Читать книгу Tierra de bisontes. Cienfuegos VII - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 4

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La luz de la luna penetraba incluso hasta los arrecifes que se encontraban casi a veinte metros de profundidad.

Allí, en el archipiélago que más tarde sería conocido como «El Jardín de la Reina», el agua aparecía siempre tan quieta y transparente que cabría pensar que más que agua era un cristal sobre el que la vieja barca se deslizara como si patinase sobre una fina capa de hielo que tan solo era atravesado, de tanto en tanto, por los alegres saltos de silenciosos delfines.

Las quietas noches de plenilunio de la costa suroeste de Cuba, en las que la suave brisa que llegaba de la isla traía olor a tierra mojada y vieja selva, tenían mucho de embriagador y mágico, por lo que hacía años que el canario Cienfuegos había tomado la costumbre de hacerse a la mar a la caída de la tarde con el fin de dedicar la noche a pescar o a extasiarse con uno de los paisajes más hermosos que hubiera contemplado nunca.

Tal vez la luna rielando sobre el mar le devolvía a aquel día de su ya muy lejana infancia en que, poco antes de morir, su madre lo condujo por entre los mil vericuetos de los peligrosos senderos que bordeaban los precipicios de la isla de La Gomera en busca de la orilla de un mar que hasta aquel momento el chicuelo tan solo había contemplado desde lo alto de las montañas.

Para alguien nacido y criado en la cima de un impresionante risco, el mar y el cielo eran puntos casi igualmente lejanos, por lo que de niño Cienfuegos siempre mantuvo el disparatado convencimiento de que algún día se introduciría en el cielo de la misma forma en que su madre le había introducido en el mar.

Pasaron en la quieta ensenada tres días y tres noches, sin duda los más hermosos de la infancia de un crío que jamás conoció a su padre y que perdió a su madre dos semanas más tarde, lo cual siempre le obligó a sospechar que cuando le llevó a ver el mar su madre ya debía saber que iba a morir.

Durmieron acurrucados el uno junto al otro sobre la tibia arena negra, escuchando en suave rumor de las olas batiendo contra las rocas del acantilado y aspirando un fresco aroma salado que poco tenía que ver con el acostumbrado hedor de los machos cabríos con los que se veían obligados a lidiar a diario.

Su madre había sido una pastora montaraz, hija y nieta de los antaño famosos «Garaones», una de las escasas familias de rebeldes aborígenes «guanches» que en La Gomera prefirieron huir a las montañas antes que someterse a los caprichos de los conquistadores españoles, pero que evidentemente había acabado por sucumbir al asedio de algún aguerrido invasor que le dejó como único recuerdo de su incruenta conquista un hermoso retoño de piel clara, ojos verdes y cabellos sorprendentemente rojizos.

Tal vez la palpable e incuestionable evidencia de que al fin había sido vencida por sus eternos enemigos era lo que había impulsado a «La Garaona» a mantenerse oculta entre barrancos y montañas hasta el fin de sus días.

Si, tal como algunos aseguraban, había sido violada por un capitán con ayuda de dos brutales soldados, o si la plaza fuerte se había rendido voluntariamente ante el irresistible ataque de un verbo fácil y una deslumbrante sonrisa, era algo que nadie supo nunca, pero como resulta evidente que una derrota es casi siempre deshonrosa, la cabrera había optado por mantener el fruto de tal acción lo más lejos posible de la curiosidad ajena.

Otros opinaban que su «conquistador» había sido en realidad un gigantesco marino llegado de nadie supo nunca, y cuyo barco se había estrellado contra los acantilados del norte durante una noche de tormenta.

Por lo visto se había propinado tal golpe en la cabeza en el momento de naufragar que a partir de ese instante, y hasta el día en que murió, casi cinco años después, la única palabra que aprendió a decir en castellano fue «cagarruta».

Ahora, treinta y tantos años más tarde, nadie podría saber exactamente cuántos, el hijo del capitán o del marino se encontraba a miles de leguas de la negra playa canaria, pero aún el olor a mar conseguía devolverlo a aquellos tres maravillosos días en que su madre lo abrazaba consciente de que muy pronto dejaría de hacerlo.

