Читать книгу Xaraguá. Cienfuegos VI - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 5
ОглавлениеXaraguá es el más hermoso lugar que puso el buen Dios sobre la Tierra, con espesos bosques que ofrecen caza a mi pueblo, suaves colinas en las que cultivar los alimentos que nos son necesarios, y un mar limpio y caliente que nos regala gran cantidad de peces de todas las especies.
Xaraguá es también el lugar en el que descansan nuestros antepasados; aquel en el que se mantiene viva nuestra historia, y en el que nacieron siglos atrás los más nobles fundadores de mi estirpe.
Es un país generoso, Majestad, pequeño y generoso para quienes lo poblamos desde hace cientos de años, pero no es país que ofrezca oro, perlas, ni aun diamantes, ni nada de cuanto a vuestros capitanes tanto agrada, y por lo que con tan inusitado ardor han luchado en la conquista del resto de la isla.
Tampoco es tierra de esclavos, Majestad, sino de taínos que nacieron en libertad y libres desean seguir siendo, lo cual no quita para que estén dispuestos a aceptar Vuestra Suprema Autoridad, siempre que tengáis a bien permitirles continuar siendo dueños de esa libertad y de esos campos.
Como reina que soy de Xaraguá, de igual a igual, y con todos los respetos, os suplico por tanto que nos permitáis seguir siendo fieles súbditos en este bendito reino que nada ofrece a vuestro pueblo, y tanto ofrece sin embargo al mío, sin intentar someternos por la fuerza, lo cual tal vez no conduciría más que a un inútil y lamentable derramamiento de sangre.
La carta que la princesa Anacaona dictara a Bonifacio Cabrera, y que este hiciera llegar a Fray Nicolás de Ovando con el ruego de que la remitiera a Su Católica Majestad, la reina Isabel, allá en España, jamás atravesó el océano, ya que el receloso gobernador de La Española quiso ver en semejante misiva un agravio a su persona, dado que por medio de ella una salvaje desnuda se permitía la osadía de dirigirse personalmente a su soberana sin tener en cuenta que él era la máxima autoridad en aquella isla, y su único y legítimo representante. Cierto era en verdad que, según sus noticias, Xaraguá no ofrecía oro ni perlas, ni aun diamantes, y que incluso era pobre en las especias y el palo brasil que tanto codiciaban los españoles, pero ello no bastaba, a su modo de entender, para que una india emplumada tuviera el descaro de tratar de igual a igual a la reina de España.
Conviene tener presente que Fray Nicolás de Ovando fue, sin lugar a dudas, el más racista de cuantos mandatarios envió la Corona al Nuevo Mundo, y que por aquel tiempo atravesaba una grave crisis personal, ya que tenía plena conciencia de que la mayoría de sus conciudadanos le consideraban el único responsable del desastre de una flota que se había ido al fondo del mar cargada de tesoros y vidas humanas.
Por tal razón ejercía una férrea censura sobre cuantos documentos tuvieran la pretensión de llegar a manos de los reyes, y la carta de la princesa no constituyó desde luego una excepción a semejante regla.
Al salir de Sevilla había recibido instrucciones muy concretas: destituir al gobernador Bobadilla, abastecer de oro, perlas y especias a la metrópoli, y consolidar el dominio español sobre la isla.
El oro, las perlas, las especias e incluso el propio Bobadilla, se habían perdido por desgracia en lo más profundo del océano, por lo que no le quedaba más remedio que cumplir a rajatabla con la segunda parte de su encargo si no quería incurrir en el enojo de quienes le habían nombrado gobernador.
Dar curso a la carta de una india que se auto-proclamaba reina, donde se suponía que no había más autoridad que la suya, era algo que estaba muy lejos de su ánimo, y así se lo hizo notar a su buen amigo y consejero, Fray Bernardino de Sigüenza, en el transcurso de una de aquellas amigables cenas que solían reunirles una vez por semana.
