Читать книгу Azabache - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 5

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Cienfuegos pasó el resto del día y parte de la noche observando el mar y el cielo en un inútil esfuerzo por hacerse una idea de en qué punto del universo se encontraba y determinar si Haití se mantenía aún frente a la proa o había quedado definitivamente a sus espaldas.

El sol –que al ocultarse marcaba sin lugar a dudas el Oeste– y algunas estrellas de las que su buen amigo Juan De La Cosa le había enseñado a reconocer constituían por el momento sus únicos aliados, y tomó conciencia de que una vez más tendría que echar mano de todo su ingenio de sobreviviente nato para enfrentarse al nuevo peligro que para su integridad física representaba el cruel y panzudo portugués del inmenso testículo.

El Ganzúa parecía tener razón en cuanto había contado con respecto al temido y repelente capitán de un mísero barcucho que hasta cierto punto podía considerarse nave corsaria o buque espía al servicio de la Corona portuguesa, puesto que todas sus acciones estaban encaminadas a conservar su privilegiada posición de inflexible tirano de una tripulación a la que se diría condenada a navegar eternamente en busca de un incierto destino.

La vaca marina en tierra firme no hubiera sido nunca más que un pobre inválido aquejado de una grotesca enfermedad que provocaba hilaridad, puesto que su enorme vientre y su desmesurado testículo lo convertían en una especie de ridícula rana sudorosa, pero allí, a bordo del «Sao Bento», era rey y señor, suprema autoridad, juez y verdugo, y hasta el último grumete sabía de antemano que una simple sonrisa mal interpretada podía conducirle al cadalso.

Tal vez por todo ello, el astuto rey Juan le había elegido entre docenas de posibles candidatos, puesto que lo que exigía aquella clandestina empresa no era un hombre valiente, animoso o emprendedor, sino más bien un avieso y paciente observador capaz de pasarse años en el mar sin experimentar la más mínima nostalgia por un lejano hogar o un puerto amigo en el que descansar.

La misión de Euclides Boteiro se limitaba por tanto a recorrer miles de millas trazando mapas y analizando posibles derroteros, estudiando vientos y corrientes, y recabando una valiosísima información que algún día se pondría al servicio de los auténticos abanderados de heroicas empresas.

Y tenía además, y sobre todo, el secretísimo encargo de seguir las huellas de Cristóbal Colón, descubrir sus puertos de apoyo y tratar de adelantársele en la aún incompleta aventura de llegar a los grandes imperios del Este siguiendo el camino del Oeste.

Y es que casi desde el mismo día en que don Juan II decidió aceptar los consejos de sus navegantes de rechazar la oferta de Colón de intentar la travesía del Océano Tenebroso, y para verlo abandonar Lisboa dispuesto a negociar con los españoles, un mal presagio pareció adueñarse de su ánimo llevándole al íntimo convencimiento de que tal vez acababa de cometer uno de los mayores errores de la Historia.

A tal punto llegó su desasosiego cuando tuvo noticias de que el genovés se encontraba ya en tratos con los Reyes Católicos que incluso le envió tres mensajeros rogándole que regresara a reiniciar las fallidas conversaciones, pero Colón, tal vez por orgullo, o tal vez porque temiera que en realidad lo único que pretendía era deshacerse de él encarcelándolo, prefirió continuar en España aunque le costara mucho más tiempo y esfuerzo llevar a cabo su difícil empeño.

El regreso años más tarde de La Pinta y La Niña con la feliz noticia del descubrimiento de nuevas tierras allende los mares provocó de inmediato el nacimiento de una sorda ira en el corazón del monarca al tiempo que una profunda frustración en el seno del pueblo portugués, que consideró que en cierto modo la falta de visión de sus mandatarios les había privado de una gloria a la que creían tener derecho por la magnitud de las hazañas de sus navegantes en los últimos tiempos.

Un soberano tan pagado de sí mismo como lo había sido siempre don Juan II jamás supo asimilar la notoria ofensa que le hiciera el almirante aireando públicamente su error, por lo que dedicó gran parte de su esfuerzo a boicotear o destruir en lo posible los logros de quien tan abiertamente le había humillado.

Colón había demostrado que el Océano Tenebroso podía atravesarse, y eso nadie sería capaz de negarlo, pero lo que Colón aún no había conseguido, pese a sus múltiples promesas, era fondear sus naves frente al palacio del Gran Kan, y era en esa tarea donde los portugueses pretendían adelantársele.

Cuatro buques como el «Sao Bento» habían zarpado por tanto a hurtadillas de los más recónditos puertos de provincias, y sus peculiarísimos capitanes tan solo tenían una orden concreta que cumplir: hacer lo imposible por conseguir que la bandera de los Avis ondeara en primer lugar en las costas de Asia.

¿Pero a qué distancia se encontraban exactamente aquellas costas, y cómo salvar el inesperado obstáculo que significaban el cúmulo de islas, islotes e islillas que se atravesaban continuamente en el camino?

