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Capítulo II

Observaron con preocupación el gigantesco navío que se aproximaba; era el «Estrella Polar» y sabían que pertenecía a la misma empresa de cruceros que el «Cruz del Sur».

–Este viene a decirnos que el barco ya no es nuestro.

–Nunca lo fue –le hizo notar Mubarac.

Tenía razón; el hecho de que hubieran sido los primeros en subir a bordo de una nave abandonada tan solo les daba derecho a considerarse sus dueños hasta que sus verdaderos dueños hicieran su aparición y demostraran que había sido evacuada debido a que sus pasajeros corrían peligro de contagiarse.

–¿Y qué vamos a hacer?

–No lo sé, pero ya iba siendo hora de que alguien tomase las riendas de un asunto que nos queda grande –señaló Óscar.

–Hasta ahora no lo habíamos hecho tan mal.

–Tal como están las cosas, no hacerlo mal no significa hacerlo bien.

Guardaron silencio mientras observaban como el inmenso crucero hacía una prodigiosa demostración de habilidad, giraba noventa grados y se arboleaba por la banda de estribor sin que tan siquiera se percibiera un leve estremecimiento.

–Esos sí que son profesionales. No como otros…

Minutos después, su capitán, un cincuentón de espesa barba entrecana, aspecto de auténtico lobo de mar extraído de una vieja foto del «Titanic» e impecable uniforme blanco, se reunió con ellos en el puente de mando.

–¡Buenos días! –saludó casi militarmente–. Soy el capitán Rossi, Mario Rossi, y me pongo a sus órdenes.

–¿Cómo que se pone a nuestras órdenes? –se escandalizó Óscar–. Somos nosotros los que nos ponemos a las suyas. Llevamos meses fondeados aquí porque no tenemos ni idea de cómo se maneja un barco.

–No se trata de manejar un barco; se trata de manejar un hospital flotante, y lo están haciendo maravillosamente. A mí se me han muerto cuatro tripulantes y ya no me quedan más que treinta y seis hombres y cinco mujeres, una de ellas embarazada. ¿Cuántos pasajeros tienen a bordo?

–Cuatrocientos ochenta y cinco.

–¡Extraordinario! Realmente extraordinario. ¿Cuántos muertos durante la última semana?

–Ninguno.

–¡Extraordinario!

Al parecer la palabra le encantaba.

–Suponíamos que venía usted a hacerse cargo del «Cruz del Sur» en nombre de los armadores –señaló Mubarac.

–¿Los armadores? –pareció escandalizarse el marino–. Menuda pandilla de indeseables. Nos han abandonado a nuestra suerte porque saben que el negocio del turismo de cruceros será el último en recuperarse, por lo que apuestan por cobrar el seguro cuando la epidemia pase alegando que los barcos se perdieron.

–¿Realmente cree que la epidemia pasará?

–¿Y qué otra cosa podría hacer más que creerlo? Mi mujer está confinada en Génova, mi hija en Londres y mi hijo en un petrolero que se supone que navega rumbo a Sudáfrica, pero que nadie sabe dónde diablos se encuentra en estos momentos –depositó la gorra sobre la mesa de mapas como si con ello indicara que estaba listo para ponerse a trabajar–. ¿Cómo puedo ayudarles?

Óscar señaló un punto en el corazón de la ensenada.

–Llevándonos hasta allí, donde estaremos más protegidos y podamos largar una tubería hasta la desembocadura del río. Necesitamos más agua.

El viejo lobo de mar asomó la cabeza con el fin de estudiar el cielo, consultó su reloj y asintió:

–Tendrá que ser mañana porque maniobrar con barcos arboleados no resulta fácil. Y ahora les agradecería que me invitaran a cenar algo decente.

Le ofrecieron lo mejor de lo mejor, con buen vino, buen coñac y un habano, de lo que disfrutó sin dejar de repetir:

–¡Extraordinario! Realmente extraordinario.

