Читать книгу Cien años después - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 6

Оглавление

Capítulo II

Soñó con niños muertos, y no porque su padre hubiera impedido que uno de ellos viniera al mundo, sino porque «algo», se llamase virus o lo que quiera que fuese, estaba impidiendo que millones de niños vinieran al mundo.

¿Y para qué iban a venir? Para morir sufriendo o para vivir aterrorizados…

Alguien dejó escrito que el miedo a morir era peor que la muerte, y Aurelia podía constatar que así era pese a que nunca hubiera muerto.

Cuando al amanecer se despertaba y tomaba conciencia de cuanto acontecía a su alrededor, el corazón se le encogía a tal extremo que se preguntaba cómo conseguía continuar latiendo si apenas debía tener ya el tamaño de una nuez.

Buscaba entonces refugio en los libros, sobre todo en los que hablaban de hombres y mujeres que a lo largo de la Historia habían demostrado un excepcional coraje enfrentándose a terribles adversidades.

En ocasiones conseguía animarse, pero en otras se derrumbaba aún más al comprender que ninguno de ellos se había enfrentado a un enemigo tan taimado.

Ese enemigo no disparaba cañones ni empuñaba espadas, no ponía bombas ni envenenaba, no asestaba tiros en la nuca ni hacía arder en la hoguera a los infieles; se limitaba a permitir que sus elegidos transitaran libremente en busca de nuevos elegidos que continuaran transitando libremente.

Sus ladinos soldados, auténticos «quintacolumnistas» infiltrados en las filas enemigas, carecían de credo y de bandera, o quizás mejor sería decir que pertenecían a todos los credos y se inclinaban ante todas las banderas, ajenos al hecho de que obedecían sin rechistar y ciegamente a un silencioso general que jamás parecía cansarse de ganar batallas.

Alejandro había conquistado Persia, Julio César Egipto –incluida su reina–, y Napoleón media Europa, pero un despreciable virus que jamás diera una orden ni pronunciase una sola palabra se había convertido en dueño absoluto de todas las naciones que existían o hubieran existido a lo largo de la Historia.

Tan solo un ridículo bastión se negaba a rendirse, pero únicamente era cuestión de tiempo que cayera porque en la granja no se encontraban Astérix, Obélix ni un anciano druida capaz de preparar pócimas mágicas que aumentaban el valor y la fuerza.

En aquel frágil reducto no existía más pócima que el café de achicoria que preparaba su madre, porque el auténtico se había acabado, lo cual provocaba que tanto a su padre como a su tío se los llevaran los diablos.

Su padre compensaba la carencia fumando, y resultaba curioso ya que tres años antes había dejado de hacerlo y durante todo ese tiempo no había dejado pasar una sola cena durante la cual no se auto alabara por haber tenido el valor de abandonar el maldito vicio.

Muchas tardes se sentaba en el balancín del porche, encendía su negra cachimba y descansaba un largo rato absorto en sus aún más negros pensamientos.

Aurelia lo observaba desde la ventana y podía leer en el humo su estado de ánimo del mismo modo que un piel roja interpretaría el mensaje de una hoguera lejana.

Una combustión lenta y acompasada seguida de una leve bocanada le permitía comprender que se encontraba en paz consigo mismo y que dentro de un par de minutos se quedaría dormido. Una inspiración fuerte y brusca, seguida de una tos nerviosa o un espeso chorro, indicaban que acababan de asaltarle el miedo, la ansiedad o amargos recuerdos relacionados con la ejecución de inocentes.

¿Cuántos habían caído ya?

En la casa nadie quería contarlos.

***

Una lluviosa mañana se detuvo ante la verja un hombre cuyo rostro solía aparecer antaño en todas las portadas y en todos los telediarios.

Se había hecho inmensamente rico partiendo de la nada y tenía fama de generoso compartiendo su fortuna con los más desfavorecidos, pero ahora se encontraba allí con una chaqueta ajada y unos zapatos destrozados.

