaba ante él como una piedra. Una muchacha con carácter no podía tolerar semejantes discursos.

Las dos hermanas trataban de pasar el mayor tiempo posible solas, paseando por Kensington Gardens o en el cuarto que tomaron para sí, en el que ambas compartían el estudio. Vanessa se ponía frente a su caballete y Virginia desentrañaba sus textos griegos en una mesa alta, de pie, que le permitía estar a la altura de Nessa y la ayudaba a conjugar su natural nervioso e inquieto. A finales de 1897, Virginia tomaba clases tanto de lengua helena como de historia en el King’s College, mientras que su hermana tomaba unas lecciones de dibujo que tenían por objeto preparar su acceso a una escuela profesional. De esta forma, ambas escapaban a una nueva rutina en una casa en la que estaban rodeadas de hombres que tenían, por el momento, capacidad de decisión sobre sus vidas. Si desde niñas habían cultivado una intimidad a prueba de intrusos, la muerte de su madre y de Stella fortificó el territorio de su relación, protegiéndolas de unas exigencias sociales que ninguna de las dos estaba dispuesta a cumplir.

Virginia sentía sobre sí el impacto de la costumbre. También sobre su hermana, que, con dieciocho años y sin Stella, cayó bajo la autoridad de George Duckworth. Su hermanastro estaba empeñado en llevarla a fiesta tras fiesta con el velado objetivo de que Nessa fuera visible en un mercado matrimonial en el que tenía puestas grandes esperanzas. Aun así, las dos muchachas resistían la imposición para responder adecuadamente a las expectativas sociales y se afanaban en sus verdaderas vocaciones, incapaces, sin embargo, de romper por completo la cadena de obligaciones que las unía a un padre ausente y que exigía comprensión y consuelo de todos los elementos femeninos de su mundo, y de unos hermanos que, más allá de la apariencia exterior de muchachos educados, para Virginia eran dos monstruos. Porque los varones de aquella sociedad victoriana regida por una estricta separación entre las funciones propias de cada sexo tenían una libertad de acción sobre la vida de las mujeres a su cargo que Virginia y Vanessa también sufrieron.


Nessa y Virginia se quedaron solas en una casa de hombres. Desde esa perspectiva, la muerte de su padre en 1904 supuso una profunda liberación, aunque al tiempo su mente cayera de nuevo en la sima de sus peores fantasmas. Pero, hasta entonces y desde la muerte de Stella en 1897, ninguna de las dos era libre de la voluntad de sus hermanastros. Aunque ya antes, ya en la infancia, el recuerdo de sus abusos venía a ella con claridad: era verano, sucedió en Talland House. Virginia no contaba más que seis años… La mujer de casi sesenta recordaba lo sucedido:

Una vez, cuando yo era muy pequeña, Gerald Duckworth me puso encima de esta repisa, y mientras yo estaba sentada en ella, comenzó a explorar mi cuerpo. Recuerdo la sensación de su mano bajo mi ropa descendiendo más y más, constante y firmemente. Recuerdo mi esperanza de que dejara de hacerlo, recuerdo que me quedé rígida y me estremecí cuando sus manos se acercaron a mis partes íntimas. Pero no se detuvo. Su mano también exploró mis partes íntimas.

La Virginia célebre, que rememoraba la agresión de un hombre ya muerto, también era capaz de evocar la sensación de ofensa, de vergüenza y repulsa que aquello había despertado en una niña tan pequeña. Entonces no podía explicarla o entenderla, pero ahora, tras toda una vida de reflexión y unas cuantas conversaciones con mujeres que habían pasado por episodios parecidos, su perspectiva era distinta. El sentimiento que le provocó el tocamiento de Gerald fue fuerte, y por eso lo recordaba. No solo fuerte, también instintivo. En realidad, pensándolo ahora, mientras descansaba de la escritura de la biografía de Roger, Virginia se dio cuenta de que aquella escena también podría haber sido un comienzo y constituía, también, cierta demostración empírica de la fuerza que su reacción de rigidez y repulsa había tenido. Lo trasladó al instante al papel:

Virginia Stephen no nació el 25 de enero de 1882, sino que nació miles de años antes y que, desde un principio, tuvo que enfrentarse con instintos adquiridos por millares de antecesoras en el pasado.

