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I. La conformación del discurso contra las supersticiones

Hallo por constante que vna de las cosas mas necessarias en la Republica Christiana, es la reprobacion y extirpacion de supersticiones y hechizerias: porque este mal secretamente mina, cunde y se estiende de manera que llega a malear aun los coraçones de los que se precian de muy Catholicos. De lo qual ay tanta experiencia en los que tratan las cosas del Fuero de la conciencia, y las del Santo Oficio de la Inquisicion, que sin duda ninguna, sino se procura atajar, y arrancar de raiz tamaño mal, se experimentaran de cada dia, mas graues daños.

Vicente Navarro, «Parecer y sentimiento», en Pedro Ciruelo, Tratado en el qual se reprvevan todas las supersticiones y hechizerias.

Cuando se califican a los fenómenos culturales del pasado utilizando criterios y convencionalismos actuales ocurre irremisiblemente violencia simbólica sobre las percepciones ideológicas y las maneras de vivir de la gente, de entrada por la aplicación seudo diferenciadora del tiempo; por otro lado a nuestra modernidad el juicio histórico y la crítica social le resultan inalienables. Estudiamos e investigamos para someter a dictamen, primero, procesos del pensamiento cuyos vestigios no son más que cadáveres irreconocibles por el propio contacto modificador de nuestras manos; y segundo, actividades antropológicas cuyas motivaciones imaginamos y aceptamos como reales asentados en una supuesta superioridad metodológica que confecciona el velo de la infalibilidad. Arrellanados cómodamente en el sillón de nuestra aparente hegemonía frente al ayer y frente a cualquier manifestación cultural diferente, ajena o distante, evaluamos la historia que hemos armado de trozos prestados por la imaginación soberbia, a tal grado ciegos que cuando alcanzamos a apreciar las mentiras que le imponemos al pasado, en lugar de corregir el rumbo las llamamos «mitología». Ya Giambattista Vico, ese genio perdido que se ocupó de la interpretación del mundo, estableció en su obra que el hombre suple con fantasía la ignorancia, y no hay nada que se pueda hacer para remediarlo, pues se trata de la naturaleza humana.4.

La censura al pensamiento supersticioso, labor corriente durante los siglos novohispanos, que se aplicó a toda manifestación —pública o privada, europea o americana, en especial de carácter mágico— juzgada heterodoxa con o sin razón, equivale a los actuales brotes de intolerancia étnica, racial, política, cultural y de profesión religiosa. Sin reconocerlo expresamente, las instituciones cristianas en occidente aprendieron mucho de la convivencia con otras creencias, la musulmana y la judía por ejemplo, en especial la manera de destacar las diferencias. sólo que en contraste con nuestra época, —plagada de exigencias de igualdad y democracia irresolutas ante la evidente distinción que la identidad otorga a cada pueblo— durante centurias la idiosincrasia en el poder consideró un deber, asentado en las convicciones más íntimas de su inteligencia, aglutinar a todo hombre y mujer alrededor de una fe única, al tiempo que se afanaba por señalar y perseguir al diferente. Lo católico simboliza lo universal, pero a través de la historia hegemónica de la Iglesia se puede ver con facilidad que abarcarlo todo requirió de descalificar al «otro» y de, cuando fue preciso, violentar sus costumbres. La aspiración institucional era religar al hombre en una iglesia universal, en el pancatolicismo.

Cualquier modalidad de poder requiere posesión de verdad excluyente, tal es el principio político-religioso del catolicismo; por lo tanto los demás, los «otros» fueron aglutinados, o al menos se intentó, por el poder clerical —intención notoria especialmente durante los siglos xvi, xvii y xviii—, en el conjunto peligroso para el status quo formado por individuos que se temían y se odiaban por «equivocados»: brujos, salvajes, herejes, paganos; denominaciones discriminantes a las que se sumaron las razas; así musulmanes, judíos, protestantes, e indios americanos se identificaron arbitrariamente como un grupo peculiar, amenazante y pecador, los individuos eran reconocibles sólo en relación al conjunto, sin particularidades ni virtudes personales válidas, señalados en casos de crisis sociales o desastres naturales, calificados de sub-humanos inmersos en el error, y en suma engañados por quien funge como maestro de la mentira y la disidencia en el propio esquema ideológico de la Iglesia, el diablo, quien, desde la calificación marginal y aun sin pertenecer a sus rasgos culturales, se convirtió en el padre putativo de los «herejes».

