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Capítulo I

Los meses que siguieron fueron tranquilos, como si el mero hecho de deponer las armas negándose a continuar defendiendo la granja a tiros hubiera propiciado que el virus decidiera tomarse un descanso, o tal vez –y eso era lo más probable–, que estuviera aprovechando el alto al fuego para mutar hacia una nueva estructura aún más dañina.

Retirado momentáneamente a sus cuarteles de invierno, el infernal ejército invisible recuperaba fuerzas, decidido a lanzar un definitivo asalto destinado a liberar para siempre al planeta de su más enconado enemigo.

Ya había conseguido que incontables fábricas cerraran, miríadas de vehículos se detuvieran, bandadas de rugientes aviones se posaran definitivamente e incluso que algunas centrales nucleares dejasen de proporcionar energía porque los que sabían manejarlas estaban muertos o faltaba el material de mantenimiento apropiado.

Los seres humanos habían construido un mundo exclusivo para seres humanos, a imagen y semejanza de los seres humanos y dirigido por seres humanos, por lo que cuando esos seres humanos fallaban todo se desmoronaba.

El golpe había sido tan duro que ni siquiera el corto período de supuesto armisticio les había servido para tomar aliento y disponerse a reanudar la lucha o buscar nuevas armas.

Se limitaban a rezar y confiar en que todo hubiera acabado.

A veces rezar es bueno.

Y confiar también.

Pero solo a veces.

Una tibia mañana, cuando en la atribulada familia nadie estaba aún muy seguro de qué podría ocurrir de allí en adelante, un muchacho que casi parecía un cadáver viviente hizo su aparición por el sendero.

Se le advertía agotado, con aire ausente, como drogado, borracho o inmerso en un universo propio.

No prestaba atención a las flores, ni a los árboles, ni a los pájaros, y apenas reaccionó en el momento de cruzar un charco que le empapó los zapatos.

Corrieron hacia él.

–¿Qué te ocurre? ¿Estás enfermo?

–Solo agotado.

–¿Tienes hambre?

–Mucha.

Le ayudaron a entrar en la casa.

–¿Qué te apetece?

–Cualquier cosa.

–¿Patatas con chorizo o perdiz escabechada? También podemos prepararte un conejo a la brasa, pero tardará un poco más. Hay que matarlo.

Les observó como si le costara un inaudito esfuerzo aceptar tan absurda pregunta.

–¿Hablan en serio?

–Totalmente.

Se decantó por la perdiz acompañada de pan fresco y un vaso de leche, y al terminar observó a las tres mujeres y a los dos hombres que le observaban a su vez.

Una de las mujeres, la que le daba el pecho a un niño, inquirió:

–¿Cómo te llamas?

–Víctor.

–¿Y a dónde vas?

–Aún no lo sé. Mis padres murieron el mes pasado y todavía no lo he decidido.

–Puedes quedarte el tiempo que quieras.

–No tengo dinero.

–Ni admitimos dinero, ni son estos tiempos de cobrar a quienes más lo necesitan –intervino Samuel.

–Pero la comida…

–Comida sobra. Las cosechas están siendo increíbles, los ríos se han llenado de peces y los campos de conejos, ciervos y perdices.

–¿Y eso por qué?

–Suponemos que puede deberse a que al disminuir la contaminación, la naturaleza ha reaccionado, pero no estamos seguros.

Costaba trabajo aceptarlo, pero así era. El virus que mataba a millones de personas no se mostraba inhumano, sino más bien «anti-humano» y parecía dispuesto a conceder el control del planeta a unos animales que hasta esos momentos se habían limitado a ser víctimas de los hombres.

Ningún gobierno había querido –o se había atrevido– a dar una cifra exacta del número de fallecidos, pero cabía suponer que la población mundial estaba siendo diezmada a marchas forzadas.

Y a medida que los habitantes supuestamente más inteligentes del planeta tendían a desaparecer, ese planeta se fortalecía y cedía el testigo de la supremacía a quienes nunca habían deseado ser supremacistas.

–¡De acuerdo! –admitió el muchacho, que aún se mostraba confundido–. Les sobran alimentos. ¿pero qué ocurre con la enfermedad? ¿No les asusta?

–Naturalmente que nos asusta –admitió Saúl–. Durante un tiempo convertimos la granja en una fortaleza pero llegó un momento en que nos dimos cuenta de que vivir en un eterno estado de terror es peor que no vivir.