Este segundo nacimiento era, tal vez, el verdaderamente relevante a efectos de lo que había sido su vida. Era un nacimiento como mujer que podía interpretar, desde su edad madura, como el inicio de tantos sinsabores que tuvieron lugar en su vida de la mano de George, al que nunca dejó de considerar un presuntuoso, pero que tomó gran empeño en hacer de ella y de Vanessa jóvenes atractivas como futuras esposas. George, como buen victoriano, quería medrar, pero tuvo la mala fortuna de contar con dos hermanas radicalmente contrarias a aquello que se podía esperar de una señorita.


El siglo había cambiado, pero no así las costumbres sociales de Hyde Park Gate. Virginia y su hermana vivían en una realidad compleja en la que además de cultivar sus vocaciones y talentos debían observar con rigidez los ritos victorianos: suspender toda labor a media tarde para recibir y tomar el té, presentarse vestidas de gala a la hora de la cena, con los hombros desnudos, aunque el frío helase su aliento o la tarea de asearse en el aguamanil supusiera una verdadera tortura. Virginia lo soportaba sin afectación, como si no fuera del todo ella quien se sometía a una ritualidad absurda que la sacaba de sus lecciones de griego. Vanessa, que toleraba con algo más de resignación su papel en el nuevo escenario familiar, no soportaba, sin embargo, acudir con George a las innúmeras fiestas o cenas de gala a las que el mayor de los Duckworth la arrastraba. Virginia no entendía del todo el rechazo que su hermana sentía por esas salidas, que ella, más joven y a la que todavía no se esperaba en tales situaciones, interpretaba como una posibilidad de salir de la casa por unas horas, lejos de la sempiterna tristeza histriónica de su padre.

Vanessa asistía a las cenas a las que él la llevaba, pero se empeñaba en permanecer en silencio y acababa por arruinar las posibilidades de conocer a muchachos que tuviesen algún interés en convertirse en su futuro esposo. Hasta que no fue la propia Ginia quien conoció de primera mano este tipo de reuniones de la alta sociedad londinense, no comprendió del todo el horror que Nessa experimentaba. Primero estaba el baile, algo que requería de un muchacho que cursase la invitación y, después, de cierto talento rítmico que Virginia descubrió con espanto que no tenía. La Cabra no se amoldaba al paso guiado de las distintas danzas. Después, en una cena con la condesa viuda de Carnarvon, tratando de no incurrir en el mismo error que su hermana que tantos gritos había supuesto en la casa, Virginia se propuso participar adecuadamente de la conversación. El salón en el que se encontraban era elegante y la cena se servía con refinamiento. La anfitriona, vivamente interesada por Ginia, le formulaba preguntas sencillas relacionadas con sus aficiones, su familia… Ella fue respondiendo a todo y, en un momento dado, decidió avanzar en el diálogo y enunciar algunas ideas propias. Al fin y al cabo, ella estudiaba a Platón… Las emociones, la necesidad de expresarlas, encendieron su discurso y, solo cuando de repente fijó la vista en George, se percató del error que acababa de cometer. Su hermanastro tenía el rostro completamente colorado y se revolvía incómodo en su asiento, mientras las demás damas de la mesa la miraban estupefactas justo antes de cambiar radicalmente de tema. Virginia no entendía nada, pues habituada como estaba a una cierta liberalidad intelectual en el seno de su familia, había hablado con la seguridad con la que siempre lo había hecho. Fue George quien, al ayudarle a ponerse la capa para abandonar la vivienda, la sacó de su error en tono escandalizado: «No están acostumbradas a que las chicas digan nada», le susurró.

