Читать книгу Azabache - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 6

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El calor, lejos ya de la costa y sus refrescantes vientos, reflejándose el sol sobre el blanco violento de las dunas, resultaba tan agobiante que ni la negra Azabache, nacida en las tórridas y húmedas tierras dahomeyanas, ni incluso el cabrero Cienfuegos, que se había achicharrado por días y semanas sobre una tosca canoa en mitad del Mar de los Caribes, conseguían resistirlo, hasta el punto de que tuvieron que tomar la decisión de dormir de día y caminar de noche.

Debía hacer años que no llovía en la región, y el aire, seco y polvoriento, hacía daño al aspirarlo irritando las fosas nasales y engañando a la vista, ya que una densa calima impedía distinguir cualquier accidente del terreno que se encontrara a más de una legua de distancia, por lo que del alba al ocaso permanecían atrapados en la magia de aquel paisaje de temblorosos contornos en el que resultaba imposible diferenciar el espejismo de la realidad, y donde vivir era como soñar que se vivía, mientras conciliar el sueño constituía la única forma factible de mantenerse vivo.

Y del ocaso al alba intervenían los fantasmas, puesto que la débil luz de las estrellas jugaba a cambiar las dunas de lugar o a camuflar los estilizados y agresivos cactus de terribles púas, que de improviso se alzaban como nacidos de la nada obligando al desprevenido caminante a lanzar un alarido de dolor y un sonoro reniego.

Y es que podría creerse que los espinosos cardones, altos, flacos, oscuros y acorazados habían sido elegidos por la astuta Naturaleza para acabar de convertir aquella tierra en el lugar más inhóspito del planeta, desanimando de ese modo a los audaces que pretendieran descifrar de noche los secretos que les estaban vedados bajo la tórrida luz del día.

¿Pero qué clase de absurdo secreto podía ocultar tan infinito montón de ardiente arena?

–Ninguno… –fue la firme respuesta del gomero a la pregunta de Azabache–. Es tan solo un capricho de la Naturaleza, que se divierte en demostrar que junto a una isla verde, húmeda y lujuriante en la que todas las formas de vida son posibles es capaz de crear esta especie de infierno alucinante. –Se encogió de hombros con gesto de impotencia–. Lo hace por joder.

–A menudo hablas del mar, la tierra, las nubes o las estrellas como si se tratara de seres vivos dotados de inteligencia y voluntad –le hizo notar la negra–. Y eso es absurdo.

–¿Te lo parece? –se sorprendió el isleño–. Más absurdo se me antoja imaginar que son elementos inanimados, que están ahí sin razón aparente y que no pueden escucharnos, hacernos compañía o compadecerse por nuestros sufrimientos. Yo me crié en las montañas de La Gomera y descubrí que unos días amanecían tristes y otros alegres. De igual modo, el mar cambia de ánimo en cuestión de minutos y las nubes se divierten o se enfadan según les sople el viento. He pasado tantísimo tiempo solo que si no supiese que puedo hablar con las cosas y me entienden acabaría por volverme loco.

–Tú jamás podrás volverte loco –sentenció la africana convencida–. Ya lo estás de remate, pero lo que te agradecería es que, si crees que la Naturaleza te escucha, le supliques que deje de hacernos la puñeta, porque cambiar el «Sao Bento» por este arenal es como escapar de la sartén para caer al fuego.

Pero aquella Naturaleza no escuchaba y se vieron obligados a pasar cinco días acurrucados bajo la mísera sombra de los cactus y cinco noches vagando sin rumbo por los médanos, para descubrir que acababan siempre a la orilla del mar, hasta el punto de que llegaron a la conclusión de que habían desembarcado en una auténtica isla.

El océano surgía inevitablemente al Este, al Oeste, al Norte y al Sur, y la reverberación o la calima les impedía distinguir a qué distancia podría encontrarse otra tierra menos infernal que aquel ardiente desierto cuyas arenas concluían una y otra vez al borde del agua.

–Creo que en esta ocasión me pasé de listo –admitió al fin el canario una noche en la que su deambular le llevó de nuevo a una ancha playa sin horizontes–. Esto no tiene salida.