–Algo sé de eso. Pasé un mes en una unidad de cuidados intensivos con temblores en todo el cuerpo. Creí que nunca más podría volver a trabajar.

–¿A qué te dedicas?

–Soy dibujante.

–¿Pintor…?

–Pintor es decir demasiado. Quizás algún día lo sea, pero de momento me limito a los cómics.

–¿Qué clase de cómics? –se interesó Laura, a la que como siempre le interesaba todo.

–De aventuras, pero ahora quiero empezar una serie sobre la epidemia; un reflejo del tiempo que nos ha tocado vivir, con ciudades vacías, violencia, miedo y familias rotas.

–Pues aquí no vas a encontrar ciudades vacías ni familias rotas, pero podrás trabajar tranquilo –le hizo notar Saúl–. Si quieres puedes instalarte en una de las cabañas del bosque.

–¿Y cómo les voy a pagar?

–¡Qué pesadez! Echarás una mano en la granja.

–No me parece suficiente.

–¿Y qué te parece un porcentaje sobre tus futuras ganancias? Probablemente alguien estará escribiendo un libro sobre la epidemia, pero en estos momentos nadie puede hacer una película y el testimonio de un cómic sería muy interesante.

–A condición de que fuera bueno… –puntualizó Anabel–. ¿Eres bueno?

El recién llegado pidió una hoja de papel y un lápiz y apenas necesitó un par de minutos para demostrar que era muy bueno plasmando con todo lujo de detalles la desolación de una gran ciudad de enormes rascacielos por cuya avenida principal tan solo se distinguía una jirafa.

–Eres bueno… –aceptaron de común acuerdo–. ¿Pero, por qué una jirafa?

–Porque en ese entorno resulta insólita, y cuanto estamos viviendo se me antoja insólito.

–De pequeña me encantaba pintar jirafas… –señaló Aurelia.

–Pero tenían cabeza de jirafa y patas de cocodrilo –le recordó su tío–. Eran horribles.

–Odio a los cocodrilos… –reconoció Víctor.

–Todo el mundo odia a los cocodrilos.

–Los egipcios no. Sobek era el dios de la abundancia y la fertilidad, creador del Nilo.

–Es que los egipcios eran muy raros. Siempre andaban de costado y con la mano extendida, como pidiendo una comisión o una limosna.

Como no era cuestión de pasarse la tarde diciendo sandeces, las mujeres decidieron acompañar al nuevo miembro de la comunidad a la mayor de las cabañas del bosquecillo, y en cuanto hubieron desaparecido, Samuel, al que Anabel había dejado al cuidado del niño, comentó, mientras comenzaba a cambiar los pañales:

–Esto me huele mal.

–¿Qué esperabas? –señaló su hermano–. Siempre ha sido un cagón.

–No me refiero al niño; me refiero a que ese chico nos puede traer problemas.

–¿Anabel…? –aventuró Saúl.

–Y Aurelia. Tú eres su padre y la sigues viendo como a una niña, pero ya no es ninguna niña y ese es el primer muchacho que ha visto en mucho tiempo.

–Ya lo sé.

–Y es muy agradable.

–Ya me había dado cuenta.

–¿Y qué podemos hacer?

–¿Hacer? –le replicó su hermano como si acabara de decir una herejía–. No puedo hacer nada. Durante la mayor parte de mi vida me consideré dueño y responsable de mis actos, pero ya no soy su dueño, y por lo tanto tampoco soy responsable. Es el puñetero virus el que marca la pauta.

–No en este caso. Se trata de tu familia.

–Se trata de «nuestra familia», y si tienes alguna idea de cómo encarar este problema te agradecería que la expresaras porque más vale equivocarse juntos que por separado.

–Pedirle que siga su camino.

–¿Por qué razón? ¿Porque no confiamos en nuestra hermana o porque tú no confías en tu sobrina ni yo en mi hija?

–¡Visto así…!

–Visto como lo has expuesto. Los dos sabemos que Anabel siempre hace lo que le da la gana, incluido tocar el acordeón, pero ya no es la misma y espero que a estas alturas tenga un cierto sentido de la responsabilidad.

Samuel también hubiera deseado que lo tuviese pero no podía olvidar que su hermana menor había sido siempre una de las criaturas más liberales disparatadas y desinhibidas del planeta.

La vacuna

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