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Оглавление1 Itinerarios de la literatura del siglo XX
En este capítulo veremos:
– La complejidad del siglo XX: receptividad a los influjos internacionales, factores histórico-sociales, filosofías e ideologías.
– Los rasgos del panorama italiano entre diálogos, interferencias y contraposiciones: lengua nacional y dialecto, poesía y narrativa, vanguardias y tradición, experimentalismo y antinovecentismo.
– Las líneas divisorias y las periodizaciones, entre las guerras mundiales y la «mutación antropológica».
1. Perfil del siglo xx
La evolución de la literatura italiana del siglo XX se podría representar, más que como una línea segmentada, como una serie de conjuntos con intersecciones más o menos amplias, dado que son numerosas las superposiciones entre movimientos y poéticas –individuales y colectivas– consideradas muy distantes y opuestas entre ellas y, sin embargo, a menudo coexistentes. En esta evolución han pesado, como en otros siglos, o más aún, si cabe, factores histórico-políticos y socioculturales en general. Sobre el primer aspecto, por ejemplo, no se puede minusvalorar que durante el fascismo (1922-1943) se impidió, o estuvo fuertemente limitada, la libre circulación de ideas y que, por ello, el debate literario estuvo condicionado, sobre todo en lo que atañe a la relación entre los intelectuales y la política; o que, por el contrario, volvió al primer plano al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando hubo una adhesión masiva a las ideologías de izquierda por parte de los escritores. En el aspecto sociocultural, la gran influencia del filósofo y crítico Benedetto Croce, uno de los poquísimos intelectuales que permanecieron radicalmente independientes del fascismo, provocó que la crítica académica no fuera receptiva a estímulos provenientes de otros países europeos, quedando a menudo ligada a cánones estético-idealistas, al menos hasta la llegada de las nuevas corrientes ideológicas y metodológicas posteriores a la Segunda Guerra Mundial y, aún más, de las propias de los primeros años sesenta.
Pero una vez subrayados estos ejemplos se deberá añadir, de inmediato, que incluso bajo el régimen fascista siguió vivo el interés por el contraste literario con las novedades europeas, gracias sobre todo a los grupos reunidos en torno a las revistas florentinas, caso de Solaria, en la que colaboraban autores como Eugenio Montale o Carlo Emilio Gadda. Y al mismo tiempo, en oposición más o menos explícita a la estética crociana, muchos jóvenes impulsaban lecturas y valoraciones personales de los nuevos escritores. Baste, a este propósito, citar a dos de los más prestigiosos críticos italianos del siglo XX, Giacomo Debenedetti, ensayista receptivo a las relaciones con otras disciplinas (del psicoanálisis a las ciencias), y Gianfranco Contini, filólogo capaz de análisis estilísticos muy finos, a menudo partiendo de la crítica de las variantes, o sea, de las correcciones al texto por parte del propio autor, técnica teóricamente despreciada por Croce.
Como ya se puede intuir, una exploración de la literatura del siglo XX debe resaltar las líneas dominantes del periodo, pero sin eliminar o aplastar los elementos de contraste, a los autores que no se adecúan a los parámetros más influyentes o las poéticas que no consiguen imponerse, pero que aportan un enriquecimiento. A menudo, sobre todo en narrativa, los mejores resultados proceden de escritores que están fuera de los circuitos de moda, como Svevo con La coscienza di Zeno [La conciencia de Zeno] o, al menos en parte, Fenoglio con Il partigiano Johnny [El partisano Johnny] (sobre su compleja situación textual cf. cap. 4 § 3.7). Por lo demás, si se sondean los textos a través de catas lingüísticas y estilísticas detalladas, se comprende fácilmente que bajo grandes etiquetas como hermetismo o neorrealismo conviven autores que tienen mucho en común, pero también muchas diferencias, que habrá que subrayar.