–El principal error de los Colón y Bobadilla fue mostrarse demasiado blandos con los vencidos, lo cual propició que a estas alturas aún queden núcleos de rebelión –señaló seguro de sí mismo–. Hace ya una década que pusimos el pie en estas tierras y aún existe quien, como Anacaona, se sigue considerando reina. Levantar un imperio exige acabar con tan lamentable estado de cosas.
El escuálido frailecillo, que pese a los ruegos y consejos de su mentor y amigo continuaba siendo el hombre más sucio y hediondo de La Española, pero seguía siendo, de igual modo, el más bondadoso y uno de los más inteligentes y nobles, se apresuró a mostrar su desacuerdo con tan radicales teorías.
–El Reino de Dios debe edificarse sobre la paz y la comprensión –susurró con intención–. Tan solo el imperio de los hombres se basa en el exterminio y el abuso de la fuerza. Y siempre he creído que nos enviaron a promover la fe en Cristo, no a ensanchar fronteras.
–¡Oh, vamos! –se lamentó el gobernador, a todas luces molesto–. ¿Hasta cuándo seguiréis siendo un iluso? Esos hábitos, que por cierto os recomiendo asear, no deberían impediros aceptar que nuestra labor misionera debe ir siempre a remolque de las victorias militares. Para que existan fieles tenemos que conseguir primero súbditos.
–En ese caso nunca serán auténticos fieles, sino tan solo siervos que aceptan lo que sus amos les imponen. Yo desearía que fueran libres de amar a Cristo sin ningún tipo de presiones.
–Estos salvajes amarían a Cristo, a Mahoma o a Buda según lo que les ordenáramos, pero sus hijos y los hijos de sus hijos, que habrán nacido en el seno de la verdadera fe, serán cristianos sinceros, y a buen seguro que de entre ellos surgirán santos que engrandecerán nuestra Iglesia –fue la convencida respuesta del gobernador Ovando–. Todo debe ir por sus pasos: en primer lugar conquista, y luego evangelización, ya que si lo hiciéramos al contrario estaríamos luchando contra nuestros hermanos en la fe, y eso no sería grato a los ojos del Señor.
–Salamanca os doctoró en Teología, y no cabe duda de que Valladolid lo hizo en Política… –sentenció Fray Bernardino–. Pero resulta evidente que en ambas universidades debisteis ser brillante en Retórica.
–Lo tomo por un cumplido, ya que viniendo de vos no puedo ni tan siquiera imaginar que sea una ofensa –replicó socarrón Fray Nicolás–. Pero olvidad el tema y decidme qué opináis de esa tal Anacaona.
–Que debe tratarse de una mujer muy especial, ya que consiguió enamorar a hombres tan diferentes entre sí como el brutal cacique Canoabó, el exquisito capitán Alonso de Ojeda y el ladino Bartolomé Colón… –El franciscano se sonó los mocos con un repugnante trapajo como si tratase de disimular una traviesa sonrisa–. Eso sin contar docenas de otros muchos.
–Sobre la liberalidad de sus costumbres no abrigo dudas –admitió el otro algo amoscado–. Mas por lo que ahora os estoy preguntando es por su capacidad de aglutinar a su alrededor a las fuerzas rebeldes.
–¿De qué fuerzas rebeldes me estáis hablando? –se escandalizó el de Sigüenza poniéndose en pie de un salto para comenzar a pasear nerviosamente de un lado a otro de la estancia–. Que yo sepa de lo único que se habla aquí es de una humilde carta a la reina.
–No tan humilde.
–¿Ah, no?
–No, en absoluto. ¿O es que acaso no habéis reparado en que se hace mención a un derramamiento de sangre? ¿Es humilde quien habla de derramar sangre?
–Se refiere a la de su gente, no a la de los españoles.
–¿Os imagináis que se dejarían matar como corderos? Si hay lucha caerán algunos de los nuestros.
–¡Lógico! –admitió Fray Bernardino–. Pero resulta evidente que no quieren luchar a ningún precio.
–No veo por parte alguna tal evidencia.