El discurso acerca de la heterodoxia y sus manifestaciones abarcó pronto a todos los rituales o actividades de fe diferentes a la católica con el concepto generalizador de «herejía». Se trató de un proceso jurídico-censor inserto en el desarrollo del discurso contra la brujería, aliado a los parámetros judiciales que confirieron roles coercitivos a los inquisidores.

En especial el vínculo entre el mito de la brujería y el delito de herejía se fortaleció gracias a las prácticas y textos inquisitoriales respaldados por las atribuciones jurídicas emanadas de documentos papales como la bula Super illius specula emitida en 1320 para dar instrucciones al respecto. Así «bruja» pasó a significar «hereje». La persecución de supuestos practicantes de la magia negra fue un resultado lógico.

Para finales del siglo xv, lo que el Malleus maleficarum5. sintetizó no fue más que la historia de intolerancia a la disidencia que la experiencia del poder institucional había acumulado merced a los esfuerzos contra otras religiones, reminiscencias de la cultura grecolatina, variantes tempranas del cristianismo y liderazgos u opiniones diversas como el pelagianismo, el arrianismo y el catarismo.6.

Mención especial merece el Canon Episcopi, datado en el año de 314, un documento de inusitada importancia para la historia de las supersticiones, olvidado o desdeñado desde el siglo xv al xviii, (p. e. el ilustrado Feijoo dudó de su autenticidad) que resulta básico para reconocer el proceso de análisis de los discursos y polémicas respecto al tema porque significa una diferente interpretación y legitimidad del pensamiento mágico, pues señala la censura a creer en vuelos de brujas y su existencia en general. Al paso del tiempo lo que oficialmente se amonestó fue la no creencia en ellas:

Considerada la brujería a la luz del Canon, era una herejía creer en la existencia de las brujas. Para finales del siglo xv, una evolución lenta pero sin retorno, había conducido a la consideración de la brujería no solo como un hecho real, sino como herejía...

Este cambio en la apreciación de la brujería... había sido posibilitada por una larga trayectoria de defenestración del Canon Episcopi, cuyas cumbres la constituyen dos publicaciones entre sí contemporáneas e íntimamente relacionadas: la Bula de Inocencio VIII Summis desiderantes affectibus, de 1484, que supuso el espaldarazo oficial a la igualdad brujería=herejía, y la publicación, en 1486,... del más famoso y peligroso manual contra la brujería, el Malleus maleficarum... A partir de aquí no creer en la existencia de las brujas y de la brujería sería considerado herejía. Como se puede apreciar el cambio es sustancial.7.

La suposición de la magia es un corolario resultado de las investigaciones que en el marco de la historia de la cultura, la antropología y la literatura se ha obtenido, aderezado con el escepticismo científico moderno; el censor de las supersticiones, el inquisidor e incluso el propio «brujo» creían realmente en la hechicería, el Sabbat, la adivinación y el diablo. La magia, tanto en la España imperial como en la América colonizada, era parte importante de la fe popular y la vida cotidiana. Es preciso reiterar que las invectivas contra la superstición, la magia y la brujería no son una inercia causada por la histeria colectiva de malvados y oscuros personajes sádicos actuando en la oscuridad, sino íntimas convicciones de, en su mayoría, sujetos genuinamente preocupados por salvaguardar su fe, su forma de vida y su alma; sin embargo la leyenda negra ha acumulado más prejuicios que el propio acontecimiento del fenómeno mágico; aunque es justo conceder que durante algunos casos históricos, como los ocurridos en Logroño y Salem, fue precisamente el miedo social enfermizo el que señaló a las víctimas propicias para la violencia comunitaria.