Para el canario Cienfuegos la respuesta a tal pregunta parecía estar muy clara: dondequiera que se encontrase el Gran Kan tenía que ser muy lejos, dado que ni uno solo de los múltiples indígenas con los que había llegado a tomar contacto a lo largo de aquellos años había oído mencionar que en algún lugar del mundo existiesen poderosos reyes o enormes ciudades con palacios de oro, pero resultaba a todas luces evidente que, según le advirtiera la negra Azabache y lo refrendara el flaco Ganzúa, admitirlo ante el sanguinario capitán Eu significaría introducir por sí mismo la cabeza en el lazo de la soga.

Con la primera claridad de un alba que lo sorprendió recostado en el tambucho de proa, el gomero tenía ya por tanto completamente diseñado en la cabeza el imaginario derrotero que el portugués venía buscando, y había llegado al firme convencimiento de que, según todos los indicios, no más de dos semanas de navegación debían separarlos de las costas de Cipango y el Catay.

–Al fin y al cabo –se dijo–. ¿Quién soy yo para llevarle la contraria a un almirante…? Si él afirmaba que Cipango está cerca, es que lo está.

–Oeste, Suroeste… –fue su firme respuesta por tanto cuando el piojoso capitán le interrogó sobre la ruta a seguir, evocando quizá con ello las indicaciones de los hermanos Pinzón, que siempre habían asegurado que tal rumbo era el más lógico y el que menos hacía sufrir a las naves durante la travesía del océano.

–¿Oeste, Suroeste…? –repitió el gordinflón como en un eco sin dejar por ello de taladrarlo con sus porcinos ojillos–. ¿Estás seguro?

–Si el mar y el viento se mantienen así, dentro de cuatro o cinco días emproaremos al Oeste para dar con una isla alta y muy verde que dejaremos por babor.

Sucedió entonces una de las cosas más pintorescas de que el gomero tuviera nunca noticia, ya que el viejo marino, que presumía de haber pasado más de cuarenta años navegando, pareció desconcertarse de improviso, se miró las manos, consultó un tatuaje que lucía en el dorso de la diestra, y agitando repetidas veces la opuesta, repitió una y otra vez como en una especie de odiosa cantinela:

–Babor es la izquierda. Babor es la izquierda. Babor es la izquierda… ¡Maldita sea mi alma! Me moriré sin saberlo. ¡Y tú; español de mierda! –le espetó con voz de trueno–, acostúmbrate a la idea de que en mi barco no hay babor ni estribor, sino izquierda y derecha… ¿Está claro?

–Lo que usted mande, capitán.

–¿Por dónde tendremos que dejar entonces la isla?

El canario dudó, agitó la mano tal como el otro había hecho, y al fin repitió convencido:

–Por la derecha.

–¿Por la derecha? –balbuceó el portugués descompuesto y casi babeante–. ¿No acabas de decirme que por babor? Y babor es la izquierda. ¿O no?

–Creo que tiene usted razón, capitán –se disculpó el canario–. Es que eso es algo que yo nunca he tenido tampoco demasiado claro y ahora, al dudar usted me ha hecho confundirme.

–¡Está bien! Lárgate ahora… Y llama a Azafrán.

–¿Azafrán o Azabache, señor…?

–¡A la negra, joder! –explotó el otro–. ¡Y ándate con ojo, que por menos que eso he azotado a muchos!

–Son cosas del viejo… –sentenció poco más tarde Tristán Madeira cuando Cienfuegos le comentó el curioso incidente–. Pero no te engañes; que confunda nombres no significa que sea estúpido: es que, simplemente, cuando algo se le atraviesa, se le atraganta hasta el final. Y cuida tu gañote porque si el derrotero que le has dado no concuerda con lo que aparezca por la proa eres hombre muerto.

La recomendación iba en serio, el canario lo sabía y por ello se concentró en buscar una salida a la difícil situación en que sin duda se colocaría cuando una alta y verde isla no surgiera de la inmensidad del océano en el momento justo.

Azabache acudió al caer el sol a consolarle.

–¿Tienes miedo? –quiso saber.

–Bastante –asintió convencido–. Ese bestia está deseando hacerme bailar con el que está ahí arriba.

–Te lo advertí. Es un cerdo asesino. Se ha pasado toda la tarde buscando trufas, y ahora ronca como un búfalo. ¡Le odio!

–Si todos le odian tanto, ¿por qué no se ponen de acuerdo y lo tiran al mar?

–Porque es el capitán. Y el capitán de un barco portugués es como un dios.

–Entiendo… ¿Y los botes? ¿No habría forma de robar uno y hacerse a la mar?

–Están sujetos con cadenas y él guarda las llaves. También guarda las armas, su camarote es un auténtico polvorín, y jura que si un día descubriese el más mínimo conato de rebelión haría saltar el barco por los aires. –La muchacha arrugó la ancha nariz en un simpático ademán que repetía con frecuencia–. Y le creo capaz de hacerlo. Para él, aparte de su barco, nada existe, y la vida de los demás le tiene sin cuidado.