En ciertos aspectos era un personaje un tanto peculiar y maniático, pero conocía muy bien su oficio por lo que al día siguiente maniobró de tal forma que los barcos quedaron al abrigo de la ensenada con lo que de inmediato pudieron iniciarse los trabajos de tender una tubería hasta la desembocadura del río.

Todos a bordo colaboraban entusiasmados con la idea de que a partir de aquel momento no tendrían que ducharse en medio minuto.

No obstante, a media tarde el italiano se presentó en el puente del «Cruz del Sur» y resultó visible que se encontraba molesto mientras comentaba en tono brusco:

–Dos de sus pasajeros, un príncipe saudí y un banquero panameño, han sobornado a mi sobrecargo con el fin de que les proporcione los cinco mejores camarotes de mi barco.

–¿Y por qué cinco?

–Por lo visto el príncipe tiene tres esposas.

–Se ve que le gusta la privacidad… –admitió César–. ¿Y cómo han conseguido sobornar a su sobrecargo si no permitimos manejar dinero?

–Con oro y diamantes.

–Se los requisaremos.

–¿Le pidieron permiso para subir a bordo?

–No.

–En ese caso tírelos al agua.

–¿Cómo ha dicho? –se asombró el italiano creyendo haber oído mal.

–Que los tire al agua –fue la tranquila respuesta exenta de toda teatralidad–. Nos encontramos en estado de excepción, por lo que si alguien aborda una nave sin permiso de su capitán está cometiendo un acto de piratería.

–Hace años nos aconsejaron a cuantos navegábamos por las costas de Somalia que arrojáramos por la borda a los piratas que intentaran asaltarnos –reconoció Mario Rossi–. Pero no creo que la situación sea equiparable.

–Desde que se incrementó la epidemia se considera defensa propia disparar contra quien invada una propiedad privada, o sea que tiene mi permiso para hacerlo.

–¡Extraordinario! –al capitán le seguía encantando la palabra–. Realmente extraordinario.

–Creo que también podría ahorcarlos, pero como no estoy seguro limítese a darles un chapuzón –consultó el reloj–. Prepare un buen espectáculo para las cinco porque conviene que quede bien claro que nadie puede saltarse las normas por muy príncipe o muy banquero que sea.

–¿Y qué hago con el sobrecargo?

–Si no hay distinción de clases es que no hay distinción de clases. Al agua con él.

–¡Extraordinario! Realmente extraordinario.

Se anunció por los altavoces y constituyó un curioso y divertido espectáculo ver como un estirado sobrecargo, un príncipe gordinflón y un escuchimizado banquero con peluquín desfilaban en paños menores por una pasarela y acababan siendo obligados a lanzarse al mar desde casi nueve metros de altura.

El príncipe fue el más aplaudido porque levantó una gran columna de agua, nadó resoplando hasta la orilla y, como había perdido los calzoncillos, durante la caída quedó tumbado sobre la arena mostrando sin el menor pudor su inmenso trasero.

Quienes más le aplaudieron fueron sus tres jovencísimas esposas.

Por su parte el banquero perdió el peluquín por lo que el divertido espectáculo resultó ejemplarizante, aunque dejó de ser divertido a partir del momento en que, al recoger la documentación de los condenados, se constató que el príncipe era efectivamente Omar Suleimán bin Fasi bin Salman, un destacado y prepotente miembro de la Casa real que a menudo demostraba ser cruel, sanguinario y vengativo, y el supuesto banquero panameño era en realidad Deodato Carballo, un corrupto general venezolano acusado de tráfico de drogas a gran escala, perseguido por la justicia internacional.

–¿O sea que hemos estado alimentando, cuidando y protegiendo a un narcotraficante? –se lamentó Camila–. ¡Lo que nos faltaba!

–Lo malo no es que lo hayamos alimentado, cuidado y protegido; lo malo es que le hemos dejado escapar –añadió Mubarac–. El jodido nadaba como un perro mientras todos estábamos pendientes del príncipe y en cuanto llegó a la orilla corrió como una liebre.