Lo mismo debían opinar los restantes miembros de la tripulación del destruido «Sao Bento», ya que en tres ocasiones distinguieron sus sombras vagando tan sin destino como ellos, e incluso una noche descubrieron el maloliente cadáver de un viejo cocinero al que la desesperación y la sed habían concluido por derrotar definitivamente.

Cienfuegos se sentía hasta cierto punto culpable por la suerte de aquellos desgraciados, aunque su compañera de fatigas se esforzara por recordarle que a decir verdad no había invitado a nadie a que le siguiera.

–Incluso a mí me lo desaconsejaste –dijo–. Y si lo hice fue porque prefería morir en libertad que continuar agonizando en aquella pocilga. Igual les debe ocurrir a ellos.

–A bordo al menos sobrevivían.

–Ten paciencia; saldremos de aquí –pronosticó la dahomeyana, y sus vaticinios comenzaron a tomar cuerpo cuando al amanecer del sexto día, y perdida ya toda esperanza de escapar de tan cruel trampa de dunas, descubrieron, casi por casualidad, que en el extremo sudeste de la isla, una baja y estrecha franja de arena se adentraba profundamente en el mar para entrever, a través de la enrarecida atmósfera, que a cuatro o cinco leguas nacía una tierra nueva y diferente.

Por aquel entonces, ni el canario Cienfuegos, ni la dahomeyana Azava-Ulué-Ché-Ganvié, ni ninguno de los tripulantes del «Sao Bento» podía siquiera imaginar que habían pasado una espantosa semana deambulando como muertos vivientes por la inmensa y solitaria Península de Paraguana, al Noroeste de la actual Venezuela; uno de los lugares más tórridos, desolados y agresivos del que ya por entonces empezaba a ser considerado Nuevo Mundo.

Habían llegado por fin a Tierra Firme.

Un gomero pelirrojo y una africana que más bien parecía un muchacho eran quizá los primeros no aborígenes llamados a pisar el continente, aunque nada se encontrase entonces más lejos de su mente que reparar en semejante acontecimiento, preocupados como estaban por encontrar agua y algo sólido que llevarse a la boca.

Un riachuelo ancho, tranquilo y poco profundo desembocaba, perezoso, en el amplio y dormido golfo que formaba la costa norte de Tierra Firme con la sur de la península, y tras saciar su sed, pasar más de una hora inmerso en sus cálidas aguas y devorar dos docenas de las innumerables papayas y guayabos, el gomero llenó hasta reventar los ya resecos odres que había requisado en el «Sao Bento» y se dispuso a iniciar el regreso.

–¡No seas loco! –protestó Azabache–. Estás agotado. Espera a mañana.

–Mañana puede ser demasiado tarde –fue la decidida respuesta–. Esa pobre gente está atrapada ahí dentro por mi culpa y jamás volvería a dormir tranquilo si no acudo en su ayuda.

–La mayoría de esa pobre gente no son más que una partida de desgraciados que no dudarían en cortarte en rodajas si se les presentara una oportunidad –sentenció la africana–. Piénsatelo, porque si no estás en perfectas condiciones, al menor descuido te degüellan.

–Correré el riesgo.

–En ese caso voy contigo.

–¡No! –La decisión no admitía réplica–. Esta vez sí que no. Me esperarás aquí, porque yendo solo me moveré más aprisa y más seguro.

Azabache hizo intención de protestar, pero no tardó en cambiar de opinión puesto que se encontraba demasiado agotada, ya que sin duda había tenido que caminar más durante aquella interminable semana que a lo largo de los cuatro últimos años de su vida. Pareció llegar a la conclusión de que, efectivamente, su presencia no acarrearía más que problemas, y concluyó por tumbarse a la sombra de un hermoso araguaney cuyas ramas se inclinaban sobre la corriente, para cerrar de inmediato los ojos y quedarse dormida.

