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Prólogo


Nunca he tenido muy clara la razón por la que la figura del rey Saud de Arabia me llamó la atención desde que era muchacho.

Tal vez fuera porque por aquel entonces vivía en el Sahara y todo cuanto se refiriera al desierto me apasionaba tal vez porque era un héroe de dos metros de altura que había tenido noventa hijos varones, o tal vez porque había iniciado la lucha por la recuperación de su trono con tan solo la ayuda un puñado de amigos, pero logró vencer al todopoderoso imperio otomano proclamando la independencia de su pueblo.

Fuera lo que fuera, y habiendo leído todo cuanto se había escrito sobre él, un día se me ocurrió la absurda idea de escribir, no una novela –de lo que por aquel entonces me sentía incapaz– sino un guion de cine, sin caer en la cuenta de lo inútil y estúpido de mi empeño puesto que semejante película exigiría un presupuesto desorbitado.

El citado guion quedó, como resulta lógico imaginar, durmiendo el sueño de los justos en el oscuro cajón de los sueños perdidos, hasta que casi treinta años después, ajado y con la ictericia propia de los documentos que han pasado mucho tiempo olvidados, surgió de entre los muertos.

Estaba muy deteriorado y plagado de tachaduras pero tuvo la virtud de reavivar mi admiración por el personaje en unos tiempos en los que ya me sentía capaz de escribir una novela, puesto que había publicado otras treinta.

Me puse en ello y al poco de salir a la luz recibí un extraño regalo enviado por alguien relacionado con Adnan Khashoggi, hijo del que fuera médico personal del rey Saud y tío carnal de Dodi Al Fayed, el «play boy» que murió en un extraño accidente de coche en París junto a la princesa Diana de Gales.

Adnan Khashoggi estuvo considerado durante mucho tiempo el hombre más rico del mundo gracias a turbios negocios de tráfico de armas, y su inmenso yate, el «Nabila», solía permanecer atracado gran parte del año en Marbella.

Yo le había conocido, muy de pasada, durante un Festival de Cine en Cannes, aunque dudo que tan ocasional conocimiento tuviera algo que ver con tan excepcional regalo ya que se trataba de un estuche «forrado en piel de cordero aún no nacido» con textos en oro repujado y que contenía unas noventa grandes láminas con reproducciones exactas de los cuadros que adornan el Palacio Real de Riad y que cuentan, paso por paso, la historia de rey Saud.

Fue entonces cuando comprendí la razón de tan excepcional regalo; yo nunca había estado en Riad, pero cada cuadro era como una página de mi novela, y cada página de mi novela parecía estar describiendo cada uno de los cuadros.

Los separan más de un siglo, pero ahora en esta nueva edición de la novela se encuentran juntos.

Siempre me han fascinado esos cuadros, por lo que tardé algún tiempo en darme cuenta de un curioso detalle que pone de manifiesto la mentalidad de un pueblo: las mujeres fueron importantísimas en la vida de Saud, que las amaba y respetada, pero entre todos esos cuadros tan solo aparece una imagen femenina y de forma muy lejana y secundaria.


Alberto Vázquez-Figueroa

Saud el Leopardo

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