Читать книгу Tierra de bisontes. Cienfuegos VII - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 8

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Durmió «a bordo» en la única hamaca de la tripulación que aún soportaba su peso sin romperse, y el hecho de pasar la noche bajo cubierta, aspirando el olor a brea de calafatear que le había acompañado a todo lo largo de su travesía del océano le trajo a la mente viejos recuerdos de cuando era un ignorante muchacho tan despistado que en La Gomera se coló de polizón en una carabela confiando en que lo desembarcaría en Sevilla cuando en realidad navegaba en dirección opuesta.

A la hora de mirar hacia atrás se veía obligado a reconocer que su azarosa vida había sido el fruto de una serie de situaciones absurdas y sin sentido que comenzaron con el bendito día de que una hermosa y noble dama se enamoró locamente de un cabrero analfabeto, y parecía a punto de concluir con la aciaga noche en que un pez ponzoñoso le clavó su aguijón en el brazo.

¿Hasta cuándo estaba dispuesto a reservarle el caprichoso destino sorpresas semejantes?

¿Acaso no existían otros muchos millones de seres humanos a los que fastidiar con sus estúpidos caprichos?

Durante años rodó de aquí para allá, como una de esas semillas de blanco penacho que el viento traslada por entre los árboles en primavera, y cuando al fin había conseguido arraigarse y dar sus frutos, una vez más le arrastraban hacia Dios sabía dónde.

–¿Por qué? ¿Por qué, Señor, me has elegido como juguete si jamás he tenido intención de ofenderte? –inquirió momentos antes de quedarse profundamente dormido–. ¿Por qué no demuestras un poco de compasión y me permites regresar con los míos?

Aquello era lo más parecido a una plegaria que el canario Cienfuegos se sentía capaz de invocar, pero era al fin y al cabo una plegaria que nacía de lo más profundo de su corazón.

Soñó que navegaba por entre las calmas del «Mar de los Sargazos» y que su buen amigo Pascualillo de Lebrija dormía a su lado.

También debían encontrarse cerca el siempre malhumorado timonel Caragato, el siempre afable cartógrafo Juan De la Cosa, el converso Luis de Torres, e incluso su «Excelencia el Almirante de la Mar Océana», don Cristóbal Colón, pero cuando la luz del sol penetró por entre las rotas tablas de la amura de estribor, abrió los ojos para descubrir, desalentado, que no dormía nadie en las destrozadas hamacas vecinas.

Ni tampoco el ceñudo contramaestre paseaba su eterno insomnio sobre cubierta.

Se vio obligado a admitir una vez más que era un hombre solo, espantosamente solo en la inmensidad de un universo poblado por hercúleos salvajes de los que no sabía qué demonios se podía esperar.

No hizo ademán alguno de levantarse porque por primera vez en su vida prefirió no hacerlo de inmediato con el fin de permanecer allí, bajo la mísera protección de las cuadernas de una nave varada en la arena, consciente de que era el único lugar que le mantenía unido a su pasado y a lo que había sido su mundo, visto que en el exterior le aguardaban sin duda incontables penalidades que no podría compartir con nadie.

En ese hecho estribaba a su modo de ver lo peor de su amargo destino: raramente había tenido la oportunidad de compartir con los seres que amaba ni lo bueno, ni lo malo, ni las alegrías, ni las tristezas, ni la heroicidad, ni el miedo.

Cuanto le acontecía se veía obligado a rumiarlo como un buey aislado en mitad de un gigantesco prado.

La mayor parte de su existencia había transcurrido al aire libre, sin otro techo que el cielo ni otro lecho que el suelo, y por ello, el encontrarse allí, balanceándose suavemente sobre una hamaca en el interior de una abovedada nave, era casi tanto como regresar al vientre de su madre, que era el único lugar del mundo en el que se había sentido protegido.

Desde el mismo momento en que distinguió por primera vez la luz del sol este pareció haberle tomado un desmesurado afecto puesto que le seguía a todas partes.

