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1 FALDAS EN EL PARLAMENTO
ОглавлениеUn mínimo deseo de claridad, de lógica en las conductas y de posibilidades para una España futura aconsejaban incorporar a la mujer a los derechos y deberes de la vida pública, señalándole el camino de la libertad, que solo se gana actuándola.
CLARA CAMPOAMOR
Un retrato de Clara Campoamor cuando se convirtió en la primera diputada española. Era 1931 y la abogada madrileña tenía cuarenta y tres años.
Sentada en su escaño de las Cortes, Clara Campoamor se debatía entre su propósito inicial de guardar silencio durante la sesión plenaria y la necesidad de intervenir en una discusión sobre el borrador de la Constitución que, a cada instante, ponía en peligro todo el trabajo realizado en las semanas anteriores. Ella había participado activamente en las tareas para redactar la Carta Magna que ahora se cuestionaba, en la que las mujeres, por primera vez en la historia de España, tendrían la consideración de ciudadanas plenas. Eso implicaba el reconocimiento de un puñado importante de derechos entre los que brillaba con luz propia el del voto, una novedad que las democracias de los países del entorno habían empezado a considerar, aún con cuentagotas, tras la Primera Guerra Mundial que asoló gran parte del continente europeo entre 1914 y 1918.
Formar parte de la Comisión Constitucional estuvo entre los objetivos de Clara desde que pisó por primera vez el Congreso: bien sabía la abogada y reputada jurista que en el texto estatutario se cifraba el futuro de las mujeres de España, el alcance de sus libertades y de sus derechos. Su argumento para formar parte de un órgano parlamentario tan relevante en el nuevo régimen fue que la discusión de asuntos relativos a la infancia y al sexo femenino justificaban que estuviera presente, como la propia Clara escribió después en su autobiografía de 1936, «una mujer partidaria de esas concesiones». Esta razón parcial escondía, sin embargo, las ideas de fondo de Clara: la principal ley de la nueva República tenía que ser escrupulosamente igualitaria no solo por sus congéneres, sino por elemental democracia. Aun así, el Partido Radical accedió a su presencia en la comisión porque, como ella escribió después, «no había tomado aún cuerpo dentro de los núcleos republicanos la fobia femenina que consumió después muchas actividades».
Eran muchas sus razones para no participar en el debate, cada vez más enconado, que tenía lugar entre sus colegas. La principal era economizar sus palabras, pues esa sesión del primer día de septiembre de 1931 apenas era de discusión general y no se pretendía entrar al detalle de cada propuesta ni, mucho menos, votarla. Pero a Clara no se le escapaban otros motivos igualmente importantes: toda la prensa del país esperaba ansiosa saber quién sería la primera mujer, de las dos que ocupaban un escaño en el Congreso, en hablar en ese foro. Por otro lado, ella no quería hacerse irritante y poner en peligro su causa, sabedora de que la palabra de una mujer todavía causaba ese efecto entre hombres poco acostumbrados a que las señoras compartiesen los espacios públicos.
El salón de plenos, con su forma semicircular y su acústica diseñada para favorecer al orador en un tiempo en el que la fuerza de la voz era el fundamento para hacerse oír, era un hervidero con sus cuatrocientos setenta diputados y la luz que se filtraba por la vidriera del techo. Las paredes y la mayor parte de la bóveda estaban decoradas con tapices, cuadros y pinturas que representaban escenas importantes de la historia del país. Clara trató de serenarse concentrándose en observarlas, pero no lo consiguió. Ya durante el trayecto que la llevó desde su despacho en la plaza del Príncipe Alfonso hasta el edificio de la Carrera de San Jerónimo había intentado respirar y convencerse con sus mejores argumentos, pero lo que pretendía ser un paseo agradable y tranquilizador disfrutando del final de verano de Madrid solo logró acelerarle el pulso. Si miraba a su alrededor en la sala, veía los rostros de una mayoría de hombres que contrastaba con las únicas imágenes femeninas: además de ella y de Victoria Kent, también abogada y diputada por el Partido Republicano Radical Socialista, solo los retratos de las reinas expuestos en las paredes tenían cabida en aquel lugar.
—Y perdone la señorita Campoamor, que si todas fuesen como ella no tendría inconveniente en darles el voto, que el voto de las mujeres es un elemento peligrosísimo para la República…
Una sacudida eléctrica la conmovió desde la boca del estómago hasta las mejillas. Un diputado acababa de nombrarla al tiempo que asestaba una estocada al sufragio femenino. Escondiendo su incomodidad y el enfado que bullía en su interior como una tormenta sorda, apartó la mirada del rostro aureolado de Isabel II, primera monarca de la casa de Borbón a la que el país mandó al exilio, y sonrió levemente. No iba a hablar, ese era su propósito inicial, pero, observando los retratos y tapices, se planteó si no sería la voz de una mujer de verdad, como la suya, lo que en ese preciso momento el país necesitaba para hacer avanzar la historia.
La Segunda República española se promulgó el 14 de abril de 1931. El detonante para ese cambio de régimen, que llevó a Alfonso XIII al exilio en París, fueron las elecciones municipales celebradas dos días antes, que se vivieron con gran tensión en todo el territorio. En las principales ciudades, la coalición de varios partidos republicanos y del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) obtuvo muy buenos resultados. Como solo en esos espacios urbanos podía garantizarse que el voto era libre, pues en el campo los caciques tenían un control absoluto sobre las urnas, el propio rey entendió un mensaje que ponía fin a casi una década convulsa de la política española en la que él había permitido que un general, Miguel Primo de Rivera, instaurara en 1923 una dictadura de casi siete años. La situación de desigualdad social, pobreza y analfabetismo que tanto padecían las clases más humildes, mayoritarias en el país, se vio agravada bajo ese régimen, por lo que los partidos republicanos y de izquierda se organizaron para luchar activamente por el cambio político.