El canario la observó con innegable envidia, y a punto estuvo de dejarse vencer por la tentación de imitarla, pero recordó el sufrimiento que debía significar la sed para quienes llevaban tanto tiempo perdidos entre las dunas, y echándose al hombro los pesados pellejos rezumantes se alejó playa adelante en busca del largo istmo arenoso.

Atravesarlo en pleno mediodía se le antojó tan agobiante como atravesar las mismísimas puertas del infierno.

Ningún lugar del mundo llegaría a conocer el sufrido cabrero tan tórridamente asfixiante como aquella estrecha franja de tierra en que ahora se encontraba, y es que pocos lugares tan agresivos y calurosos existen sobre la superficie del planeta, dejando a un lado, quizá, las más profundas depresiones del temible desierto sahariano.

Fueron seis horas de marcha durante las cuales a punto estuvo mil veces de arrojarse al suelo para siempre o dar media vuelta y regresar a tumbarse junto a la negra Azabache, y tan solo su probada fuerza de voluntad y su ansia de salvarle la vida a un puñado de hediondos portugueses que tal vez no dudarían en cortarle el pescuezo le permitieron mantenerse en pie y avanzar a trompicones advirtiendo cómo a cada paso se hundía en la blanda arena bajo el insoportable peso de los odres de agua.

Una vez más se maldijo por lo bajo.

Y es que una vez más se veía sacrificándose estúpidamente por quienes a todas luces no merecían semejantes sacrificios, lo que le obligó a preguntarse de nuevo hasta cuándo continuaría pensando en los demás sin pensar en sí mismo.

Le había tocado vivir tiempos terribles en un mundo duro y difícil, y en lugar de tratar de simplificar las cosas eludiendo problemas parecía complacerse en acentuarlos, ejerciendo de salvador hasta de sus propios enemigos.

–Pronto aprenderé… –murmuró, como si eso pudiera servirle de consuelo, pese a que tenía la absoluta seguridad de que la conciencia es algo que nunca aprende, puesto que nace y muere con los seres humanos sin cambiar un ápice su esencia.

Luego, a media tarde, rodó desde la cima de un alto médano y perdió el sentido, pero en el fondo lo agradeció, puesto que la reconfortante y dulce figura de Ingrid Grass acudió a su mente con tanta claridad como si acabara de despedirse de ella unas horas antes, pese a que hacía ya años que la poseyera por última vez y a menudo su rostro parecía querer diluírsele en la memoria.

Hicieron el amor sobre la ardiente arena, abrazó una vez más su estrecha cintura, besó sus pechos, penetró hasta lo más profundo de su húmedo sexo, palpó hasta saciarse la textura inimitable de su piel, se embriagó de su olor, escuchó su voz apasionada y tierna, disfrutó sus caricias, y lloró aun estando dormido, porque ni el sueño fue capaz de hacer que olvidara por completo que su sueño era sueño, y que el doloroso despertar traería aparejada la tremenda amargura de su espantosa separación.

Abrió los ojos con la llegada de las primeras sombras de la noche, y ni su fuerza de voluntad fue capaz de vencer en esta ocasión la necesidad de permanecer largo rato tumbado cara al cielo evocando aquel hermoso tiempo tan lejano en que se tumbaba de igual modo sobre la verde hierba de las montañas de La Gomera a recordar el maravilloso día que habían pasado juntos, ansiando que llegara a toda prisa el momento de abrazarla de nuevo.

La felicidad no debería existir cuando se corre el peligro de perderla, y como Cienfuegos sabía por experiencia que ese era un riesgo inevitable había llegado a la conclusión de que ser tan inmensamente feliz como lo fuera durante un corto período de su vida constituía a decir verdad la más infame trampa que el destino pudiera tenderle a un ser humano.

Tanto mejor hubiera sido no acudir aquella tibia mañana a bañarse en la laguna, no descubrir que una diosa desnuda le observaba, no acariciar su piel, besar sus labios, enredarse en su rubio cabello, abrasarse con el ardiente néctar que rezumaba su intimidad, y concluir perdiendo la voluntad y el alma con la plena conciencia de que jamás conseguiría recuperarlas.

