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A MANERA DE INTRODUCCIÓN: BIOGRAFÍA DE RAÚL, EL MÚSICO (SU HISTORIA VERDADERA Y NO COMO OTROS LA CUENTAN POR AHÍ)
Оглавление¿Qué quién es Raúl, el músico? ¿No sabes? ¡No sabes! Vaya, veo que empezamos mal… aunque debo admitir que la mayor parte de la gente tampoco lo sabe, ni le interesa. Así que es una muy buena pregunta la que te estás haciendo acerca de ese tal Raúl. Trataré de responderte con esta introducción/biografía ¿te parece? Sigamos entonces:
Raúl, el músico nació, bla, bla, bla y otro montón de cosas que no nos incumben y que le interesaban solo a su mamá. Así que nos las vamos a saltar ¿estás de acuerdo? ¿Sí? Yo sí, porque siempre me ha chocado leer esas largas biografías con detalles insípidos y que a nadie le importan... bueno, solo al profe que nos hace el examen acerca de la biografía… y al que escribe el prólogo y la biografía –que algo de fama de diez minutos quiere– pero como la intención es leer para divertirse y para crecer y no para memorizar detalles, nos los pasaremos por alto ¿vale? Pero si eres de los que quieren la versión ampliada de esta biografía puedes consultarla el año próximo en una enciclopedia de esas que papá compra y que nada más sirven para adornar una librera en casa o para compensar una pata floja de un mueble. O búscala en inter, en la página de algún malvado torturador de jóvenes cerebros.
Dicho lo anterior, continúo: Raúl, el músico: de los cero a los doce años, comía y leía.
A los trece años soñaba con escribir un libro. Es la edad en que uno piensa que todos los sueños pueden materializarse (extrañamente en confabulación con la tele y el entorno). Había leído completo y varias veces lo que sus papás tenían en los estantes y estaba por devorar la librería entera de su abuelo. Y cada vez que leía un libro de los llamados “para jóvenes” sentía que algo andaba mal. No en los de corte antiguo como los de Jack London o de Julio Verne –que eran sus favoritos– sino en los nuevos, en los que se autodenominan “para jóvenes”. Sabía bien que los clásicos jamás escribieron pensando en el público adolescente, más bien lo hicieron pensando en un lector a secas, con seguridad adultos y que, con el tiempo, los jóvenes se fueron apropiando de esos libros porque era lo que tenían a mano. Y un día a alguien se le ocurrió –por comodidad en la clasificación o por interés de mercadeo– llamarles “literatura juvenil”.
Raúl no entendía por qué algunos de esos libros trataban temas de manera tan rara como si los que los escribieran tuvieran en su cabeza tres ideas fijas y preconcebidas de cómo son o deberían ser los jóvenes. Y parecía que todos los personajes eran planos o necesitaban un psiquiatra o eran poco listos. Y Raúl estaba seguro que no era así en la vida real. Estaba seguro que los jóvenes eran mucho más complejos, inteligentes e interesantes de lo que algunos de estos libros proponían. Le molestaba que los escritores trataran los temas de manera tan simple, haciendo sospechar que no respetaban la inteligencia del lector. O que escribieran con palabras tan de comer por la calle, creyendo que así imitaban el modo de ser y hablar de los chicos, encajonándolos en estereotipos prefabricados, olvidándose de la variedad infinita de caracteres y de que el verdadero Arte algo de bello tiene en su fondo y en su forma. Algo que nos lleva a ser más de lo que somos. Y le molestaban las clasificaciones ¿quién decidía qué podían o no leer los chicos? ¿Por qué El Principito era bueno para todas las edades y los cuentos de Andersen no? Raúl recordaba que a los ocho años leyó La Ilíada y La Odisea a escondidas de sus padres porque ellos le decían: “Ese libro aún no es apropiado para ti” y creyó que encontraría un chisme entretenido por prohibido y la gran desilusión fue que solo encontró una maravillosa historia más cargada de adjetivos que lo que está una piñata de dulces. Pero se le abrió la mente a las historias.
A todo tipo de historias.