Cuando el gobierno provisional anunció desde Madrid la partida del rey y publicó un decreto en el que se convocaban nuevas elecciones para elegir unas cortes constituyentes que dieran forma a la ley fundamental de la República, Clara Campoamor estaba en San Sebastián. En aquella ciudad había vivido una de las experiencias más felices de su vida, cuando uno de sus muchos destinos laborales le deparó independencia personal y largos paseos vespertinos por la hermosa playa de La Concha. Pero en los primeros meses de 1931, su experiencia en la ciudad no fue tan plácida. Tras el primer intento fallido de traer la república de nuevo al país, conocido como la sublevación de Jaca, el general Berenguer, sucesor de Primo de Rivera, había detenido y había encarcelado a muchos hombres favorables a las ideas republicanas. Entre ellos estaba su único hermano, Eduardo Campoamor, preso en la cárcel de San Sebastián desde diciembre de 1930. Clara, junto con otros abogados, ejercía la defensa de su hermano y del resto de los encausados desde comienzos de 1931.
Además de ser abogada defensora, durante la campaña electoral Clara se dedicó a dar mítines en favor de la coaliación republicana y socialista en distintas localidades del País Vasco. La amnistía para los presos estaba entre los argumentos principales para pedir el voto y, cuando el 12 de abril comenzaron a llegar las primeras noticias confusas desde Madrid relativas a la marcha del rey, la petición para abrir las puertas de la cárcel se hizo unánime. Las horas de impaciente espera hasta que tal cosa fue posible resultaron angustiosas para Clara, que, sin embargo, recordaba con entusiasmo el fervor republicano de aquel día.
El esperado abrazo entre hermanos a las puertas de la prisión, cuando bien entrada ya la noche del 15 de abril pudieron liberar a los presos republicanos tras la amnistía decretada por el nuevo Gobierno, volvió a su piel y a su memoria y la convenció: debía hablar en ese momento, no podía esperar y dejar que el debate sobre el voto de las mujeres se malograra. Y es que para ella, como para su familia, la idea de la república no era un abstracto político, sino la concreción más perfecta de las ideas de igualdad, libertad y justicia que su padre les había inculcado. En su propia biografía estaban las huellas de una defensa de ese sistema político que la había llevado a enfrentarse a la dictadura de Primo. Apartó de su pensamiento los hechos dolorosos que comenzaban a asaltarla y murmuró para sí lo que con convicción había respondido a un periodista que le había preguntado abiertamente si era monárquica o republicana: «¡República, república siempre! Me parece la forma de gobierno más conforme con la evolución natural de los pueblos».
Clara cerró un momento los ojos y sintió el disgusto y la preocupación que le causaba a su madre su atrevimiento a hacer fuertes aseveraciones políticas en tiempos peligrosos para ello. Al abrirlos, disipó ese recuerdo y pidió la palabra en calidad de ponente de la Comisión Constitucional, lo que le iba a dar más tiempo de réplica que a los diputados que trataban de zaherirla. Sin apenas consultar una nota, con la voz y la mirada altas, empezó a subrayar la importancia de la nueva organización legal que se presentaba a debate, especialmente en lo tocante a la situación de las mujeres. A nadie se le escapaba, menos a sus protagonistas, la enorme anomalía que suponía ser diputada pero no tener derecho al voto. Para escándalo de muchas feministas de entonces, el Gobierno provisional no se había atrevido a concederlo en su decreto de convocatoria de elecciones, aun permitiendo, eso sí, que las mujeres pudiesen presentarse en las listas de los diferentes partidos. También autorizaron que los sacerdotes pudieran ser candidatos electorales, algo que a Clara, que respetaba profundamente la libertad religiosa pero creía en la separación de poderes, le pareció una cobardía. Tres mujeres salieron elegidas, aunque Margarita Nelken todavía no se había incorporado a su escaño. Para Clara, la República, ese régimen de justicia, igualdad y libertades, no podía dejar fuera de sí, de su Constitución, a la mitad del pueblo por el solo hecho de haber nacido mujeres.
En agosto de 1931, Clara Campoamor acudió a un mítin del Partido Radical en Valladolid en el que exhortó a la multitud a defender la naciente República. En la foto, un momento de su discurso. En 1934, su partido alcanzaría responsabilidades de gobierno.
Con mesura desgranó algunos de los artículos a su juicio más relevantes de la Constitución: abolir la pena de muerte, por ejemplo, suponía a ojos de Clara un avance en la política internacional que colocaba a España como nación pionera del mundo. Ironizó sobre el hecho de que el divorcio supusiera un escándalo y señaló la importancia de reformar la asistencia social pública, que, hasta el momento, estaba desatendida. Para finalizar su intervención, clavó sus ojos en el diputado que la había interpelado, el señor Álvarez-Buylla, y entró de lleno en el asunto de la ciudadanía de las mujeres:
Cuando atacaba el voto, yo no pensaba más que en una cosa, y era que toda Constitución tiene mucho de reparación; toda Constitución es el triunfo que implanta el derecho de un sector o de una clase oprimida, desconocida, anulada.
Ese fue su argumento principal, que formuló el primero de septiembre y no dejó de repetir en las semanas sucesivas. Las mujeres no contaban para la legislación española y eso era tanto como decir que no existían en la vida social. Para Clara, el texto constitucional de la República tenía que solventar ese agravio e incorporar a la mitad de la población a la vida social. Tiempo después, en su autobiografía, lo expresó así:
En la defensa de la realización política de la mujer sustenté el criterio de ser su incorporación una de las primeras necesidades del Régimen, que si aspiraba a variar la faz de España no podría lograrlo sin destruir el divorcio ideológico que el desprecio del hombre hacia la mujer, en cuanto no fueran íntimos esparcimientos o necesidades caseras, imprimía a las relaciones de los sexos.
