Читать книгу Cien años después - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 7
ОглавлениеCapítulo III
Le llegó, lejano, un chirrido espantoso, y cuando se asomó a la ventana no pudo contener la alegría, porque allí, sentada sobre el arcón de los quesos, se encontraba su heroína haciendo gala de su habilidad con el acordeón.
Corrió hacia la verja pero su padre la detuvo.
En realidad también se detuvieron su madre y su tío a unos diez metros de la entrada.
–¡Hola pequeñaja! –saludó Samuel a la recién llegada.
–¡Hola a todos! –respondió dejando de tocar, lo que siempre constituía un alivio para los oídos–. ¿Cómo estáis?
–De momento bien. ¿De dónde vienes?
–De un montón de sitios. Ahora nadie me detiene –señaló con intención la verja–. Solo aquí.
–Sabes que no podemos dejarte pasar.
–Lo sé. Pero necesito algo de ropa, comida y algunas cosas. Me he instalado en el pueblo. En casa del alcalde.
–¿Ha muerto?
–No lo sé. Allí no queda nadie.
–¿Y qué piensas hacer en el pueblo?
–Vivir mientras podamos. Ahora tengo un novio italiano. Es violinista y está componiendo una sinfonía sobre la enfermedad.
–¿Y para qué quiere componer una sinfonía sobre esta maldita enfermedad? –quiso saber su cuñada.
–Para que la escuchen sus nietos, si es que llega a tenerlos, o para que la escuchen los nietos de otros, porque cree que algún día el mal desaparecerá al igual que desapareció la gripe española.
–Demasiado optimista.
–Para algo es italiano. Por cierto, no os olvidéis de mi falda roja y del jersey a rayas.
–¿Crees que resistiréis?
–Si vosotros lo estáis haciendo podemos intentarlo, aunque nos vendrían bien algunos conejos y gallinas. Tenemos donde criarlos.
–La tercera parte de todo lo que hay aquí te pertenece.
–Lo sé grandullón, y si las cosas van bien algún día me llevaré una vaca, pero ahora he de irme. Empieza a oscurecer y el camino es largo. Mañana volveré a recoger esas cosas.
–¡Adiós pequeñaja!
–Adiós.
De regreso a la casa Aurelia corrió a la biblioteca y buscó en la vieja enciclopedia de su padre.
Durante años, desde que su tío Samuel se compró un primer y aparatoso ordenador que al poco se convirtió en un imparable manantial de información, aquellos veinte tomos encuadernados en piel verde se habían transformado en objetos de decoración y recuerdo de un pasado que nunca volvería, pero ahora, sin electricidad que los alimentara, los estilizados ordenadores eran meros objetos de decoración y recuerdos de un pasado que quizás nunca volvería.
***
Una nefasta tarde, y mientras contemplaba su programa de concursos favorito, se había lamentado:
–Se ha ido la luz.
Y su madre le había contestado:
–No es que se haya ido, cielo; es que ha dejado de venir.
–¿Y cuál es la diferencia?
–Que la luz, es decir, la electricidad, no es algo que nos pertenezca y de pronto decida marcharse; es algo que pertenece a otros y que nos envían a condición de que la paguemos.
–Tú siempre tan puntillosa. ¿Y qué hacemos ahora?
–Esperar.
Pero por mucho que esperaron, «la luz» no volvió, los ordenadores y los teléfonos dejaron de funcionar y ahora tenía que recurrir a la vetusta enciclopedia recuperando su cadáver del nicho en el que había estado enterrada durante tanto tiempo.
El papel aparecía amarillento, el lomo amenazaba con despegarse y el molesto polvillo que se había infiltrado entre sus páginas obligaba a estornudar, pero allí permanecía, serena, inmutable y guardando celosamente la información que le habían confiado noventa años atrás.
La pandemia conocida como «gripe española» fue de inusitada gravedad y, a diferencia de otras que afectan básicamente a niños y ancianos, muchas de sus víctimas fueron jóvenes, adultos y animales. Está considerada la más devastadora de la Historia, ya que en un solo año mató a entre 40 y 100 millones de personas.