–¿Qué podemos hacer?

–Nada –fue la resignada respuesta–. Nada más que rezar para que Dios te ilumine y encuentres el rumbo justo.

–A mí Dios no me ilumina ni con candil –se lamentó el gomero–. O me espabilo solo, o me jodo… –Se volvió a observar fijamente a la africana–. ¿Realmente estás decidida a dejar el barco y cambiar de vida?

–Esto no es vida y malamente podría cambiarla –le hizo notar la otra–. Con tal de largarme estoy dispuesta a todo.

Cienfuegos la observó, llegó al firme convencimiento de que decía la verdad, y tras rascarse la barba concluyó por señalar:

–En ese caso, buscaremos la forma de acercarnos a tierra.

–Más fácil te resultaría conseguir que una tortuga abandonase su caparazón –le hizo notar la negra–. El barco es su fortaleza y el mar su aliado. ¡Mira a sus hombres! Cuanto más adelgazan, más engorda; cuanto más tristes y desesperados están, más orondo y feliz se le ve, y cuantos más mueren, más vivo parece. Es como si se nutriese del mal ajeno, y jamás renunciará a todo eso.

–Pues yo no estoy dispuesto a pasarme la vida a bordo de una pocilga flotante, comiendo galletas agusanadas y expuesto a que cualquier día me cuelguen.

–¿Y crees que a los demás les gusta? Hasta los oficiales me han pedido que lo degüelle cuando le tengo indefenso, borracho y con la cabeza entre los muslos, pero estoy segura de que lo primero que harían luego sería descuartizarme. Le odian, pero nadie tiene cojones para acabar con él.

–Yo lo haré –le prometió el isleño–. Con tu ayuda, pero sin necesidad de degollarlo.

Tres días más tarde el «Sao Bento» disminuyó de forma notable su andadura, comenzó a escorarse levemente y por último humilló la proa más de lo normal, lo que provocó que el timón variase su eje y se alzase en exceso dificultando la maniobrabilidad de la hasta aquellos momentos docilísima embarcación.

El capitán Eu envió de inmediato a su segundo a las sentinas, y este regresó con la mala nueva de que el casco estaba permitiendo que se filtrase agua por la aleta de babor, lo que hacía que, al estar la nave dividida en compartimientos, la sección inundada desbalancease el conjunto.

–¡Está bien! –admitió el repugnante gordinflón–. Que achiquen el agua y reparen los desperfectos.

Pero a media tarde un carpintero acudió a comunicarle que el problema era mucho más serio de lo que aparentaba en un principio, dado que no se trataba de que existiesen una o varias vías de agua que pudiesen taponarse, sino que más bien se diría que toda aquella parte de la aleta de babor, justo bajo la línea de flotación, se estaba ablandando y carcomiendo.

–¡No es posible! –estalló él capitán Boteiro olvidando por unos instantes de rascarse el desmesurado testículo–. El «Sao Bento» está construido con los mejores robles de Manteigas, y jamás se dio el caso de que uno de esos robles se pudriese.

–Puede que tenga razón, capitán –admitió asustado el pobre hombre–. Pero lo cierto es que este se pudrió.

–Ha sido la broma –sentenció Cienfuegos cuando esa misma tarde la noticia corrió entre la tripulación como reguero de pólvora–. Y si no se la ataja, convertirá la nave en un pedazo de pan mojado.

–¿La broma? –repitió un ceñudo contramaestre desconcertado–. ¿Qué diablos es eso?

–Un animalejo que pulula en estas aguas; una especie de carcoma de mar que se fija a los cascos y los va taladrando hasta convertirlos en un colador. El viejo Virutas, el carpintero de la «Marigalante», lo descubrió hace tiempo.

La vaca marina no pudo por menos que alarmarse ante semejante noticia, y dado que esa misma noche nuevos agujeros habían hecho su aparición en otras zonas del casco, mandó llamar al canario y le espetó sin más preámbulos:

–¿Qué invento de mierda es ese de la broma? –quiso saber–. ¿De dónde lo has sacado?

–No es ningún invento, señor… –replicó impertérrito el gomero–. Es algo muy serio. Del mismo modo que no me creería si le cuento que en estas tierras existen lagartos de más de tres metros que se comen a la gente, minúsculas arañas que matan de un solo picotazo o invisibles niguas que anidan bajo las uñas y acaban gangrenando una pierna, tampoco me creería si le digo que esa maldita broma puede descomponer un barco en tres semanas.

–¿Lagartos que se comen a la gente…? –se asombró el otro.

–¡Lo juro! –afirmó el isleño seriamente–. Una vez cincuenta de ellos me mantuvieron toda una noche subido a un árbol. Verá usted, iba yo vadeando tranquilamente una laguna, cuando de repente…

El relato de sus andanzas por las selvas tropicales, su encuentro con los caimanes y su posterior rescate por un amable indígena que le enseñó a sobrevivir en la más hostil de las junglas resultó tan sincero y fascinante que el seboso portugués no pudo por menos que admitir que resultaba de todo imposible que alguien se hubiera inventado todo aquello y diera tal cúmulo de detalles sin haberlo vivido.