Tras la cena, Virginia se vio arrastrada a una reunión posterior, en otro domicilio distinguido. Ella deseaba profundamente regresar de una vez a casa, pues más allá de la cortesía elemental que Nessa y ella observaban a la hora del té, las conversaciones y las rígidas conductas de la noche estaban acabando con su paciencia. Cuando por fin llegó a casa, Virginia se desprendió del vestido de satén, del adorno que llevaba prendido en el pecho, la joya en forma de lira que George le había regalado cuando la había invitado a acompañarlo y que le había servido para prender tres claveles, y se tumbó en la cama, extenuada. Pensaba en el dichoso Platón y en las conversaciones nada fructíferas de la velada, pero, poco a poco, fue cayendo presa del sueño.

En 1920, Virginia Woolf describió así lo que sucedió apenas cerró los ojos en aquella noche del año 1900 tras su primera cena en sociedad:

Ya casi me había dormido. El cuarto estaba a oscuras. La casa, en silencio. Entonces, con un leve gemido, se abrió la puerta. Alguien entró de puntillas. Grité: «¿Quién es?». George susurró: «No te asustes. Y no enciendas la luz, mi amor, ¡oh, mi amor!». Se arrojó en mi cama y me tomó en sus brazos. Sí, las viejas damas de Kensington y de Belgravia jamás supieron que George Duckworth no solo era padre y madre, hermano y hermana para aquellas pobres chicas Stephen; era también su amante.

Al día siguiente, Virginia trató de evitar la mirada de su hermana, pues no deseaba contarle lo que había sucedido, pero Nessa se percató de que su conducta era extraña y consiguió sacárselo. Se empeñó en llevarla al médico y, tras el examen, se quedó a solas con el doctor Savage, que por aquel entonces se ocupaba de la salud de Leslie. El golpe que había supuesto saber que el señor Stephen padecía un cáncer que los médicos consideraban incurable fue notable para ambas hermanas, especialmente para Ginia, que esperó fuera de la consulta mientras Vanessa se sinceraba con el doctor. Nessa le contó, con profunda reserva, lo que había sucedido, con la esperanza de que el médico tomara cartas en el asunto. Hablar con su padre, que apenas salía de su cuarto, pues el cáncer que padecía lo mantenía en un estado de salud muy precario, habría sido imposible para las dos hermanas. Ya no estaba Stella, ni Julia, ni ninguna otra mujer que pudiera tomar las riendas de aquella casa que estallaba en emociones y ahogaba a las dos chicas. Tampoco, en principio, consideraron alertar a Thoby o a Adrian. El doctor, circunspecto, se reunió con George Duckworth. Su explicación se impuso como ley: se recostó en la cama, besándola, sí, con intención de consolarla por la enfermedad del señor Stephen, que sin duda afectaba a la pobre Virginia… No se volvió a hablar del asunto en el 22 de Hyde Park Gate y la vida siguió su curso.

Thoby entró en la universidad, George se llevó a Nessa a París, con la velada intención de alejarla de Jack Hills, el viudo de Stella, cuyo interés en Vanessa resultaba inapropiado socialmente. Virginia, que debía ocuparse de su padre, cada día más taciturno por sus problemas de salud, comenzó a estrechar lazos con su hermano Thoby de una forma nueva. Echaba de menos a Nessa, pero descubrió que podía hablar de literatura con su hermano mayor. Él fue el primero que la puso ante Shakespeare y, con recelo, Virginia acabó cayendo en la admiración profunda por aquel autor excepcional.

Cuando su hermana regresó, no había Jack alguno en el horizonte y su voluntad estaba fija en la Real Academia de las Artes, a la que logró acceder pese al escaso número de mujeres que se permitía. Virginia profundizaba en su estudio y lectura de los clásicos griegos, mientras la idea de la escritura maduraba y mientras, como en un extraño juego de espejos, las rutinas privadas se alternaban con las obligaciones sociales propias de su clase. Escribir, sin duda, leer y reflexionar era la única forma en la que Ginia se sentía Ginia.