Aquella era una pésima noticia, de las peores que podrían haberles dado puesto que canallas de la calaña de Deodato Carballo y sus compinches del régimen bolivariano se estaban adueñando del planeta al sobornar o apoyar a políticos afines a sus ideas totalitarias.

Como el dinero no protegía contra el virus su puesto estaba siendo ocupado por la cocaína, la heroína, la marihuana o las anfetaminas, que no constituían un remedio, pero sí un consuelo.

Que dicho consuelo conllevara un precio muy alto para la salud no parecía significar un obstáculo para unos descerebrados que ya lo eran cuando aún no necesitaban disculpas para «meterse un chute», «esnifar una raya» o consumir a todas horas unas drogas que cada día causaban menos efecto.

La ley de la oferta y la demanda había conseguido que se establecieran mercadillos que recordaban los «corralitos» de las épocas de grandes crisis económicas, con la diferencia de que en ellos no se cambiaban dos gallinas por diez kilos de patatas, sino ocho gramos de heroína por cinco papeletas de cocaína.

A la vista de ello, y de descubrir que había estado protegiendo a malhechores y malgastando en ellos un tiempo y unos recursos que mucha gente honrada estaba necesitando, Óscar admitió que se había excedido en sus atribuciones y que ni él, ni Mubarac, Camila, o tan siquiera el capitán Rossi, tenían derecho a decidir a quién se debía tirar al agua y a quién no.

Rogó por tanto a cuantos jueces, fiscales o abogados hubiera a bordo que acudiesen al salón de actos y les comunicó que en su opinión había llegado el momento de redactar un conjunto de leyes apropiadas al momento que les había tocado vivir.

–Las normas anteriores ya no sirven, o sirven mal, puesto que ningún jurista pudo prever la llegada de este cataclismo, o sea que deben ser aquellos que se sientan capaces de anteponer la ley a cualquier ideología los que dicten unas nuevas. ¿A alguien le apetece sacar adelante un proyecto de esas características?

Intercambiaron miradas, se volvieron a observar reacciones, y al fin una elegante dama francesa se decidió a inquirir:

–¿Se está refiriendo a redactar una especie de Constitución o «Carta Magna» adaptada a los tiempos actuales?

–Eso deben decidirlo los implicados, teniendo en cuenta que serán unas reglas de comportamiento que afectarán a todos, cualquiera que sea su origen, raza, nacionalidad, estatus social o creencias.

–No tienen que ir en favor o en contra de nadie… –recalcó Camila–. Nuestro futuro es común, por lo que si no nos ajustamos a unas normas de convivencia nuestro peor enemigo seremos nosotros mismos.

Un pelirrojo que se sentaba en la segunda fila alzó la mano.

–Me considero un comunista convencido –dijo–. O sea que me descarto.

–No es necesario dar explicaciones –advirtió Mubarac–. Nos consta que será una labor difícil que no contentará a todos, así que los que no se sientan con ánimos para intentarlo pueden irse.

Se quedaron seis, incluida la elegante dama francesa. Se les alojó en los mejores camarotes del «Estrella Polar» y se les suplicó que tuvieran lista la nueva Constitución, «Carta Magna», o como quiera que la llamasen, antes de dos semanas.

–¿Dos semanas…? –protestaron–. ¿Se han vuelto locos?

–Probablemente, pero nos hemos limitado a propinar un chapuzón a dos auténticas alimañas... –tomó aire como si con ello pretendiera conseguir que lo que iba a decir fuera mucho más contundente–: Y si por desgracia nos vemos obligados a imponer nuevas sanciones a los que pongan en peligro la convivencia, debemos contar con argumentos legales que nos respalden o de lo contrario quedaríamos como hemos quedado en este caso: como unos auténticos gilipollas.

***

Tres hombres y las dos mujeres se sentaban en torno a una mesa redonda, como si con ello quisieran evidenciar que ninguno se consideraba superior al resto, y se encontraban allí por contribuir con idéntico esfuerzo a una causa común.