Y es que la situación legal de las mujeres españolas en aquel entonces las dejaba en una posición de indefensión y sometimiento ante los hombres. Consideradas poco menos que como niñas o incapacitadas, dependían siempre de un varón, fuera el padre, el hermano o, si llegaban a casarse, el marido. Apenas las que se mantenían solteras pasados los veinticinco años y tenían recursos económicos o un empleo podían moverse con cierta libertad, como la propia Clara, pero las restricciones legales para el trabajo, la desigualdad salarial y el machismo imperante en todos los ámbitos sociales seguían ahí para ellas. Para las que se casaban, la situación de sometimiento se amplificaba, puesto que su vida pasaba a depender legalmente del marido, dueño y señor del patrimonio de la esposa, que tenía, además, la última palabra y la completa tutela de la descendencia que pudiera tener el matrimonio. Sin divorcio legal, en un país en el que imperaba la influencia de la Iglesia católica, la situación de muchas mujeres era un callejón sin salida en el que no faltaban golpes o violencia.
Como ejemplo del doble rasero de los códigos legales, que otorgaban menor valor a la palabra de una mujer en los juicios, estaba el delito de adulterio, que, según estos, solo podían cometer las mujeres. Se entendía que el hombre podía tener todas las amantes que quisiera, siempre que no causara un gran escándalo público como el que tendría lugar si prostituía a las mujeres de su familia o introducía a la querida en su domicilio conyugal. Pero una mujer casada afrontaba penas de cárcel por tener relaciones extramatrimoniales y la ley concebía que, si el marido la asesinaba como venganza o ante la mera sospecha del engaño, no era necesario perseguirlo o considerarlo un criminal. Ya en 1901, la célebre escritora gallega Emilia Pardo Bazán explicó que, justificado bajo acusaciones de falso adulterio, «el mujericidio» estaba a la orden del día.
El compromiso con los derechos de las mujeres de Clara Campoamor venía de antiguo y, aunque ella consideraba que la palabra «feminismo» se quedaba a veces corta para explicar su vocación humanista, aceptaba la etiqueta con gusto y la defendía con pleno convencimiento. Por eso había sido tan grande su voluntad por obtener un escaño de diputada en el nuevo régimen. Ella, que provenía de una familia de la clase media más humilde, que se consideraba hija «de la noble democracia del trabajo», había estudiado la carrera de Derecho cuando tenía ya más de treinta años, tras ganar su independencia económica en un sinfín de trabajos precarios como traductora, secretaria de un periódico o telegrafista, y estaba dispuesta a poner al servicio de sus compatriotas toda la fuerza de su carácter y de sus ideas.
Tras la liberación de su hermano, puso rumbo inmediato a Madrid para tomar parte activa en la batalla por la confección de las listas electorales. Para su disgusto, Acción Republicana (AR), el partido en el que llevaba militando durante bastante tiempo, no iba a permitir que ella ocupara un puesto de salida por Madrid, demostrando lo que a sus ojos era una de las grandes contradicciones de sus colegas de filas: su incapacidad de aceptar que las mujeres participasen en igualdad de condiciones con ellos. Clara estaba vinculada a esa organización desde finales de la década de los años veinte, cuando Manuel Azaña empezó a reunir en torno a sí a personalidades del Ateneo contrarias a la monarquía y a la dictadura de Primo. Campoamor fue de las pocas mujeres presentes desde ese primer momento en lo que primero fue asociación y luego pasó a ser partido. A diferencia de otras formaciones, como el PSOE, cuya insistencia en la militancia femenina era histórica, las nuevas formaciones republicanas estaban aquejadas, a ojos de Clara, de prejuicios decimonónicos sobre la condición intelectual y la capacidad del que seguían llamando, sin empacho, el «sexo débil». Ella, que había crecido rodeada de fuertes mujeres trabajadoras, se indignaba ante esas ideas.
Debe tenerse en cuenta que, en ese primer parlamento republicano, ocupaban plaza de diputados dos varones respetables dentro del mundo intelectual del momento: el filósofo José Ortega y Gasset y el médico endocrino Gregorio Marañón. Este último había escrito páginas y páginas señalando la función complementaria de las mujeres en la vida social, una estratagema por la que, aun reconociendo la igualdad humana, se asignaban tareas bien diferentes a cada uno de los sexos. Marañón argumentaba que la maternidad era el eje de la vida de las mujeres y que esa función complementaba al hombre, que así podía actuar en la vida pública. Ortega y Gasset, a su vez, consideraba que aquellas que se salían de lo que se consideraba normal, es decir, las que anhelaban lo que entonces se concebían como trabajos o empeños masculinos, eran incapaces de obras de genio y casi degeneradas. El entramado de ideas, leyes y prejuicios que limitaba la vida de las españolas era muy espeso y Clara lo conocía al dedillo, pues su afán lector no había dejado de lado los argumentos y digresiones misóginas de este tipo de autores, un sinfín de ideas que ella se había esmerado en desmentir, ya desde sus tiempos de estudiante de Derecho.
Pero no era la única: desde el mes de abril de 1931 eran muchas las feministas del país que insistían en los argumentos que llevaban repitiendo desde hacía muchas décadas para conseguir esa emancipación que garantizase la plena igualdad de las españolas. Antes incluso de que se convocasen las elecciones a las Constituyentes, la escritora María Lejárraga, que después sería también diputada, impartió una serie de conferencias en el Ateneo de Madrid en las que subrayó la importancia de poder legislar y participar plenamente en la política. Repasar los códigos legales y las trabas que imponían a la vida de las mujeres había sido una técnica recurrente de muchas defensoras de la emancipación que, a través de este argumento racional, buscaban mover las conciencias. Lejárraga lo había expresado con rotundidad en aquellas charlas: «En la Constitución del Estado no existimos, pura y simplemente. Los constituidores no pensaron más que en el sexo fuerte».