–Decid más bien que no os conviene verla –puntualizó el franciscano–. Y no se me antoja justo.
–Os recuerdo que estáis aquí como consejero, no como crítico –masculló molesto el gobernador, al tiempo que se servía una copa de su amado licor de guindas–. Decidme qué opináis sobre esa india y no especuléis sobre unos planes que aún no tengo muy claros.
Fray Bernardino, al que las pulgas o los piojos habían comenzado de pronto a agredir con especial fruición en la entrepierna, se volvió para rascarse sin llamar en exceso la atención de su interlocutor, y cuando se sintió reconfortado, replicó con voz entrecortada por el esfuerzo:
–La principal misión de un consejero estriba en advertir sobre los errores que pueda cometer, dado que, una vez cometidos, de poco sirven las palabras. –Lanzó un breve suspiro de alivio–. Y en este caso, iniciar un nuevo enfrentamiento armado se me antoja una equivocación.
–No son de la misma opinión mis capitanes.
–Un militar sin guerra es como un cura sin parroquia –sentenció el otro mordaz–. Y de Vos depende escuchar a quien os habla movido por motivos personales, o a quien lo hace libre de cargas.
–Yo os escucho.
–Como al viento que dejará de soplar mañana. Y os recuerdo que Sus Majestades han expresado más de una vez públicamente que los intereses de los indígenas deben primar sobre los de cualquier otro por importante que sea.
–Públicamente –recalcó con intención Ovando–. Pero en privado mis órdenes son controlar la situación a toda costa, puesto que hasta que no ejerzamos un dominio total sobre La Española no estaremos en condiciones de emprender el asalto al continente.
–Asalto es una palabra muy dura, y a mi modo de ver plagada de connotaciones negativas –sentenció Fray Bernardino–. Y me espanta mirar hacia delante e imaginar en qué puede convertirse lo que nació como una hermosa labor evangelizadora. Cada día llegan más y más hombres de armas y cada día menos pastores de almas.
Aquella era una verdad tan evidente, que ni tan siquiera alguien tan proclive a la retórica como Ovando encontraba argumentos válidos con los que combatirla, e incluso a él mismo le preocupaba el hecho de que casi cada mes arribaran grandes naves cargadas de desesperados aventureros que creían ver en las tierras de aquella orilla del océano la solución a todos sus problemas. El continuo flujo de nuevas bocas que alimentar, nuevos cuerpos a los que dar cobijo, y nuevos brazos a los que ofrecer un trabajo digno, comenzaba a proporcionarle innumerables quebraderos de cabeza, robándole demasiadas horas del día dado que su afán por centralizar el poder le obligaba a hacer frente a una infinidad de cuestiones absurdas que con frecuencia le exasperaban. Sobraban capitanes, soldados, abogados, vagabundos, campesinos, comerciantes y prostitutas, a la par que faltaban médicos, artesanos, maestros de obras y arquitectos capaces de planificar una ciudad destinada a convertirse en capital de un imperio en ultramar.
–Me envían los desechos… –se quejaba, con amargura–. ¡Basura!, cuando lo que tan magna empresa necesita es lo mejor de cuanto pueda dar España.
Y es que en buena lógica, lo mejor que en ese campo tenía España en aquella época, y que por desgracia no era gran cosa, prefería quedarse en Toledo, Sevilla o Barcelona, a lanzarse a una incierta aventura por tierra de salvajes.
En lo más íntimo de su ser el gobernador Ovando echaba de menos a los intelectuales y artesanos judíos, y sin osar comentarlo ni aun con el fiel Fray Bernardino, a menudo se sorprendía a sí mismo calculando la cantidad de prodigios que conseguiría llevar a cabo si le permitieran rodearse de un puñado de los cientos de miles de judíos y moriscos que habían sido expulsados de la península diez años antes.
En su opinión, aquella era gente que sabía hacer bien las cosas, a la que gustaba el trabajo, sobria, eficaz y diametralmente opuesta a la pandilla de inútiles borrachines que infestaban las tabernas de Santo Domingo, y que no pensaban más que en fanfarronear sobre las fabulosas hazañas que llevarían a cabo en un futuro.
