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II - EL REY NEGRO

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Creí que lo había encontrado. Estaba seguro. Tan seguro como las otras dieciséis veces. Pero esta vez la corazonada fue más profunda, más impactante. Como cuando presentimos que alguien nos observa. Algo me decía que esta vez era la buena.

Lo encontré cuando iba en el autobús con mis amigos, EN la esquina donde los vagabundos y los perros disputaban la basura. Estaba seguro que era él. O por lo menos que se le parecía… bueno, se parecía y no se parecía. Nada más se me ocurrió bajarme ahí mismo ante el asombro de todos e ir corriendo hasta donde mamá trabaja.

—¡Mamá, mamá! ¡Lo hallé!

—¿El qué? —dijo mientras se limpiaba la frente con una toalla azul.

—A Gabriel.

Ella quedó un momento como en el aire, pensando. Parecía que trataba de encajar todas las piezas en la redecilla de su cabeza.

—No —dijo entonces—. Quieres que sea él.


—¡No, mamá! El corazón me dice que es Gabriel…

—Son imaginaciones tuyas, como las otras veces… —y siguió levantando los trastos de una mesa sucia.

—¡No, mamá! ¡Ahora sí es él! ¡Estoy seguro!

Ya no me hizo caso. Siguió recogiendo trastos con la presteza de la experiencia. Creo que después de tantos desengaños ya no quiere creer. Pienso, al verla apilar los platos y limpiar la superficie celeste, que estos cuatro años le apagaron la esperanza. Pero a mí no. Siempre supe que Gabriel aparecería. Siempre quise creerlo. Por eso, cada semana creía haberlo encontrado.

Recuerdo bien: la noche antes de irse me confió su plan.

¿Por qué? —pregunté con un quiebre de voz. Gabriel se puso un dedo en los labios y sonrió con picardía, como cada vez que una travesura le salía al gusto, la sonrisa de siempre cuando se escapaba con sus amigos, esos que a mamá le desagradaban tanto.

¿Por qué crees? ¡Aquí ya no se aguanta! ¡Todo es palos y palos! ¡Todo es trompada y trompada! Si este fuera un barco, estaría por hundirse… y yo, como buena rata, abandono el barco a tiempo...

Apreté los ojos para que las lágrimas no salieran y apreté también el hatillo que Gabriel había hecho con dos camisas y un pantalón y que ya tenía al hombro. Aunque sonreía tenía los ojos tristes.

—Entiende que somos nosotros o ese panzón —se soltó de mí y fue al cajón donde guardábamos el ajedrez. Buscó y buscó y sacó al Rey Negro—. Quiero que te acuerdes de mi cada vez que veas esta pieza —los ojos de Gabriel eran los de un gato—. Acuérdate que yo soy el Rey Negro y que un día vuelvo aquí para rescatarte.

Gabriel me enseñó a elevar cometas y a dar puñetazos.

Gabriel me enseñó que hay hermanos que son más que un hermano.

Gabriel me enseñó a jugar canicas y ajedrez.

Me enseñó también que los villanos pueden ser especiales.

Me enseñó muchos trucos para ganar en todos lados… Pero en el juego de la vida, él no ganó.

Lo que más le gustaba era el ajedrez. Siempre jugaba con las piezas negras:

—Es que yo soy el malo de la película —decía con una mueca de cine y hacía su sonrisa pícara.

Le gustaban las canicas oscuras. Si no había cometa negra, ayudaba a volar la mía y a aplaudir o se fabricaba una con bolsas para basura. Eso sí, negras. Siguió jugando conmigo aun cuando creció, incluso cuando sus amigos —que mamá odiaba— llegaban a llamarlo, cada uno con un cigarro tras la oreja.

Le pedí que no se fuera. Que esperara hasta la mañana, que hablara con mamá. Prometió que sí. Devolvió el Rey Negro al cajón y se acostó. Yo me dormí después que él cerró los OJOS. A la mañana, Gabriel se había ido. El Rey Negro también faltaba en el cajón.

El señor que nos pegaba nos dio unas cuantas palizas más y — cansado, supongo— se fue unos días después, pero Gabriel no volvió.

Y hoy lo había encontrado.