Pero la muerte se cernía, de nuevo, sobre aquella casa. Virginia lo sabía y experimentaba, al respecto, una sensación ambivalente. Cuando su padre faltara, daba igual lo que George dijera, empeñado en que seguiría viviendo con Nessa, con ella y con los chicos Stephen. Entonces se librarían de sus cadenas y Virginia podría dedicarse a lo que quisiera. Cuando su padre faltara, nada los ataría a esos odiosos Duckworth y podrían seguir su camino en libertad. Pero, cuando su padre faltara, se iría su favorito, y eso, a Virginia, le dolía más de lo que estaba dispuesta a confesarse. No podía librarse del enfado que sentía hacia él, empeñado en tiranizar la vida de todas las mujeres a su alrededor. No le parecía justo que el dolor por la pérdida de Julia Stephen les hubiese privado de su padre, que, en un alarde de autocompasión, impidió lo que habría sido una expresión más natural de los sentimientos de sus hijos. Las sensaciones se mezclaban en ella de forma confusa, entre el ansia de libertad y el miedo a perder a su padre, cuando la enfermedad inició su recta final en el otoño de 1903.

Hasta tal punto resultaba imposible para Leslie trabajar que no podía dar fin a su texto Mausoleum Book por su propia mano. Una mañana de noviembre, su padre llamó a Virginia para tomar al dictado las frases finales de la obra que aquel gran biógrafo quería legar a sus propios hijos: unas memorias personales que daban cuenta de su saga y que también albergaban máximas y consejos de vida. Su padre, antaño imponente y beneficiado de una salud de hierro por su gusto alpinista y andariego, llevaba camino de convertirse en puro hueso. No tenía fuerzas para sostener una pluma y, con un hilo de voz, pidió a su hija que transcribiese sus palabras. Ella, con una calma y felicidad que sintió provenir de otro tiempo, antes de la muerte de Julia, en el que su padre era su claro confidente intelectual, ahogó la emoción que sentía aflorar a sus ojos y comenzó a escribir. La frase final, «Me reconforta pensar que todos ustedes se quieren tanto que cuando me haya ido estarán bien capacitados para vivir sin mí», demostraba la verdad de las hermanas y hermanos Stephen: bajo el amparo de Vanessa, protectora como lo había sido su madre o su hermanastra, la relación entre los cuatro era sólida y duradera. Leslie Stephen murió finalmente el 22 de febrero de 1904. Virginia tenía veintidós años. Todo el resentimiento experimentado desde la muerte de su madre en 1895 pareció volatilizarse. El 23 de febrero, en una carta a su amiga y profesora particular de lengua griega, Janet Case, Virginia escribió:


Retrato de Virginia junto a su padre en 1902. Pese a que su relación se había visto afectada tras la pérdida de su madre, en los últimos momentos de su vida, Leslie Stephen solo confió en Virginia para transcribir las frases que debían cerrar las memorias que estaba escribiendo.

Pero cómo seguir sin él, no lo sé. Todos estos años apenas hemos estado separados, y lo necesito a cada momento del día. Pero aún nos tenemos los unos a los otros… Nessa y Thoby y Adrian y yo, y cuando estamos juntos, él y madre no parecen muy lejanos.

Era ella, Virginia, quien parecía deslizarse por una pendiente lejos de la estabilidad, pues de nuevo en su cabeza la voz de sus pensamientos se fundía con la de su madre, ahora la de su padre, y el mundo volvía a resultarle un lugar intolerable, muy a pesar de que a su alrededor todos trataban de hacer que se sintiese a gusto. Posiblemente temían una crisis como la sucedida tras la muerte de Julia y lo cierto era que Virginia estaba al borde de otro gran cataclismo.

En 1904, emprendió un viaje a Italia con sus hermanos que les permitió visitar ciudades, museos, conocer obras de arte o relacionarse con toda clase de gente interesante. Pero nada fue suficiente para una joven encerrada en sí misma que odiaba todo lo que no fuera absolutamente inglés. Aquel país mediterráneo le resultaba intolerable, y en sus cartas a su amiga Emma Vaughan los epítetos contra aquella tierra y su gente destilaban dolor. Huérfana definitiva, Virginia sentía la necesidad profunda de su idioma y también de unos paisajes que la conectaban con la infancia, con los momentos de felicidad, y que no era capaz de evocar estando lejos. Por si fuera poco, estaba claro que no era necesario mantener el 22 de Hyde Park Gate y mientras estaban en Italia supieron que les habían hecho una muy buena oferta por la casa, lo que también la puso en una situación límite.

