Читать книгу Saud el Leopardo - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 6

Оглавление

Saud el Leopardo




Alberto Vázquez-Figueroa


PRIMAVERA 1901

A lomos de camellos,

a lomos de caballos,

saliendo de la nada,

con nada entre las manos,

así llegaron.


Con la fe como espada.

Con la verde bandera,

y la limpia mirada,

así llegaron.


¿De dónde habían salido?

Del lejano pasado,

de la triste derrota,

de la muerte y el llanto.


Y van de nuevo camino

de más muerte y más llanto,

pues apenas son treinta

y ellos son demasiados.




Como un mar inacabable de olas petrificadas, las dunas se extendían hasta perderse de vista en el brumoso horizonte mientras el viento robaba de sus crestas diminutos granos de arena que arrojaba con fuerza contra las rocas, los matojos y los rostros de los hombres.

Zorros, hienas, chacales y gacelas se protegían como podían del despiadado sol del mediodía bajo el que se calentaba un lagarto rojizo, mientras una escurridiza serpiente dejaba un extraño surco sobre el terreno al deslizarse, huyendo enloquecida, de las pezuñas de las veloces bestias que se abalanzaban sobre ella como si pretendieran aplastarle la cabeza.

Ondeando al viento al frente de la treintena de caballos y camellos que avanzaban sobre la interminable llanura, destacaba una bandera verde en la que campeaban dos espadas y una leyenda en caracteres árabes que rezaba:

No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta.

Y junto a la bandera, a la cabeza de un puñado de orgullosos jinetes de rostros decididos que no parecían sentir ni calor ni cansancio, se distinguía, destacando sobre el resto, la imponente figura de un hombre de dos metros de estatura, delgado, ágil, musculoso y fuerte, de nariz recta, profundos ojos negros e imperativos ademanes, Abdul-Aziz Ibn Saud, primogénito de la casa de Saud, descendiente directo de una hija del santo Wahab y nieto del glorioso rey del Nedjed, Saud el Grande.

Escoltándolo cabalgaban su hermano menor Mohamed, de dieciocho años, y su primo Jiluy, que tenía fama de ser el más fuerte y osado de los guerreros de su tiempo. Los seguían, muy cerca, Ali, Turki, Mulay, Omar y un puñado de soñadores que marchaban convencidos de que su joven príncipe les conduciría de victoria en victoria. Poco a poco los paisajes del desierto fueron cambiando; las arenas y dunas dieron paso a los pedregales, montañas rocosas e incluso algún que otro lejano oasis que los jinetes evitaban, continuando inmutables bajo el ardiente sol, siempre con su estandarte al frente, como si tan solo persiguiesen un objetivo muy concreto.

Y ese objetivo se presentó al fin en forma de una larga caravana de mulas que avanzaba cansinamente por la llanura, conducida por medio centenar de soldados fatigados y sudorosos, uno de los cuales portaba sin excesivo entusiasmo la bandera turca de la media luna y la estrella sobre fondo rojo.

Como un violento y destructivo simún, profiriendo aullidos y levantando nubes de polvo, los jinetes se abatieron sobre los sorprendidos muleros, que de inmediato se aprestaron a la defensa obedeciendo las órdenes de un desconcertado capitán que les gritaba a voz en cuello que formaran un círculo con sus animales y dispararan sus armas.

Algunos beduinos cayeron heridos, y varios camellos rodaron por la arena lanzando berridos de dolor al tiempo que las mulas escapaban despavoridas arrojando al suelo su carga.

La batalla se generalizó, los soldados, mejor armados y con más abundancia de munición, parecieron inclinar por un momento la balanza a su favor, pero Ibn Saud cargó, alfanje en mano, seguido casi a la cola de su caballo por los decididos Omar y Jiluy. Rompieron las filas enemigas, sembraron el desconcierto, y apoyados al poco por el resto de los guerreros lograron que los turcos depusieran las armas.

Los jinetes del desierto rodearon a los vencidos, que parecían temer las represalias y, sobre todo, parecían temer el afilado acero del alfanje de Ali, un negro gigantesco que había saltado rápidamente a tierra, y que se paseaba entre ellos con el arma firmemente empuñada dispuesto a cercenar cabezas.

Al fin, el hercúleo verdugo se detuvo ante el oficial turco, que había resultado herido en un brazo, y alzó los ojos hacia Ibn Saud aguardando, con una simple mirada, su autorización para decapitarle.

Su líder se lo denegó con un imperativo gesto:

–Solo son soldados que han luchado como era su deber. Si no lo hubieran hecho merecerían ser ejecutados, pero al demostrar su valor merecen que los dejemos en libertad.