Como eran conscientes de la importancia de su trabajo, y de lo peligroso que sería que se conociesen sus auténticas identidades, habían decidido otorgarse nombres ficticios y nunca relacionados con el país al que pertenecían.

–Creo que, con mucha suerte, conseguiríamos disponer de treinta y cinco dosis al mes; como máximo, cuarenta –señalaba en esos momentos quien respondía al seudónimo de Lena.

–No bastarán –sentenció el denominado Dimitri.

–Ya sé que no bastarán; ni cuarenta, ni cuarenta mil, ni cuarenta millones, pero es lo que hay.

–¿Y si pidiéramos ayuda a la Organización Mundial de la Salud? –quiso saber quien se hacía llamar Diana y que parecía ser la de más edad.

–Alguien querría colgarse una medalla y echaría las campanas al vuelo despertando falsas expectativas. Y en este caso no es cuestión de dinero, querida. No se trata de invertir millones porque la naturaleza va a su ritmo.

–Y si la forzáramos perdería el paso –intervino el apodado Enzo, que chupaba una pipa que nunca se atrevía a encender porque le tiraban zapatos a la cabeza–. Tu nieto nacerá dentro de cuatro meses, pero si intentáramos que naciera dentro de dos tu hija correría peligro… ¿O no?

–Desde luego –admitió la demandada.

–Pues en eso estriba el problema –le hizo notar–. Si utilizáramos productos químicos nos bastaría poner a los laboratorios a producir a destajo, pero estamos trabajando con períodos de gestación que la naturaleza ha impuesto a lo largo de millones de años y no somos dioses que podamos salvar de un salto semejante abismo.

–¿Luego vamos por mal camino?

–A mi modo de ver estamos en un punto muerto del camino correcto, que no es lo mismo.

–Intento entenderte pero me resulta difícil –intervino por primera vez Richard.

–Digamos que es como si un grupo de alpinistas consiguiera coronar el Everest pero que por mucho que se apretujaran en la cumbre nunca habría espacio más que para cuarenta.

–Un símil acertado –admitió Dimitri–. ¿O sea que una vez en la cima algunos tendrían que descender para que subieran otros?

–Más o menos.

–Hace tiempo vi una película en la que docenas de ellos se amontonaban en una parte estrecha de la ruta, iban muriendo y…

–Todos la hemos visto, querido; todos la hemos visto y recordamos el problema moral que se les presentó a los guías a la hora de decidir a quién debían rescatar. No los salvaban por su dinero, sus méritos o su importancia, sino por las posibilidades que tenían de sobrevivir a la hora de descender por su propio pie hasta el campamento base.

Había comenzado a llover y permanecieron unos instantes contemplando como el amplio ventanal se cubría de goterones que resbalaban sin prisas como invitándoles a imitarlos y no precipitarse a la hora de tomar decisiones.

La tragedia de la mañana del once de mayo de mil novecientos noventa y seis, cuando una inesperada tormenta se abatió sobre el Everest provocando la muerte de ocho alpinistas, les obligada a considerar que de igual modo corrían el riesgo de precipitarse a la hora de elegir a quiénes debían vacunar.

Eran cinco, ¡solo cinco!, los que sabían lo que siete mil millones de seres humanos deseaban saber, y evidentemente la carga resultaba excesiva.

–No podemos callarlo.

–Pero tampoco decirlo.

–¿Y qué contará la historia sobre quienes sabían que existía una vacuna pero permitieron que tantos infelices murieran?

–Lo que cuente la historia me importa un bledo –sentenció Enzo agitando su pipa–. Me importa lo que dirían mi mujer y mis hijos si supieran que sé como salvarlos y no lo hago.

–Puedes hacerlo –puntualizó Lena.

