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Ella volvió su rostro pálido hacia él,

pasivo, como un animal desamparado.

“Eveline”, J. Joyce

Entre ella y Martín bajaron la cortina metálica del local de tatuajes. Después de colocar los candados, echaron a andar por la calle de Brasil, que aún bullía de gente por ser sábado. Era una noche cálida, así que los vendedores de los Portales de Santo Domingo se abanicaban con los folletos y muestras de invitaciones que ofrecían a los paseantes, deseosos de convertirlos en los últimos clientes del día. Varios negocios habían cerrado pero otros mantenían su luz fluorescente sobre mercancías inútiles pero llamativas: adornos, lámparas de papel, bisutería, muñecas, ratones de cuerda. Los lugares de comida rápida con sus televisores silenciosos seguían atrayendo gente que se perdía en una contemplación bovina entre ver y masticar. Del “Salón Madrid” escapaban acordes de la Banda el Recodo que alguien del interior había puesto a sonar en una rocola, cuando Martín le pidió que se detuvieran a comprar una botella de agua. Entraron a una miscelánea. La chica que cobraba le dijo a Martín que le gustaban los tatuajes de huesos que traía en ambos brazos, como si su esqueleto se transparentara en esas partes del cuerpo. Él le respondió que cuando quisiera le hacía uno con rebaja especial por ser de negocios vecinos. Ella contestó:

—Pero no de huesos. Uno de flores como el de tu amiga —se refería al que traía Alina en el cuello y que se extendía hacia atrás de su oreja izquierda. Alina sonrió y se acercó a la dependienta, casi de su edad. Estiró el cuello para que pudiera apreciarlo mejor.

—Si te fijas bien, hay una calavera en el centro de la flor —le dijo. La dependienta lanzó una exclamación de sorpresa y agrado.

No hicieron otra parada hasta llegar al metro Zócalo. Apenas alcanzaron la zona de maquetas que representaba las pirámides de la antigua Tenochtitlán, se despidieron. Iban en direcciones opuestas: Martín a Iztapalapa y Alina al Toreo. Él dijo:

—Nos vemos el lunes. Me saludas a Juan.

—Claro, yo le digo. Buen fin de semana —contestó ella.

Descendió al andén poblado de gente que regresaba a sus casas con el cansancio de un día de compras y trajín en el Centro. Un grupo de jóvenes mestizos con paliacates en la frente y camisetas que dejaban ver sus brazos curtidos y correosos bromeaban entre sí y se pasaban uno a otro una efigie de San Judas Tadeo de casi medio metro. La distrajo un mensaje en su celular. Era de Juan preguntándole cuánto tiempo tardaría en llegar al lugar convenido para recogerla. Se aprestó a contestarle que iba para allá. “Pero hay mucha gente, el metro no pasa y el calor está que arde…”, terminó de escribir justo antes de que el convoy arribara con su sonido desfogado.

Cuando entró al vagón traía en mente el recuerdo de Juan. Su barba suave, sus manos de diseñador, la loción de maderas que se ponía en el pecho y las axilas, siempre fresca y aromática por más que sudara. Llevaban poco más de un año viviendo juntos. En unos meses viajarían a un congreso de tatuajes en Atlanta. Varios de los diseños que Alina probaba con sus clientes, y que le habían ganado cierta fama entre los tatuadores del Centro, eran de Juan. Dragones escamados, hadas estilizadas, flores de un jardín de las delicias inusual. De hecho, el tatuaje que llevaba en el cuello, la flor que guardaba una calavera entre sus pétalos fragantes de color, la había diseñado él.

Apenas traspasar las puertas automáticas se desocupó un par de lugares y pudo acomodarse. Frente a ella iba sentada una señora con dos niños pequeños que dormían recargados uno en el otro. Un vendedor ambulante se abría paso ofreciendo pequeños ventiladores portátiles que ponía ante los rostros de los viajantes para demostrarles su efectividad. Cuando lo puso cerca de Alina, ella sintió la caricia del aire y no pudo evitar sonreírle al hombre en señal de agradecimiento. Tan pronto se alejó el vendedor, volvió a respirar el aire caliente del vagón cargado de olores. Observó que la mayoría de los pasajeros llevaban ropas ligeras por donde se asomaban cuellos, brazos, piernas sedientas de frescura, pieles que exhalaban un vaho de humanidad demasiado orgánica. Los niños dormidos, con sus caritas suavizadas por la laxitud del sueño, tenían los cabellos mojados por el sudor. Le pareció que uno de ellos, el más pequeño, se incomodaba dormido porque frunció el ceño y se talló la nariz molesto, como negándose a respirar. Desvió la mirada a los otros viajeros que tenía enfrente y descubrió de pronto, en sus rostros cansados y sudorosos, una señal inequívoca de desagrado.