Los turcos no daban crédito a lo que oían, y algunos se hincaron de rodillas tratando de besarle las sandalias en cuanto hubo descendido de su caballo, pero el saudita los rechazó sin aceptar su agradecimiento, limitándose a dirigirse al oficial herido con el fin de señalar:


–Regresa a Estambul y cuéntale al califa que el príncipe Abdul-Aziz Ibn Saud ha vuelto con intención de reconquistar el reino de su padre. Adviértele que no debe continuar ayudando a mis eternos enemigos, los rashiditas, ni interponerse en mi camino, porque no descansaré hasta ver de nuevo la casa de Saud en el trono de mis antepasados. Si quiere vivir tranquilo que se olvide de Arabia.

El agotado capitán le observó entre incrédulo y asombrado al tiempo que su vista recorría, uno por uno, los rostros de la minúscula tropa de beduinos, algunos heridos y todos pésimamente armados con viejos fusiles, espingardas casi prehistóricas, alfanjes y lanzas.

–¿Y con este miserable ejército piensas enfrentarte al Imperio otomano? –acertó a murmurar apenas.

–Con él, y con la ayuda de Alá –fue la seca respuesta. El oficial pareció ganar confianza ante la aparente seguridad de que no le iban a cortar la cabeza, por lo que poco a poco se irguió sin dejar de sujetarse el brazo herido.

–Lo que es valor no te falta –admitió en un tono de auténtica sinceridad–. Pero vas a necesitar algo más que valor y la ayuda de Alá a la hora de emprender tan loca empresa. Por cada uno de tus seguidores, el califa cuenta con dos millones de hombres.

–Pero por cada uno de esos millones de hombres yo cuento con mil millones de granos de arena, y puedes estar seguro de que ningún Ejército turco sabrá vencer a un ejército de arena.




Los fabulosos cuentos de Las mil y una noches parecían haberse convertido en realidad visto que el palacio que se alzaba en el centro de la ciudad-fortaleza de Hail no desmerecería cuanto se aseguraba en las leyendas. De igual modo la fiesta que se estaba celebrando en el salón principal era digna de aquellas viejas historias que relatara tantos siglos atrás la princesa Sherezade al sultán Aarohum Al-Rashid, aunque en esta ocasión no se trataba de cientos, sino tan solo de un par de docenas de asistentes a la danza del vientre que interpretaba una hermosa bailarina de cabellos muy negros y provocativos ojos verdes. Todo era lujo, abundancia y casi inútil derroche de riquezas, y la más espectacular muestra de ese lujo y ese derroche la constituía sin lugar a dudas el jaique de seda negra recamado en oro y perlas del todopoderoso emir Mohamed Ibn Rashid, quien apenas superaba los cuarenta años de edad, pero al que una disoluta vida de relajamiento y placeres sin freno había envejecido en demasía pese a que aún no resultaba difícil adivinar que en otros tiempos debió de ser un hombre extraordinariamente fuerte, ágil, e incluso atractivo.

Astucia y crueldad constituían, no obstante, los rasgos sobresalientes de quien se había auto-proclamado años atrás rey del Nedjed, un hábil e intrigante político que había sabido ganarse, a base de aparente sumisión y abundante falacia, la amistad de unos invasores otomanos a los que en realidad despreciaba.

Pese a tal desprecio, uno de los más brillantes e inteligentes generales del Ejército turco se sentaba en aquellos momentos a su lado, compartiendo las delicias de su mesa y la belleza de las semidesnudas esclavas.

La fiesta continuó hasta el momento en que la bailarina de los ojos verdes desapareció tras una cortina, lo que aprovechó el elegante general para comentar, como si no le diera mayor importancia al hecho:

–Una cuadrilla de rebeldes beduinos, que por lo visto no respetan en absoluto tu autoridad, atacó hace tres días una de mis caravanas de aprovisionamiento.

–Lo sé –fue la agria respuesta del dueño del palacio–. Las noticias corren con demasiada velocidad por el desierto. Sobre todo las malas.

–¿Corrió también la noticia de que los mandaba Abdul-Aziz Ibn Saud? –insistió el otomano.

–No, eso no lo sabía –admitió el emir visiblemente molesto.

–Pues por lo visto el joven príncipe ha decidido abandonar su destierro en Kuwait en un intento de recuperar el trono que le arrebataste –recalcó el militar con marcada intención, al tiempo que observaba de reojo y casi burlonamente a su interlocutor.

El rostro de Mohamed Ibn Rashid denotó un evidente disgusto, lo que cabía atribuir tanto al hecho de que hubiera ignorado la identidad del atacante, como a que en verdad le inquietara y, mucho, la nefasta noticia de que se trataba de un miembro de la aborrecida estirpe a la que había traicionado once años atrás.