Para algunos seres humanos, la infancia dura once años.

Para otros, únicamente tres días.

Los recuerdos son por lo tanto infinitamente menores, pero permanecen en la memoria como grabados a fuego.

El resto de esos once años se habían limitado a perseguir cabras por entre peñas y barrancos, ordeñarlas, ayudarlas a parir o degollarlas y despellejarlas cuando ya no servían más que de alimento o vestimenta.

Cienfuegos aborrecía todo cuanto se relacionase con las cabras, empezando por su olor, y acabando con el sabor de su carne, y por lo tanto era el único animal que se había negado a llevar a la isla caribeña en que decidió establecerse definitivamente con su extensa «familia».

Y es que, a su modo de ver, pocas cosas activaban de una forma más rápida la memoria que un olor, y esa memoria tan solo le traía a la mente años de tristeza, penurias y angustiosa soledad.

De todo ello, la soledad era a lo único a lo que le agradaba regresar a menudo, dado que en la pequeña isla en que se habían establecido era tanta la actividad y tanta la gente que pululaba a todas horas a su alrededor que pocas ocasiones tenía de detenerse a meditar en lo que había sido su más que agitada vida.

Cebó por enésima vez el anzuelo con un grueso gusano y permitió que el sedal en cuyo extremo había atado una piedra se deslizara hacia un arrecife en el que se distinguían las manchas de una increíble cantidad de peces de todas las formas, tamaños y colores.

Con harta frecuencia la piedra ni siquiera tenía tiempo de llegar al fondo.

Un tirón le avisaba de que una presa había mordido el anzuelo y se iniciaba entonces un apasionante lucha en la que lo más importante era impedir que, por muy grande y poderoso que fuera el enemigo, este consiguiera romper la liña, lo que significaba una costosa pérdida.

Se necesitaba mucha paciencia y habilidad puesto que el gomero sabía muy bien que ningún pez valía lo que valía el anzuelo y el aparejo con los que estaba intentando capturarlo.

Incontables horas solían pasar sus dos mujeres y sus hijos trenzando largas sogas de cáñamo, pero por mucha que fuera su habilidad raramente conseguían obtener la resistencia y calidad de los cientos de brazas traídos años atrás desde la lejana Sevilla.

La vida en la isla, que aunque en un principio no tenía nombre había acabado llamándose «La Escondida», dado que la principal preocupación de sus habitantes se concretaba en mantenerla lejos de la mirada de unos extraños de los que nada bueno cabía esperar, había pasado a convertirse en auto-suficiente con el transcurso del tiempo.

No obstante, una vez cada dos años, la nave que les había traído hasta allí y que por lo general permanecía desmantelada y camuflada en una quieta ensenada zarpaba rumbo a Santo Domingo en busca de todo aquello que los isleños no se sentían capaces de fabricar por sí mismos, aunque Cienfuegos pretendía que tales viajes se fueran espaciando cada vez más en el tiempo.

Y es que les constaba que el Caribe se estaba volviendo un mar harto peligroso.

Supuestamente nadie podía viajar a «Las Indias Occidentales» sin un permiso especial sellado y rubricado en Sevilla, pero portugueses, franceses, holandeses, y especialmente los ingleses, solían hacer caso omiso a tal mandato buscando la forma de establecerse en unos territorios que según el controvertido «Tratado de Tordesillas» pertenecían en exclusiva a la Corona española.

La mayoría de tales intrusos no eran en realidad más que piratas en busca de un buen botín, y andaban siempre al acecho de una presa fácil en las proximidades de las costas dominicanas.

Y una pequeña nave desarmada que regresaba de adquirir pertrechos en una concurrida Santo Domingo repleta de espías constituía sin duda un bocado muy apetecible para un pirata, un corsario o un simple bucanero.

Los habitantes de «La Escondida» habían aprendido por tanto a valerse cada vez más por sí mismos.