Clara también sabía que no caía del todo bien entre muchos de los diputados de la llamada minoría republicana, compuesta por la variedad de pequeños partidos que sostenía el nuevo régimen. Y es que, al saber que no iba a poder ser diputada en la agrupación en la que llevaba tiempo participando, de la noche a la mañana se cambió de partido, aceptando un puesto destacado que le daba la oportunidad de obtener un escaño por el Partido Radical de Alejandro Lerroux, un histórico y excéntrico republicano barcelonés que no dudó en sumar para su causa a una abogada feminista. El Radical tenía más influencia como partido en el área de Cataluña, especialmente en Barcelona, y Lerroux pensó que la incorporación de la celebridad de Campoamor ayudaría a lograr más votos en Madrid, como de hecho así fue. La contraparte de lo que algunos vieron como cambio de chaqueta y por lo que la apodaron, años después, como la Gran Trepadora, fue el odio visceral que muchos miembros de su antiguo partido desarrollaron contra ella.
Pero nada de eso le importaba a quien en las duras jornadas de septiembre de 1931 defendió por activa y por pasiva la igualdad de las españolas ante la ley y, en consecuencia, el pleno derecho al voto. Clara pensaba, cuando comenzaron las discusiones, que el sentido general de la Cámara se inclinaba a la aprobación del sufragio, pero pronto se desengañó. Un viaje a Ginebra, donde tenía que representar al Gobierno republicano ante la Asamblea de la Sociedad de Naciones, la sacó del país por unas semanas; al regresar, encontró el ambiente totalmente cambiado: el apoyo al voto universal de la minoría republicana ya no era tan unánime y las cuentas para la aprobación empezaban a no salir.
Clara se percató, además, de la jugada que se avecinaba, pues la otra diputada presente en la sesión de aquellas Constituyentes, Victoria Kent, era una firme detractora del voto femenino. Esta, al igual que Margarita Nelken —quien aún no había tomado su acta—, consideraba que el atraso educativo y de participación social de las españolas ponía en peligro la República, porque su ignorancia daría el voto masivo a los partidos monárquicos y conservadores, empeñados en luchar contra el régimen vigente. Planteaba así que, aunque la Constitución recogiese la igualdad de toda la ciudadanía, los derechos electorales de las mujeres se dejasen para un reglamento menor, y no para la Carta Magna, y se postergasen los derechos hasta que las españolas ganaran capacidades. Clara repitió hasta la saciedad que no era democrático ni se ajustaba a derecho retener la concesión del voto de las mujeres hasta que todas ellas fueran republicanas, y que era preciso que esos mismos partidos salieran a la calle a divulgar sus ideas y a convencer a esas mujeres.
En sus interpelaciones, Clara no podía ocultar cierta exasperación en su tono. En uno de los muchos intercambios verbales que mantuvo con los contrarios al voto, declaró:
Resolved lo que queráis, pero afrontando la responsabilidad de dar entrada a esa mitad del género humano en la política, para que la política sea cosa de dos, porque solo hay una cosa que hace un sexo solo: alumbrar; las demás las hacemos todos en común, y no podéis venir aquí vosotros a legislar, a votar impuestos, a dictar deberes, a legislar sobre la raza humana, sobre la mujer y sobre el hijo, aislados, fuera de nosotras.
Al ver que ni las dos mujeres en el Congreso lograban ponerse de acuerdo, los detractores del sufragio femenino estaban dispuestos a explotar esa baza y el 1 de octubre, día que Campoamor bautizó como el del «histerismo masculino», fue Victoria Kent quien pidió la palabra para oponerse temporalmente al voto de las mujeres en su calidad, precisamente, de mujer. Clara no albergaba una buena opinión de su colega, a quien conocía desde hacía años. Probablemente el sentimiento era mutuo. Mantenían las formas y la cortesía, acostumbradas a coincidir en esos espacios de excepción en los que las mujeres más brillantes de Madrid rompían moldes y reclamaban su condición de personas. Desde el masculino Ateneo, que había permitido a las señoras ser socias cuando en 1905 admitió a Emilia Pardo Bazán, hasta la Residencia de Señoritas que dirigía con mano firme la pedagoga María de Maeztu, pasando por el Lyceum Club y su intensa actividad cultural y formativa, eran muchos los lugares en los que ambas abogadas se habían encontrado. Sus trayectorias eran casi especulares, pues con apenas semanas de diferencia ambas concluían la carrera de Derecho, ambas se colegiaban para ejercer por primera vez el oficio de abogadas, ambas abrían despacho propio y comenzaban a pleitear ante los tribunales… Las dos habían defendido a los encausados en la sublevación de Jaca y las dos tenían el respeto de una prensa que las consideraba firmes defensoras de la República.
Pero si Clara procedía de la clase media más humilde, Victoria había gozado siempre de una posición acomodada que, en cierto sentido, la primera percibía en sus formas y carácter. En ocasiones, le parecía una de las señoritas cursis de los novelones decimonónicos que le encantaban de niña. Incluso había llegado a confesar que no soportaba lo que juzgaba aires de superioridad y altivez, ella que no aceptaba medias tintas y era frontal en sus palabras y gestos. Pero en aquel momento, mientras oía sin escuchar del todo los argumentos de Victoria para posponer el voto de las mujeres, Clara sintió lástima por ambas al darse cuenta de que estaban a punto de protagonizar un sainete en el que los verdaderos enemigos de la igualdad de las mujeres no darían la cara. Si en su corta experiencia de diputada ya había percibido esa posición incómoda en la que ambas se encontraban, aquel día la tuvo más clara, pues, como después anotó en su autobiografía, la contradicción dolorosa enmascaraba la realidad de un sistema todavía alejado de la verdadera justicia: «Una mujer, dos mujeres, ¿qué hacen en un Parlamento de 465 diputados? Dar una nota de color, prestarse a una broma, es decir, contribuir a que rija ese falso principio de la igualdad de los sexos». Elegibles pero no electoras, legitimaban la supuesta apertura de un régimen que en el fondo seguía cerrado a las mujeres.