–¿El joven Abdul-Aziz? –inquirió intentando aparentar una indiferencia que no sentía–. Creo recordar que, cuando su padre escapó de Riad, Ibn Saud tendría casi diez años, por lo que ahora debe de tener...

–Veintiuno –fue la seca y segura respuesta–. Pero los que le conocen aseguran que se ha convertido en una especie de gigante de dos metros de altura y un gran guerrero que ha jurado no descansar hasta clavar tu cabeza en una pica y expulsarnos a los turcos de Arabia.

–¡El muy cretino no escarmienta! –masculló el emir entre dientes–. Ya lo intentó hace dos años, pero le obligué a regresar con el rabo entre las piernas a esconderse bajo la cama del emir de Kuwait. Y sabes muy bien que si no hubiera sido porque intervino la Armada inglesa habría acabado con ambos y en estos momentos yo ocuparía el trono de ese cretino de Mubarrak.

–Por aquel entonces Ibn Saud se encontraba prácticamente solo, pero por lo que he conseguido averiguar ahora le siguen treinta hombres –le advirtió el otomano. Mohamed Ibn Rashid no pudo evitar una sonrisa de desprecio mientras hacía como que prestaba toda su atención a una nueva bailarina que acababa de aproximarse hasta casi rozarle el rostro de forma insinuante, pese a lo cual resultaba evidente que su pensamiento se encontraba lejos de allí.

Al fin agitó la cabeza como si le costara trabajo aceptar que lo que acababan de contarle pudiera ser verdad.

–¡Treinta hombres! –replicó casi escupiendo las palabras–, ¡qué absurda locura! Mañana mismo puedo lanzar tras él a un millar de mis mejores jinetes xanmars. Empiezo a creer que ha llegado el momento de acabar de una vez por todas con esa maldita estirpe de la casa de Saud.

–Pues te aconsejo que actúes cuanto antes, porque si lo ocurrido llega a los oídos del califa podría alcanzar la conclusión de que no estás capacitado para ser su aliado y buscarse otro.

–¿Supones que lo haría? –se inquietó Mohamed Ibn Rashid.

–Nunca he sido tan osado como para intentar siquiera suponer qué es lo que pasa por la mente del comendador de los creyentes. Me limito a obedecer y punto.

–¿Tienes alguna idea sobre dónde puede encontrarse en estos momentos Ibn Saud?

–Ayer llegó una paloma con un mensaje de uno de mis espías que asegura que le han visto dirigirse al sureste, hacia el territorio de los ajmans.

Mohamed Ibn Rashid sonrió ahora de una forma mucho más espontánea, puesto que evidentemente la noticia le agradaba sobremanera.

–¡Los ajmans! –exclamó como regodeándose en semejante nombre–. En ese caso no vale la pena movilizar a mis jinetes. Esos cerdos ismaelitas acabarán con él.

–Yo no confiaría tanto en ellos.

–No lo pongo en duda –admitió el turco–. Sospechamos que en una ocasión Suleiman asesinó a dos de nuestros oficiales de Caballería que se habían perdido en su territorio, pero nunca hemos podido confirmarlo debido a que desaparecieron sin dejar rastro.

–Es su especialidad –insistió el emir–. Acoge, engaña, asesina, roba y entierra luego a sus víctimas a sotavento de una gran duna, de tal modo que en cuanto la arena avanza empujada por el viento cubre los cadáveres, que desaparecen para siempre.

–¡Hijo de puta!

–El mayor que existe. Si no se encuentran los cadáveres durante los primeros días, ya no se encuentran nunca.

–¡Lógico! Esas dunas suelen afirmarse y permanecer en el mismo lugar durante cientos de años.

–Por lo que me han contado, las inmensas y bellísimas dunas de su territorio, que con frecuencia recuerdan cuerpos de mujeres desnudas, ocultan cientos de cadáveres.

–¡Listo el muy cerdo! –masculló una vez más el general–. ¿O sea que esos dos pobres oficiales probablemente descansarán ahora bajo millones de toneladas de arena?

–Eso me temo, amigo mío –reconoció el emir fingiendo una pena que no sentía–. Suleiman está considerado una vergüenza y una deshonra entre los habitantes del desierto.

–Sin embargo, lo has convertido en uno de los más firmes pilares de tu gobierno.

–En efecto... –se vio obligado a reconocer de manifiesta mala gana su interlocutor–. Las circunstancias me han obligado a tenerle como indeseable aliado pese a que soy consciente de que es el beduino más avaro, traidor, corrupto y rastrero de Arabia.