–A veces te odio por quererte tanto… –masculló, aun a sabiendas de que odiar a quien se ama resulta más difícil que odiarse a sí mismo, pero como si el simple hecho de dar rienda suelta de tan pintoresca forma a sus angustias hubiera contribuido a liberarlo de una pesada carga se puso en pie y encaró decidido los últimos kilómetros que lo separaban de la desértica península.

Llegó de noche y avanzó desconfiado por entre los altos médanos, llamando a gritos a Tristán Madeira y a aquellos miembros de la tripulación del «Sao Bento» cuyos nombres recordaba, pero no obtuvo más respuesta que el lúgubre ulular de una lechuza en celo y el sollozar del viento muy cerca ya del alba.

A lo largo de la mañana descubrió los cadáveres de dos marinos a los que el escorbuto, la disentería o los malos tratos habían dejado tan sumamente debilitados, que no habían sido capaces de soportar la sed y la fatiga de tan larga caminata.

Luego, ya con el sol cayendo a plomo, distinguió bajo unos arbustos leñosos entre cuyas ramas habían colocado sus ropas en un absurdo intento de conseguir un poco de sombra a poco más de una docena de sobrevivientes del «Sao Bento», y cuando avanzó hacia ellos gritando que traía agua y los vio erguirse casi como cadáveres incrédulos le alegró descubrir la altísima figura de Tristán Madeira, cuya extrema delgadez le hacía semejar ahora un alto cactus con la punta quebrada.

Constituían un triste espectáculo arrastrándose, gimiendo y alzando los brazos suplicantes, y tuvo que imponer toda su autoridad de hombre armado y el único que se encontraba en aceptables condiciones físicas para evitar que se destrozaran en su afán por apoderarse de los pellejos de agua.

La repartió como mejor le permitieron las difíciles circunstancias, auxiliando a los más débiles cuya avidez por beber hacía que fuera más el preciado líquido que derramaban que el que llegaban a ingerir, y cuando advirtió que ya no quedaba más que apenas una cuarta parte del total dio unos pasos atrás y blandió amenazante la espada impidiendo que nadie se acercara.

–¡Basta! –dijo–. Con esto tenéis para llegar al río que está al Sur, pasado el istmo.

–Solo un poco más, por favor… –suplicó el grumete tuerto que había permanecido hasta el último instante frente al moribundo capitán–. Un último trago.

–¡He dicho que no! –se impuso el cabrero autoritario–. Aún confío en encontrar compañeros que necesiten agua más que vosotros. Descansad el resto del día, porque con la caída de la noche iniciaremos la marcha y el que se quede atrás estará definitivamente perdido.

En total fueron dieciocho tripulantes de la nao de don Juan II de Portugal los que consiguieron poner pie en las costas de Tierra Firme, aunque la mayor parte lo hicieron tan quebrantados de alma y cuerpo, y tan sin ánimo para seguir luchando, que apenas resistieron un par de semanas, y los que al fin sobrevivieron tampoco corrieron mejor suerte, ya que acabaron perdiéndose en la inmensidad de aquel nuevo continente sin que jamás volviera a encontrarse rastro de ellos.

El escorbuto, la temida avitaminosis que causara tan terribles estragos entre la marinería de la época, los había dejado tan sin defensas tras las prolongadísimas y antinaturales travesías a que les había sometido su tiránico capitán que, exceptuando a un puñado de los más jóvenes que lograron a duras penas reponerse, el resto no fue capaz de resistir el violento choque con aquella Naturaleza hostil y exageradamente tórrida.

El canario Cienfuegos pareció comprender bien pronto que en esta ocasión no debía dejarse atrapar de nuevo por un sentimentalismo que no le conduciría más que al desastre, y tomando clara conciencia de la pesada rémora que significaban unos hombres que jamás le habían mostrado simpatía, decidió abandonarlos a su suerte en cuanto abrigó la seguridad de que ya no podía hacer nada útil por ellos.