Cuando la voz de Victoria dejó de escucharse, Clara pidió el turno de palabra con un dolor hondísimo en el pecho. La causa del voto de las mujeres, de la igualdad real, era su motor desde hacía demasiados años como para no asestar un golpe a los argumentos de su colega. Y, aunque no quería participar del enfrentamiento entre señoras que la prensa esperaba con el afán con el que describía los combates de boxeo, no tuvo tiempo de pensar en el miedo ni el vértigo a la hora de contestar, en un ataque directo e inmisericorde, a Victoria. El Diario de Sesiones del Congreso recogió su respuesta y el ambiente tenso, expectante, que se vivía en la sala:
Señores diputados: lejos yo de censurar ni de atacar las manifestaciones de mi colega, señorita Kent; comprendo, por el contrario, la tortura de su espíritu al haberse visto hoy en trance de negar la capacidad inicial de la mujer (Rumores.); al verse en trance de negar, como ha negado, la capacidad inicial de la mujer. (Continúan los rumores.) Creo que por su pensamiento ha debido de pasar, en alguna forma, la amarga frase de Anatole France cuando nos habla de aquellos socialistas que, forzados por la necesidad, iban al Parlamento a legislar contra los suyos. (Nuevos rumores.)
Sin mirar sus papeles, cuyos argumentos e ideas estaban grabados a fuego en su memoria, Clara desmontó el discurso de Victoria. Las mujeres incapaces y egoístas de las que hablaban Kent y quienes como ella las consideraban seres sometidos al confesor eran una excusa que ignoraba a las que, en número muy superior, habían salido a la calle protestando por las guerras de Marruecos, por la muerte de sus hijos en el frente sin apenas medios para la lucha, por el precio del alimento y la carestía de la vida, por su derecho a la educación, por la República a las puertas de la cárcel de San Sebastián… Si Victoria, como mujer, consideraba que precisamente sus congéneres estaban lejos de la excelencia política que solo parecía exigírsele al «bello sexo», Campoamor dio la vuelta al argumento en su alegato final: «Yo, señores diputados, me siento ciudadano antes que mujer, y considero que sería un profundo error político dejar a la mujer al margen de ese derecho, a la mujer que espera y confía en vosotros».
Finalmente, llegó la votación. El resultado fue ajustado: se saldó con 161 votos a favor del sufragio universal y 121 en contra. Por apenas cuatro decenas de hombres, las españolas podrían votar en igualdad y entrar en la historia política como ciudadanas. El estruendo en la Cámara validó la acusación de histerismo que Clara había lanzado a los demás diputados, pues los gritos de alegría de algunas mujeres que observaban la sesión desde la tribuna de invitados se perdían entre el jaleo bronco y violento de quienes se abalanzaron sobre la bancada del Gobierno y comenzaron a proferir lamentaciones. No sin poner en riesgo su integridad física, que ya había sido violentada en una asamblea del Partido Radical en la que un militante intentó golpearla porque juzgaba que sus ideas feministas entrañaban grave peligro para la República, Clara abandonó el hemiciclo entre insultos, pero también entre abrazos y enhorabuenas de quienes, como ella, reconocían la importancia del derecho conquistado. Sin embargo, y como ella misma señaló después, tras la aprobación del voto, quedaba lo peor.
Victoria Kent (arriba) fue, como Campoamor, abogada y una de las primeras diputadas españolas. A pesar de discrepar sobre el voto femenino, fue una acendrada feminista; al igual que Margarita Nelken (abajo), diputada por el PSOE y posterior militante comunista, reputada escritora y crítica de arte.
La labor legislativa de Clara Campoamor durante los dos años en los que fue diputada se centró intensamente en la reforma de las leyes que mantenían a sus conciudadanas en franca desigualdad con los hombres. Estas modificaciones, quizá menos llamativas que el sufragio —gran demanda del feminismo de aquel tiempo—, fueron trascendentales para cambiar la vida real de muchas españolas, que de pronto vieron reconocida su personalidad jurídica. Con fuerte oposición por parte de la Iglesia, que no quería perder el ascendente que ejercía sobre las conciencias de sus fieles, se aprobó el divorcio y se legisló el matrimonio civil. Clara también trabajó para forzar legalmente la investigación de la paternidad, para impedir que muchos hombres se desentendiesen de los hijos e hijas concebidos fuera del matrimonio. A esas criaturas antes llamadas «ilegítimas» se las igualó en derechos con sus hermanas y hermanos nacidos dentro de uniones religiosas o civiles. Se dotó de derechos a la mujer casada, que pasó a mantener la nacionalidad española tras las nupcias con un extranjero. Se legisló la igualdad salarial en la administración pública y el delito de adulterio desapareció del Código Penal.
Los días de Clara Campoamor no tenían horas para tanta actividad que, sin embargo, desempeñaba sin desatender ni su bufete ni su actividad fuera de la Cámara. En realidad, en muchos sentidos, toda ella estaba relacionada: defendió a la escritora Concha Espina y a Josefina Blanco, sacrificada esposa del dramaturgo Valle-Inclán, en sus sonados casos de divorcio. Al advertir que los partidos de la minoría republicana, en lugar de salir a la calle en campaña para que las españolas votasen por sus siglas, se dedicaban a aventurar catástrofes para la República cuando por fin hubiera elecciones, espantando más que atrayendo a sus potenciales votantes, creó la Unión Republicana Femenina (URF). Se trataba de una asociación que iba más allá del partidismo y que pretendía difundir entre las socias los valores republicanos, invitándolas a recibir formación y a defender el régimen que las había convertido en ciudadanas. En enero de 1932, la revista Estampa, una de las cabeceras de más prestigio del momento, publicaba un reportaje de la periodista Josefina Carabias, en el que se entrevistaba a mujeres que militaban en los diferentes partidos o agrupaciones políticas. Por la URF, Clara Campoamor defendió el ideario que la había impulsado a crear un colectivo que en cuestión de meses tenía miles de afiliadas en todo el país:
Toda mujer que se estime en algo defenderá ardientemente la República, que la ha elevado a la categoría de persona. No me refiero solamente a la concesión del voto. Toda la legislación republicana aprobada hasta ahora favorece extraordinariamente a la mujer. No es mucho que, en justa reciprocidad, formemos un frente único para defenderla y capacitarnos debidamente para servirla.