–¡Diantre…! –refunfuñó al fin–. Nunca imaginé que este mundo fuera en verdad tan diferente al nuestro. Durante mis viajes a las costas africanas me hablaron de esa especie de lagartos enormes, pero siempre supuse que se trataba de fantasías de negro.

–Pues es cierto, señor. Tan cierto como que se va a quedar sin barco a poco que se descuide.

–¿Encontró ese tal Virutas algún remedio contra la broma?

–Untaba de pez el casco, pero no sé si daba resultado…

Una vez más, el obeso capitán Eu se despojó de la gorra y comenzó a aplastar piojos ensimismándose hasta el punto de olvidarse de la presencia del canario, que permaneció expectante y como distraído, intentando dar la impresión de que no le importaba demasiado la decisión que pudiera tomar con respecto al destino del buque.

Al fin, al cerciorarse de que el otro parecía haberse sumergido en una especie de abstracción tan profunda que se diría que se había olvidado del mundo, salió furtivamente del camarote y fue a reunirse con Azabache, que le aguardaba a proa.

–¿Y bien? –quiso saber la muchacha.

–Creo que, o mucho me equivoco, se apresurará a buscar una tranquila playa en la que varar el barco y reparar los fondos.

–¿Continúo haciendo agujeros?

–Déjalo por el momento. Si te descubrieran todo el plan se vendría abajo y acabaríamos colgados. Ahora lo único que debemos hacer es esperar.

–¡Lástima! –se lamentó la negra–. Me divierte eso de ir dejando el casco como un colador.

–Si te pasas, nos hundimos.

–¿Y crees que me importaría? –fue la sincera respuesta–. Muchas noches, sentada aquí después de haber tenido que pasar toda una tarde con ese puerco inmundo, siento cómo sus piojos me corren por el cuerpo o noto su hedor sobre mi piel y me invaden unos deseos locos de saltar por la borda y hundirme para siempre en un agua que al menos me dejará de nuevo limpia. Morir no es lo peor que puede ocurrirte a bordo de este barco, pero de niña me enseñaron que quien se suicida pasa el resto de la eternidad en un pozo de serpientes que entran y salen libremente por todos los orificios de tu cuerpo, y eso me aterra.

–¿Es ese el infierno de los negros: un pozo de serpientes?

–Para los dahomeyanos sí –respondió la muchacha con naturalidad–. Mi pueblo adora las serpientes, las conoce mejor que nadie y es capaz de preparar con su veneno medicinas que curan o pócimas que matan de mil formas, pero de igual modo que las consideramos una divinidad, las consideramos también el peor de los demonios.

–Yo no entiendo mucho de religiones –admitió el gomero con manifiesta sinceridad–. Pero por lo que tengo visto y oído al respecto me da la impresión de que dioses y demonios andan siempre cogidos de la mano y empeñados en jodernos la vida a los de abajo. De otro modo no se entiende que ocurran las cosas que ocurren en la Tierra, y que un tipo como yo, que nunca le hizo daño a nadie, lleve años dando tumbos.

–Es el destino.

–¿Y quién lo marca, los dioses o los demonios? Por lo que a mí respecta los segundos deben tener sin duda mucha más influencia, porque hay que ver las cabronadas que inventan…: aún no he salido de náufrago y ya soy candidato a colgar de una verga.

–Algún día cambiará tu suerte.

–Lo dudo… –replicó el canario convencido–. Cuando a un tipo tan pacífico como yo lo sacan de cuidar cabras en las montañas de La Gomera para lanzarlo encima un millón de calamidades no es lógico esperar que un buen día la suerte cambie y pueda volver a vivir en paz y sin problemas. Alguien allá arriba tiene un interés especial en fastidiarme, y a fe que lo está consiguiendo.

–En cuanto pisemos tierra y encuentre una víbora te fabricaré un amuleto que romperá el hechizo –le prometió muy seria la muchacha–. Las víboras todo lo pueden.

Pero el canario Cienfuegos no creía en amuletos, ya que los acontecimientos le habían enseñado a no confiar más que en su capacidad de ingeniárselas para salir con bien del infinito rosario de contrariedades que habían ido apareciendo en su camino.

Si había conseguido escapar con vida del naufragio de la «Marigalante», la masacre del Fuerte de la Natividad, el hambre de los caníbales, las asechanzas de los caimanes y el balazo de un español renegado, tal vez conservaría aún la suficiente dosis de picardía como para librarse de la soga que le tenía reservada aquella bola de grasa putrefacta, que de momento parecía aceptar la creencia de que su amado barco se encontraba atacado por una feroz carcoma.

Lo único que podía hacer, por tanto, era aguardar la reacción del capitán Euclides Boteiro, y por ello no pudo por menos de lanzar un hondo suspiro de alivio cuando al atardecer del día siguiente el timonel recibió la orden de abandonar el rumbo oeste-suroeste y seguir el vuelo de un grupo de albatros, que parecían regresar a sus nidos de la costa después de haber pasado la jornada pescando en mar abierto.