Permaneció muy quieto observando los letreros:

«No pasar. Peligro de muerte».

«Solo están autorizados a coger agua y queso».

Se aproximó al arcón, lo abrió, estudió su contenido, eligió un trozo de queso del más duro, alzó la mano dando las gracias, y se marchó por donde había venido.

–Me alegra no haber tenido que dispararle; tengo un amigo que trabajaba para él y le admiraba.

–¿Aún vive?

–No lo sé, pero donde quiera que esté me agradecerá que le haya dado de comer a quien le dio a él.

Aurelia no quiso preguntarle qué habría hecho si hubiera sido su amigo quien hubiera aparecido ante la verja porque conocía la respuesta. Ya no existían lazos de amistad, y en ese aspecto la victoria del maligno resultaba de igual modo indiscutible, lo que obligaba a plantearse si valía la pena continuar luchando.

Si la pandemia no hubiera hecho su aparición tendría que haber sido aquel mes de comienzos de verano el elegido a la hora de hacer las maletas, irse a estudiar Bellas Artes y convertirse en una mujer tan maravillosa como su tía.

Pero sin acordeón.

Ni acordeón, ni guitarra, ni tan siquiera una bandurria, porque no hacía falta ser director de orquesta para comprender que su familia no estaba llamada a transitar por los senderos de la música.

Tampoco creía que hubiera llegado a ser una restauradora mínimamente aceptable, pero el mero hecho de encontrarse cerca de Anabel y captar algo de su maravilloso «arte de vivir» le bastaba.

Incluso tal vez ella le ayudaría a cumplir su sueño más oculto: convertirse en prestidigitadora.

En realidad no era un sueño oculto pues todos en la casa tenían que prestarse a que les enseñara un nuevo truco, desde cómo hacer desaparecer huevos a convertir un conejo en una gallina o que eligieran siempre una carta determinada de una baraja.

Cuando aún era niña su abuelo solía decirle:

–No confíes demasiado en la habilidad de tus dedos; son muy traidores. A mí un día me abandonaron tres.

Pese a ello había continuado confiando en sus dedos, aunque al carecer de público ya apenas practicaba.

El único que se extasiaba ante sus habilidades era «Coco», pero el pobre animal era tan obtuso que incluso le costaba aprender a ladrar amenazadoramente.

Cuando un desconocido, por muy mala pinta que tuviera, hacía su aparición al otro lado de la verja se limitaba a mover el rabo y esperar a que sus «jefes», dos enormes mastines que ciertamente impresionaban, gruñeran y enseñaran los dientes.

El calor impulsaría a los enfermos a quedarse en su casa y aguardar con resignación lo que el destino quisiera depararles, pero ni siquiera el calor detendría a los hambrientos, que abandonarían sus casas en busca de cualquier cosa que aplacara su hambre.

Pero ya no quedaba nada.

A las cinco semanas de saltar las primeras alarmas, y aunque habían saltado en los confines de la China, los habitantes de las grandes ciudades se abalanzaron como plaga de langostas sobre los supermercados dejando las estanterías tan vacías que hacía daño verlas.

Muchos no habían pisado un huerto en su vida y algunos niños creían que las zanahorias crecían en los árboles.

Aunque la mayoría eran, eso sí, muy buenos en electrónica.

De poco les sirvió cuando las empresas comenzaron a cerrar, primero por miedo a los contagios y más tarde por falta de suministros.

Las bolsas mundiales perdieron miles de millones durante una primavera trágica y un verano en el que los trajes de baño desaparecieron de las playas.

El precioso yate de tres palos y velas rojas de un banquero panameño partió rumbo al Pacífico con provisiones para seis meses y la lógica esperanza de que en ese tiempo la situación habría cambiado.

Con ayuda del «GPS» se pudo saber que no había atracado en ningún puerto ni desembarcado en ninguna isla, pero en septiembre un carguero australiano se lo encontró flotando en mitad de la nada.