Reconocida jurídica y socialmente, ubicada en el lenguaje en tanto agente diferenciador, la herejía se describió como alejamiento, modificación, superposición e impostura de pensamientos y «prácticas vanas» en detrimento de la «verdadera fe», la cual debía mantenerse pura, ya que se consideraba emanación divina, sin alteraciones o mixturas. Divergencias externas e internas, modificaciones no autorizadas al dogma, glosas libres y por supuesto literatura creativa se vigilaron celosamente. A partir del siglo xvi, inventada la imprenta europea, la censura se convirtió en un trabajo profesional, porque el poder conoce que su conservación estriba en el saber y en la transmisión de las ideas.

Todas las incompatibilidades son leídas desde este esquema, el campo semántico de la herejía concluye invariablemente en el concepto del diablo como razón y fundamento de la pragmática lingüística y de la inquietante actitud supersticiosa del «otro», porque el sistema doctrinal católico ortodoxo no concibe la posibilidad de verdad en los demás. Debido a esta valoración precisamente, por la presencia del diablo detrás de toda idea diferente, es que ésta se califica y se persigue como herética, tanto si proviene del extraño por oposición racial como del propio que involuciona hacia lo excepcional.

En el fondo se encuentra, por supuesto, al inquietante dilucidación judeocristiana acerca del mal, porque a fin de cuentas en este esquema cultural Luzbel tiene muchas caretas pero representa la quimera, la paradoja cósmica, una sola esencia, la libérrima elección del mal, no se olvide que el sistema político religioso y las instituciones que lo defendían, la Monarquía, el Papado, y especialmente la Inquisición se erigieron y fortalecieron alrededor del mito que confronta e inevitablemente hermana al bien con el mal.

E1 postulado que Bataille expresara en el siglo xx, es una síntesis de los corolarios teológicos patrísticos que impulsaron las empresas de evangelización, conversión y dominio occidental, desde las cruzadas hasta la conquista de América; efectivamente la forma significativa del mal es el vicio,8. tanto porque pragmatiza la ruptura edénica como porque revelan las pasiones de la carne sobre los valores del espíritu, según esa misma tradición católica que las separó y las volvió irreconciliables. Coloquios doctrinales, tratados, hagiografías, ejemplarios, sermones y oraciones litúrgicas están, en parte o en todo, dedicados a sancionar el mundo de los vicios capitales a los cuales se les anteponen virtudes y modelos de probidad.9. Si la maldad tiene una cara multiforme en el diablo, también tiene una realidad en la vida cotidiana, los vicios humanos son esa terrible y ordinaria verdad terrena que atenta contra las virtudes del alma y su reivindicación divina.

Obviamente se creía que en los espacios en que la verdad revelada no dirigía hacia el sumo bien, las pasiones se desbordaban sin control alguno y los vicios domeñaban la razón, si encima había regodeo en el error, la necesidad de corregir llevaba a la obsesión, como ocurrió en los momentos de crisis social de la Europa renacentista.

En suma, para el discurso antisupersticioso, los «otros» prestan oídos a satán, engañados o conscientes, son idólatras, paganos, infieles, pactantes, nigrománticos, inmorales, descreídos, apóstatas, por lo tanto herejes. ¿Qué ha de hacerse entonces para preservar la «verdadera fe»?: evangelizar, convertir, bautizar, purificar, salvar el alma; empero, para hacer el trabajo de Dios en la tierra se requiere información, instrucciones, guías, herramientas, armas en la lucha contra la avanzada del mal entre los pueblos de la tierra: manuales inquisitoriales, tratados contra la magia, formularios exorcistas, textos que digan cómo lidiar y triunfar en la guerra contra el diablo y sus huestes. Es decir, formas del discurso antisupersticioso, (también llamado género demonológico) de la historia cultural y literaria occidental.