«Tiene miedo –se dijo–. Pese a que los hombres se pasen las horas achicando agua, la cubierta se inclina cada vez más, y tiene miedo…».

Y tal como suele suceder con harta frecuencia, el portugués no encontró mejor válvula de escape a sus temores que aumentar su ya de por sí exagerada crueldad, hasta el punto de que cuando esa noche el pobre grumete que le servía la cena tuvo la mala suerte de tropezar y caer sobre el inmenso testículo enfermo obligándole a emitir un alarido de dolor que resonó hasta en la más profunda bodega del navío, su reacción fue clavarle el tenedor en un ojo arrancándoselo de cuajo.

Le empujó luego con el pie para que rodara por la escalerilla del castillo de popa y amenazó con cortarle la cabeza a quien intentara prestar ayuda al desgraciado rapazuelo que aullaba de desesperación.

Entre Tristán Madeira y Azabache tuvieron que sujetar a Cienfuegos para que no subiera hasta donde se encontraba el canallesco gordo, puesto que resultaba evidente que la más sorda ira le nublaba en aquellos instantes la razón y no dudaría a la hora de abrirle la cabeza de un mandoble a quien pretendiera aproximársele.

–¡Déjalo…! –le suplicó la negra–. Ya no puedes devolverle el ojo a Jahirziño, y lo único que conseguirás es que te mate.

El gomero tuvo que hacer un sobrehumano esfuerzo por recuperar la calma, y cuando lo hubo conseguido estudió con detenimiento la odiosa figura que continuaba sentada en la inmensa butaca.

Comprendió entonces que lo que el capitán Euclides Boteiro pretendía en esos momentos era provocarle –a él o a cualquier otro miembro de la tripulación–, buscando el estallido de una rebelión que le diera una disculpa para volar el «Sao Bento».

Y es que el miedo, más que el viento, parecía ser la única fuerza capaz de impulsar aquella endemoniada nave, y ahora, al miedo que todos sentían hacia un solo hombre, se había unido el que ese mismo hombre sentía ante la evidencia de que su imperio de terror corría el riesgo de derrumbarse.

La gran victoria del piojoso portugués se centraba desde antiguo en el hecho indiscutible de que había sabido convertir el mar, eterno símbolo de libertad, en una inmensa prisión de la que nadie podía soñar con evadirse, y al enfrentarse ahora a la urgente necesidad de tener que varar en la arena, su frágil fortaleza se sentía terriblemente desasosegado puesto que abrigaba la profunda certeza de que apenas podía contar con la fidelidad de sus cuatro oficiales.

A nadie le sorprendió, por tanto, que cuando a la tarde siguiente el vigía de la cofa anunciara que hacia el Sur se divisaba una baja línea de costa, mandara llamar a su segundo para espetarle sin rodeos:

–Prepara los grilletes. Vamos a necesitarlos.

–¿A quién piensa encadenar?

–A todos los españoles, la negra, Namora, Ferreira, el primer timonel y los grumetes. Los demás están demasiado viejos o les falta valor para desertar. Y recuerda…, al que lo intente lo cuelgo en el acto.

Esa noche no durmió nadie a bordo. El «Sao Bento» se había aproximado hasta unas dos millas de una costa baja y selvática de inmensas playas muy blancas, y esa costa, de la que llegaba un aroma denso y profundo a tierra húmeda y vegetación descompuesta, iba deslizándose ahora mansamente por la banda de babor, mientras la proa enfilaba al Suroeste.

La tripulación en peso permaneció acodada en la borda hasta que la luna en menguante desapareció en el horizonte sumiéndolo todo en tinieblas, por lo que se arrió gran parte del velamen. Pero la desilusión llegó con la primera claridad del alba, cuando el vigía descubrió, desolado, que todo rastro de tierra había desaparecido tragado por las aguas.

Dos horas después, sin embargo, en el momento en que ya más de uno comenzaba a murmurar que merecería la pena arriesgarse a sorprender al viejo cerdo, tirarlo al mar y virar en busca de la isla que había quedado atrás, una nueva costa nació, casi fantasmagórica, ante la proa.

Por extraño que pudiera parecerle a Cienfuegos, quien desde que pusiera el pie en el Nuevo Mundo tan solo había divisado selvas, pantanos y montañas, lo que ahora se abría ante sus ojos era una interminable sucesión de altas dunas de arenas blancas, ocres, rojizas y amarillentas, que los curtidos marinos portugueses que habían hecho antaño el largo viaje hasta Guinea compararon al inmenso desierto del Sahara.

El capitán Boteiro mandó llamar de inmediato al canario, y sin permitirle que ascendiera al castillo de popa, inquirió a voz en grito:

–¡Tú! Español de mierda…: ¿qué es eso?

–Isla Seca, capitán –replicó Cienfuegos seguro de sí mismo–. Le aconsejo que la deje a la izquierda y sigamos hasta Babeque, que debe estar a unas cincuenta leguas al Oeste.