La enfermedad se observó por primera vez en Kansas en marzo de 1918, aunque ya en el otoño anterior se había producido una primera oleada en campamentos militares norteamericanos. En algún momento del verano de ese mismo año, el virus sufrió una serie de mutaciones que lo transformaron en un agente infeccioso letal. El primer caso confirmado de dicha mutación se dio en agosto de ese año en el puerto francés por el que entraban las tropas estadounidenses durante la Primera Guerra Mundial.
Se le dio el nombre de Gripe Española porque recibió una mayor atención por parte de la prensa española que en el resto de Europa, ya que España no estaba involucrada en la guerra y por tanto no censuraba la información.
Con el fin de estudiarla los científicos han empleado muestras de tejido de víctimas congeladas, pero dada la extrema virulencia del brote y la posibilidad de un escape accidental, existen ciertas controversias respecto a estas investigaciones. Una de las conclusiones fue que el virus mataba a causa de una tormenta de citocinas, lo que explicaba su naturaleza extremadamente grave y el perfil poco común en la edad de las víctimas.
Se desconoce su tasa de mortalidad pero se estima que murieron del 10% al 20% de los infectados. Con alrededor de un tercio de la población mundial de aquel tiempo infectada, esta tasa significa que entre un 3% y un 6% de la población mundial murió. La gripe pudo haber matado a 25 millones de personas en las primeras 25 semanas. Ciertas estimaciones indicaban que murieron entre 40 y 50 millones de personas mientras que las actuales mencionan entre 50 y 100. Es difícil compararla con otras pandemias de gripe de las que ahora es imposible extraer alguna información.
Desapareció de improviso, de todas partes y sin explicación posible, durante el verano de 1920.
Se quedó muy quieta, pensativa o quizás anonadada, pues se trataba de cifras que obligaban a reflexionar sobre la fragilidad de un ser humano que se consideraba a sí mismo en la cúspide de la evolución pero que de pronto caía en abismos de los que le costaba años salir. El abismo en el que le había tocado vivir no parecía tener fondo y estaba a punto de echarse a llorar cuando llamaron a la puerta y su tío le pidió permiso para entrar. Lo hizo, se sentó a los pies de la cama y la acarició con el mismo afecto con el que hubiera acariciado a su propia hija.
La esposa de Samuel había muerto de cáncer cuando apenas llevaban un año de casados y, por lo que le contara su madre, su tío a punto estuvo de morir de pena.
–¿Asustada? –quiso saber.
–Mucho.
–¿Crees que podrás superarlo?
–¿Y qué remedio?
–No debes superarlo porque no quede otro remedio, sino porque te sobren fuerzas para salvar cualquier obstáculo. Nos esperan tiempos muy duros durante los cuales tendremos que hacer cosas que nos repugnan pero de las que no tenemos culpa porque no nos han dado a elegir. ¿Te he contado alguna vez la historia de los caníbales del faro?
–No.
–Pues creo que viene al caso –se colocó una almohada en la espalda consciente de que lo que iba a decir iba para largo–. No sé si sabrás que la mayoría de los faros se han automatizado, por lo que sus cuidadores solo acuden a revisarlos, comportándose más como mecánicos que como auténticos fareros, pero antaño su trabajo constituía casi un sacerdocio, porque para ellos no existía templo más digno de ser preservado que aquel que preservaba la vida de otros hombres.
–Algo he leído sobre eso.
–La automatización ahorró dinero y proporcionó grandes ventajas, pero también notables inconvenientes debido a que a los marinos les tranquilizaba saber que alguien tan dedicado a su trabajo les protegía respondiendo de inmediato a sus llamadas. Sin embargo ahora experimentan una sensación parecida a la de quien marca un teléfono pidiendo ayuda y le responde un contestador automático.
–También sé lo que es eso.
–Pero existe una gran diferencia cuando quien llama se encuentra perdido en el corazón de una galerna.
–Lo supongo.
–O te callas o no sigo.
–De acuerdo.