Y además se trata de un doble frente unificado, el herético es tal porque falta al «dios verdadero» con sus ideas y prácticas, pero también porque cuestiona, ataca o lesiona al poder terrenal depositado en el rey por Dios. La calificación y persecución del «otro», del «extraño», del «diferente» como hereje, también es un ejercicio de poder monárquico. El delito, se tipificó, iba contra Dios y el rey. Por este motivo, a partir del Renacimiento y con voces previas de la baja Edad Media, la bruja rural pasó de ser una ignorante y enajenada mujer anciana a una supuesta sectaria, una adepta al demonio, una pactante y una falaz integrante de la «iglesia diabólica» o «secta de los brujos» culpable de sedición, que eruditos como Castañega y Martín del Río denunciaron. Cuando a la brujería se la vio como una amenaza organizada contra el estatus religioso y de gobierno fue relativamente fácil concretar la identificación de la bruja con el hereje.

Por necesidad compleja el poder clerical carga el sistema contra la heterodoxia, pues está obligado a instalar en el mundo lo que considera la verdadera fe y reconoce el peligro de contaminación que las creencias de los demás pueden ejercer, arrebatándole espacios físicos y espirituales. obligación y necesidad motivan tanto la escritura orientada a la censura de los rituales ajenos como las acciones judiciales para eliminarlos. obligación y necesidad de preservar la supuesta verdad provienen del miedo y la violencia. Dos aspectos que identifican al familiar de la Inquisición y al propio disidente.

Supersticioso y censor, inquisidor y bruja, teólogo y feligrés se encuentran en el mismo plano del miedo a la anormalidad, a la magia negra y a sus efectos, a la intervención demoníaca, todo lo cual se superpone a la realidad vulgar a tal grado que ya para nadie resulta posible distinguir si lo extraordinario maligno afecta la vida común o si es transición constante de ésta incursionar —a través de invocaciones y conjuros por ejemplo— hacia la extravagancia diabólica. La confusión provoca violencia, tanto al seno del pueblo ignorante de los dogmas como al exterior; los sabios y guías espirituales ya no se distinguen de los iletrados porque igual que ellos creen firmemente en la culpabilidad del hereje que llevan a la hoguera vistiendo el sambenito. El miedo y la violencia unifican a jueces, verdugos, culpables e inocentes.

El ataque al hereje abre un momento de igualdad. Tal vez el único en las sociedades occidentales, reconocidas por su estratificación, sobre todo del Renacimiento a la Ilustración. Cuando los tratadistas redactaron sus censuras a la magia creyeron en ella como cualquier otro habitante de la incipiente ciudad, cuando los calificadores aplicaron la lista del Índice para prohibir la circulación de ideas diferentes a las suyas aprendían lo que negaban, cuando un vecino acusó a otro de brujería lo hizo antes de que el otro lo denunciara a él, cuando el sacerdote amonestó y despotricó contra la diferencia cultural reconoció su existencia. Cuando se habla del diablo se le invoca.

Gracias a los estudios casuísticos de la brujería, pero especialmente gracias a los estudios interdisciplinarios respecto a la demonología, las supersticiones y la magia en occidente, resulta posible afirmar que no hay hondas diferencias entre acusadores y acusados en el terreno de la superstición, incluso pueden llegar a ser una misma persona; ya que el pensamiento mágico forma parte inherente de la historia cultural, de la vida cotidiana y de la creación intelectual y artística. En mayor o menor grado los integrantes del poder religioso y civil creían en lo mismo que aquellos a quienes pretendían instruir. Prácticamente ninguno de los autores de los discursos contra las creencias mágicas escritos de finales del siglo xv a inicio del xviii se atrevió a negar la existencia del diablo. Su presencia es un punto de acuerdo; la polémica y las diferencias principales estriban en la dimensión, cantidad y calidad, origen y efecto, de sus poderes. Por supuesto que el objetivo del discurso contra la hechicería también coincide: reprobar y aleccionar.