–¿Por qué habría de hacerlo?

–Es un infierno en el que perdimos cuatro hombres.

El hecho de que durante medio día costearan el árido paisaje sin distinguir más que arena y cactus convenció al portugués de que Cienfuegos había dicho la verdad, y aquél era sin lugar a dudas un lugar idóneo para varar su maltrecha nave, ya que ni al más desesperado de los seres humanos se le ocurriría la absurda idea de desertar.

Buscó por tanto una tranquila ensenada en la que la pleamar penetraba profundamente para retirarse luego y dejar la playa en seco, y ordenó que arriaran los botes para que ocho remeros remolcaran el «Sao Bento» hasta el corazón mismo de la tórrida bahía abrasada por un sol deslumbrante.

Meditó largamente en la conveniencia o no de encadenar a los posibles desertores, pero tras enviar a su segundo a la mayor de las dunas y recibir el informe de que nada se distinguía en la distancia más que arena altos cordones y agua salada, optó por dejarlos en libertad, no sin antes impartir secretísimas órdenes a sus más fieles esbirros.

A la mañana siguiente, tras una larga y agitada noche de inusitado trasiego entre la embarcación y tierra firme, convocó a sus desarrapados y famélicos tripulantes, se secó la frente con un sucio pañuelo, y señaló roncamente:

–Esto es una isla; una inmensa isla desierta que de ahora en adelante se llamará Da Sintrau. Aquí no hay agua, ni comida, ni forma alguna de escapar si no es por mar. –Hizo una corta pausa como para dar mayor énfasis a sus palabras–. Pero en esta parte del mundo no existe más barco que el «Sao Bento», y el marino más lerdo sabe bien que ningún barco navega sin velamen. –Se despojó de la gorra, comenzó a destripar piojos con aire distraído, y sin alzar el rostro añadió–: Todas las velas están enterradas, y yo soy el único que sabe dónde. –Ahora sí que les miró de frente–. Así que si queréis seguir con vida haced lo que os mande, o de lo contrario en este maldito infierno se blanquearán nuestros huesos.

Ordenó luego que le transportaran en andas hasta la cima de una alta duna, clavó allí una especie de sombrilla hecha de cañas, y apoltronado en su viejo butacón se dispuso a observar cómo sus hombres varaban la nave, la carenaban y la embadurnaban de brea y pez para intentar combatir el ataque de una extraña y exótica especie de carcoma.

Cienfuegos acabó con ello de cerciorarse de que había topado en efecto con un personaje condenadamente astuto, y abrigó de inmediato la certeza de que en el momento mismo en que el buque saliese del agua, el capitán Eu se daría cuenta de que –aun existiendo algún rastro de la auténtica plaga– la broma no había atacado aún el sólido costillar de roble de su barco, sino que los diminutos agujeros habían sido perforados desde el interior de la nave.

–Será mejor que me largue –le hizo notar a la negra–. Ese cerdo no tardará en averiguar quién es el autor de la trastada.

–¿Y de qué piensas sobrevivir en un lugar como este?

–De lo que siempre he hecho: de milagro. Por aquí tiene que haber huevos de gaviota, tortugas, cangrejos y peces… El problema es el agua, pero sabré arreglármelas…

La muchacha le observó con fijeza, y al poco señaló convencida.

–¡Voy contigo!

–Sería una locura.

–No más que para ti.

–Pero es que yo estoy acostumbrado a pasar calamidades… –Hizo una corta pausa–. Y si me quedo me juego el pescuezo.

–En este caso el pescuezo no es lo más importante –sentenció la dahomeyana arrugando la nariz según su costumbre–. La sola idea de volver a esa cochinera me provoca náuseas. Llevo años sin pisar tierra firme, y ya que estoy en ella no pienso volver a embarcar… ¿Cuándo nos vamos?

–¿Por qué no ahora?

–¿Ahora…? –se asombró la africana–. ¿Así, sin más, en pleno día?

–Es el mejor momento. En cuanto oscurezca tal vez nos encadenen, y cuanto necesitamos es un par de pellejos de agua, cuchillos y algo de comida.

–Nos perseguirán.

–¿Quién? –El canario señaló con un desdeñoso ademán de la mano el triste aspecto de la esquelética y macilenta tripulación–. ¿El gordo que apenas puede levantar el culo de la silla, o ese hatajo de desgraciados muertos de hambre? El oficial más joven nos triplica la edad, y o mucho me equivoco o los grumetes lo que desearían es imitarnos. Ese barco hiede a muerte.

–¿A qué esperamos entonces…? –inquirió ella súbitamente animada–. ¡Adelante!

Con la tranquilidad de quien está haciendo algo absolutamente natural se encaminaron al borde del agua, tomaron de los botes que iban descargando del navío cuanto necesitaban, y sin pronunciar siquiera una palabra, comenzaron a trepar por una alta duna a no más de doscientos metros de distancia del punto en que se encontraba el capitán Euclides Boteiro, que tardó varios minutos en comprender lo que estaban haciendo.