Tan solo se despidió del gallego Madeira, que pareció aceptar su marcha sin reproches, y que admitió a su vez que prefería mantenerse junto a los que habían sido durante tanto tiempo sus compañeros de fatigas a lanzarse a la aventura de seguir al infatigable canario tierra adentro.

–Tú eres joven –dijo–. Y muy fuerte. En mi estado sé que no resistiría tu ritmo más de un día. Es mejor que me quede con ellos confiando en lo que quiera depararnos la Providencia. –Sonrió con amarga tristeza al tiempo que le estrechaba con fuerza la mano en un amistoso ademán de despedida–. Si he de serte sincero –añadió–, hace ya más de un año que considero que estoy viviendo de prestado.

Caía ya la noche, largas sombras se extendían sobre el infinito mar de dunas, y el gomero señaló con firmeza hacia delante.

–Ya sabes el camino: al Sur encontrarás el istmo; sigue luego al Oeste y a unas tres horas de marcha alcanzarás el río. ¡Suerte!

Se alejó sin volver ni siquiera una vez la cabeza, temeroso de que su buen corazón le impulsara a convertirse en adalid de una causa perdida de antemano, y marchó hasta el amanecer todo lo aprisa que le permitía la fatiga, esforzándose por no pensar en los que quedaban atrás, concentrándose únicamente en salvar la vida y la de la muchacha que le aguardaba a la orilla del río.

Llegó a este mediada la mañana, y lo que vio le dejó estupefacto, pues tras atravesar el muro de espesa vegetación que enmarcaba sus márgenes se enfrentó de improviso a una veintena de aborígenes armados que observaban como hipnotizados a una Azava-Ulué-Ché-Ganvié que aparecía acuclillada contemplando cabizbaja la gran calabaza que habían colocado entre sus piernas.

–¿Qué diablos pasa aquí? –exclamó sin acabar de dar crédito a sus ojos–. ¿Quién es esta gente?

La negra alzó el rostro y sus inmensos ojos negros parecían a punto de anegarse en lágrimas.

–Aparecieron al alba –musitó con voz ronca–. En un principio creí que iban a matarme, pero se pasaron medio día frotándome y metiéndome en el agua como si trataran de despintarme… –Los señaló con un leve ademán de la cabeza–. No acaban de creer que soy negra natural, y al fin me han colocado aquí esperando a que orine.

–¡Pues orina!

–¡No puedo…! –sollozó la infeliz muchacha–. Estoy que me cago, pero no orino.

Cienfuegos observó con detenimiento los inescrutables rostros de los nativos, que no parecían prestarle una especial atención, como si el hecho de determinar si los orines de la africana eran negros o amarillos concentrara por el momento todos sus pensamientos.

No vestían más que una delgada liana con la que se amarraban la punta del prepucio a la cintura, se pintaban el rostro con rayas de colores y se adornaban los lacios cabellos con plumas de papagayo, pero aunque exhibían largos arcos, su aspecto no resultaba en absoluto amenazador, sino que más bien parecían una pandilla de inocentes chiquillos fascinados por un desconcertante misterio que iba mucho más allá de su capacidad de raciocinio.

El gomero hizo intención de dirigirse al más emplumado de los guerreros, que era al parecer quien los comandaba, con la evidente intención de exigir la necesaria explicación a tan absurdo comportamiento, pero el indio se limitó a alzar el brazo ordenándole con ademán autoritario que tomara asiento aguardando acontecimientos.

Pasó casi una hora.

Como impasibles estatuas de sal los salvajes parecían no tener la más mínima prisa, y sus rostros de piedra apenas se inmutaban más que para parpadear de tarde en tarde o espantarse una mosca demasiado insistente.

Al fin, nervioso e incapaz de contenerse por más tiempo, el canario exclamó fuera de sí:

–¡Mea, coño!

La africana le dirigió una mirada de reconvención:

–No le riñas –replicó–. No te escucha. El miedo hace que lo tenga más cerrado que ostra en invierno.

–Pues como no lo hagas de una vez y se convenzan de que no orinas tinta, lo vamos a pasar mal.

–¿Crees que es eso lo que esperan?