Nadie respondió a sus llamadas, por lo que le dejaron continuar su camino pese a que las hélices no se movieran ni soplara una racha de viento.

Al conocer la noticia, a Aurelia le vino a la mente una vieja canción samoana:

Mudos van, e inmóviles, los muertos,

la sombra de la vela les protege.

El mar se lamenta bajo las curvas quillas,

y el sol marca el camino del oeste.

Más felices seréis en Noa-Noa,

junto a los fuegos de Tehemaní,

escuchando la suave voz de Taharoa

sobre el eterno mar siempre apacible.

No recordaba mucho más; tan solo que hacía alusión al Paraíso que aguardaba a los arriesgados navegantes que se habían atrevido a desafiar a las olas y los vientos internándose en el mayor de los océanos con el fin de poblarlo desde las costas de Nueva Zelanda hasta la Isla de Pascua.

Le encantaban las novelas de lugares exóticos que de pequeña solía leer antes de que su madre le exigiera ordenar su cuarto e ir a darle de comer a los animales, cosa que odiaba por culpa de un maldito gallo que la tenía tomada con sus tobillos.

Su visceral enemistad concluyó cuando el agresivo avechucho pasó de pendenciero a pepitoria, pero la chicuela no se sintió feliz por el final de una contienda que había decidido su madre de un simple hachazo, dejándole a ella la ominosa misión de desplumar al pobre bicho.

***

Óscar había nacido en una granja y crecido entre unos animales con lo que solía pasar horas poniéndoles nombre, cuidándolos y mimándolos, por lo que desde que aprendió a leer y escribir comprendió que tenía que aprender mucho más si quería llegar a ser un buen veterinario.

Se aplicó a ello, destacó como estudiante y consiguió una beca que le dio la oportunidad de pasarse el resto de su vida entre perros, gatos, gorrinos y caballos.

Y tuvo la suerte de encontrar en su camino a un profesor que sabía cómo guiar a sus alumnos; un hombre capaz de preguntarle a un lobo dónde le dolía y que el lobo le respondiera.

En realidad ni don Dionisio preguntaba, ni los animales respondían; se limitaba a observarlos, a hablarles como si fueran viejos amigos, a musitarles «calma, calma, calma», y a acariciarlos detrás de las orejas en lo que él llamaba «el punto G» de la serenidad.

–Si consigues que un animal se sienta relajado, acabará por decirte de un modo u otro cuáles son sus problemas, pero si se mantiene en tensión acabará por morderte.

Cuando comenzaron a correr rumores sobre una extraña enfermedad que se había iniciado en una remota región de la China más profunda, habían surgido voces que negaban a los virus que se suponía que la trasmitían el derecho a denominarse seres vivos, dado que no podían reproducirse por sí mismos y tan solo infectaban células extrañas sin poseer metabolismo propio.

No obstante, dos biólogos americanos habían comparado las estructuras de las proteínas de varias células y virus, encontrando tipos relacionados entre sí pero separados desde hacía siglos. Según ellos, las familias virales que pertenecían al mismo orden se habían ido distanciando de un virus ancestral común.

Parte de la confusión se debía a la abundancia y diversidad de virus puesto que aunque tan solo se hubieran identificado unos cinco mil, algunos expertos aseguraban que podían existir casi un millón.

Los que causaban las enfermedades imitaban el sistema de fabricación de proteínas de la célula que habían invadido y hacían copias de sí mismos que de inmediato se extendían a otras células hasta apoderarse del individuo.

A la vista de ello don Dionisio exigió a sus alumnos un estudio exhaustivo de la fauna de la región donde comenzara todo y sobre la posibilidad de que el origen del mal estuviera en que algún lugareño imprudente se hubiera desayunado con el animal equivocado. En su opinión la posibilidad de nuevas enfermedades transmitidas por animales a humanos tenía una base real.

