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PRÓLOGO

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De entre las muchas lagunas que anegan la memoria colectiva de las pioneras del feminismo en España, la de Clara Campoamor asusta por su profundidad. Y es que si algo quiso erradicar de la historia española la dictadura de Franco fue el ejemplo de las mujeres libres, de las primeras ciudadanas de pleno derecho. No fue Clara una mujer complaciente o cobarde, no se atuvo a convenciones que no respondieran a sus firmes valores en defensa de la libertad, la justicia y la igualdad. Su figura, zarandeada por los debates políticos de un país siempre a vueltas con su historia reciente, sufre lejos de la verdad de sus hechos sencillos: Campoamor fue la responsable del sufragio universal en España, del voto de las mujeres, de su dignificación como mitad del género humano, a través de infinidad de pequeños cambios legislativos que modificaron la textura de lo femenino en las leyes del país. Fue la primera diputada en unas Cortes Generales, junto con la también abogada Victoria Kent, y la única mujer que, en España, ha redactado un texto constitucional desde 1812. Madre olvidada, la suya es la historia de una fuerza personal y una inteligencia envidiables puestas al servicio de una única ansia: conseguir la radical igualdad de derechos, deberes y dignidad entre las mujeres y los hombres.

Pero si grandes son los méritos de la primera política española, enorme resulta su determinación personal, que la llevó desde una clase social y unos medios económicos modestos a convertirse en una prestigiosa abogada con participación, durante toda su vida, en relevantes foros internacionales relacionados con la defensa de los derechos de las mujeres y su emancipación. Huérfana temprana de padre, el ejemplo político de Manuel Campoamor nutrió siempre su mirada del mundo. Republicana como él, al considerar que solo bajo la igualdad de esa forma de gobierno puede una sociedad avanzar hacia el progreso, aprovechó todas las oportunidades que la vida le puso a su alcance para superarse, y las que no tuvo las fabricó con su empeño. Hija de un tiempo en el que el estudio era la única, y difícil, herramienta de liberación para las mujeres sin posibles pero valientes, obtuvo la independencia personal con una plaza de funcionaria pública de bajo rango, que la llevó a Zaragoza y después a San Sebastián. Desde allí, dedicando cada hora libre a los libros, logró volver como maestra a la Escuela de Adultos de su Madrid natal. Ateneísta, interesada en la cultura, la historia y la actualidad, detectó pronto sus límites y, en apenas dos años, les puso remedio: combinando trabajos precarios para mantenerse, se sacó el bachillerato y la carrera de Derecho. Nada se le resistía a una mujer que comprendió muy pronto la necesidad de llegar a la primera línea política para cambiar las cosas.

Mujer entre dos siglos, nacida en las décadas finales de un XIX que no auguraba nada bueno para las aspiraciones femeninas, le tocó vivir la explosión de modernidad que supusieron para las españolas las décadas de los años veinte y treinta de la centuria pasada: la apertura radical a la universidad desde 1910, la posibilidad de acceder al mercado de trabajo, la presencia cultural, el fuerte debate feminista. La enumeración de sus méritos como pionera no conoce límites: fue la primera abogada en colegiarse para el ejercicio de una profesión que, hasta entonces, ninguna mujer había desempeñado defendiendo casos frente a un tribunal; la primera en hacerlo ante el Tribunal Supremo; la primera en formar parte, junto con otras compañeras de promoción, de la Academia de Jurisprudencia. Fue la primera también en ocupar la junta directiva del Ateneo de Madrid, la primera en hablar en las Cortes, en el Congreso de los Diputados, cuando por fin accedió a su escaño en las elecciones de 1931 y fue la primera entre las españolas en pronunciarse en su muy querida Sociedad de Naciones, antecedente de la actual ONU.

Con los medios más humildes y menos esperanzadores para alcanzar la distinción que ella obtuvo, Campoamor se hizo a sí misma de una forma que atrapa a quien se sumerge en su apasionante biografía. No es tarea fácil seguir el camino de vida de esta tenaz madrileña, de expresión afable pero determinada, que jamás consintió que un obstáculo relacionado con su edad o su sexo tumbara sus intenciones. Porque Clara Campoamor también es misterio: mantuvo en un secretismo descorazonador su vida amorosa, si bien la sempiterna «señorita» Campoamor, a la que no se le conoció pretendiente varón, no careció de amigas y compañeras entre las que podemos intuir, sin faltar a la verdad, la razón de este velo espeso sobre su vida afectiva. Su primer exilio, traumático tras unas semanas en el Madrid desnortado de julio de 1936, la llevó a Lausana, Suiza, junto a otra pionera feminista y abogada: Antoinette Quinche, figura determinante en la vida de Clara hasta sus últimos días. Centroeuropa, sin embargo, no fue su destino final: el exilio bonaerense de Campoamor se extendió entre 1938 y la caída de Perón, y la casa de Antoinette fue, de nuevo, el lugar de sus últimos días.

Olvidada por todos, pues su mirada sobre los sucesos inmediatamente posteriores al golpe de Estado perpetrado por Franco no fue complaciente con algunas medidas tomadas por sus antiguos colegas de partido entonces en el Gobierno de la República, de sus años finales solo tenemos silencio. La cadena de reveses y traiciones que sufrió Campoamor en las filas de los partidos republicanos, liberales y progresistas que, a pesar de ello, no concebían a las mujeres en política, recorre las páginas de este libro. También se elevan algunas de sus más íntimas convicciones: la libertad individual es una conquista de toda mujer, que debe afirmar su personalidad a través del estudio y del trabajo, de la autonomía. Hija de las ideas que alumbraron a las clases medias europeas desde la Revolución francesa de 1789, su creencia en la capacidad individual para la mejora de la propia vida es tan poderosa como su convicción de que el Estado y la política sirven para garantizar la igualdad de derechos y la justicia social, convicción a la que sumaba su creencia europeísta e internacionalista, al concebir que la fuerza de la diplomacia y del trabajo común son requisito imprescindible para la igualdad en todo el mundo. Como antaño había hecho Concepción Arenal, referente al que Campoamor dedica alguno de sus escritos, su pacifismo y su vocación colectiva brillan de la misma forma que lo hace su defensa a ultranza de la propia identidad. Reformista antes que revolucionaria, Campoamor fue demócrata radical en un tiempo en el que el fascismo arrasó Europa.

En cualquier otro país democrático y moderno, los honores a esta madre de la patria se celebrarían con solemnidad de Estado. Son las mujeres del movimiento feminista, de los partidos políticos de centro-izquierda y las investigadoras quienes, desde los primeros años de la transición democrática, han mantenido viva la llama de su memoria y su legado: una fuerza y una luz que pretenden contarse, así, en las páginas siguientes, para llegar a más mujeres y hombres preocupados, como Clara Campoamor, por la igualdad real.

Clara Campoamor

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