Incluso en aquellos momentos se encontraba allí, buscándolo por entre las cuadernas o las grietas de la tablazón de cubierta como si estuviera exigiéndole que abandonara su escondite y saliera de una vez adonde pudiera contemplarlo a sus anchas.

No obstante, antes de que el canario se decidiera a hacerlo comenzó a llover, primero mansamente, al poco tiempo con inusitada furia, y ello le dio una nueva razón para continuar acurrucado en su rincón contemplando un techo que no tardó en comenzar a gotear.

Estaba asustado y no sintió el menor empacho en reconocerlo, porque desconocía a qué o quién debería enfrentarse cuando abandonara su precario refugio, y a lo que en verdad temía no era a morir, que eso era algo para lo que siempre había estado preparado, sino a no volver a ver a sus seres queridos.

Resulta hasta cierto punto sencillo demostrar valor cuando se es joven y nadie te espera en ninguna parte; resulta fácil y a menudo incluso divertido, pero a medida que la vida avanza y se va llenando de afectos, ese valor disminuye en la misma proporción en que crecen los hijos.

¿Quién les contaría a sus seis hijos divertidas anécdotas a la luz de la hoguera?

¿Quién les relataría cada detalle de los mil duelos del valiente capitán Alonso de Ojeda?

¿Quién les hablaría de aquel fabuloso Gran Kan que con tanto afán buscaba el Almirante?

Para el gomero, al igual que para la mayoría de cuantos viajaban a bordo de «La Santa María», el Gran Kan debía ser un anciano muy alto, de luenga barba negra y cubierto de oro de los pies a una noble cabeza que se tocaba con una increíble corona cuajada de esmeraldas, cuya mayor diversión se cifraba en lanzar a cuantos se le aproximaban puñados de gruesos diamantes que extraía de un arcón que parecía no tener fondo.

Esa era al menos la descripción que corría de boca en boca, y por el simple hecho de comprobar su veracidad valía la pena arriesgar la vida atravesando el océano y enfrentándose a los monstruos más feroces, fueran marinos o fueran terrestres.

Según Colón, el Gran Kan estaba aguardándolos en la otra orilla, con los brazos abiertos y ansiado darles la bienvenida como a los heroicos marinos que habían sabido abrir una ruta más corta entre Oriente y Occidente, lo que sin duda redundaría en beneficio de la paz mundial y del bienestar de todos los pueblos de la Tierra, que partir de aquel momento podrían comerciar libremente.

¡Hermoso sueño, vive Dios!

Hermoso sueño que había acabado por convertirse en pesadilla, puesto que resultaba evidente que nadie cubierto de oro los aguardaba con los brazos abiertos, y la mayoría de quienes alimentaron tan absurdas ilusiones, o estaban muertos o arrastraban una existencia ciertamente paupérrima.

Incluso el mismísimo Almirante había perdido todo cuanto tenía para acabar muriendo como un paria sin que se supiera con certeza adónde había ido a parar su cadáver.

Su sueño de un Gran Kan con corona de esmeraldas había quedado reducido al hecho evidente de que la historia le reservaba un puesto de singular importancia.

¿Había valido la pena?

Cienfuegos recordaba que cuando en cierta ocasión le preguntaron a don Cristóbal qué era lo que más le había hecho disfrutar durante su portentosa existencia, la respuesta fue rápida e inequívoca:

–La contemplación del horizonte en alta mar teniendo la certeza de que en cualquier momento harían al fin su aparición las costas de China y del Cipango.

–¿Más que el desembarco?

–Mucho más.

–¿Por qué?

–Porque desde el primer momento comprendí que la isla de San Salvador no era más que una escala hacia China, con lo que ya la primera ilusión se había roto.

–¿Fue eso lo que más le hizo sufrir?

–No, lo que más me ha hecho sufrir en mi vida han sido los mosquitos, que en Jamaica no me permitieron descansar en paz durante más de un año.