Decidí llevarlo a casa. Fue fácil. Aunque es más alto que yo —me lleva dos años— está más flaco que los perros con los que lo encontré y me dejaba hacer sin preguntar. Sin importarle nada. Estaba sucio. Podrido. Con el pelo hecho mil nudos. Me miraba con vacío, como deben mirar al espacio los ciegos (traté de imaginar a un astronauta ciego, pero no pude). En la frente tiene una cicatriz ondulante que le corre desde la ceja hacia arriba perdiéndose en la mata de pelos. Cuando lo bañé, me di cuenta que la cicatriz recorría toda su cabeza hasta la nuca, como si un accidente terrible se la hubiera partido. Quizás —pensé, mientras Gabriel miraba fascinado al techo, al cielo falso, hacia arriba— Salud Pública lo recogió en alguna calle perdida, lo operó y lo dejó de nuevo en la calle ¡Y yo no estuve ahí para ayudarlo…!

Recuerdo que una vez me quedé atrapado en un árbol: había un manzano frente a la escuela y mis compañeros me retaron a subir. Subí, pero como les pasa a los gatos, no pude bajar. Mis compañeros se fueron y quedé angustiado ante la idea de pasar la noche en el árbol. Al poco llegó Gabriel. Miró hacia arriba, me preguntó sonriendo pícaramente: “¿NECESITAS ayuda?” Después subió con destreza y protegiéndome con el cuerpo, me ayudó a bajar.

No conozco a mi papá, pero imagino que todos los papás buenos deben ser como era Gabriel.

En el cuerpo tiene muchas cicatrices. Y llagas.

—¡Gabriel, Gabriel! —lo llamo y me mira con infinidad. Como si dentro de su cabeza partida la lucecita que debiera encenderse al oír mi voz se hubiera apagado hace tiempo. Le pongo ropa limpia, ropa mía. Parece que le gusta el olor y sonríe. Pero no es la sonrisa pícara de Gabriel: es una muequilla de sonrisa. Es el gesto que haría un mono imitando a otro. Después se rasca la cicatriz y se sienta en el suelo con ojos asustados. Sigue mirando al techo con intensidad, tratando de traspasarlo con imposibles rayos X. Me hace pensar de pronto que no es Gabriel, y tengo miedo. Tengo miedo de haber metido a un loco cualquiera en la casa con la esperanza de que sea Gabriel. Cuatro años vuelven ciego a cualquiera. Y loco.

Cuando me enseñó a jugar ajedrez me dijo que lo hacía bajo dos condiciones: una, que él iba a jugar siempre las negras y dos, que dijera con orgullo CADA vez que me preguntaran, que yo era el primer niño que había aprendido ajedrez con un experto.

Gabriel no era ningún experto. Es más, casi en todas las ocasiones yo ganaba. Jugábamos y jugábamos días enteros. Se convirtió en nuestro pasatiempo favorito. El ajedrez era el centro medular de nuestra amistad. Pronto nos hicimos fanáticos obsesivos de las aperturas y los gambitos, de la batalla en el centro y de las defensas. Gabriel se las arreglaba para conseguir revistas de ajedrez con sus amigos. Ellos tomaban algunas de los quioscos, “prestadas” decían, de adultos para ellos, de ajedrez para Gabriel. La emoción de leer una nueva revista era como la de ganar una partida. Dónde había aprendido Gabriel el juego nunca lo supe ni él quiso revelármelo. Y a pesar de su alegría y tenacidad, nuestros minitorneos, en la mayoría de casos, me coronaban a mí. En cada partida que Gabriel fallaba, decía riendo:

Hoy te dejé ganar para que cojas práctica. Pero ya verás —y entonces me retaba a otro juego (que también yo ganaba). Pero antes del jaque en la tercera partida, secuestraba al Rey Negro y gritaba:

¡Nunca, nunca será tuyo! ¡Yo soy el Rey Negro y nadie me atrapará! —corríamos por toda la casa, persiguiéndonos, sin terminar el juego.

Yo estaba seguro que al huir se había llevado la pieza.

“¡Soy el Rey Negro y nadie me atrapará!”

Pero sí lo atraparon.

Mamá llegó tarde y nos encontró sentados en el suelo. Yo le mostraba fotos a Gabriel, muchas. De esos momentos que vivimos todos alguna vez. Fotos con mamá, conmigo… hasta con el gordo que nos golpeaba. Y Gabriel nada más miraba hacia arriba con expresión perdida, obstinada. Cuando mamá entró, una luz pasó veloz por sus ojos. No por los de Gabriel sino por los de mamá. Él la miró un rato, como alguien distraído por cualquier cosa y siguió inspeccionando el techo. Mamá se acercó: parecía que iba a llorar pero de inmediato se contuvo.

—Se parece un poco… no. No es él. Tiene la cara angulosa y pálida.

—Mamá, ¡sí es! ¿No es normal que haya cambiado un poco? ¡Quién sabe todo lo que ha rodado y las cosas feas que ha vivido!