El clima político general, sin embargo, era tremendamente inestable. Los gabinetes se sucedían sin lograr sacar adelante las reformas que muchos sectores de la población consideraban necesarias, como la reforma agraria, que era precisa para acabar con las condiciones de casi esclavitud en las que se vivía en el campo español. Los terratenientes, nobles en su mayoría, usaban su influencia, aún palpable en los partidos conservadores y monárquicos del Congreso, para torpedearla. También la cuestión religiosa se crispaba y, en un contexto internacional de crisis económica derivado del crac de la bolsa de Nueva York de 1929, y con el fortalecimiento de discursos fascistas en diversos puntos de Europa que empezaban a hacerse oír en Madrid, la situación política se complicaba. En agosto de 1932, el general Sanjurjo dio un golpe de Estado que el Gobierno controló de forma rápida y apenas tuvo incidencia. El Ejército, monárquico y reducto de ideas conservadoras, era uno de los objetivos del presidente del Consejo de Ministros y responsable de la cartera de Guerra, Manuel Azaña, quien, dispuesto a reformarlo, apartó a los militares más díscolos y contrarios a la República de Madrid, en una decisión controvertida que depararía graves consecuencias para todo el país.
Por fin, en noviembre de 1933 tuvieron lugar las primeras elecciones en las que las españolas pudieron ejercer su derecho al voto en igualdad, y el clima, para Clara y para quienes como ella defendían la República y habían defendido también el libre ejercicio del sufragio para las mujeres, era cada vez más tenso. Clara sabía que la República estaba en peligro, pero no porque la influencia de curas y confesores hiciera mella en la ideología de las mujeres, sino porque los partidos republicanos y el PSOE habían roto la coalición electoral con la que concurrieron a las urnas en abril de 1931. Por si esa discrepancia progresista no bastara, la Ley Electoral de la República se había diseñado favoreciendo las alianzas electorales previas, en la creencia, ingenua a ojos de Clara, de que la izquierda en España iría siempre unida en una lista. No fue así en 1933, pero las derechas tomaron buena nota, de forma que, aunque en el conteo individual los resultados de las principales ciudades seguían siendo favorables al PSOE, la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) se hizo con el Gobierno apoyada, de forma inexplicable incluso para Clara, por su propio partido.
Ella, al igual que Victoria Kent, perdió el escaño. Más doloroso que quedarse fuera del Parlamento y ver vetado el camino de reforma legal que con tanto ahínco había emprendido fue ver cómo nadie realizaba ejercicio de autocrítica en la minoría republicana, pues las culpables inmediatas del giro conservador de la República pasaron a ser las mujeres en su totalidad y, de entre ellas, de forma especial quien había defendido ardientemente sus derechos ciudadanos. Y aunque mantuvo silencio e intentó explicar de forma pedagógica que las verdaderas causas de la derrota republicana estaban más en la inacción de los partidos y en las reglas del juego electoral que en la ideología de las españolas, no fue hasta la publicación de su autobiografía, en 1936, cuando respondió con crudeza a todos los ataques de palabra y de obra que sufrió por su labor legislativa:
Fue a partir de ese suceso infausto cuando se intensificaron mis amarguras: el voto femenino era el chivo hebreo cargado con todos los pecados de los hombres, y ellos respiraban tranquilos y satisfechos de sí mismos cuando encontraron esa inocente víctima, criatura a cuenta de la cual salvar sus culpas. El voto femenino fue, a partir de 1933, la lejía de mejor marca para lavar torpezas políticas varoniles. Si pasados por ella los políticos de izquierda no han quedado más resplandecientes e impolutos, culpa será del tejido.
Tras el primer disgusto ante el resultado electoral, Alejandro Lerroux, integrante del nuevo Gobierno, ofreció a Clara un puesto interesante para continuar su tarea, la Dirección General de Beneficencia, dependiente del Ministerio de Trabajo, que debía ocuparse de socorrer a las personas más necesitadas de la sociedad. Otra vieja demanda de las feministas españolas era, precisamente, apartar a las instituciones religiosas de la tutela y atención de las mujeres más vulnerables: las pobres, las niñas huérfanas, las prostitutas. En los dos años primeros de República, tal cosa no había sido posible, y Clara consideró que desde ese lugar podría modernizar una de las estructuras de asistencia social más antiguas y problemáticas del país. A sus ojos, las órdenes religiosas que regían las diferentes fundaciones imponían en quienes atendían, pero especialmente en las mujeres y niñas, conceptos de pecado, culpa o redención muy alejados del marco de derechos, libertades, justicia e igualdad con el que ella interpretaba que el Estado debía tratar a todas las personas. De buena tinta sabía Clara cómo sufrían las mujeres más humildes en manos de una religión muchas veces arcaica, pues había sido maestra en la Escuela de Adultos de Madrid, enseñando las materias básicas a unas obreras jóvenes que, más que conocimientos, necesitaban, en primer lugar, autoestima y dignidad personales para luego buscarse un futuro a través del empleo.
