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Que el cielo exista

aunque mi lugar sea el infierno.

Jorge Luis Borges

Estábamos abandonados a los pensamientos que se colaban por alguno de los escondrijos del vagón de tren cuando no sé quién de los cuatro la vio entrar primero. A pesar de que procuraba hacerlo con discreción, la sonrisa delató su entrada y nos hizo removernos en nuestros asientos. Me extrañó que ese solo gesto pudiera romper tan eficazmente el silencio que se había acumulado desde hacía largo rato en nuestra cabina y, en cierta medida, que la negra se hubiera decidido por el angosto lugar entre la anciana de la ventanilla y la joven opulenta, en vez del que quedaba libre junto a Roberto, en el extremo. De este modo quedaba casi frente a mí. Hizo un recorrido general con la mirada, como cuidando que todo estuviera en orden, y volvió a mostrarnos una medialuna blanquísima entre toda esa oscuridad de piel.

Roberto y yo empezamos a hacernos conjeturas respecto al inusual entusiasmo de la muchacha y así matamos algunas horas más. Entre dientes —apenas unos panecillos de jamón y media botella de vino ácido—, llegamos a la conclusión de que tal gusto por un trayecto que duraría más de veinte horas, aunado a la impaciencia que parecía mostrar, eran prueba suficiente del próximo encuentro, estaciones adelante, con algún enamorado, aunque Roberto todavía insistió en la posibilidad del libro de lectura imprescindible que la joven estaba, ya lo ves, pronta a sacar de la bolsa de cuero; pero no, esta vez tampoco era un libro, sino un pañuelo facial con el que se repartía el sudor por cara y cuello haciendo de su maquillaje, a medida que transcurría el tiempo, una desgracia.

De frente a la estación intentábamos hacer alguna otra cosa que no fuera dejar correr el tiempo. Allá afuera, éste era otra cosa, parecía transcurrir de un modo distinto, eficaz. El maletero corría tras una señora solvente y consternada; un viejo se despedía a besos de una joven. Aquí dentro, en cambio, el estancamiento iba generalmente acompañado por dos maletas pequeñas, o una grande y un necessaire, o el rápido acomodo de la mochila naranja con un broche abierto que descansaba sobre la parrilla, y de nuevo cada quien a sus asuntos, pero esta vez, la anciana había abandonado su reposo caliente para llevarse el pañuelo a la nariz, decidida a no quitarlo de ahí y a que la muchacha negra advirtiera lo que ya había advertido y se orillara hacia la izquierda lo más posible. No volvió a moverse sino para lo indispensable, aunque se obstinara en su gesto risueño cuando Roberto le preguntó la hora, a saber si en un intento desesperado de apresurar el tiempo, o con ese maldito afán de proteger, tan suyo.

Eran las tres. La hora del silbato en las fábricas, del recogimiento, de la campanilla en mi casa de niña cuando mi madre pedía el salero. Traté de cubrir el cristal con mi suéter, pero el sol parecía atravesarlo como cuando una mira a través de las radiografías y no entiende nada, pero el médico le dice que está sana, que puede irse a tomar unas vacaciones, y una viene con la ilusión de encontrar un mundo nuevo, la cuna de la civilización y la cultura, y lo único que encuentra es el rayo de plomo en la cara, porque la cortina de nuestro compartimiento ha sido arrancada o están lavándola, o nunca ha habido cortina alguna y soportar este calor es parte de la prueba por la que todo viajero debe pasar si quiere entorpecer su rutina con un paréntesis de ausencia, y bueno, la negra sigue sonriendo.

Miré a Roberto enfrascado en su lectura, ajeno. Por primera vez sospeché de él. Recordé que durante sus narraciones jamás tocaba el punto de los percances, esos minúsculos fracasos, como si no existieran. El sol se colaba por mi cráneo hasta el cerebro palpitante. Como si no lleváramos los fracasos cargando en la maleta.