–Desde luego, pero al día siguiente mi mujer me pediría que salvara a su hermana, su cuñado y sus sobrinos. Y lo mismo os ocurriría a vosotros, con lo que dentro de una semana una multitud desesperada derribaría esa puerta buscando una vacuna que no podemos proporcionarle.

–¿Y qué solución propones?

–Seguir trabajando mientras encontramos caminos paralelos.

–¿Al referirte a caminos paralelos te estás refiriendo a especies similares…? –se sorprendió Diana.

–Similares o afines por muy lejanos que parezcan.

–Podemos remontarnos a la prehistoria.

–Más vale remontarse a la prehistoria que aproximarse a la posthistoria. Al fin y al cabo, hemos comprobado que esos virus tenían un antepasado común que ha ido evolucionando de muy diversas formas.

–Volvemos a lo mismo: la evolución de las especies, pero nunca he sabido si los diferentes tipos de pinzón en los que Darwin basó sus teorías ponían el mismo tipo de huevos o tardaban el mismo tiempo en empollarlos.

–No creo que ni él mismo lo supiera, al igual que nosotros ignoramos cuál es el tiempo de gestación de un «Desmodus».

–Varía entre los tres y los seis meses.

–De eso no estamos seguros. Entre tres y seis meses suele ser el tiempo de gestación de la mayor parte de los murciélagos, pero por ser hematófago el «Desmodus» resulta único, y tampoco sabemos cuántas crías suele tener en cada parto.

–No más de dos –intervino Richard.

–Pues en ese caso pasarán años antes de que contemos con el material genético necesario para empezar a trabajar en serio porque la mayor colonia de «Desmodus» se encuentra en las selvas de la cordillera andina ecuatoriana y a casi tres mil metros de altura –se llevó la pipa a la boca, aspiró con delectación, como si estuviera tragando humo en lugar de aire, alzó los ojos evocando viejos tiempos e inquirió–: ¿Os acordáis de la epidemia de ébola de hace siete años…?

–Cómo olvidarla.

–En ese tiempo trabajaba para un laboratorio alemán que me envió al Congo a intentar averiguar algo sobre los supuestos estudios de unos misioneros que al parecer estaban obteniendo resultados del veinte por ciento de casos letales, cuando es cosa sabida que la tasa de mortalidad del ébola suele alcanzar el ochenta por ciento.

–Desconocía esa faceta aventurera de tu currículum –comentó Lidia con una divertida sonrisa–. Siempre te había considerado un ratón de biblioteca.

–Nosotros no somos ratones de biblioteca sino ratas de laboratorio, querida, pero dejando las bromas a un lado, lo cierto es que conseguí acceder a un galpón que se había utilizado en otro tiempo como aserradero y lo primero que me llamó la atención fue que contenía medio centenar de jaulas repletas de murciélagos.

–Ya estamos otra vez con la matraca de los murciélagos –protestó Dimitri–. ¿Hasta cuándo?

–Hasta que dejen de ser un referente en todo cuanto se refiere a epidemias. Y los que yo vi no eran «Desmodus hematófagos», sino frugívoros de la familia «Pteropodidae».

–¡Vaya por Dios! Eso me tranquiliza.

–¿Puedo continuar con mi historia?

–Puedes.

–¡De acuerdo! No lejos del galpón, un grupo de nativos parecía recuperar fuerzas, pero un guardia me impidió aproximarme y al poco acudió un misionero, que por lo visto había sido sargento de la legión, que me ordenó que diera media vuelta y no volviera a no ser que trajera víveres, ropas o medicinas.

–Normal… A esos lugares no se va con las manos vacías.

–Intenté sonsacarle sobre el número de enfermos que habían conseguido salvar, pero me respondió de muy malas maneras que no me mandaba al infierno porque ya estaba en él, pero que me largara cuanto antes o me echaría a patadas.

–¿Era católico…?