A dichas discusiones teóricas que suponen la operación de la magia y los ataques del diablo y sus acólitos contra el cristianismo mientras que censuran al «otro», a quien califican como «hereje» o «brujo (a)» reconocemos mediante la denominación conceptual: «tradición discursiva antisupersticiosa», la cual, se insiste, corresponde al conjunto de textos escritos en Occidente desde el poder intelectual, político y religioso judeo-cristiano (católico y protestante), con el fin de censurar creencias discordes, criticar heterodoxias, analizar desviaciones del dogma, proponer castigos a transgresores, ilustrar a ministros, y alfabetos en general, alrededor del pensamiento social mágico supersticioso. A este tipo de discurso pertenecen los manuales para inquisidores como el célebre Malleus maleficarum, de los dominicos Kramer y Sprenger,10. las antologías ejemplarias de sucesos mágicos como el Compendium maleficarum de Guazzo,11. los tratados contra las supersticiones de la gente ordinaria como el Traité des supertitions de Jean-Baptista Thiers,12. las explicaciones dogmáticas de polémica como las que intentó en su Teatro Crítico Universal el ilustrado Feijoo,13. y una gran variedad de mensajes difusores de la fe o especializados en teología.

Armado de certeza y autoridad histórica Stuart Clark ha denominado estos textos como «demonologías», acuerda en que se trata de un género literario con un formato definido para su escritura, y los define: «Eran tratados formales, escritos en su mayor parte por intelectuales y profesionales, que exploraban y debatían las complejidades de la brujería y otros temas afines de un modo sistemático y teórico, aportando una orientación sobre qué creer y qué no en relación con aquéllos».14.

Modestamente se insiste en la necesidad de ir construyendo una definición más precisa, para tratar de distinguir, por ejemplo, entre los textos escritos con la intención de servir como guía jurídica, representados por los manuales para inquisidores y aquellas diatribas contra costumbres o creencias populares supersticiosas que se consideraban «errores del vulgo», además de otras posibilidades de diferenciación. Y es que el corpus de esta tradición textual es sorprendentemente amplio, más complejo e importante de lo que la simple leyenda negra acerca de la brujería, sospechó. Atrás de libros, más bien reconocidos como «raros» y «abominables» por la opinión común de nuestros días, (tal es el caso del Malleus maleficarum), se encuentra una búsqueda y preocupación constantes por la vida real y el esquema espiritual, tratando de dilucidar la innegable presencia del mal en el mundo. Ayer como hoy, cuestión nada sencilla.

La caracterización del diablo, factor concordante entre los discursos diversos, multívocos y ocasionalmente hasta en franca polémica, se usa con el fin de responder a dicho problema, por eso los libros pueden leerse, parcial o totalmente como escritos demonológicos. Hay un factor común, un personaje protagónico y referencial, visible o escondido, en cada discurso de este tipo, el diablo. Así que efectivamente es indispensable integrar el concepto «demonología» en todo intento de explicación y análisis de este corpus textual.

Además los autores se valen de la ficción en diversas modalidades, por lo tanto la literatura presta recursos retóricos y narrativos, la propia esencia fantástica de la disertación justifica su presencia en la historia de las letras. El discurso censor de las supersticiones siempre sugiere lecturas desde diferentes disciplinas.

Estamos, entonces, frente a una combinación de textos que dicen referir una «realidad» (la existencia indudable de las brujas, por ejemplo) en tanto la inventan o construyen; textos que reproducen y desarrollan el germen de esa «realidad» que entonces parece tomar consistencia y rodearse de fuerza a través de conceptos como «amenaza», «peligro», «infidencia», «herejía», «apostasía», «cisma»... textos que se entretejen gracias a la mitología, las leyendas, el folclor, los rituales, las costumbres, las creencias, la ignorancia; todo sobre la base de la opinión de eruditos que se remiten a la autoridad cohesionadora representada por la Biblia y los escritos de los Padres de la Iglesia para presentar una versión facultada, posición casi definitiva que continúa en debate por las perspectivas individuales.15.

Se reitera que la mayor parte de esta documentalia se redactó entre finales del siglo xv y principios del siglo xviii. Reconociendo el álgido periodo de asuntos político religiosos y el fenómeno mítico de la «caza de brujas» en Europa es comprensible que haya sido así. Muchos eruditos, salvo excepciones, dotaron de justificaciones y fundamentos dogmáticos a la labor inquisitorial para salvaguarda de la ortodoxia, otros desplazaron las beligerancias entre católicos y protestantes, nacionalistas y extranjeros, «fieles y herejes», etcétera, al terreno de la magia y la demonología; otros más sólo intentaron reflejar el pensamiento socio-normativo desde la diferenciación del poder. Incluso hubo quien aconsejó prudencia ante las posibles equivocaciones de hacer pasar al fanatismo, la locura y la ignorancia como hechicería.16.