La anciana había comenzado a abanicarse con furia; estiraba el cuello hacia la ventanilla, como si de esta forma pudiera aspirar el aire que entraba antes que los demás y hurtara el poco de frescor que éste traía desde la barranca caliente, y a lo mejor porque no lograba su propósito, nos lanzaba rencorosas miradas que venían a depositarse en la distancia que guardaba celosamente entre su cuerpo y mis pies frente a los suyos. Comprendí que el avance de alguno de mis zapatos hubiera sido un claro signo de provocación, así que me levanté y comencé a desplazarme trabajosamente por el pasillo. Pensé en encontrar un rastro de oxígeno, una especie de consuelo, pero la mayoría de viajeros en otras cabinas habían tenido la misma idea, así que volví a mi asiento y traté de guardar la calma. Después de todo, ¿qué podrían significar algunas horas si me estaba esperando el Paraíso?

Cerré los ojos. Traté de dormir inútilmente, y los abrí de nuevo. De izquierda a derecha: las cintas plateadas del pelo y los lentes con cadenilla de plata; después el pelo crespo y la mirada tierna y saltona; por último viene el pelo escurrido y por lo menos cinco mil calorías diarias de más. Me apliqué a la tarea de usar mis ojos como una cámara fotográfica. Los abría y los cerraba, elevaba y bajaba el puente de los párpados captando todos los instantes. Así podía observar a los demás a mis anchas. Incluso a Roberto, que se desesperaba a bocanadas con la misma página desde hacía varias horas. La gorda era la más fotogénica. Cambiaba constantemente de posición. Cruzaba las piernas y trataba de elevarlas lo suficiente como para que las lorzas de carne entre ambas no se estorbaran e hicieran imposible la faena. Se rodeaba con los brazos; se azotaba de perfil; lograba fotografías realmente hermosas. Por el contrario, la quietud de la negra la hacía una pésima modelo. Lo único interesante era el efecto de la pintura corrida: la hacía lucir como una improvisada plañidera al llorar silenciosos lagrimones de rímel. Alguien preguntó la hora. Pensé que la ilusión de quienquiera que hubiera hecho la pregunta no acortaba la distancia.

Recordé el método de Roberto para hacer pasar el tiempo: una cuchilla imaginaria en forma de cruz divide el reloj en cuartos; después, otras dos lo subdividen en periodos menores: siete y medio, casi cuatro minutos... así hasta llegar a lapsos de apenas un minuto. Todo era cuestión de imponerse a vivir esas pequeñas metas temporales, un minuto cada vez, sin pensar nunca en el número de horas que éstos suman, en las que aún faltan por transcurrir. Así era también en la tortura; sólo hay que pensar en soportar el dolor el siguiente minuto...

Por lo visto Roberto se las arreglaba muy bien con sus teorías, porque cuando le pregunté extrañada si no habíamos dejado atrás esa misma estación por la que atravesábamos de nueva cuenta, ese tubo de luz que ahora estaba encendido, pero que era el mismo tubo de luz neón de antes, él apenas titubeó: “puede ser, pero mira, igual no, ¿por qué no tratas de dormirte un poco?”, y se abstrajo enseguida en su libro. Yo comenzaba a impacientarme. No obstante, me acordé que pronto todo sería diferente, lo había sentido al empacar mis cosas. Era como comenzar de nuevo. Una idea me tomó desprevenida: ¿y si los misterios del viaje no hubieran existido más que en la ilusión de los que han relatado sus viajes? De cualquier modo, era una tontería. En esa ocasión fue el empleado de ferrocarril quien entró en el camerino: “Mestre, próxima parada”. Saqué el mapa. No habíamos adelantado mucho.