–¿Y qué más da que fuera católico, protestante o evangelista para que me pateara el culo? –fue la agria respuesta–. Era una especie de «Rambo» con sotana, pero al día siguiente conseguí saltar el muro, atisbar por la ventana y lo que pude ver me dejó helado; había docenas de enfermos derrengados en los camastros, gente que gemía, vómitos por todas partes y tres monjas que se afanaban por atender a los pacientes mientras otras dos diseccionaban pangolines y murciélagos.

–¡Qué manía!

–¡Por Dios, Dimitri! –se lamentó Diana–. Déjale en paz.

–¡Gracias, bonita! Por lo visto descartaron a los pangolines porque las muestras de virus que les tomaron carecían de la cadena de aminoácidos que aparece en el que afecta a los seres humanos. Para entonces ya había vuelto con dos camiones cargados de víveres, ropas y medicina, y a la vista de ello se mostraron más locuaces admitiendo que «su mejunje» estaba dando resultados, aunque aún era pronto para cantar victoria.

–Resulta comprensible que no quisieran precipitarse.

–Comprensible sí, pero a mí el laboratorio me exigía resultados porque corría el rumor de que gringos y chinos estaban ya tras la misma pista, por lo que les hice una última oferta: quince millones en mano y el veinte por ciento de los beneficios.

–Poco me parece.

–Poco en efecto, pero se conformaron demostrando una honradez digna de alabanza puesto que me entregaron dos maletas repletas de anotaciones y murciélagos disecados, pagaron a los nativos que habían hecho el papel de enfermos y desaparecieron.

–¿Qué has querido decir con eso de que «habían hecho el papel de enfermos»?

–Que se habían comportado como auténticos profesionales actuando como extras de cine.

–¿Bromeas…?

–¡Qué más quisiera yo! Se esfumaron ante mis narices.

–¿O sea que se trataba de una estafa?

–La mejor montada de que se tenga conocimiento, porque no tuvo lugar en los despachos de una ciudad sino en plena selva, rodeados de leopardos, serpientes, arañas y mosquitos.

–La verdad es que hay gente muy avispada… –sentenció Lena.

–Mucho. Sobre todo teniendo en cuenta que eran auténticos misioneros, y que al cabo de tres meses se instalaron en Ruanda para continuar con sus investigaciones.

–¡No es posible!

–Lo es, y allí siguen obteniendo excelentes resultados. Lo único que habían hecho era financiarse a costa de una empresa farmacéutica demasiado ambiciosa.

–De la que probablemente te despidieron.

–Y con razón. Pero cuando me enteré de lo de Ruanda me alegré porque los cabronazos eran muy simpáticos y muy sacrificados. Hay que tener un par de cojones para jugarse la vida diseccionando murciélagos cuando esa misma mañana has enterrado a tres enfermos de ébola.

–¿Podríamos localizarlos?

–¿Para qué? Ellos investigan sobre el ébola, nosotros sobre coronavirus.

–Pero ambas son epidemias letales, y lo más importante es que esos misioneros no trabajan sobre vacunas, sino sobre fármacos que reduzca los índices de mortalidad. Ya tenemos una vacuna, pero el principal escollo se centra en cómo aplicarla sin provocar una guerra. Sin embargo, siempre se sabe a qué enfermo de gravedad debemos proporcionarle un fármaco.

–¿O sea que tendríamos que colaborar con ellos?

–O con el mismísimo demonio si fuese necesario. A riesgo de resultar repetitivo, insisto en que no es momento de perder tiempo con unas vacunas de cara a un futuro más o menos lejano y que desde un punto de vista social se han vuelto casi tan peligrosas como el propio virus. Es hora de enfrentarse a él con todas nuestras armas, intentar debilitarlo, conseguir que mute a una cepa menos letal, y rogar porque tenga una fecha de caducidad predeterminada, como aseguran algunos que tenía la gripe española.

–Nunca he compartido esa teoría.

–Tampoco yo, pero cuando ves como se llenan los cementerios o como un fascista como Bolsonaro permite que el mal penetre hasta el mismísimo corazón del Amazonas, o te aferras a alguna teoría o te cuelgas de un pino.

La vacuna

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