A los diez años había leído completo a Conan Doyle y a su detective increíble, el señor Holmes. De eso saltó a Agatha Christie y el espectacular Hércules Poirot y por extensión se acercó a Auguste Dupin, de Edgar Allan Poe. Sin darse cuenta, a los doce estaba leyendo las historias góticas del tenebroso norteamericano y a los trece leía a Kafka, a Camus, a Sartre y a Joyce. No los entendía casi nada pero los disfrutaba casi todo. Y se hizo acérrimo enemigo de las películas basadas en libros pues, como todos los buenos lectores, detestaba que la película se saltara tantos detalles. Y, como todos los buenos lectores, olvidaba que un guión de cine para dos horas difícilmente abarcará quinientas páginas completas de una novela.
En el colegio le empezaron a obligar la lectura de libros diferentes, “apropiados”, cargadísimos de mensajes… con temas como las drogas, el acoso estudiantil, las primeras experiencias sexuales y un laaaargo etcétera; con personajes más planos que el papel en que los describían. Y los libros, por primera vez, lo decepcionaron.
Y odió que los escritores se esforzaran en sermonear al lector en lugar de despertar sus emociones.
Pero igual, quería escribir un libro.
Hay sueños necios, difíciles de asesinar. Así que trataba de escribir cada vez que podía. Y como todos, en algún momento de debilidad, Raúl quiso darle gusto a lo establecido. De modo que escribió una historia sobre el bullying en la que el personaje principal era molestado por sus compañeros (por cierto acné) hasta que –por obra y gracia de un súperprofesor sin familia y misántropo– al final todos se abrazaban como hermanos sin importarles las diferencias ideológicas y de acné, fuese este leve o severo. No le gustó mucho que digamos lo que había escrito.
Entonces se le ocurrió una de una chica que sube a un bote y le da la vuelta al mundo buscándose a sí misma. Y vaya que se encuentra. Y vaya que sí aprende a lidiar con las tempestades, especialmente las que se desataban en su “alma atormentada” (así lo escribió). Pero tampoco le gustó.
Luego la de un chico y su primer amor, una historia cargada de caramelo y llantos, abrazando osos de peluche y de pajaritos que trinan fuera de la ventana, de esas que tiene un final vomitivamente feliz, tanto que uno no sabe qué de bueno podría pasar después si el final es tan determinante.
Y odió aún más a los libros y a esos rufianes: los escritores. Y –para que nadie se queje por la igualdad de género– a las rufianas también: las escritoras.
Pero seguía queriendo escribir uno. Uno que no enseñara nada porque –decía– “la buena literatura es como los buenos chistes, si hay que explicarlos, no sirven”. Y que “…para aprender mensajes ya están las fábulas y esos géneros. Si hay algo que aprender de mi libro, que sea tarea del lector y no del escritor…”. Si alguien encontraba moraleja, qué bien. Si no, qué bien igual. Por lo menos habría dado a alguien ese gusto que Raúl encontraba en los libros y que lo hicieron enamorarse de la lectura: puro y llano entretenimiento y placer estético.
Así que se decidió a escribir un libro de cuentos: “Cuentos asépticos libres de moralina” lo nombró. (¡Ah!, ahora ya entiendes la razón de empezar con esta biografía. ¡Exacto! Este es el dichoso libro de Raúl). Fue su único libro terminado. Totalmente inédito.