–Probablemente. Jamás habían visto a una negra, han comprobado que no destiñes, y querrán averiguar si por dentro también eres negra… ¡Lógico!

–Empiezo a odiar tu sentido de la lógica.

Se trataba sin duda de una conversación absurda dadas las circunstancias, pero quizá su propia incongruencia contribuyó a que el nerviosismo que atenazaba a la aterrorizada dahomeyana cediera permitiéndole dar rienda suelta a una natural necesidad fisiológica demasiado tiempo retenida y llenar hasta rebosar generosamente la gran calabaza, lo que provocó una ola de murmullos entre la nutrida fila de atentos espectadores.

Aquel que parecía ser el jefe se puso entonces en pie, tomó la calabaza, estudió su contenido, lo olió, e incluso introdujo un dedo para convencerse de su textura y calor, y concluyó por derramar una parte para que sus compañeros pudieran cerciorarse de que se trataba de puro y simple maloliente pis humano.

Por último colocó el recipiente en el suelo, se apartó un par de metros y, tomando una tea encendida que otro nativo le entregaba, la arrojó dentro.

Como era de esperar la tea se apagó, lo que trajo aparejado que una amplia sonrisa apareciera en el rostro de la mayor parte de los salvajes.

–¡No Mene…! –se repetían el uno al otro con aire satisfecho–. ¡No Mene!

–¿Qué dicen? –inquirió la africana desconcertada.–¿De qué demonios están hablando?

–No tengo ni la menor idea… –se vio obligado a admitir el gomero–. Apenas les entiendo.

Efectivamente, aquellos nativos, aunque de color y rasgos semejantes a los naturales de Cuba o Haití, no parecían tener en común con ellos el idioma, y tan solo conocían algunos términos del dialecto azawan, y menos aún de la gutural y agresiva lengua de los caribes o caníbales, cuya sola mención les obligaba a enseñar los dientes engrifándoles curiosamente el lacio cabello como gatos furiosos.

Por señas y medias palabras indicaron que pertenecían a la tribu de los cuprigueri, señalando sin el menor asomo de hostilidad que debían acompañarlos, para iniciar de inmediato una tranquila marcha río arriba, marcha en la que se movían con tanta gracia y agilidad como una divertida familia de alegres simios saltarines.

Hacían sin embargo continuos altos en el camino apartándose unos metros para asaetear un pez en los remansos de las aguas, derribar de un certero flechazo un mono aullador, o ir llenando largas redes de frutos silvestres, todo siempre entre risas y chanzas, comportándose más como una alegre excursión de despreocupados chicuelos que como una feroz partida de guerreros.

No obstante, con las primeras sombras de la noche desaparecieron de improviso, hasta el punto de que el desconcertado isleño y la aún inquieta Azabache se detuvieron a observarse asombrados por el inconcebible hecho de que se habían quedado completamente solos a orillas del manso río.

–¿Dónde están? –inquirió la africana con voz temblorosa–. Se los tragó la tierra.

–No –replicó Cienfuegos recordando las enseñanzas de su viejo amigo Papepac–. Siguen aquí, en torno nuestro, ocultos entre los matojos o en las copas de los árboles, invisibles para cualquier posible enemigo, pero están.

–¿Por qué lo hacen?

–No lo sé, pero sus razones tendrán, y no creo que estuviera de más imitarlos… Tal vez los caníbales lleguen a veces hasta estas regiones.

–¿En realidad esos caribes son tan crueles? –Ante el mudo gesto de asentimiento, añadió pensativa–: En Dahomey se contaban historias sobre salvajes de tierra adentro que comían seres humanos pero que lo hacían porque de ese modo adquirían las virtudes de sus víctimas, no por el simple hecho de alimentarse. –Señaló con un amplio gesto a su alrededor–. Aquí sobra comida.

–Ignoro por qué lo hacen en realidad –admitió el cabrero–. Pero lo cierto es que vi con mis propios ojos cómo devoraban a dos de mis compañeros, y eso es algo que nunca olvidaré, por lo que será mejor que busquemos un rincón donde escondernos.