Era el asunto de la beneficencia y el papel del Estado en la protección de las personas más necesitadas otro gran caballo de batalla de las defensoras de la emancipación de las mujeres y, en concreto, de Concepción Arenal. Para Clara, la socióloga ferrolana era un ejemplo y un motor de pensamiento constante, desde que había leído La mujer del porvenir, el primer gran ensayo español que defendió los derechos de las mujeres allá por el lejano 1869. Arenal había sido visitadora de prisiones y había tomado parte en cuantas causas pudo para mejorar las condiciones de vida en las cárceles, en los hospicios y en los hospitales. Pionera y visionaria, su obra se leía y reconocía en foros internacionales, pero el país en el que había vivido y luchado era un tanto ingrato con su memoria. Había algo de reparación histórica en tener la posibilidad de intervenir en la asistencia social desde su nuevo puesto. Y aunque Clara echaba de menos la condición de diputada que implicaba el escaño, estaba dispuesta a poner toda su energía en la tarea. Una cita de Arenal de 1883 le venía a la mente cuando pensaba en aquello a lo que se enfrentaba, pues, en cierto modo, resumía la idea que Campoamor tenía de las virtudes cívicas republicanas que pensaba poner en práctica en su nuevo destino:
A mayor cultura y libertad de un pueblo, ya lo hemos dicho, mayor cooperación voluntaria de su parte, es indispensable para el orden verdadero, porque hasta en la esfera oficial, hasta los empleados y funcionarios que nombra y paga el Estado, si no hacen más que lo estrictamente preciso para pasar, si no tienen virtudes sociales y amor a su obra, la ejecutarán tan mal como puede ver el que se pase en España por cualquier establecimiento público, con excepción, no de la dependencia entera, sino de alguno de los individuos que de ella forma parte.
Lo que Clara no sabía era que la nueva dirección era un regalo envenenado por varios motivos: el primero era su jefe directo, el ministro conservador José Oriol Anguera de Sojo, que ni estaba de acuerdo con las ideas de Clara ni soportaba la presencia de una mujer en un alto cargo del Estado, menos la de una con ideas feministas y anticlericales a la que juzgaba poco menos que como un error de la naturaleza. El segundo problema era el presupuesto, tan exiguo que apenas daba para empezar a rediseñar la atención pública. Y aunque hubo quien le propuso que expropiase a la Iglesia los edificios y recursos que destinaba a la beneficencia, no se atrevió a ello. Si ni siquiera el Gobierno provisional de 1931 había dado un paso tan rotundo, no sería ella quien echara más leña al fuego de las tensas relaciones entre la curia española y el Estado. Luchando contra un ministro empeñado en torpedear sus acciones y convencida de la necesidad de modernizar la asistencia social en España, ese viejo sueño de su admirada Concepción Arenal, ideó un plan para fiscalizar la actividad de las instituciones religiosas, marcando un reglamento de ámbito estatal que introdujera, poco a poco, los valores humanistas y de justicia que ella defendía.
Si el primer bienio de gobierno progresista había sido inestable, el de los conservadores siguió por el mismo camino, favoreciendo la confrontación y el descontento social por su empeño de revertir muchas de las medidas legislativas aprobadas hasta noviembre de 1933. Y aunque la gran labor legislativa y feminista de Clara sobrevivió a muchos de sus envites, lo cierto es que su puesto de Directora General se volvió, por momentos, insostenible. Ya había notificado a Lerroux su voluntad de dimitir y solo esperaba el momento oportuno para hacerlo, cuando la huelga general convocada en octubre de 1934 derivó en una insurrección obrera en Asturias, alzada en armas contra el Gobierno republicano. Este envió a las tropas regulares de Marruecos, con Francisco Franco y Manuel Goded a la cabeza, a sofocar la revuelta, y una vez la zona volvió al control gubernamental, Lerroux encomendó a una Campoamor desencantada y prácticamente desvinculada del cargo, a que se desplazase a Oviedo a ocuparse de los huérfanos que el conflicto hubiera dejado.
Ese viaje, en el que Clara se encontró entre las órdenes de Lerroux y las contraórdenes del ministro de Trabajo para que regresase a Madrid, cambió por completo su relación con el Partido Radical. Hasta llegar al norte, las noticias que llegaban a Madrid hablaban de sangrientos mineros que asesinaban a frailes y a menores indefensos, pero la realidad que Clara conoció en las calles de Oviedo, en la que no había rastro de esos supuestos actos de brutalidad contra elementos eclesiásticos, fue más bien la contraria. Fueron las tropas comandadas por Franco y Goded las que habían reprimido a los sublevados con una fuerza que puso en peligro a la población civil, adelantando el bombardeo sobre objetivos no militares en una ciudad como Oviedo, que vio cómo cinco mil kilos de metralla le caían encima sin distinguir subversivos de criaturas inocentes. Clara, que jamás defendió vías revolucionarias para la transformación social y creía en el estado de derecho republicano, se conmovió en lo más hondo de sus creencias democráticas al comprobar que su partido era la muleta parlamentaria de quienes habían ordenado esa carnicería.
De vuelta en Madrid, no dudó un segundo en consumar su dimisión como directora general. Su desazón iba más allá, cuestionándose incluso su permanencia en el Partido Radical, que le había impedido publicar un artículo sobre la represión asturiana. Dispuesta a no tomar más decisiones en caliente y con la necesidad de tomar aire y perspectiva, salió del país a finales de año rumbo a Lausana, capital del cantón suizo de Vaud, en el que residía su amiga y también abogada Antoinette Quinche, apoyo fundamental de la madrileña desde que se habían conocido en París. El trabajo conjunto y la compañía de Antoinette y su familia permitieron a Clara repasar sus opciones y encarar el año de 1935 con las ideas claras. En febrero, ya desde Madrid, escribió una carta de renuncia a Lerroux, en la que censuraba el papel que el viejo republicano estaba desempeñando en un gabinete de gobierno conservador.