Otro derrotero digno de ser tenido constantemente en consideración es el vínculo entre la literatura italiana en su conjunto y las tendencias internacionales. Piénsese que ya a finales del siglo XIX, y aún más a principios del XX, la formación de los escritores italianos se produce muy a menudo gracias a los contactos con movimientos y autores de otros lugares: sobre todo en París –en la fase de las vanguardias–, en toda Europa y, después, en los decenios siguientes, en Estados Unidos principalmente. Se trata de intercambios que tienen lugar con creciente rapidez y a veces simultáneamente; por ello en algunos casos no es justo hablar del retraso de la literatura italiana respecto a las más cotizadas e influyentes en el ámbito internacional. Un ejemplo es el futurismo, que fue lanzado (1909) en Francia y en Italia por Filippo Tommaso Marinetti y por otros artistas paralelamente a muchas otras formas de vanguardia y de experimentación antitradicional. Otro ejemplo, al final del siglo, son las experimentaciones postmodernas, caso de Italo Calvino o de Umberto Eco, las cuales, más allá del valor que se les quiera conceder, están consideradas por los críticos internacionales entre las más prestigiosas de las surgidas en torno a los años setenta y ochenta. Incluso alguien apartado como Svevo publica su obra maestra en 1923, esto es, apenas un año más tarde del Ulises de Joyce, quien, por su parte, contribuye a la recepción de Zeno en Francia (donde este personaje sigue siendo citado entre los más significativos de la novela del siglo XX).
Con todo, es cierto que, en general, la literatura del siglo pasado ha sufrido por el carácter sustancialmente secundario de la cultura artística italiana respecto a otras, y también por ello ha costado que se impusieran al público obras de mucho valor, como las de Gadda y, en alguna medida, las de Montale, antes de la concesión del Nobel en 1975. Ello no obsta para que la relación entre la literatura italiana y las literaturas extranjeras en el siglo XX se caracterice por una constante interacción, que puede inducir a la modificación de una poética o a elegir nuevas vías que recorrer: un caso ejemplar, en este sentido, es el de Pirandello, autor ahora considerado más modernista que vanguardista, que sin embargo corrige su obra más revolucionaria, Sei personaggi in cerca d’autore [Seis personajes en busca de autor] (1921, con variantes en 1925) a partir del contacto con los directores y los movimientos de vanguardia del teatro europeo.
2. Los rasgos fundamentales
¿Cuáles son, entonces, las características fundamentales de la literatura italiana del siglo XX? Es decir, ¿hasta qué punto se puede distinguir su producción de otras coetáneas? Algunos rasgos, efectivamente, se pueden subrayar, siempre que, preliminarmente, se haga hincapié en que su importancia varía durante el siglo. No será necesario añadir que la síntesis propuesta en este apartado se debe completar con lo que se agregará, más por extenso, en los siguientes capítulos (incluso su relectura a posteriori podrá contribuir a establecer los valores y las líneas más significativas).
Ha sido muy relevante, sobre todo, la larga interacción entre la lengua nacional, que de hecho se impuso solo a partir del último escorzo del siglo XIX –después de la Unidad (1861) y de la creación de un sistema escolar al menos básico–, y los dialectos, a saber, las vivacísimas lenguas vinculadas a las diversas realidades socioculturales de la nación. Esta dialéctica lingüístico-cultural, impensable en naciones de unificación mucho más precoz como Francia y España, da origen en muchos casos a formas de interferencia y de cruce que en los autores mejores, el primero de todos Gadda, llega a esa especial forma de expresionismo que el ya citado Contini considera intrínseca al desarrollo de la literatura italiana desde los orígenes y desde la Divina Commedia (supuesto al que se le han planteado varias objeciones). Incluso sin llegar a niveles tan sublimes, es evidente que la elección de la lengua italiana, esto es, del toscano de Manzoni, después progresivamente estandarizado, no se ha dado nunca como algo común por parte de los autores hasta las generaciones nacidas tras la Segunda Guerra Mundial; es más, la defensa de los dialectos implicaba a menudo un bilingüismo, bien evidente por ejemplo en muchos poetas de principios del siglo XX, como el véneto Giacomo Noventa (1898-1960), que, a pesar de ser un intelectual culto y ecléctico, escribía versos sobre todo en su idioma materno, en implícita polémica con el régimen fascista –que él odiaba–, hostil a las culturas regionales.
Desde mediados del siglo, sin embargo, la elección de los dialectos resulta sobre todo defensiva, o bien porque manifiesta nostalgia por una dimensión sociocultural en vías de extinción, o bien porque supone una denuncia radical contra la masificación y, después, contra la globalización: emblemático es, por ejemplo, el caso de Pasolini, que después de haber empezado como poeta en friulano, llega a reescribir y en parte a destruir sus versos juveniles, por considerarlos ya fuera del tiempo (y, en consecuencia, también orgullosamente «inactuales») respecto a la terrible «mutación antropológica» que él atribuye al capitalismo. Obviamente, las motivaciones pueden ser otras, por ejemplo las de un regreso a los estratos más profundos del lenguaje y del inconsciente, como sucede en el uso del petèl (lenguaje infantil) y genéricamente de formas dialectales vénetas por parte de Andrea Zanzotto. Pero por lo general, e independientemente de los resultados, la intersección con los dialectos resulta, en la segunda mitad del siglo XX, mucho más afín al plurilingüismo culto y basado, si acaso, en la relación con lenguas muertas, que a una interacción vivaz y directa, que tal vez se pueda percibir en algunos rasgos dialectales reabsorbidos en las jergas juveniles, empleadas por algunos nuevos poetas y narradores.