Curioso resultaba que los peores enemigos de uno de los hombres más grandes que hubiera dado la humanidad hubieran sido unos seres tan diminutos.

Curioso y esclarecedor; ni príncipes, ni reyes, ni cardenales, ni calmas, ni tormentas, ni monstruos de los abismos, ni salvajes armados, ni fieras de la selva habían conseguido doblegar a un hombre de hierro al que acabaron por destrozar los millones de obsesivos mosquitos que no le dejaron dormir, con lo que su indomable espíritu acabó por resquebrajarse.

Tal vez por eso eligió un lugar tan frío como Valladolid para acabar sus días; quería morir en paz, sin que lo asediaran los mosquitos.

En la interminable costa a la que Cienfuegos había ido ahora a parar, enormes mosquitos proliferaban hasta el punto de que nubes de ellos ocultaban el sol en los atardeceres, pero el gomero, quizás debido a que se había criado durmiendo entre las cabras, tenía la inmensa suerte de que jamás le atacaban.

Recordando las plácidas noches de su isla, la nostalgia se apoderó una vez más de su ánimo, y cualquier otro hubiera optado por quedarse allí, huyendo de los problemas que lo acosaban por el sencillo remedio de no moverse de donde se encontraba, lo que viene a ser una forma como otra cualquiera de escapar, pero al fin y al cabo él era el gomero Cienfuegos –«más terco que un mulo y con la piel de elefante»– por lo que consideró que había llegado el momento de ponerse en marcha.

En los arcones de la tripulación encontró ropa de abrigo, un enorme chambergo y un par de botas en bastante buen estado, pero llegó a la conclusión de que las botas siempre acababan por destrozarse por lo que resultaba preferible mantener su inveterada costumbre de andar siempre descalzo,

Se agenció de igual modo una herrumbrosa ballesta y un largo arpón, cuya punta adosó al extremo de su pértiga puesto que le hacía mucho mejor servicio que el cuchillo.

La red de la hamaca en la que había dormido le sirvió de hatillo en el que envolver la vela de la barca así como un pequeño barril de pólvora, y cargó de igual modo con pedernal y yesca, un rollo de cuerda, un plato de latón y una abollada cacerola.

Luego emprendió sin prisas el camino, rumbo al norte, sin volver ni una sola vez el rostro porque le constaba que el esqueleto del «Princesa del Mar» era su último lazo de unión con el que había sido su mundo.


Durante mucho tiempo Cienfuegos se preguntó por qué razón hacía decidido abandonar la costa en su camino hacia el oeste en procura de un punto desde el que tal vez pudiera dar el salto a Cuba y de ahí a su isla, optando no obstante por encaminarse al norte aun a sabiendas de que de ese modo se adentraba en el corazón de una desconocida región que presentía demasiado extensa.

A la larga tan solo encontró una respuesta válida a semejante demanda: lo hizo por la necesidad de sentirse acompañado, de hablar con alguien que le entendiera y de compartir con su propia gente los temores y las esperanzas ante un futuro que se presentaba ciertamente imprevisible y angustioso.

Y es que las horas, los días y las semanas de absoluta soledad y obligado silencio comenzaban a pesar sobre su ánimo como una losa de mármol.

Cuando navegaba a bordo de la «María Galante» –¡qué difícil le había resultado siempre llamarla «Santa María»!–, el afectuoso y paciente Juan De La Cosa, el mejor cartógrafo de su época, le había inculcado su apasionada afición a la astronomía, enseñándole a reconocer las principales estrellas y constelaciones, al tiempo que le explicaba cómo se movían y de qué forma un buen observador podía saber dónde se encontraba o hacia dónde se dirigía tan solo con observarlas.

De niño, cuando la mayor parte de las veces se veía obligado a dormir al aire libre en lo alto de un risco sin más compañía que las cabras, solía pasar largas horas contemplando esas mismas estrellas, por lo que lógicamente había llegado a la conclusión de que constantemente se movían e incluso ocupaban distintas posiciones según las diferentes épocas del año, pero nunca se había sentido capaz de darles una explicación a tales cambios, entre otras cosas por el simple hecho de que tampoco se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que la Tierra fuera redonda.