Londres no solucionó el malhumor y estalló la crisis que todos a su alrededor temían. Pero Virginia no quería hacer caso a Vanessa, empeñada en tomar las riendas de su atolondrada cabeza. Qué más daba que oyera voces o que los pájaros piaran en griego. Qué más daba que tras un arbusto se ocultara Enrique VII profiriendo obscenidades. El vínculo profundo con Nessa pareció titubear, y esta se vio obligada a recurrir a Violet Dickinson. Había sido una amistad de su madre: era una aristócrata de posición acomodada que destinaba su tiempo por igual al ocio elegante y a ayudar a las personas más desfavorecidas. Así había conocido a Julia. Tras su muerte, permaneció en la vida de las huérfanas Stephen, trabando una profunda amistad con Ginia. Violet se llevó a Virginia a su casa y cuidó de ella durante aquellos meses. No fue sencillo. El dolor de cabeza persistía porque la Cabra se negaba a comer. Las alucinaciones no se iban. Fueron precisas varias enfermeras para contenerla en sus momentos más desatados e incluso en una ocasión trató de arrojarse por la ventana, con clara intención de suicidio. Violet resistió y, poco a poco, Virginia comenzó a recuperarse. Al final del verano las voces se habían ido y se le permitió retomar la lectura y el estudio. Resultaba difícil conocer la naturaleza de lo que le había sucedido, pero no había reyes, gorriones de Atenas u otras distorsiones dentro de su cabeza.

Sin embargo, el doctor Savage no levantó la cuarentena sobre su estado de salud y convenció a Nessa para que enviara a Virginia a Cambridge, con su familia paterna, lejos aún de la nueva vivienda que el resto de los hermanos Stephen había alquilado en Londres. A regañadientes, Virginia se vio en manos de su tía Nun, pero descubrió que la vida volvía poco a poco a ella. La idea de un libro tomaba forma clara en lo que antes habían sido las brumas de su imaginación, y además deseaba escribir algunas notas biográficas sobre su padre, para lo que se sumergió en la lectura de documentos familiares que la tía puso a su alcance. Su empeño de volver a Londres era insistente, pero el doctor Savage no cedió en todo el año, más allá de permitirle realizar visitas cortas e imprescindibles. Mientras Virginia sentía que volvía a ella la pasión por escribir y se emocionaba ante posibles proyectos, el mundo a su alrededor parecía poco proclive a dar por concluido su brote de salud, lo que no hacía sino enervar más su ánimo.

Ya no era una niña. Virginia estaba cerca de los veintitrés años y su vida había dado un vuelco. Atrás quedaba cierta ingenuidad y se asentaba una inteligencia finísima que no perdía un solo detalle y que no se detenía ante nada. Sus conversaciones con Nun, ferviente cuáquera, la ponían ante un salto, una brecha imposible de subsanar con aquella mujer de otra generación, pero a la vez le enseñaban el camino. Objetivamente, las jóvenes Stephen necesitaban, ella necesitaba, un trabajo para poder mantenerse. Porque sin sustento no era posible la vida que Virginia quería llevar, el deseo que poco a poco se abría paso en ella. Si quería ser escritora, estaba claro, no podía cifrar su libertad creativa en las monedas que pusiera ante ella un pariente o un esposo. A finales de 1904 comenzó a colaborar con The Guardian y lo hizo a sabiendas de que la que emprendía era una escritura motivada por la necesidad, que se tomó como un entrenamiento. Así sentía el periodismo en ese momento en el que su objetivo estaba puesto en volver a la ciudad.

Eso hizo el 4 de enero de 1905, día en el que se instaló con Nessa en el número 46 de Gordon Square, en el barrio de Bloomsbury. El mundo de las hermanas Stephen tenía ahora un nuevo escenario, y Virginia sentía que cristalizaba en ella una libertad distinta, una responsabilidad nueva, relacionada con su propia vida y con su propia vocación.

Virginia Woolf

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