Otra característica de la literatura italiana es la notable divergencia entre el destino de la poesía y el de la narrativa: mientras la primera está dotada sin duda de una tradición propia, que comporta, sustancialmente hasta los últimos decenios del siglo XX, un contraste directo o indirecto con los grandes modelos, comenzando por Dante, Petrarca y Leopardi, la segunda aparece continuamente renovada y de hecho suprimida, hasta el punto de que el crítico e historiador de la lengua Pier Vincenzo Mengaldo ha hablado de un constante volver a empezar en referencia a los escritores en prosa. Este aspecto merece una apostilla. No es verdad, como a menudo se afirma, que no exista una narrativa italiana de alto valor: esta, si acaso, se manifiesta con más frecuencia en el relato breve o largo (Pirandello, Tozzi, Moravia, Parise...) que en la gran novela, de la que también hay en el siglo XX algunos ejemplos indiscutibles, desde La coscienza di Zeno [La conciencia de Zeno], a La cognizione del dolore [El aprendizaje del dolor] y a Quer pasticciaccio brutto de via Merulana [El zafarrancho aquel de via Merulana] y a Il Partigiano Johnny [El partisano Johny]; y se podrían añadir otros, desde Menzogna e sortilegio [Mentira y sortilegio] de Elsa Morante, hasta la problemática obra maestra incompleta de Pasolini, Petrolio.
Es verdad, sin embargo, que es difícil que la novela italiana desempeñe una función semejante a la que ha tenido, y en parte sigue teniendo, en las principales naciones europeas y en los Estados Unidos, es decir, la de proponer una reconstrucción de la sociedad en su conjunto, interpretada en sus aspectos predominantes y característicos. Y esto sucede no solo por la prevalencia histórica de la lírica y, en el siglo XIX, del melodrama, sobre la novela en la estima de los literatos y en el gusto del público italiano, sino también por la dificultad efectiva de reconstruir fenómenos que fuesen de verdad de dimensión nacional en una lengua que no resultase de inmediato demasiado artificiosa y personal, o estilizada hasta el virtuosismo. Para simplificar, se podría quizá decir que los novelistas no han llegado nunca a alcanzar una síntesis eficaz sobre cómo y qué escribir, por lo que sería difícil trazar una línea común a la narrativa italiana, en la cual después destacar las cumbres, mientras que es más fácil hablar de líneas medias y de excepciones.
En el ámbito de la lírica, un rasgo distintivo italiano consiste en remontarse a la tradición nacional y a menudo a la europea, conjugando un lenguaje áulico o bien antiáulico, pero de todas maneras marcado y después estilizado por cada poeta, con una dimensión de referencialidad, o sea, con la posibilidad de nombrar objetos y situaciones, aunque sea cargándolos de sentidos simbólicos o alegóricos añadidos. Esta concreción de fondo, a la cual se vincula en muchos casos una profunda carga ética, distingue netamente la evolución de la poesía italiana respecto a la francesa, que pasa del simbolismo al surrealismo más abstracto y antirrealista y la aproxima, si acaso, a la anglosajona, por ejemplo a la línea «metafísica» sostenida por Thomas S. Eliot. En tal tendencia, en los últimos años la crítica ha reconocido un proceso análogo a los propios del modernismo, categoría histórico-literaria empleada sobre todo en la literatura inglesa para indicar a los autores que conjugan un renovado vínculo con la tradición con una voluntad experimental (pero no destructiva, como es el caso de muchas vanguardias).