Lo hicieron aprovechando un rojo crepúsculo en el que podría creerse que el universo ardía por los cuatro costados dispuesto a consumirse y volver a la nada, y no pudieron por menos que extasiarse ante la belleza de aquel atardecer inimitable, aunque más aún les maravilló el hecho, a todas luces portentoso, de que incluso cuando ya el cielo y la tierra no eran más que tinieblas, un punto del horizonte continuase enrojecido y llameante obligando a creer que un gigantesco fuego inagotable ardía en la distancia.

Lo observaron largo rato sin apenas dar crédito al extraño portento, puesto que lo más sorprendente residía en el hecho de que no se trataba de un incendio que avanzara extendiendo su frente, sino que por el contrario la enorme llama se mantenía inmóvil hora tras hora iluminando la bóveda del cielo con un mágico fulgor jamás imaginado.

Cienfuegos durmió inquieto, y tantas veces como abrió los ojos, tantas veces observó meditabundo el insólito espectáculo, por lo que apenas la primera claridad del día hizo su aparición allá en levante, buscó al más madrugador de los aborígenes, que defecaba junto a un árbol, e inquirió, apuntando hacia la leve columna de humo que se diluía en el aire:

–¿Qué es aquello?

El cuprigueri no pareció comprender a qué se estaba refiriendo, y fueron necesarios muchos aspavientos para que al fin concluyera de hacer sus necesidades, y tras echarse un puñado de arena al ano, replicara con absoluta naturalidad.

–Mene.

–¿Mene?

El indígena asintió convencido:

–Mene.

Cienfuegos regresó junto a la africana, y tomando asiento a su lado masculló malhumorado:

–O yo me he vuelto muy bruto o para esta gente todo es Mene o No Mene. ¿Qué coño significa?

Como nacidos del suelo, los nativos habían ido haciendo su aparición uno tras otro, y pronto reiniciaron la marcha, abandonando a media mañana las márgenes del río en dirección a la columna de negro humo que ensuciaba apenas un cielo sin nubes.

Contra lo que el canario imaginara en un principio, cuando se aproximaron llegó a la conclusión de que no se trataba de un volcán como aquel Teide que en ocasiones lanzaba al cielo llamaradas visibles desde la costa occidental de La Gomera, sino que la llama surgía en mitad de la llanura recalentada por el sol, tan compacta, continua y sin la menor intermitencia, que desde media legua de distancia se escuchaba su amenazador rugido.

El grueso chorro de fuego se elevaba veinte metros sobre el nivel del suelo, y un olor fuerte y acre lo llenaba todo dificultando la respiración.

–Parece como si el infierno quisiese escapar por ese agujero –musitó Azabache impresionada–. Nunca vi nada igual.

Los nativos se habían aproximado parloteando hasta el lugar en que ya el calor impedía continuar sin correr el riesgo de abrasarse, y observaban ahora el curioso fenómeno como quien asiste desde la orilla a un tranquilo amanecer sobre un mar que no ofrece el menor peligro.

Pero de pronto, y sin ponerse de acuerdo, comenzaron a dar grandes saltos en lo que pretendía ser una especie de danza ritual, al tiempo que entonaban una monótona cantinela de la que tan solo destacaba la sempiterna palabra Mene repetida una y otra vez casi obsesivamente, y Cienfuegos tomó conciencia de que por años que viviera jamás olvidaría el espectáculo que conformaban aquellos semidesnudos cuprigueri agitando sus largos arcos y a punto de achicharrarse, que jugaban a aproximarse más y más al límite del fuego, desdibujándose a causa del calor que enrarecía el aire.

¿De dónde surgía tan portentosa llama y de qué se alimentaba?

¿Qué inmensa fuerza interna debía poseer para mantenerse activa durante días naciendo de un simple hueco en mitad del monótono chaparral?

Recordó que Maese Benito de Toledo le contó en cierta ocasión que el judío Moisés había asistido en el desierto del Sinaí al increíble hecho de que una zarza ardiera durante horas antes de que Dios le entregara las Tablas de la Ley, y no pudo por menos que preguntarse si no estaría asistiendo en aquellos momentos a un milagro semejante, y tal vez el desconocido dios de aquellas tierras estuviese también en condiciones de obrar el prodigio de hacer nacer el fuego eterno de la nada.