Lerroux sabía lo que era la represión de un Gobierno injusto, pues la Barcelona de comienzos del siglo XX tenía experiencia en el estado de sitio. Por eso, en su carta de renuncia a la militancia radical, Clara subrayó la conexión que existía entre uno de los casos más duros de la reciente historia española, los Procesos de Montjuic, que se habían saldado con la represión del anarquismo y del movimiento obrero en la Barcelona de 1896, y los sucesos de octubre de 1934 en Asturias. La represión, sumada al apoyo a las derechas de la CEDA, habían colmado el vaso de su paciencia:
A mi sincero y leal sentimiento por este error de su vida política se han unido otros hechos: el conocimiento exacto y cierto de parte de la verdad siniestra, angustiosa, horrible de Asturias… que sacude todo mi ser en la misma vibración de dolor y protesta indignada con la que imagino que sacudieron el suyo los horrores de Montjuic…
Sin embargo, la carta de Clara se filtró entre diputados y militantes, de forma que se empleó contra ella y contra el Partido Radical en la pugna entre fuerzas políticas, algo que aumentó su desagrado. La misiva de renuncia no tenía desperdicio, pues era Clara una mujer inteligente y de ideas firmes, que no se dejó regatear su integridad en ningún momento. En uno de sus párrafos finales expresaba con dureza la decepción que sintió con el que había sido su partido desde 1931:
Por convencimiento e ilusión me adscribí al Partido Radical y, surgidos en más de una ocasión factores de honda discrepancia, dando ejemplo de disciplina y de un sentido de cohesión y estabilidad, a mi juicio indispensables en política, transigí, callé y continué. Hoy ya no es posible. Perdida la confianza y la fe, nada puede retenerme en el Partido Radical. Yo no he admitido nunca en política como aglutinante único el caudillaje, el santonismo y la rueda, sistemas que disminuyen tanto al que los rinde como al que los recibe. Y en política lo que me interesa y apasiona es servir, no medrar.
Uno de los lugares en los que Clara se sentía más cómoda, más segura de sí y más ella era su despacho. Dada su intensa actividad feminista, ya antes de ser diputada contaba con una ayudante, Justina Ruiz, que se convirtió en un apoyo imprescindible en todas sus tareas. En el despacho, con los brazos sobre la enorme mesa de madera en la que había pasado sus horas más intensas, estudiando y preparando las defensas de sus casos o los trabajos legislativos del Congreso, Clara pensaba en la vorágine de su vida en los últimos cinco años. Si toda su existencia se regía por la intensidad que ella misma parecía necesitar como alimento y motor, desde la sublevación de Jaca en 1930 y el encarcelamiento de su hermano Eduardo todo se había precipitado de una forma que ahora, dimitida de su cargo y sin partido, le parecía asombrosa. Pero en ese particular cuarto propio cuyas paredes estaban forradas de libros y de alguna fotografía, incluida la que ella misma encargó que le hicieran, retratada con el hábito propio de la abogacía cuando obtuvo su título, la velocidad del tiempo reciente comenzó a matizarse.
En esos cinco años, la condición jurídica de las españolas, de la mitad de las personas de aquel trozo de tierra, era muy distinta y eso se debía, sin duda alguna, al empeño de la diputada que se convirtió, a ojos de otros colegas con los que había trabajado en aquel tiempo, en la «intransigencia feminista». La Constitución reconocía la igualdad entre los sexos y permitía el voto de las mujeres en las mismas condiciones que los hombres. Las casadas ya no dependían de la buena suerte que les pudiera deparar un compañero afable y comprensivo en lugar de un mal marido dispendioso y violento. Las criaturas que nacían de la ingenuidad de las muchachas que se prestaban a las relaciones sexuales con vagas promesas de boda ya no se consideraban ilegítimas en la sociedad. Las empleadas públicas cobraban lo mismo que los empleados públicos y la educación de la mujer, uno de los caballos de batalla de varias generaciones de feministas españolas que hundía sus raíces en el no tan lejano siglo XIX, había mejorado enormemente.
Clara se sentía parte y artífice de todo ese movimiento. Despreciaba la falsa modestia tanto como el envanecimiento, por eso no se engañaba a la hora de ponderar lo que creía justos méritos. Había cometido errores, sí, pero consideraba que ninguno irreparable o no tan grave como le imputaban sus detractores, empeñados en crucificarla por haber defendido el voto femenino, algo que a sus ojos estaba lejos de ser un error. Eso no era para ella un error, aunque a ojos de sus adversarios y colegas de filas fuera casi un pecado. Siempre había estado rodeada de mujeres que defendían esa causa común, no se había sentido por completo sola en su lucha. Por un lado, le tentaba el anhelo del descanso y del reposo, cansada de sinsabores que a veces se le atravesaban en el corazón como flechas ardiendo. Por otro… le costaba estarse quieta y sentía, además, que aún podía contribuir mucho a la causa de la República y de los derechos de las mujeres, no únicamente escribiendo, conferenciando o participando en tantas asociaciones como ya lo hacía, sino desde dentro, volviendo, si no a un escaño, sí a la primera línea de batalla.
Clara sabía que si había un partido en el que podía intentar regresar a la política activa era Izquierda Republicana y valoraba realizar su solicitud de ingreso. Se debatía, pues no era del todo ingenua, entre la certeza de que encontraría detractores a su pretensión, pues era ella una mujer que no tenía padrinos ni familias más allá de sus principios, por lo que tampoco aceptaba servidumbres, y su enorme deseo de poner su energía, que sabía viva y útil, a sus casi cincuenta años, al servicio de una causa justa. Clara pensaba en su despacho aventurando los escenarios que podría encontrarse. Ni de lejos atisbó que sus padecimientos y sinsabores en la política española estaban lejos de haber terminado. Decidida a arriesgarse, pensó en visitar a Casares Quiroga, con quien mantenía buena relación y que podría interceder por ella, para cursar su solicitud de alta y aplazó la salida a una hora más benévola de la tarde, en la que el calor de julio en Madrid hubiese remitido. En apenas unos meses, cuando comenzase la redacción de su autobiografía, El voto femenino y yo. Mi pecado mortal, escribiría recordando aquel momento:
Del dolor de los golpes ganados en la lucha me quedó una serena recompensa: la de que mi personalidad sencilla nació, creció y logróse sin hipoteca alguna del espíritu o la materia. Es un confortador orgullo que resarce de infinitas amarguras.
Clara estaba dispuesta a exponerse a la amargura porque sabía cuál era su camino: aquel que conducía de forma inexorable a la igualdad.