La luna inició su lento descenso en el horizonte, por lo que los arrecifes del fondo comenzaron a difuminarse.

Durante casi media hora Cienfuegos mantuvo un emocionante tira y afloja con una rebelde dorada que en buena lógica se negaba a abandonar el paraíso en que había nacido para pasar al otro lado de la mortal línea que significaba la superficie del agua, y cuando al fin consiguió izarla a bordo y abrirla en canal con el fin de despojarla de unos intestinos que solían pudrirse con gran rapidez, el gomero se tomó un merecido descanso tumbándose en el fondo de la barca decidido a fumarse, tranquilo y relajado, uno de los gruesos, frescos y aromáticos cigarros que su hija mayor solía prepararle con infinito mimo.

Al darlo por concluido, cebó de nuevo el anzuelo y se dispuso a reanudar el trabajo que más le gustaba, pero en el momento de extraer de las oscuras aguas su nueva captura sintió un inesperado pinchazo en la muñeca, tan brutal que le obligó a lanzar un grito de dolor, se tambaleó peligrosamente y suerte tuvo de caer en el interior de la embarcación porque de haberse precipitado por la borda habría muerto irremediablemente.

Apenas tardó un par de minutos en perder el sentido.

El gomero jamás logró averiguar qué clase de animal le había inoculado de un solo golpe tan virulenta ponzoña, pero lo cierto fue que le paralizó como si hubiera sufrido de improviso el impacto directo de un rayo al tiempo que el brazo se le hinchaba hasta alcanzar el grosor de uno de sus muslos.

La embarcación quedó al pairo.

El agresor, cualquiera que fuese su forma, tamaño o la extraña familia a la que pertenecía, regresó a las profundidades arrastrando tras de sí el anzuelo y el largo sedal, cuyo extremo permanecía por precaución atado siempre a la proa, por lo que al cabo de un rato la frágil embarcación comenzó a desplazarse muy despacio en dirección a mar abierto.

La bestia no debía sentirse a salvo en un arrecife poblado de hambrientos depredadores, por lo que evidentemente buscaba la protección de aguas más profundas y por lo tanto menos concurridas.

No obstante, el cabo al que se mantenía unida no daba más de sí, por lo que se vio obligada a mantenerse nadando entre dos aguas hasta que, con la primera claridad del día, un hambriento tiburón que vagabundeaba por los alrededores la eligió como suculento desayuno.

Evidentemente aquella no había sido su noche.

Aunque sí fue, probablemente, la peor noche en la vida del causante de todas sus desgracias.

El insoportable dolor, que le llegaba desde el nacimiento del cuello hasta los pies con especial incidencia en el brazo, mantenía al gomero tendido boca abajo, incapaz de moverse, semiinconsciente a ratos y a ratos totalmente fuera de este mundo, juguete de un millón de pesadillas que correteaban por su mente como una jauría de perros rabiosos.

Colores, docenas de brillantes colores de una variedad como nunca había visto en la realidad, estallaban de continuo en su cerebro al igual que un castillo de fuegos artificiales que se elevaran para chocar irremisiblemente contra las paredes de su cráneo. Sentía que se ahogaba, pero cada vez que abría la boca en busca de aire fresco, lo único que conseguía era expulsar un chorro de amarillentos vómitos que le quemaban la garganta.

La muerte navegó a menos de una milla de distancia.

Andaba tras su pista, pero tal vez el hecho de que la luna se ocultara sumiendo el mar en profundas tinieblas le obligó a desistir de su empeño quedando a la espera de ocasión más propicia.

Sabía por experiencia que pronto o tarde aquel a quien ahora perseguía acudiría en su busca.

El fugitivo, ¡tanta costumbre tenía el gomero Cienfuegos de huir de la muerte!, continuó tumbado sobre un lecho de vómitos y peces muertos, sin que ni siquiera el violento sol caribeño que le abrasó la desnuda espalda le obligara a reaccionar.

El activo veneno con la que aquel maldito pez se defendía de sus enemigos o inmovilizaba a sus presas corría libremente por sus venas y tan solo el hecho de que se tratara de un hombre excepcionalmente corpulento, fuerte y saludable, impidió que acabara matándole.