Fray Nicolás de Ovando tenía muy claro que el español era un pueblo que siempre estaba pensando en construir un fantástico futuro partiendo de un desastroso presente, y cada vez que se asomaba a la balconada del alcázar para tomar conciencia del manicomio en que se había convertido aquel perdido rincón del Paraíso, se echaba las manos a la cabeza y clamaba al cielo para que tuviera a bien enviarle a alguien que le ayudara a poner un poco de orden en semejante caos.
Le habían enviado a edificar los cimientos de un imperio con ayuda de hombres que tan solo pensaban en destruir, y a levantar ciudades con quienes preferían quemarlas.
–Menos espadas y más paletas de albañil es lo que necesito –mascullaba–. Menos ballestas y más hoces; menos caballos enjaezados y más mulas que tiren de los carros.
Lo decía, aunque en el fondo le constaba que para poder alzar allí una ciudad, alguien tenía que haber luchado antes espada en mano por dominar aquella tierra. Y le constaba también que Santo Domingo era tan solo el comienzo; la cabeza de puente; el punto de partida desde el que semejante cuerda de fantoches alborotadores se lanzarían a conquistar el Nuevo Mundo.
Y eso le aterrorizaba.
El gobernador Fray Nicolás de Ovando, caballero de la Orden de Alcántara, doctor por las universidades de Valladolid y Salamanca, hombre culto y prudente pero cuyo principal defecto era un ciego racismo, ofrecía, no obstante, un curioso contraste en su compleja y desconcertante personalidad, puesto que pese a sentirse castellano hasta la médula y adorar a su patria experimentaba un profundo desprecio y casi aborrecimiento por la mayoría de sus compatriotas.
Aunque a decir verdad, lo que Fray Nicolás de Ovando aborrecía no era a su gente, sino la ignorancia en que se encontraba inmersa una sociedad recién salida de una guerra que había durado casi ocho siglos y que se esforzaba por olvidar todo lo bueno que los invasores les habían proporcionado, sin molestarse por aportar nada a cambio.
No habían pasado más que diez años desde la conquista del último reino moro de Granada y la expulsión de los judíos, pero ya había quienes se empecinaban en negar toda evidencia de la incontestable influencia que sus culturas habían tenido en la sociedad española, alzando el execrable pendón de un cristianismo a ultranza, incluso en cuestiones que hubieran obligado a sonreír a no ser porque en ocasiones llegaba a convertirse en algo trágico.
Un simple gesto, una exclamación, e incluso el hecho de no escupir al pasar ante una antigua mezquita o una sinagoga, podía acarrear una grave acusación que acababa por conducir al más inocente ante las mismas gradas de un tribunal de la Santa Inquisición.
Fray Nicolás de Ovando se consideraba a sí mismo un buen cristiano con una sincera fe nacida de su profundo amor a Dios y no del miedo a su cólera, y tal vez era por ello por lo que se sentía tan íntimamente ligado a quien, como Fray Bernardino de Sigüenza, anteponía dicha fe a cualquier otra consideración política.
Pero aun así no podía olvidar que seguía siendo un político.
–Nuestro signo es la cruz –musitó por último–. Y si os fijáis advertiréis que toda cruz no es más que una espada que oculta su parte más afilada y agresiva. Utilicemos pues, la espada el tiempo que resulte imprescindible, para enterrarla luego y que pase a convertirse en un eterno símbolo de paz.
El mugriento franciscano se negaba a aceptar que la paz fuera un árbol que diese buenos frutos cuando hundía sus raíces en un charco de sangre, por lo que aún insistió en su intento de convencer a su antiguo condiscípulo de que olvidase a la princesa Anacaona y a su diminuto e inofensivo reino de Xaraguá.
–Tened en cuenta –concluyó– que en muy determinadas circunstancias, un enemigo puede llegar a ser mucho más peligroso muerto que vivo.