–Cuentan que hace casi ochenta años una patrullera militar naufragó en el Mar del Norte y tres de sus tripulantes, uno de ellos un oficial malherido, se vieron obligados a permanecer varios días en una barquichuela hasta que arribaron a un islote en el que se alzaba un faro en el que no había seres humanos, ni alimentos, ni nada de cuanto necesitaban. Tan solo había viento, lluvia, niebla y un mar que se alzaba una y otra vez reclamando sus presas. La tempestad se prolongó en exceso, nadie en tierra imaginó que hubieran conseguido salvarse, y tan solo un mes después un pesquero consiguió rescatarlos.
–¡Joder!
–¿Te atizo un coscorrón?
–Lo siento. Continúa.
–Los marineros reconocieron que se habían alimentado del cuerpo del oficial ya que cuando este se encontraba a punto de fallecer les ordenó que aprovecharan su cadáver puesto que de ese modo continuaría protegiéndolos incluso más allá de la muerte.
Aurelia hizo un gesto como para intentar decir algo pero se lo pensó mejor y cerró la boca.
–Así estás más guapa. Lo que en un principio se suponía que iba a ser un juicio discreto trascendió debido a las contradictorias conclusiones que podían extraerse dependiendo del modo en que se enfocaran los hechos. Si se demostraba que los marineros habían matado al oficial, se trataría de un caso de asesinato castigado con la muerte, pero si el oficial había muerto a causa de sus heridas y los supervivientes se habían limitado a obedecerle alimentándose de un cuerpo que de otro modo hubiera acabado devorado por los peces, el caso ofrecería unos visos muy diferentes. Se planteaba un dilema legal y moral: los jueces debían determinar si, tal como aseguraba el fiscal, los marineros merecían la horca y el desgraciado oficial era una pobre víctima destinada al olvido, o, tal como afirmaba el abogado defensor, los reos eran meros subordinados de un heroico militar que merecía ser condecorado por su increíble capacidad de sacrificio.
–Yo hubiera creído a los marineros.
–Pero tú no estabas allí ni eres quien para juzgar.
–Eso también es verdad. ¿Qué decidieron?
–Aún hay más; la esposa del difunto quiso conocer a los acusados con el fin de sacar sus propias conclusiones ya que consideraba que tras quince años de matrimonio era quien mejor podía saber si cuanto aseguraban que su marido había hecho respondía o no a la realidad de su forma de ser. Hablaron largamente y cuando al fin le preguntaron su opinión, respondió que no era quien para juzgar.
–No me parece lógico; si sabía algo tendría que haberlo dicho.
–Cuando crees que sabes algo pero no estás seguro, lo lógico y razonable es mantenerte al margen. Sin duda aquella pobre mujer no quería sentirse culpable por la ejecución de dos inocentes, pero tampoco quería sentirse culpable por la liberación de dos asesinos.
–Visto así…
–Así es como ella debió verlo. Los votos continuaron divididos y las posiciones irreconciliables, por lo que se llegó a una decisión: el único juez capaz de dictar sentencia era Dios y por lo tanto debía ser él quien tuviera la última palabra.
–¿Y Dios qué dijo?
–Dios nunca dice nada, pequeña, pero en caso de duda la ley obliga a sentenciar a favor de los reos por muy graves que sean sus delitos.
–¿Los dejaron en libertad?
–Eso ya no lo sé.
–¡Pues vaya una mierda de historia!
–No quiero que creas que esto tan solo se trata de una historia de la que nadie conoce el final; debes considerarla como un abanico cerrado que parece blanco y negro o azul y rojo, pero firme y compacto. Sin embargo, a medida que se va desplegando, te obliga a cambiar de idea, te lleva de aquí para y allá y acabas asegurando que es amarillo o verde, aunque al final descubres que se trata de una puesta de sol en Acapulco.
–Todo eso está muy bien como metáfora, pero yo hubiera preferido saber que les dejaron libres.
–También yo.
–¿Y qué tiene que ver toda esta historia con nosotros?
–Mucho, porque tampoco nos han dejado elección.