Cualquier otro de menor envergadura o resistencia no hubiera llegado vivo al mediodía.

Cienfuegos consiguió soportar el suplicio por más que fuera harto cruel y lacerante.

Era como si una corriente de plomo derretido fuera y viniera de su corazón a los riñones y de allí al hígado para ascenderle de improviso hasta el cerebro.

Aulló de insufrible dolor en cuatro o cinco ocasiones pero la inmensidad del mar convirtió en inútiles sus quejas.

Estaba solo puesto que incluso los delfines se habían alejado tiempo atrás.

A los delfines les suelen gustar las naves veloces y la gente que canta.

Aborrecen los barcos al pairo y los lamentos.

En eso se parecen a los seres humanos.

Volvió la noche y volvió la luna.

Y con ella una suave brisa que llegaba del este.

La barca, sin nombre, puesto que en «La Escondida» todo pertenecía a todos y por lo tanto nada necesitaba un nombre que la distinguiera del resto, comenzó a desplazarse lentamente dejando definitivamente atrás lo poco que se distinguía ya de las costas de Cuba.

Incluso un par de gaviotas que a la caída de la tarde habían acudido a picotear los ya hediondos dorados que se desparramaban por el fondo de la embarcación optaron por alzar el vuelo y regresar a sus nidos de tierra firme.

El herido gimió lastimeramente y acabó por hundirse de nuevo en un sopor que le mantenía alejado del resto del mundo.

Al tercer día una corriente suave pero firme y constante se apoderó de la embarcación y comenzó a desplazarla hacia el nordeste.

Un enorme tiburón de alta aleta se aproximó para golpear con su fuerte cola el frágil casco de madera.

Pareció oler o presentir que al otro lado de las delgadas tablas se encontraba un apetitoso almuerzo, por lo que giró una y otra vez a su alrededor intentando encontrar la forma de satisfacer su hambre, pero al cabo de un par de horas se alejó de lo que se le debió antojar una gigantesca tortuga de inabordable caparazón que dormitaba dejándose arrastrar por la corriente.

Probablemente aquel tiburón sabía mucho de corrientes porque la experiencia debía haberle enseñado que las aguas que llegaban desde Europa y África cruzando la inmensidad del Océano Atlántico penetraban en el Mar Caribe por entre el rosario de islas de Las Antillas para acabar por concentrarse en el canal que separaba la isla de Cuba de la península del Yucatán.

Más tarde el inmenso y constante flujo bordeaba las costas mexicanas y norteamericanas, acababa dirigiéndose hacia el sur a todo lo largo de la península de La Florida y regresaba finalmente al océano y de allí a la lejana Europa.

El punto por el que el hambriento escualo merodeaba en aquellos momentos, el cuello de botella del noroeste de la isla de Cuba, constituía por tanto un lugar perfecto para permanecer tranquilamente al acecho de jugosas presas con las que saciar su insaciable apetito, pese a que esta ocasión su paciencia no hubiera recibido premio alguno.

La barca siguió su camino, juguete de un mar tranquilo pero en continuo movimiento, y en su encharcado interior el hombre herido se mantuvo firme en sus ansias de conservar la vida, convencido de que alguien que había sabido enfrentarse a situaciones realmente difíciles no merecía caer víctima de un asqueroso pez, traidor y ponzoñoso.

Sus enemigos habían sido tantos y tan extraordinariamente poderosos que una muerte a todas luces vulgar y anodina rayaba los límites del ridículo.

Cienfuegos había logrado escapar al acoso del celoso y brutal capitán León de Luna y sus sanguinarios mastines, había atravesado en compañía del Almirante Colón el «Océano Tenebroso» descubriendo un Nuevo Mundo, había sobrevivido a un naufragio y a la destrucción de un fuerte del que se convirtió en único superviviente, había resistido la esclavitud a manos de feroces caníbales, y había atravesado oscuras selvas, los ardientes desiertos y las heladas cordillera de «Tierra Firme» en continúo enfrentamiento con tribus hostiles y fieras hambrientas.