«Como se me aparezca y me entregue unas nuevas Tablas de la Ley, no sé a quién carajo voy a enseñárselas… –musitó para sus adentros–. No creo que ni la negra ni estos indios me hicieran el más puñetero caso».

Cuando una hora más tarde, cansados, enrojecidos por el calor, chamuscados y embadurnados de una especie de aceitoso hollín que les cubría todo el cuerpo, los bailarines decidieron continuar al fin su camino, la dahomeyana se volvió a contemplar por última vez la impresionante llama y comentar meditabunda:

–Como en verdad el infierno sea eso, será cuestión de portarse mejor…

El gomero ni siquiera respondió, puesto que aún se encontraba desconcertado por un fenómeno natural que desafiaba abiertamente su probada capacidad de raciocinio, por lo que se limitó a lanzar un leve gruñido e iniciar la marcha en pos de los nativos.

Aún continuaba dándole vueltas a la mente tratando de hallar una explicación que justificase la anormal existencia de aquel fuego, cuando a media tarde alcanzaron las márgenes de una pequeña laguna de aguas negras, grasientas y pestilentes, que el jefe de los nativos señaló con un ademán de la cabeza al tiempo que exclamaba, como si con ello todo quedase definitivamente aclarado:

–¡Mene!

–¿Mene…? –se asombró el canario–. ¡No me jodas más con tanto Mene…! Ya está bien.

Pero el otro, que naturalmente no había entendido una palabra, se limitó a volverse a uno de sus guerreros y ordenar:

–¡Totuma…! Totuma Mene.

El aludido se apresuró a descolgarse de la cintura una calabaza semejante a la que había servido para recibir los orines de Azabache, y aproximándose a la laguna, la llenó del espeso, oscuro y apestoso líquido, acudiendo a colocarlo a los pies del gomero.

Este lo estudió incrédulo, puesto que no se trataba de agua, vino, sangre, aceite o cualquier otro elemento de que tuviera previamente noticias, y cuando la dahomeyana se acuclilló a su lado, se limitó a comentar:

–Por lo visto era esto lo que imaginaban que ibas a orinar: agua podrida.

–¡Pues qué gracia! –replicó la otra molesta.

Al poco, los guerreros le indicaron que se apartaran, y lanzado una tea encendida a la calabaza provocaron una pequeña explosión que hizo que tanto el isleño como la negra dieran un salto atrás visiblemente alarmados.

Al advertir cómo aquella oscura agua podrida ardía hasta agotarse, Cienfuegos comprendió al fin que la inmensa llama que tanto le había impresionado no tenía otro origen que un pozo de aquel apestoso Mene al que tal vez un rayo había prendido fuego accidentalmente. ¿Pero qué era en realidad Mene y de dónde salía?

Largas, difíciles y prolijas explicaciones llevaron al gomero a la conclusión de que, según los aborígenes, el Mene no era otra cosa que orines del Diablo que surgían de lo más profundo de los infiernos; un veneno que contaminaba los ríos y las fuentes, volvía estéril las tierras, mataba a los animales y abrasaba a las gentes.

A ello se debía sin duda el hecho de que al descubrir junto al río a una insólita mujer de color negro, imaginaron que se trataba de la esposa del demonio que acudía a destruir una de las pocas corrientes de agua auténticamente limpias que aún perduraban en la región.

Pero pese a tan convincentes explicaciones, el analítico espíritu del canario continuaría preguntándose, a todo lo largo de su vida, por qué extraña razón aquel agua podrida que nacía de la tierra ardía con más fuerza y más calor que el más refinado de los aceites.

Y es que moriría sin saber que su eterno deambular le había conducido aquel día de finales de mil cuatrocientos a los que cinco siglos más tarde serían conocidos como los fabulosos yacimientos de petróleo del noroeste venezolano.


Azabache

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