Sin embargo, hay que precisar que la línea «objetual» italiana puede encontrar un antecedente específico en Pascoli –prescindiendo de sus halos simbólicos y místicos– y con toda seguridad se encarna bien en el modelo central de la poesía italiana del siglo XX: el Montale de los Ossi di seppia [Huesos de sepia] y sobre todo de Le occasioni [Las ocasiones], donde se percibe bien asimismo el vínculo con la poesía metafísica anglosajona. Y, no obstante, hasta después de la Segunda Guerra Mundial eran otros los modelos valorados y prevalecían los dos proporcionados por Ungaretti: uno, el (todavía alimentado por la pauta de las vanguardias) de L’allegria [La alegría], especialmente en la versión de 1916-1919, y otro, muy distinto (tardo o postsimbolista), condensado en Sentimento del tempo [Sentimiento del tiempo] (1933).
Al mismo tiempo, en esos mismos años veinte, se iba reforzando una tendencia antinovecentesca o antinovecentista (es decir, hostil a los caracteres experimentales típicos de principios del siglo XX) que encontraba su primer punto de referencia en el Canzoniere [Cancionero] (versión de 1921) de Umberto Saba, que después escribiría algunas de sus obras más densas –ulteriormente integradas en las varias ediciones de esta misma obra mayor– precisamente entrando en contacto con jóvenes que estaban más abiertos a un diálogo con la poesía europea, como el propio Montale. La línea antinovecentesca, o de estilo simple, volvió a ser apreciada, por distintas motivaciones, desde la mitad del siglo XX y se consolidó, de diferentes maneras, gracias a autores como Sandro Penna, Giorgio Caproni o Attilio Bertolucci.
Pero a partir del final de los años cincuenta de nuevo la experimentación constituye la línea predominante en la poesía, tanto en la vertiente de reflexión sobre el lenguaje y sus límites (reforzada por las aportaciones del estructuralismo lingüístico y psicoanalítico: cap. 5 §§ 2 y 4), como en la de desmitificación ideológica de la cultura, en su sentido más amplio, derivada del sistema capitalista. También en este caso, sin embargo, los resultados más duraderos no son los que se obtienen con las formas extremas, como las propugnadas en los años diez por los futuristas y en los sesenta por los neovanguardistas del Grupo 63, sino por las obras sensibles a la tradición y dispuestas a una renovación muy acusada pero no a una convulsión: es el caso de dos obras fundamentales de este periodo, Gli strumenti umani [Los instrumentos humanos] (1965) de Vittorio Sereni, que, entre otras cosas, propone implícitamente una interpretación propia del vínculo entre poesía y prosa, y La Beltà [La Hermosura] (1968) de Andrea Zanzotto, que trabaja sobre el lenguaje, captando sus infinitas resonancias y no privándolo de todo tipo de capacidad comunicativa.
En definitiva, los rasgos fundamentales que se pueden subrayar en la literatura italiana del siglo XX conducen a registrar en la exploración cronológica superposiciones e intersecciones que serían aún más complicadas si tuviéramos en cuenta otras variables significativas: por ejemplo, la progresiva influencia del cine (y después de la televisión) sobre la narrativa escrita, que ya era evidente al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando se afirma el primer neorrealismo, el de las películas de Luchino Visconti, Roberto Rossellini y Vittorio De Sica (pensemos además en el caso de un narrador, en novelas o en películas, como Pasolini); o el prevalecer de la poesía popular –como la de las letras de canciones– sobre la culta, sin duda menguada en su impacto sobre el gran público a partir sobre todo de los años ochenta; o incluso el vínculo de todo el teatro italiano con autores que a menudo no son solo dramaturgos, sino literatos que escriben también para el teatro, por lo menos hasta los años setenta, cuando levantan el vuelo primero actores-autores como Carmelo Bene y Dario Fo y después figuras que conjugan la experiencia teatral con la cinematográfica y visual en general, como Mario Martone (cap. 6 § 4). Pero estas variables no parecen exclusivas de la literatura italiana, es más, están muy extendidas a nivel mundial.
Más bien habrá que subrayar, por último, la importancia, en Italia, y en no muchos más países, de la prosa ensayística, que, al decir de algunos intérpretes, alcanza en el siglo XX resultados incluso superiores a los de la narrativa, tanto por los ejemplos brindados por numerosos escritores que son también ensayistas (más poetas que narradores) como por los ensayistas propiamente dichos, que escriben obras de alto nivel (Mario Praz) o textos breves y estilísticamente muy destacados, desde el crítico de arte Roberto Longhi a Cesare Garboli, o polémicamente agudos, como Franco Fortini, o elegantemente fecundados por la narrativa, como Claudio Magris; sin descuidar a los diferentes críticos dotados de una prosa muy eficaz, a partir de los citados Contini y Debenedetti (no por casualidad autor más de ensayos que de estudios). Y no hay que olvidar que el ensayismo entra a formar parte de la escritura de muchos autores y, en particular, de quien ha reflexionado con mayor coherencia y profundidad sobre las tragedias éticas y sociales del siglo pasado, por ejemplo Primo Levi en su diario-ensayo sobre el campo de concentración Se questo è un uomo [Si esto es un hombre] y ulteriormente en su testamento espiritual, I sommersi e i salvati [Los hundidos y los salvados].