–¡Eh! –gritó al fin con voz de trueno–. ¿A dónde vais?

El canario alzó el brazo y apuntó hacia delante:

–¡Al Sur! –replicó sonriente–. Le mentí y esto no es una isla: es tierra firme.

–¿Tierra firme? –balbuceó el gordinflón con un leve estremecimiento de su fláccida papada–. ¿Cómo lo sabes?

–Estuve aquí antes, y a unas quince leguas comienza la selva. –Hizo un gesto hacia el «Sao Bento»–. ¡Y olvídese del barco! ¡Jamás volverá a navegar! La broma lo pudrió.

–¡Mientes!

–Lo comprobará en cuanto lo saque del agua. Se le desfondará como un huevo. ¡Adiós, capitán! Es usted el hijo de puta más asqueroso, canalla y maloliente que he conocido. ¡Que se divierta!

Agitó alegremente la mano como quien se despide de un viejo amigo y reanudó sin prisas la marcha bajo la atónita mirada de los miembros de la tripulación, que permanecían clavados en la playa como si se hubieran convertido en estatuas de piedra.

Al coronar la cima del inmenso médano y comenzar a descender por la ladera opuesta, Azabache aceleró el paso para ponerse a su altura e inquirió sorprendida:

–¿Es cierto eso de que habías estado antes aquí?

–No.

–¿En ese caso no estás seguro de que sea tierra firme?

–En absoluto.

–¿Por qué le has dicho entonces que no es una isla?

–Porque él tampoco lo sabe. Ni la tripulación. Le perderán el miedo, y sin miedo esa bola de grasa es más inofensiva que un sapo en una charca.

La muchacha se detuvo un instante, meditó cuanto acababa de oír, inclinó levemente la cabeza y comentó con aire divertido:

–¡Me gusta! Tal vez nos muramos de hambre y sed pero imaginar el pánico que debe sentir en estos momentos la vieja foca me compensa de todas las calamidades que podamos pasar. –Él se había detenido también volviéndose a observarla y le guiñó un ojo con picardía–. ¿Qué haremos ahora? –quiso saber.

–Caminar.

–¿Hacia dónde?

–Hacia el Sur. Siempre hacia el Sur. –Escupió hacia el cielo e indicó con un gesto la dirección que había tomado la saliva–. Aquí el viento siempre sopla del Norte: del mar al interior. Estos médanos deben haberse formado por tanto con la arena de la playa que el viento ha ido empujando tierra adentro. Cuanto más nos alejemos de la costa, más posibilidades habrá de encontrar un lugar que las dunas no hayan invadido aún y exista agua. –Hizo un imperativo gesto con la cabeza–. ¡Así que en marcha!

–¡Eres un tipo listo! –admitió la africana obedeciéndole con paso un tanto tambaleante, ya que estaba acostumbrada a caminar sobre una cubierta siempre inestable–. ¡Condenadamente listo!

–Es que he decidido no morirme sin volver a Sevilla.

–¿A dónde?

–A Sevilla; una ciudad del Sur de España en la que me espera una mujer.

–¿Cuánto hace que te espera?

–Cinco o seis años… No estoy seguro. Perdí la noción del tiempo.

–¡Pues sí que tiene paciencia! Yo jamás esperaría a un hombre ni seis días.

–Es que tú no sabes lo que es el amor.

–Sí que lo sé –replicó ella extrañamente seria–. Es lo que sentía por un gaviero de Coimbra al que el gordo obligó a beber plomo derretido porque nos vio juntos. –Hizo una corta pausa y chasqueó la lengua como si se tratara de una travesura infantil ya olvidada–. Entonces yo era muy joven –añadió–. Nunca me volverá a ocurrir.

El canario se volvió a mirarla, fue a decir algo, pero no llegó a hacerlo porque de improviso se detuvo y se quedó observando un punto a su espalda.

–¡Mira! –señaló.

Azabache obedeció y no pudo disimular un gesto de preocupación al advertir que media docena de hombres los seguían.

–¡Corramos! –exclamó de inmediato haciendo ademán de iniciar la huida, pero el cabrero la detuvo aferrándola firmemente por el brazo.

–¡Espera! –le tranquilizó–. No es que nos persigan; es que se marchan.

–¿Se marchan? –repitió incrédula.

–Exactamente.

–¿Por qué?

–Por lo mismo que nosotros: ya no le temen al viejo piojoso. Saben que en tierra ha perdido su poder.

–¿Los esperamos?

El cabrero negó mientras indicaba cuanto los rodeaba:

–Dos personas pueden arreglárselas para sobrevivir en un lugar como este; cuarenta, no, y me juego la cabeza a que antes de que se oculte el sol, el capitán Euclides Boteiro se habrá quedado completamente solo.