Los perros, los monos, las ratas y los murciélagos eran algunos de los animales de los que se sospechaba en cuanto estallaban brotes de nuevas enfermedades, por lo que convenía esmerarse puesto que el último acusado, el casi desconocido pangolín asiático, había sido descartado como foco transmisor.

–Tenemos que centrar nuestra atención en los mercados de animales –sentenció don Dionisio, que había decidido poner todos sus conocimientos y los de sus alumnos al servicio de una causa tan importante–. Cuando se investigó la gripe aviar se confirmó que el origen estaba en unos pollos que habían adquirido el virus a causa de los restos fecales de los que estaban en las jaulas superiores, y aunque China ha prohibido el consumo de animales salvajes, dudo que tal prohibición dé resultado.

–¿Por qué? –quiso saber Óscar, a quien el tema le interesaba especialmente porque su familia vivía en una granja rodeada de bosques en los que abundaban los animales salvajes.

–Porque resulta casi imposible controlar a mil quinientos millones de personas con tradiciones muy arraigadas. Los mercados como el de Wuhan, en los que se mezclan animales salvajes y domésticos en pésimas condiciones higiénicas, constituyen el hábitat perfecto para unos virus que son tremendamente astutos.

–Los virus no pueden ser «astutos».

–Deben serlo, puesto que estaban aquí miles de años antes que nosotros, y seguirán estándolo miles de años después de que hayan acabado con nosotros. El hombre ha cazado desde el principio de su existencia, aunque no las cantidades de ahora, y «La Convención sobre el Comercio de Especies Amenazadas» no tiene jurisdicción en China, Vietnam o en países africanos en los que se consume carne y cerebro de perro sin cocinar, por lo que el riesgo no solo está en el consumo, sino sobre todo en el comercio, y esta sería una gran oportunidad para que se revisasen las leyes de protección animal… –don Dionisio había estudiado a fondo el tema y tras una breve pausa destinada a recuperar el aliento continuó–: En muchas regiones de África, Asia y Sudamérica los puestos de comida tienen una parte visible pero también una trastienda donde esconden especies prohibidas, pero no podemos decirles a los nativos que coman esto y no lo otro sin proporcionarles una alternativa.

–¿Y existe esa alternativa?

–Se dice que tres mil especies de animales salvajes se usan para consumo humano, pero son datos falsos porque solo registran que se consumen veinte tipos de insectos cuando sabemos que la cifra asciende a dos mil. Si los hambrientos tienen que recurrir a medidas desesperadas los hartos no deben quejarse porque su avaricia acabe matándoles.

Aquella última frase había obligado a Óscar a preguntarse quiénes eran «los hartos».

Hartos eran los que siempre necesitaban más.

No hacía mucho, el científico Peter Hotez había comparecido ante el Congreso norteamericano con el fin de contar que cuatro años atrás se estuvo a punto de lograr una vacuna que podría haber servido para combatir el nuevo brote de coronavirus, pero nunca se obtuvieron fondos para concluirla. Comenzó a causa de los estragos causados por el «Síndrome Respiratorio Agudo» que dejó setecientos muertos, pero las grandes farmacéuticas no estuvieran interesadas en un producto que, según ellas, no se utilizaría.

Muchos de los alumnos decidieron no acudir en tiempos de epidemia a unas aulas en las que se diseccionaban animales considerados peligrosos y poco después dejaron de ir porque estaban muertos o buscaban refugio en lugares remotos, pero Óscar continuó asistiendo con la esperanza de que hombres de la inteligencia de don Dionisio fueran capaces de vencer a quienes tan solo habían demostrado ser «astutos».

La universidad se acabó vaciando y resultaba curioso ver a un anciano paseando por el campus en compañía de un muchacho que no perdía palabra de cuanto le decía.

Hasta que su especie desapareciese siempre habría un ser humano dispuesto a enseñar y otro a aprender.

Tal había sido siempre su esencia, y la capacidad y rapidez con que asimilaban nuevos conocimientos lo que los diferenciaba del resto de seres vivos.

Cien años después

Подняться наверх