Fue sólo entonces que se percató del olor aquel, rancio, a humedad reconcentrada. Con el rabillo del ojo percibió al hombre que tenía a su lado. A diferencia del resto, llevaba un traje oscuro de tela gastada que brillaba por el uso. Las manos nudosas salían de las mangas y mostraban una piel cetrina y opaca. También reparó en que el hombre era delgado y que su cabello perfectamente peinado era grasoso y ralo. Todo esto descubrió sin necesidad de mirarlo directamente. Como también supo que ese olor desagradable que todos percibían, y que ella acababa de identificar, emanaba de él, de sus ropas, de sus poros, de sus pliegues. Un olor que hurgaba en la memoria desconocida de cosas oscuras y secretas. Estuvo a punto de levantarse aunque todavía le faltaran varias estaciones antes de llegar a su destino. Fue una reacción instintiva que sólo controló el temor de exhibir su rechazo, una especie de pudor por la vergüenza del otro. En su oficio de tatuadora se había acostumbrado al olor de las pieles de sus clientes, una esencia mezclada de resabios animales que la alimentación y las emociones podían intensificar. También estaban los olores minerales de las tintas, concentraciones de una pureza inusual para el olfato humano que podían llegar a la pestilencia. Pero aquello que ahora respiraba excedía su tolerancia. Se llevó una mano al cuello, ahí donde florecía el tatuaje que llevaba expuesto, como para evitar que aquel olor la contaminara.

Echó un vistazo a la tira de estaciones y contó las que aún tenía por delante. Al hacerlo, descubrió en el cristal de la ventana los ojos del hombre que estaba a su lado. La miraba expectante, como si supiera que en cualquier momento ella se levantaría, alejándose, huyendo de él. Sentirse observada la abrumó todavía más. Desvió la mirada y la concentró en el pequeño que dormía recargado en el hermano. El calor no dejaba de humedecer los cuerpos. Seguramente intensificaba y reconcentraba el olor, aquel olor. Sintió sed y se arrepintió de no haber aceptado la botella de agua cuando Martín se compró la suya. Comenzó a adormecerse con el vaivén pero se obligó a permanecer alerta: no deseaba que un movimiento súbito del convoy la acercara más al hombre de traje. O que, dormida, se le aflojara el cuerpo y llegara a tocar la tela o la piel de donde provenía el olor.

De todos modos cayó en una especie de letargo. Se sujetó con una mano al asiento para evitar soltarse del todo. Pero el olor la invadía y la penetraba cada vez más. Tan sólo un parpadeo y el escenario había cambiado. Atisbó una habitación en penumbra, de paredes húmedas y sórdidas. En el fondo, un resplandor amarillento destacaba la figura del hombre de traje, ahora completamente desnudo salvo por unos papeles que traía pegados en el cuerpo. Sentado frente a un escritorio, recortaba fotos de mujeres de una pila de revistas y luego se las fijaba en la piel como si confeccionara un nuevo traje. A falta de pegamento, lamía los recortes y los aplicaba directamente sobre su torso, sus piernas, su vientre. Fue tal la repugnancia que le provocó la escena que Alina se llevó instintivamente una mano al cuello para proteger su flor. El gesto repentino provocó que el hombre la descubriera. Se aproximó a ella de un salto y el olor a rancio y a humedad se arremolinó en oleadas a su alrededor. Imposible respirar, pero imposible también apartar al hombre que ahora comenzaba a lamerla y tatuaba con restos de saliva su piel dócil y dispuesta. Sintió que su lengua ardía.

Un mensaje en los altavoces le anunció que había llegado a la estación de su destino. Echó una mirada y encontró que la mujer de los niños los había despertado y se aprestaban a bajar llorosos y de mala gana. Pero el hombre que había viajado a su lado ya no estaba. Seguramente había descendido en una estación anterior, sin embargo aún podían percibirse rastros de su olor en el aire contaminado. Alina se precipitó en los andenes como si quisiera dejar atrás el mal sueño.

Juan la esperaba en el área de taquillas. Tan pronto se reconocieron entre los ríos de gente, a ambos les brotó una sonrisa. Pero Alina además lo abrazó apenas lo tuvo cerca. Y al hacerlo aspiró de su cuello y su barba ese aroma fresco que así la rescataba. En efecto, el olor a rancio, a soledad reconcentrada, había desaparecido. Escuchó que Juan le decía:

—Vamos a casa, Alina.

Ella seguía sujeta a él, negándose a soltarlo.

—Vamos —insistió Juan.

Pero Alina se aferraba a su abrazo en una resistencia obstinada. Tenía los ojos cerrados y en esa penumbra momentánea había percibido que otro tatuaje se ramificaba en su interior, añadiendo pétalos oscuros a la flor cárdena de su propio corazón. No ya el olor aquel, sino su recuerdo de tinta indeleble.

Ligeros de equipaje

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