No sé por qué nadie quiso publicarlo. Yo lo he leído y puedo jurar ante la ley que el libro es malísimo. Merecía, como tantos libros malísimos que hay publicados por ahí, ver la luz. Incluso, Raúl agregó – como broma – cinco palabras resaltadas en cada uno de los cuentos, pero solo una de las palabras resaltadas en cada cuento servía para formar una oración al final del libro. Yo leí y leí y jamás encontré la oración, me dio pereza, vaya. O quizá es para gente más lista que yo. No importa. Solo supe que la primera palabra era NO. Así que si un día tienes el chance de leer el libro de Raúl, ya te di la primera palabra. Allá tú si pierdes el tiempo buscando las otras. Es más, para que veas que no miento, y a riesgo de arruinar la visión que tienes de los libros, te dejó abajo los “Cuentos asépticos libres de moralina” de Raúl, el músico, ahí encontrarás las palabras y otras cosas de la desordenada y genial mente de Raúl. No creo que me demande por compartir este material, total, ni se dará cuenta. Sería más fácil que tú me demandarás por darte a leer cuentos tan malos y hacerte perder el tiempo… quizá sea mejor que ni los leas… Allá tú. ¡Ah! Y algo más: empezaremos desde el segundo cuento, porque el extraño de Raúl, de pura guasa, eliminó el primer cuento de la colección, ese donde estaba la palabra “NO”. El cuento se llamaba “Cómo curar todas las enfermedades” y Raúl lo borró para siempre de la existencia en papel o en virtual. ¿Por qué lo hizo? Ya dije: de pura broma. ¿Cómo supe yo del cuento? Pues… soy la única persona que lo ha leído y efectivamente el cuento revelaba cómo curar todas las enfermedades. Aunque también era malísimo.
¿Qué te espera en estos cuentos? Quisiera decirte que enseñanzas profundas y maravillosas. Que habla sobre la verdadera amistad, sobre el amor filial, sobre los peligros del acoso y del mal manejo de las redes sociales… que habla –en fin– sobre el amor.
Pero no te diré eso.
Te diré que te esperan historias, nada más. Lo maravilloso lo pondrás tú.
Dicen que cuando se hace un viaje, la mitad de la diversión es el viaje mismo. La otra mitad, es lo que el viajero hace al llegar. Igual es al leer. En este viaje, la mitad de la maravilla depende de ti. (Raúl se moriría de la risa si me oyera decir esto).
Pero sigamos: dicen algunos textos apócrifos, que Raúl –decepcionado del mundo de los libros y sus habitantes– dejó de escribir e incluso dicen que trató de olvidar el proceso elemental de juntar grafías unas con otras para obtener sonidos articulados. Pero ese debe ser un vil chisme. Se sabe que con el tiempo aceptó que hay libros buenos entre los que odiaba (sean de vampiros, magos o paisajes pos-apocalípticos) y que si un libro ayuda a alguien a aferrarse de la lectura, es válido. Y que si una historia te toca el corazón, ha hecho valer su existencia (Esto también es apócrifo, pues si bien esta es la historia verdadera, es una biografía no autorizada. A Raúl no le gustan las biografías. Por cierto, esta es la primera suya y espero que sirva de prólogo para su libro, si es que un día lo publican. Yo también quiero mis diez minutos de fama).
Raúl actualmente es dueño de una zapatería o mercería –no recuerdo– y los viernes por la noche toca en una fonda italiana pues la guitarra y el canto se le facilitan. Cada vez que habla con los visitantes acerca del Arte (y lo dice así, con mayúscula) dice que “lo mejor para que la gente ame la lectura o cualquier otra expresión artística, es dejar que consuma lo que guste, lo que atraiga su atención... poco a poco el apetito estético les llevará a platillos mejores, más sofisticados…” Es muy bueno para acuñar frases, de hecho, alguien por ahí está recopilando sus frases para publicarlas cuando Raúl muera, pues entonces a lo mejor tengan algún valor.
Dice también que de vez en vez –cuando recuerda que fue joven y que leyó tanta porquería (que le obligaron) con mensaje– escribe un cuento cursi, por bromear, pero no lo enseña a nadie (bueno, excepto a una sobrina algo boba que tiene por ahí y que se llama Susi, que es como no enseñárselo a nadie).
Raúl no ha muerto, casi estoy seguro, a menos que sea su fantasma el que vi la otra noche en la fonda italiana, de tal modo que no pondré fecha de deceso.
Y esta es la biografía (no) autorizada de Raúl, el músico. Sé que me alargué innecesariamente y sé que leerla fue una pérdida total de tiempo para ustedes, así como lo fue para mí escribirla. Y que no aprendimos absolutamente nada de ella.
Pero podemos estar seguros que eso es lo que le encantaría a Raúl.
Te dejo los cuentos. Léelos si quieres, pero no me eches la culpa del resultado. Todo lo que viene, es culpa tuya.