–¡Lo que ya es decir mucho! –comentó su huésped antes de meterse en la boca la boquilla del narguile que acababan de encenderle.

Mohamed Ibn Rashid no pudo por menos que dirigirle una larga mirada de reconvención al tiempo que le espetaba:

–Ese comentario no ha tenido ninguna gracia.

–Es que no lo hecho con intención de ser gracioso, sino de ser sincero... –replicó el otro sin inmutarse–. No olvides que si te sientas en un trono es gracias a mí, o, para ser más exactos, a lo que me ordenó que hiciera mi señor, el califa. Y te garantizo que nos vimos obligados a soltar dinero a raudales, porque la adhesión de la mayoría de los sheiks de las tribus beduinas tan solo se obtiene a base de oro. ¡Mucho oro!

–Me consta y siempre te lo he agradecido, pero sabes muy bien que os lo estamos pagando con creces a base de impuestos.

–¡Demasiado despacio, amigo mío! Demasiado despacio. Y ahora gira la vista a tu alrededor y muéstrame a alguien de esta sala que no haya traicionado en alguna ocasión a la casa de Saud, o que no esté dispuesto a traicionarte a ti, o incluso a mi señor, el califa, en cuanto le aseguren que alguien le va a reducir los impuestos a la mitad.



El campamento se alzaba en el extremo oeste de un oasis de palmeras tristes y polvorientas, protegido del viento por un pequeño pero escarpado macizo rocoso, y no estaba constituido más que por una veintena de burdas jaimas de pelo de camello, sucias y descuidadas, plantadas sin orden ni concierto, así como por tingladillos de cañas y hojas de palma entre los que pululaban cabras, camellos, ovejas y gallinas junto a mujeres desgreñadas y chiquillos mugrientos.

En la mayor de las jaimas, el grasiento y sudoroso Suleiman, gordo hasta parecer apopléjico, de mirada huidiza e hipócrita sonrisa, sheik indiscutible de una de las familias más fanáticas y sanguinarias de los ajmans, hizo un gesto de asentimiento con el fin de que su bella e inquietante hija, Zoral, ofreciera ceremoniosamente una bandeja de humeante carne de cabra a Abdul-Aziz Ibn Saud, quien la rechazó con un gesto mientras cogía un puñado de dátiles de un plato.

–No, gracias –dijo–. Con esto me basta.

Un tanto desconcertada, la atractiva muchacha, que parecía moverse más como un felino que como un ser humano, ofreció la bandeja a Mohamed, Jiluy y Ali, deteniéndola largo rato ante Omar, pero los cuatro la rechazaron igual que su príncipe, alegando que se conformaban con dátiles y agua.

–Poco alimento es ese para quienes necesitarán de todas sus fuerzas a la hora de luchar contra Mohamed Ibn Rashid y los malditos otomanos, ¡a quienes Alá confunda y el desierto se trague para siempre! –comentó de inmediato Suleiman–. Te veo en exceso delgado, querido amigo.

–Las fuerzas que necesito en esta lucha no se obtienen de la carne de un animal muerto –le hizo notar Ibn Saud sin apenas inmutarse–. Y no he venido desde tan lejos en busca de manjares, sino de tu ayuda con el fin de librar a Arabia de los rashiditas y sus amigos turcos.

–¿Y cómo podría alguien tan humilde como yo ayudarte en tan difícil y arriesgada empresa, mi admirado y bien amado príncipe?

–Con hombres, camellos, armas y municiones –fue la seca respuesta–. Y sobre todo dinero.

El sheik de los ajmans señaló con un amplio gesto su sucia jaima y los cuatro sobados arcones de cuero que parecían constituir todo su mobiliario y posesiones al tiempo que señalaba:

–Tú mismo puedes comprobar cuan pobre continúo siendo, príncipe. No tengo más que una única hija, mi tribu es pequeña, mis guerreros escasos, mis tierras infértiles y mis camellos insuficientes. No sé cómo podría ayudarte.

Ibn Saud contempló en silencio a su repelente anfitrión y ni siquiera intentó disimular el desagrado que le producía. Tomó otro dátil, se lo metió delicadamente en la boca, lo masticó despacio y extrajo el hueso, que depositó sobre un plato con estudiada elegancia.

–Hace años –dijo–, siendo yo apenas un niño, mi padre, el rey Abdul Rahman, fue expulsado de su capital, Riad, por el traidor Mohamed Ibn Rashid, al que apoyaban los turcos.

–Lo sé y siempre lo lamenté –replicó el gordo–. Apreciaba a tu padre.