La cantidad y calidad de los textos representativos de esta tradición discursiva, explican además un fenómeno cultural de transmisión, enajenación y apropiación mitológicas; pues los esquemas narrativos y las fábulas centrales de los componentes judiciales de la brujería fueron erigidos por los propios prejuicios y capacidades creativas de los autores, con base en interpretaciones de frases bíblicas, queriendo encontrar (y encontrando) en la ficción lo que la realidad no demostraba, para construir un objeto y un sujeto perseguible de acuerdo a las normas; es decir, levantaron al cadalso y a la bruja para quemarla, aunque ella no existiera y ya existiendo no supiera que era tal.

En suma el discurso antisupersticioso habría aparecido en Europa entre la literatura destinada a discernir los aspectos correctos o incorrectos de la conducta religiosa de la gente; denota, claro, el afán de control y la aplicación de la ortodoxia de los grupos que ostentan el poder en la administración del catolicismo. No fue una propuesta exclusiva, como se aclaró antes, el protestantismo aportó obras en el mismo tenor. Tampoco es uniforme, al seno de los preceptos generales, los dictámenes teológicos y el dogma, se gestó constantemente una serie de controversias para definir una explicación del qué y por qué de la superstición. Eventualmente, la producción persistente, la intención aleccionadora y el uso didáctico, las polémicas internas, la reproducción e imitación, y especialmente la lectura dogmática referencial, prepararon su devenir en tradición discursiva.

4. Ver: Giambattista Vico, Principios de una ciencia nueva en torno a la naturaleza común de las naciones, México, FCE, 1993.

5. Ver: Kramer y Sprenger, Malleus maleficarum (El martillo de los brujos), Buenos Aires, Ediciones Orion, 1975, (Colección testimonial).

6. Ver: Emilio Mitre y Cristina Granda, Las grandes herejías de la Europa cristiana, Madrid, Istmo, 1983.

7. Juan Roberto Muro Abad, « Introducción", en Fray Martín de Castañega, Tratado de las supersticiones y hechizerias y de la possibilidad y remedio dellas (1529), Logroño, Gobierno de La Rioja / Instituto de Estudios Riojanos, 1994, p. XXVIII.

8. Cfr. Georges Bataille, La literatura y el mal, Barcelona, Nortesur, 2010, p. 12.

9. Recuérdese que otra de las obras de fray Andrés de Olmos, autor básico en este trabajo, es justamente un tratado acerca de los siete pecados capitales. De la misma manera la historia de la dramaturgia tiene muchas obras con alegorías y personajes que ayudan a Lucifer según su tipología de vicio, el ejemplo más claro aparece aún en las pastorelas tradicionales.

10. Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, Malleus maleficarum, (1486).

11. Francesco Maria Guazzo, Compendium maleficarum, (1608).

12. Jean-Baptiste Thiers, TraitÉ des supertitions, (1697).

13. Benito Jerónimo Feijoo, Teatro Crítico Universal, (1726 a 1740).

14. Stuart Clark, "Brujería e imaginación histórica. Nuevas interpretaciones de la demonología en la Edad Moderna" en El diablo en la Edad Moderna, eds. Tausiet, María y James S. Amelang, Madrid, Marcial Pons Historia, 2004, p. 22.

15. Como se señaló antes, un ejemplo vital para el desarrollo de las ideas y controversias en el tema es la interpretación y legitimidad del Canon Episcopi, (año 314) pues señala la censura a creer en vuelos de brujas y su existencia en general, al paso del tiempo lo que oficialmente se amonestó fue la no creencia en ellas.

16. Fue el caso del Dr. Johan Wier y de F. Von Spee.

Diablo novohispano

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