Cienfuegos se equivocó en sus cálculos, puesto que los oficiales aguardaron hasta que las primeras sombras de la noche comenzaron a deslizarse mansamente sobre el petrificado mar de dunas amarillas para escabullirse furtivamente sin tener que soportar la porcina mirada de reproche de su tiránico jefe. Tal precaución resultaba no obstante por completo innecesaria, ya que hacía más de tres horas que este parecía absolutamente ajeno a cuanto pudiese ocurrir, permaneciendo con la vista clavada en el ancho mar que nacía a sus pies y fuera del cual se sentía tan indefenso y torpe como una auténtica morsa.

Constituía una extraña visión aquella inmensa mole de grasa y mugre apoltronada en un sufrido sillón de enormes brazos, con su gigantesco testículo inflamado colgando entre dos fláccidos muslos, abandonado en la cima de un médano que iba cambiando de color minuto a minuto, y a no más de un centenar de metros de distancia de un desvencijado navío que comenzaba a escorarse a medida que la marea descendía.

Hubiera resultado empeño inútil tratar de preguntarse qué era lo que estaba pasando en aquellos momentos por su mente, puesto que lo más probable es que se le hubiera quedado completamente en blanco, tan en blanco como la de un tiburón al que hubiesen arrancado violentamente del agua imposibilitado de lanzar una sola dentellada o avanzar ni siquiera un centímetro pese a la portentosa fuerza de su cola.

Estaba muerto y lo sabía. Muerto en vida pese a que todavía respirase y continuase respirando aún durante horas, puesto que al temido capitán Euclides Boteiro le resultaba casi imposible valerse por sí mismo, y abrigaba el pleno convencimiento de que tratar de regresar al «Sao Bento» hubiese significado rodar como un cómico melón colina abajo.

Un postrer residuo de dignidad, oculto sin duda en el más recóndito rincón de su conciencia de capitán de barco, acudió por unos instantes en su ayuda, pero al poco no pudo evitar sentir una insondable lástima de sí mismo, y cerrando los ojos permitió que las lágrimas corrieran libremente por sus sucias mejillas.

Fue una larga noche la que pasó en la cima de la duna, primero terriblemente a oscuras y más tarde iluminado apenas por un último despojo de luna, sin más compañía que el rumor de las olas, la suave canción del viento, y el lastimoso crujir de las cuadernas del «Sao Bento» que, al quedar en seco con el descenso de la marea, semejaba una inmensa ballena a la que su propio peso estuviera aplastando contra la arena.

Le dolió escuchar los estertores de muerte de su barco, ya que pese a que fuese sin duda el más mugriento, maloliente y desvencijado de cuantos hubiesen surcado los océanos, era lo único que realmente había poseído a todo lo largo de su mísera existencia; su hogar, su reino y su refugio.

Al alba le venció la fatiga, le despertó un sol tempranero que le abrasaba los piojos, y cuando buscó la sombrilla descubrió que aparecía clavada a unos diez metros de distancia, dando sombra ahora a un rapazuelo que, sentado en la arena, le observaba fijamente con su único ojo.

–Así que has vuelto a verme morir –musitó con voz ronca, y ante el mudo gesto de asentimiento, añadió–. Eso no impedirá que seas tuerto el resto de tu vida.

–Más vale tuerto vivo que cerdo muerto, y usted es un cerdo al que el sol le va a achicharrar los sesos… –Agitó la cantimplora que el capitán Euclides Boteiro había tenido junto a sus pies y añadió secamente–: A medio día me ofrecerá un ojo a cambio de un sorbo de agua.

–Eres un pequeño hijo de puta.

–Tuve el mejor maestro.

No volvieron a pronunciar ni una sola palabra, limitándose a permanecer muy quietos, frente a frente, el uno derritiéndose bajo el sol de fuego, y el otro tan inmóvil como si se hubiese convertido en un ídolo de piedra sin más rastro de vida que aquel único ojo en cuyo fondo podía leerse un odio infinito.

La desesperante agonía del grasiento y hediondo Euclides Boteiro, capitán del «Sao Bento», duró tres largos días, durante los cuales no hizo más gesto que cerrar los párpados para llorar, abrirlos para observar a su verdugo, o bajar de tanto en tanto la vista hacia el despanzurrado casco de su barco.

Murió cuando ya el verde y cristalino mar de la ensenada penetraba mansamente hasta el corazón de la nave a través de los innumerables destrozos que ella misma se había causado al aplastarse, y tuvo una muerte, que aun terrible, no bastó ni con mucho para compensar todo el mal que había causado a su paso por el mundo.

El grumete, que apenas había hecho tampoco más gesto en ese tiempo que beber de tanto en tanto un corto sorbo de agua, permaneció aún más de dos horas observando aquel inmenso cadáver que casi de inmediato comenzó a corromperse, y cuando el zumbido de un millón de moscas le hicieron comprender que no le quedaba ya por saborear ni una sola gota más de su dulce venganza se puso lentamente en pie y emprendió sin prisas la marcha en pos de sus compañeros de martirio.

El esqueleto de un carcomido navío y una montaña de grasa que se iba derritiendo bajo el furibundo sol del trópico quedaron para siempre allí como inquietantes monumentos a la maldad humana.


Azabache

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