Se trataba por tanto de un superviviente nato; un «hombre-corcho» que siempre regresaba a la superficie por violenta que fuera la tormenta, y aun inconsciente como se encontraba no parecía dispuesto a permitir que una sucia bestezuela de los oscuros abismos consiguiera lo que nadie más había conseguido.

¡Pero era tan intenso el dolor!

¡Tan abrasador el fuego que circulaba hora tras hora por su venas!

¡Tan violentas las luces que estallaban en su cerebro!

Los desgarrados aullidos se transformaron en un sordo y continuo lamento y un jadear semejante al de los grandes dorados cuando caían en el fondo de la barca, y ese agotador esfuerzo por mantenerse a toda costa a este lado de la raya le fue extenuando hasta el punto de que al cuarto día ya no era más que un guiñapo incapaz de alargar la mano y apoderarse de uno de los odres de piel de oveja que siempre llevaba a bordo.

Por suerte comenzó a llover a media tarde, y lo hizo con tal fuerza e intensidad que los gruesos goterones le hicieron daño en una espalda que había sido abrasada por el violento sol del trópico.

De un modo casi instintivo, puesto que para sobrevivir Cienfuegos ni siquiera necesitaba tener conciencia de lo que hacía, giró sobre sí mismo con el fin de permitir que el agua penetrara hasta el fondo de su garganta, lo cual contribuyó sin duda a que no acabara allí mismo su larga y agitada historia.

La persistente corriente del golfo continuó siendo dueña de la situación, jugueteó con la barca hasta aburrirse, y al fin se la entregó a unas largas y cadenciosas olas que batían contra la costa y que optaron por arrojarla contra un espeso manglar entre cuya espesa vegetación quedó atrapada como una mosca en una tela de araña.

De inmediato, y atraídos por el para ellos excitante hedor a pescado podrido, docenas de enormes cangrejos treparon por las ramas y se dejaron caer sobre cuanto quedaba de los dorados que cubrían el fondo de la embarcación.

Sin embargo algunos de ellos se decantaron por el novedoso manjar que significaba un cuerpo humano igualmente maloliente y cubierto de llagas, hasta el punto de que en realidad fueron los agresivos cangrejos los que consiguieron que Cienfuegos reaccionara.

No le resultó en absoluto agradable despertar para descubrirse pasto de docenas de pequeñas bestezuelas que le observan ansiosamente con sus saltones ojos, dispuestas a desgarrarle la carne con sus fuertes y afiladas pinzas.

A rastras, y utilizando las escasas fuerzas que aún le quedaban y que a cualquier otro no le hubieran bastado, el gomero consiguió escapar de la mortal trampa infestada de diminutos, despiadados y feroces enemigos, para acabar encaramándose a una rama que a duras penas soportaba su peso.

Aunque no consiguió llegar solo; media docena de hambrientos crustáceos de un color rojo violento continuaban aferrados a su carne, por lo que se vio obligado a arrancarles las fuertes tenazas con el fin de ir arrojándolos al agua uno tras otro.

–¡La madre que os parió! –no pudo por menos que exclamar–. ¿Acaso me queréis devorar vivo?

Luego permaneció muy quieto, como un mono trepado en la cima de una acacia espinosa, tratando de descubrir que parte de su cuerpo o de su espíritu no se encontraba lastimosamente maltratado.

No existía ni un solo centímetro de su piel que no apareciese lacerado, un músculo que no le doliese, ni un hueso que no amenazara con quebrársele.

Las deformes manos habían duplicado su tamaño, los hinchados párpados apenas le permitían la visión y los labios no eran más que una costra alineada junto a otra costra semejante.

La mayoría de los incontables cadáveres que había visto a lo largo de su vida ofrecían bastante mejor aspecto.

Pero ningún cadáver respiraba, y el gomero Cienfuegos era de lo aquellos a los que les basta con poder respirar.

El resto se limitaba a una cuestión de fuerza de voluntad.


Tierra de bisontes. Cienfuegos VII

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