¿Lo era realmente?

A veces no podía evitar plantearse serias dudas, lógicas por otra parte en un hombre al que le había tocado vivir en unos tiempos en los que Juan Sebastián Elcano aún no había circunnavegado el globo, demostrando de un modo absolutamente irrefutable la veracidad de tan controvertidas teorías.

Y es que por otra parte la región en la que se había internado no contribuía en lo más mínimo sacarle de dudas al respecto, pues era tan plana como lo fuera en su día el mismísimo «Mar de los Sargazos», de nefasta memoria.

Jornada tras jornada, y como si se tratara de una auténtica pesadilla, lo único que se ofrecía a los ojos de un gomero acostumbrado a los mil accidentes de su isla natal, en la que resultaba imposible caminar más de cinco minutos por un llano, era un horizonte verde o amarillento en el que, muy de tanto en tanto, destacaba una ligera ondulación que apenas superaba su propia altura.

Hierba crecida, que incluso en ocasiones le llegaba al pecho y que se encontraba fuertemente afirmada a una tierra suelta y sin consistencia, de tal manera que cuando la arrancaba de raíz lo que quedaba bajo ella era una especie de polvo blanquecino que un viento firme y constante se apresuraba a arrastrar muy lejos.

Abundaban, eso sí, los anchos ríos y las extensas lagunas ricas en peces, en cuyas orillas solía tropezarse con liebres y pequeños venados a los que solía abatir de un certero disparo de una antaño herrumbrosa ballesta que ya se había preocupado de lijar con sumo cuidado, dejándola limpia y reluciente.

Por lo general eran los lugares más frescos y agradables de la inmensa llanura a cuyas orillas crecían frondosos árboles que proporcionaban la única sombra en millas a la redonda y de los que colgaban innumerables panales de abejas rebosantes de apetitosa miel, pero muy pronto descubrió que no resultaba en absoluto saludable acampar demasiado cerca del agua, ya que cuando menos se lo esperaba surgía de sus profundidades un enorme caimán dispuesto a arrancarle una pierna.

Al observarlos, con sus malignos ojillos acechándolo a ras de la superficie, no podía por menos que recordar la primera vez que se tropezó con ellos, allá en Venezuela, y en su ignorancia los tomó por lagartijas gigantes.

Le venía entonces de inmediato a la mente el recuerdo del diminuto Papepac, junto al que había vivido divertidas aventuras y momentos en verdad maravillosos.

–¡Dios, qué viejo soy!

En realidad el canario contaba entonces poco menos de treinta y cinco años, pero eran tantas las experiencias que había acumulado a lo largo de ese tiempo que hasta cierto punto tenía razón al considerar que podía haber vivido perfectamente un siglo.

Dejando a un lado la obsesionante monotonía del paisaje, lo que más llamaba su atención era el hecho de no advertir rastro alguno de presencia humana pese a que resultaba evidente que aquella era una tierra que podría haber alimentado sin el menor problema a millones de personas.

También llamaba poderosamente su atención la increíble proliferación de una especie de ardilla de cola corta que vivía a ras de tierra y que se ocultaba en profundas cuevas. Mucho más tarde averiguaría que los nativos se las solían comer asadas a fuego lento, y que las denominaban «perrillos de la pradera», de los que por aquel tiempo se calcula que existían en las grandes llanuras del medio oeste más de cuatrocientos millones de ejemplares.

Cada mañana emprendía la marcha confiando en tropezarse con alguien, amigo o enemigo, y cada noche se tumbaba entre la alta hierba a observar las estrellas preguntándose si por un capricho más del destino había pasado a convertirse en el último ser humano del planeta.