3. Líneas interpretativas
Sobre la base de las líneas maestras expuestas se propone a continuación una división de la literatura italiana en cinco periodos. Para empezar se indicarán (en el cap. 2) las posibles divisorias entre los siglos XIX y XX, sugiriendo algunas fechas simbólicas como la de 1903 para la poesía, que es cuando culminan las trayectorias de Pascoli y d’Annunzio y parte el movimiento crepuscular, o la de 1904, para la prosa, cuando Pirandello publica una novela, en varios aspectos «adelantada» a su tiempo, es decir, Il fu Mattia Pascal [El difunto Matías Pascal]. Se proseguirá luego señalando los caracteres fundamentales de las distintas vanguardias o de los movimientos experimentales italianos (en particular de los autores comparables con el modernismo europeo, como Pirandello, desde los primeros años del siglo, y posteriormente el Svevo de La coscienza di Zeno [La conciencia de Zeno]).
Todas estas son experiencias que, en conjunto, contribuyen de varias maneras a alejar a la literatura italiana de las resonancias todavía «decadentes» propias de la búsqueda de la obra total y ponen de manifiesto, sin embargo, rasgos como la ineptitud, o la voluntad revolucionaria del yo (sobre todo lírico) o bien la artificiosidad de los personajes y las tramas «realistas» tanto en la narrativa como en el teatro. Textos emblemáticos de esta fase son sobre todo L’allegria [La alegría] de Ungaretti y los Sei personaggi in cerca d’autore [Seis personajes en busca de autor] de Pirandello. Con esta última obra, por otra parte, entramos ya en los años veinte, cuando el impulso propulsivo de las vanguardias, tanto italianas como europeas, tiende a disminuir o a modificarse, a veces aliándose con los nuevos movimientos políticos, como en Italia hicieron muchos exponentes del futurismo, que apoyaron al régimen fascista.
Entre tanto se ha consolidado ya una tendencia a un clasicismo «paradójico» (del que nos ocuparemos en el cap. 3) que, en los casos más elevados, se convierte en un intenso trabajo original sobre la tradición italiana, por ejemplo con las formas aparentemente muy canónicas del Canzoniere [Cancionero] de Saba o en las más variadas de los Ossi di seppia [Huesos de sepia] de Montale. El mismo Montale, con Le occasioni [Las ocasiones] constituye luego el modelo de la tendencia más relevante en la lírica del siglo XX italiano, la «metafísica» u «objetiva», reconducible a nivel europeo en primer lugar a Charles Baudelaire o al inglés Robert Browning y después al modernismo de T. S. Eliot. Lo que no excluye que en los años treinta muchos poetas prefirieran, sin embargo, el hermetismo, versión italiana del simbolismo tardío, a veces fusionado con elementos del surrealismo.
En el ámbito narrativo, las llamadas a un nuevo realismo no encuentran solo una oposición directa o indirecta del fascismo, sino también una dificultad efectiva para alcanzar una amplia difusión, teniendo que inclinarse hacia una prosa muy elaborada estilísticamente, o incluso a una prosa poética. Será Gadda, con la Cognizione [El aprendizaje] y todavía más con el Pasticciaccio [El zafarrancho], quien superará tales límites proponiendo un plurilingüismo y un pluriestilismo fuertemente espoleados por la necesidad de indagar los infinitos aspectos de la realidad y, en consecuencia, de emplear una mescolanza barroca motivada por el «barroquismo» del mundo.
Tras la Segunda Guerra Mundial (de la que se tratará en el cap. 4) un empuje muy fuerte para relatar los hechos pasados se conjuga con la necesidad ideológico-política de un compromiso, sentido de distintas maneras por casi todos los escritores, pero en particular por los muchos que se adhirieron a los partidos de izquierdas. El progresivo rechazo de la oscuridad hermética no coincidió con una renovación inmediata de la lírica, que encontró un nuevo impulso sobre todo a partir de la segunda mitad de los años cincuenta, cuando culminaron algunas tendencias iniciadas bastantes años antes (por ejemplo con la publicación, en 1956, de La bufera e altro [La tormenta y otros poemas] de Montale, que después cambiará completamente de estilo, o bien en 1957 del Pasticciaccio [Zafarrancho] de Gadda en volumen), y empezaron nuevas formas de investigación literaria.