—¿Y si no es él? ¿Y si solo queremos que sea? ¡Hace tanto que perdí la fe!

Los tres nos queríamos y cuidábamos mucho. Pero mamá pensó que se necesitaba un hombre en el grupo y llevó al panzón. Ese que nos puso los ojos morados varias veces. Ese que llegaba a medianoche gritando vómito y dando patadas a las puertas, a los muebles, a los niños a quienes ni siquiera había tenido el trabajo de engendrar. Ese que le mató las ilusiones a mamá a trompada limpia. Ese que sabe el diablo en dónde está ahora.

Gabriel se ha dormido en el suelo. Duerme feliz. Inocente. Con la paz que tienen los que nada sospechan. Mamá y yo lo contemplamos.

—Mamá ¿no te dice nada el corazón? —afuera ronronea la noche. A lo lejos se oye una ambulancia. Mamá tarda en responder.

—El corazón me sofoca y me dice que quizás es mi Gabriel… o quizás no —se pasa la mano por la frente–. Hace tiempo me resigné, ahora no sé nada… ¿cómo puedo creer que este trapo sea mi Gabriel? —se limpia como quien limpia lágrimas, pero no llora—. Y si es, ¿qué podemos hacer? Mañana le da por escapar otra vez y… otra vez la angustia… y otra vez la de vueltas y vueltas, la de buscar y buscar y la de no encontrar nada ¡nada! —creo que va a llorar pero no lo hace. Quizá las lágrimas también pueden secarse en cuatro años. No solo yo he estado angustiado—. Tal vez… —sigue ella— tal vez sea bueno llamar a una institución social…

—¡No, mamá! Yo pienso que… que debemos cuidarlo… ¡Yo voy a cuidarlo!… si es Gabriel estamos obligados, nos obliga la sangre…

—¿Y si no es?

—… Si no es… por lo menos cuidaremos a alguien en su nombre.

MAMÁ no dice nada. La veo atento y me doy cuenta: está envejecida, golpeada y reseca. También estos cuatro años le pasaron factura.

El presunto Gabriel durmió con gusto. Como quien no ha dormido en un piso tan suave por siglos. Mamá se fue al trabajo con el rostro duro y preocupado. Me recomendó que sacara al sujeto de la casa y que si se ponía peligroso llamara a la policía. Le digo que sí por decir algo porque no pienso obedecer. Pero me deja una espinita.

Le doy a Gabriel cereal con leche. Lo derrama y sigue atento al cielo falso. Cada vez que lo miro lo desconozco más y pienso haber recogido a un extraño. Y la espina que mamá me dejó se hace más y más grande. Frunzo el alma al darme cuenta que mi seguridad de ayer se ha desvanecido.

Me equivoqué otra vez.

Gabriel anda aun por ahí, pero no es este. Este que parece tan contento. Se ve feliz pero es seguro que no me reconoce quizás porque nunca me ha visto. Entonces se me ocurre: saco el ajedrez y lo armo completo frente al hipotético Gabriel. Lo hago despacio, atento a sus impresiones, pero no le da mayor importancia a lo que hago. A medida que el tablero se llena y él sigue impasible, algo en mi corazón se va vaciando, algo como si cada pieza fuera un pedazo de mí mismo y al ponerla en los cuadros negros y blancos me diera cuenta que esa pieza, ese pedazo, ya no podrá volver a su lugar. Y yo seré entonces otro. Más liviano y más vacío. Como si al ubicarlas en su lugar me fuera despidiendo de la esperanza de encontrar a mi hermano.

Termino al fin de poner en el tablero los pedazos de mí. Solo queda vacío el escaque del Rey Negro, desaparecido el día de la fuga. El impostor mira el tablero como si por primera vez viera uno y después alza los ojos al techo. Se me acumula el sabor acre de la pérdida. El sabor terrible de la certeza que da un error. Esta era mi última prueba, la definitiva: no es Gabriel.

De repente, el falso hermano dice “¡Ah!” y va hacia el cuarto, lo sigo y veo que —de manera autómata— sube a mi cama y levanta la loseta del cielo falso: mete la mano y saca una pieza polvorienta de ajedrez. Me la extiende riendo, el rostro iluminado.

Tomó al Rey Negro y sonrío a Gabriel.

Estoy seguro que no me reconoce pero no importa. He encontrado al Rey Negro y es suficiente. Tal vez un día él encuentre el camino a casa.

Y yo estaré ahí para abrazarlo.

Cuentos asépticos

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