Era la mayor altura que había alcanzado a distinguir desde que abandonó la costa, y aunque no superaba los cien metros en suave y casi imperceptible ascenso, corrió hacia ella abrigando la esperanza de que desde su «cima» quizás alcanzaría a otear un horizonte diferente.

Al aproximarse advirtió no obstante que algo destacaba en su cumbre y al poco comprendió que se trataba de una rústica cruz.

El corazón le dio un vuelco.

Aunque no pudiera considerarse a sí mismo un auténtico creyente, el símbolo de la cruz sería siempre, y donde quiera que se encontrase, la señal inequívoca de que allí estaba el mundo en que había nacido y se había criado.

Donde se implantaba una cruz tenía que haber cristianos.

Pero se trataba por desgracia de un único cristiano.

Y por si fuera poco estaba muerto.

AsdrÚbal Dorantes

Cáceres 1485– Bímini 1509

Allí descansaba pues un pobre iluso que abandonó este mundo en plena juventud y –por lo que se podía deducir de su tumba– convencido de que había llegado a la isla en la que se encontraba la maravillosa «Fuente de la Eterna Juventud».

De nuevo le vino a la mente el viejo dicho:

Quien busca Bímini

eternamente joven será

porque joven morirá

y joven permanecerá

por toda la eternidad.

Asdrúbal Dorantes, quien quiera que fuese, había exhalado el último suspiro a los veinticuatro años persiguiendo el sueño de continuar teniendo siempre veinticuatro años.

Pero sin duda no esperaba tenerlos a dos metros bajo tierra.

–Si algún día regreso a Santo Domingo le cortaré el cuello al hijo de puta de Melquíades Corrales –le prometió al difunto–. Lo juro sobre tu tumba, y si no lo cumplo te autorizo a que acudas a recordármelo todas las noches.

Rezó cuanto sabía, que no era mucho, y como caía la tarde decidió pasar la noche en compañía de un compatriota, pese a que estuviera muerto, confiando en que tal vez desde el otro mundo pudiera echarle una mano señalándole el mejor rumbo a seguir a la hora de regresar a casa.

–Lejos has ido a parar tú de la tuya… –musitó al poco como si el malogrado Dorantes pudiera oírle–. Nunca he sabido dónde queda exactamente Cáceres, pero imagino que está en la Península, y por lo tanto más allá de La Gomera. Si lo contamos desde aquí, naturalmente.

Eran tantos los muchachos que había visto llegar al Nuevo Mundo en busca de una vida mejor que a menudo se preguntaba cuánta miseria y cuántas vejaciones tenían que haber sufrido para verse empujados a tomar la decisión de abandonar sus raíces y a los seres queridos con el fin de conseguir un futuro más digno.

–¿Acaso no tenías una madre que te consolara en los momentos difíciles, o una muchacha que hiciera saltar tu corazón al verla? –le preguntó a su silencioso vecino confiando en obtener algún tipo de respuesta–. ¿Acaso no tenías hermanos o amigos que te hicieran desistir de tamaña locura?

El canario sabía por experiencia que el hambre nunca había sido buena consejera a la hora de tomar decisiones o de emprender un largo viaje; cuando el hambre arreciaba la mente no razonaba con claridad, por lo que se corría el riesgo de acabar, como el infeliz Asdrúbal Dorantes, en la cima de una minúscula colina en mitad de la nada.

Y es que aquella tierra infinita era la nada.

Un desierto de hierba sin la belleza de la altas dunas de arena; un mar petrificado sin la magia de las olas; una línea recta que acababa por convertirse en la distancia más larga entre dos puntos.

No parecía que hubiera puntos de los que partir o a los que llegar, y la única referencia que había encontrado en tantos días de caminar sin descanso era aquella tosca cruz sobre una tumba.

¿De qué podría haber muerto su dueño?

De hambre no, desde luego, ni tampoco de agotamiento, por muy rápida que hubiera sido su marcha a través de la llanura.

Tal vez llegara allí enfermo o sufriera el ataque de un salvaje, aunque lo más probable, visto el lugar, era que hubiera sido víctima de una de las incontables serpientes venenosas que anidaban entre la espesa maleza.