En lo incómodo de un vagón de tren, en lo incierto, también se acurrucan los recuerdos más nítidos: por más esfuerzos que hacía, no lograba pensar en otra cosa que en mi ilusión anterior al momento de iniciar el viaje y en lo que serían los primeros paseos al llegar a la nueva ciudad. Sólo como una sospecha, entreví la insignificancia de los sucesos del primer día, sus rituales ocultos, como una especie de insinuación de lo que podía encontrarme si buscaba demasiado afanosamente. No importaba. El deseo de llegar seguía siendo demasiado intenso, demasiado abrumador. Me asomé por la ventanilla (non jettare acun ojetto per ¡! finestrino) y casi di un brinco: la cinta neón como única referencia, pero tan clara, tan igual a la que habíamos dejado atrás hacía unas horas, que no pude contener las ganas de preguntarle a la negra que observaba muda a través del grueso cristal: “disculpe, ¿no hemos pasado antes por aquí?”. Ella parecía observar con atención algo distante, algo encajado más allá de las letras azules, entre el pedregoso cerebro. “Ya hemos estado aquí, ¿no es cierto?” Pero los ojos no me miraban. Se clavaban en alguna parte de mi cara y no me miraban. No insistí. Había abandonado la idea de que pudiera darme algún informe preciso, por más que fuera la única viajera despierta en el camerino. Volví a la ventanilla y el tren reanudó su marcha. La vista se volvió hermosa: una barranca extendía su húmedo fondo por varios kilómetros a lo largo del camino. Tuve la absurda impresión de que casi me daba lo mismo llegar que permanecer donde estaba, igual que a esa muchacha muda y oscura.

No sé si alguna vez Roberto sintió el hormigueo en la nuca. De cualquier modo no me lo hubiera dicho; para él los viajes son siempre motivo de alegría. “Un ligero cambio —decía— verás que todo adquiere una súbita novedad. No podía defraudarlo con mi estúpida pregunta, con la aclaración de que no era sólo por el calor. ¿Cómo iba a explicarlo después de tantos y tantos kilómetros? Alguien me ofreció un poco de café. Era Roberto. Su rostro suave se tendía como un apoyo; lo besé. Acto seguido me acurruqué sobre su pecho y traté de hacer lo mismo que la gorda, cuya revista yacía olvidada entre los muslos, próxima a caerse; pero entonces el tren se detuvo. Ignoro cuál es la razón que nos hace abrir los ojos cuando el tren está inmóvil y mirar hacia afuera, para confirmar la pesadilla. Un letrero azul, bajo la luz de neón de cualquier estación intermedia. A veces, el empleado de ferrocarril confirma el sueño: “Mestre, próxima parada”. Entonces me levanto, trato de convencerme de que los demás también han oído, de que no miran al mismo maletero ni al viejo impúdico, sino al hombrón de sandalias con cintas atadas a sus pantorrillas, remedo de gladiador, que va descorriendo la puerta del camerino, que se está sentando en el lugar desocupado, junto a Roberto. Todos lo miramos con disgusto, como si viniera a romper con una suerte de orden preexistente. Después de acomodar su breve equipaje se sienta y ve a la negra que mira la estación.

—Parece que todas fueran la misma, ¿no es cierto?

La negra asiente, sonríe. ¿Por qué fingió no entenderme momentos atrás? El tren avanza. La negra no me escuchó, Roberto sigue enfrascado en su lectura y afuera las vacas siguen pastando aunque los relojes cambien puntualmente la hora. Algo adentro no se mueve. Nadie parece notar que algo adentro no se mueve.

La anciana sale y vuelve pronto. Parece indignada de que el recién llegado tenga unas piernas tan gruesas, tan peludas y tan desnudas. Ahora es la negra quien mira a la anciana, desafiante. Pronto vuelven a cerrar los ojos, en un intento por recuperar el sueño. Yo también.

La negra me mira de soslayo, sonriendo su superioridad. Me intimida. Obviamente hay algo que ella sabe y que yo ignoro. Todavía un poco antes de haberme levantado hacia el bidet alcanzo a escuchar la voz del empleado del ferrocarril “Mestre, próxima parada” y veo claramente cómo, sin inmutarse, Roberto se acerca a mi oído en un acto que considero casi piadoso y, con una extraña emoción, susurra: “estamos llegando…”. No quiero imaginar la nueva ciudad; contengo todo asomo de emoción y voy a pararme al pasillo que divide ambos vagones, en espera de que se desocupe el baño. Observo a través del cristal; veo cómo las letras pegadas en éste se mezclan. Sé que en la próxima estación descubriré al maletero corriendo tras la señora que parecerá solvente y consternada, al abuelo que acariciará el rostro de la joven. Todavía de pie, considero la barranca, el perfecto amparo de su fondo. Descubro, en una especie de memoria futura, el tubo de luz sobre el engañoso letrero, nuestro destino.

Ligeros de equipaje

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