–Lo dudo mucho, dado que en tan terribles circunstancias mi familia vagó por el desierto buscando la protección de las tribus beduinas, en un desesperado intento por salvar la vida y la honrosa estirpe de los Saud. Todas, incluida la de los pobres murras, que la mayor parte de los días no tienen nada que llevarse a la boca, nos brindaron una hospitalidad que ha constituido desde siempre la principal virtud de los nómadas; todas menos una...

El rostro de Suleiman se había ido demudando a medida que Ibn Saud hablaba; su nerviosismo aumentaba y sus ojos se volvían a todas partes como esperando una ayuda que no llegaba. Intentó atajar con un gesto de la mano a su huésped, que no obstante continuó impertérrito:

–Los ajmans fingieron acogernos bajo su techo con intención de robarnos, asesinarnos y cobrar posteriormente la recompensa que los turcos ofrecían por nuestras cabezas, pero mi padre se dio cuenta a tiempo y...

–¡No! ¡Yo no! –se defendió desesperadamente el sheik para gritar a continuación–: ¡Fedayines! ¡Ahora! —Ese grito iba dirigido hacia el fondo de la jaima, en la que se abrió de improviso una especie de falsa pared de la que surgieron dos beduinos armados de largos alfanjes que apartaron a un lado a la muchacha con la evidente intención de lanzarse sobre Ibn Saud y sus hombres.

Ni siquiera tuvieron tiempo de dar un paso, puesto que Omar, que ocultaba su mano derecha bajo un amplio jaique, hizo un leve movimiento, sonaron dos disparos, y los atacantes cayeron casi simultáneamente, sin lanzar un grito de agonía.

Suleiman había dado a su vez un salto esgrimiendo una amenazadora gumía, pero dejó caer el brazo al comprobar que ahora el arma de Omar le apuntaba directamente a los ojos mientras Ibn Saud agitaba la cabeza en un gesto de reconvención.

–Nunca cambiarás, Suleiman –musitó Ibn Saud con evidente amargura–. Tus latrocinios, tus traiciones y tu avaricia continúan siendo la vergüenza de los habitantes del desierto.


Indicó con la mirada los arcones, y Ali, con un golpe del revés de su alfanje, hizo saltar los candados. Al volcarlos, de dos de ellos surgió una cascada de monedas e infinidad de objetos de oro y plata que se desparramaron sobre los desnudos pies de Zoral.

El repugnante sheik se precipitó a interponerse entre el negro y su tesoro al tiempo que aullaba como un poseso hasta un punto que se podría afirmar que había perdido el juicio.

–¡No toques mi oro! –aulló–. ¡No lo toques! Quítame la vida si quieres pero no me quites el oro.

Ibn Saud, que se había puesto en pie sin abandonar ni por un instante aquella especie de inalterable serenidad que presidía cada uno de sus ademanes y que emanaba de toda su persona, sacudió la cabeza con un gesto de auténtica lástima.

–¿De qué te servirá todo ese oro en el otro mundo, Suleiman? –preguntó–. ¿De qué te servirá? ¿Acaso imaginas que el Paraíso que Alá promete a los honrados y a los justos se puede comprar con el fruto del robo y la rapiña?

Hizo una leve indicación a Omar, haciéndole comprender que debía llevarse de allí a la muchacha que se había limitado a permanecer en pie contemplando a su padre como si se hubiera convertido en estatua de piedra. En cuanto ambos hubieron abandonado la estancia, Ibn Saud afirmó con la cabeza, en lo que constituía una muda orden, y con suma habilidad Ali pinchó al gordo en el costado con la punta de su alfanje y, cuando se inclinó instintivamente, de un solo tajo rápido y brutal le cercenó la cabeza, que rodó sobre la alfombra para ir a detenerse sobre la aún humeante bandeja repleta de carne de cabra.

Ibn Saud indicó despectivamente los arcones:

–Que la mitad se emplee en comprar armas y la otra mitad se reparta entre los murras, a los que este malnacido persiguió y asesinó durante su larga y asquerosa vida. Confío en que en estos momentos esté ya intentando robarle los cuernos a Saitan el Apedreado.




Los turcos son feroces

y cruel su aliado,

mas ellos no les temen

pese a ser demasiados.

Con la verde bandera

y la fe como espada,

así marcha Saud

sobre un blanco caballo.

Viene a reconquistar

aquel reino robado,

viene a recuperar

el honor mancillado.

Por allí llega Saud

sobre un blanco caballo,

y los turcos le ignoran

porque son demasiados.

Pero Saud galopa

sobre un blanco caballo

porque sus enemigos

nunca son demasiados.

Saud el Leopardo

Подняться наверх