Aquel constituía sin duda alguna el principal peligro de una extensa llanura que parecía haberse convertido en la residencia habitual de miles de crótalos que permanecían ocultos entre la alta hierba al acecho de una distraída víctima.

Cienfuegos los odiaba.

A su modo de ver todo ser humano en su sano juicio debía odiarlos dado que constituían la antítesis por excelencia de su especie; rastreros, silenciosos y traicioneros, su principal arma, el veneno, era sin duda alguna el arma de los traidores que no se sentían capaces de dar la cara al enemigo.

Por su culpa, por la soledad, y por la lejanía de su hogar aborrecía con toda su alma aquellas tierras, en las que se sentía tan extraño como si le hubieran traslado a otro planeta.

¿Cómo podía existir un lugar en el mundo en el que por mucho que se avanzara nunca se distinguiera ni tan siquiera una montaña en la distancia?

¿Por qué la naturaleza era tan caprichosa como para colocar en una isla tan diminuta como La Gomera docenas de riscos y acantilados, mientras que en tanto terreno abierto no se distinguía ni una miserable roca que sirviera de punto de referencia?

El simple hecho de buscar cuatro piedras con las que abrigar un fuego sobre el que colocar la cacerola se convertía a veces en una labor imposible, por lo que en más de una ocasión se vio obligado a asar un «perrillo de las praderas» clavado en un machete que tenía que mantener a pulso sobre la hoguera.

¡País de locos!

¡Ni de locos…!

Durmió con la cabeza apoyada sobre la tierra del túmulo de la tumba de aquel amigo que nunca había conocido, pero si por casualidad esperaba que acudiera a visitarlo en mitad de la noche sufrió una decepción, porque los únicos que hicieron acto de presencia fueron una familia de escandalosos coyotes que se dedicaron a aullar durante horas.

Al amanecer le despertó un viento helado, y cuando lanzó una ojeada hacia el punto al que pensaba encaminarse le sorprendió descubrir que allá a lo lejos, a casi dos millas de distancia, la monótona llanura, por lo general verdosa o amarillenta, había cambiado de color y en aquellos momentos aparecía de un marrón oscuro hasta donde alcanzaba la vista.

Por más que rebuscó en su memoria no puedo recordar haber encontrado jamás en su camino unas plantas de semejante tonalidad, y menos aún que maduraran de golpe y al unísono de la noche a la mañana.

Desayunó sin prisas porque al fin y al cabo lo mismo daba iniciar la aburrida marcha a una hora que a otra, y permaneció luego un largo rato tumbado al sol esperando a que se le calentara la sangre.

Cuando al fin decidió emprender la marcha descubrió perplejo que la mancha de hierba marrón había avanzado de forma visible en la dirección en que se encontraba.

Aguzó la vista y tras un largo rato de observar atentamente llegó a la conclusión de que la mancha continuaba aproximándose a todo lo largo del horizonte.

¡País de locos!

¿Qué podría ser aquella masa informe que se movía como su estuviera dotada de vida?

¿Agua quizás?

Por unos instantes aceptó la idea de que se trataba de una gigantesca extensión de agua oscura, tal vez de denso fango proveniente de un sucio lago desbordado, pero al poco rechazó semejante posibilidad para acabar por aceptar la casi increíble realidad de que lo que avanzaba hacía el era un ejército de enormes bestias que pastaban mansamente la alta hierba.

Miles, ¡tal vez millones!, de altos bueyes gibosos de cortas pero poderosas cornamentas, los animales más grandes e impresionantes a que se hubiera enfrentado nunca.

Permaneció donde estaba, tan clavado al suelo como la cruz que marcaba el punto donde habían enterrado al infeliz Dorantes, incapaz de reaccionar puesto que el espectáculo al que estaba asistiendo superaba todo lo imaginable.

¡País de locos!


Tierra de bisontes. Cienfuegos VII

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