En cambio, fue impetuoso el debate sobre las nuevas formas del realismo en narrativa que, sin embargo, no produjo obras maestras sino, en general, obras apreciables sobre todo desde el punto de vista ético y documental. Una obra maestra a su manera realista, pero situada fuera de los esquemas más fáciles del neorrealismo, sería ya en aquellos años el «gran libro» de Beppe Fenoglio, escrito entre 1955 y 1958 pero publicado en gran parte póstumo con el título puesto por la editorial de Il partigiano Johnny [El partisano Johnny]. Y es en estos años, de todas maneras, cuando empiezan a ser relevantes muchos de los fenómenos socioculturales que llegarán a ser decisivos a partir de los decenios siguientes, como el peso cada vez mayor de las ciudades más laboriosas en la industria editorial como Turín, Milán y Roma, donde los escritores encontrarán un ambiente favorable, en parte gracias a la producción cinematográfica y radiotelevisiva.
En los primeros años sesenta y, emblemáticamente, en 1963 (véase el cap. 5) empieza una nueva época, fuertemente experimental, que solo en parte coincide con la actividad de la neovanguardia y específicamente del llamado Grupo 63. Es verdad que en este grupo, que incluía entre otros a Edoardo Sanguineti y Umberto Eco, nacieron muchas de las provocaciones más significativas de aquellos años, pero los mejores resultados procedieron de exponentes no alineados con posiciones puramente destructivas, como Alberto Arbasino con su (anti)novela Fratelli d’Italia [Hermanos de Italia] o la outsider Amelia Rosselli, en cuyos poemas salen a relucir no solo sus dramas personales, sino también los colectivos de la generación nacida en el periodo culminante de los totalitarismos fascistas.
Sin embargo, según muchos críticos, una vez más algunos de los resultados más altos de este periodo los alcanzan autores que sintetizan una formación variada y evolucionada a lo largo del tiempo, como Mario Luzi con Nel magma [En el magma], Vittorio Sereni con Gli strumenti umani [Los instrumentos humanos] o Andrea Zanzotto con La Beltà [La Hermosura]. Poco después –mientras durante los años setenta los diversos impulsos experimentales existentes tienden a atenuarse–, el paso a la época postmoderna en Italia es bastante rápido. El primero en modificar sus modelos narrativos fue Italo Calvino, ciertamente narrador hábil y muy imitado, pero también agudo intérprete de las modificaciones culturales en curso. Pero un éxito en parte inesperado, y desde luego no solo italiano sino incluso mundial, fue el obtenido por la novela que mejor sintetiza los componentes de citas múltiples y supercultos de una rama (la más vistosa pero quizá no la más significativa) del postmodernismo literario: Il nome della rosa [El nombre de la rosa] de Umberto Eco, que, desde 1980 y hasta la mitad de los años noventa, representó el principal modelo de una concepción original de la relación entre autor, texto y lector, posteriormente asumida por las estrategias editoriales, no sin consecuencias para los ulteriores desarrollos de la nueva literatura.
Partiendo de estos presupuestos, el último capítulo de este libro (6) delinea un mapa sintético de la situación de los últimos decenios hasta la actualidad, enfocado a captar las líneas directrices y los valores en conflicto, capítulo que es necesariamente menos selectivo y neto en las valoraciones respecto a las orientaciones anteriores. Surgen aquí inevitablemente selecciones discutibles, fundadas, sin embargo, en un principio al que nos atendremos durante todo el examen del siglo XX italiano: las obras mayores, las que entran en los cánones o en cualquier caso condicionan las relaciones en el campo literario, siguen distinguiéndose no solo por su elaboración formal, sino también, a la vez, por su capacidad de proponer una visión renovada –y no solo de cita– de la tradición, además de una idea del mundo distinta de las que se han recibido, acaso por un aspecto estilístico o un detalle que, en una perspectiva histórica y cognitiva, asumen un valor emblemático. Y hoy más que nunca, frente a la estética de masas, lo esencial se capta a menudo en el estilo y en los detalles.