Читать книгу Memorias de Cienfuegos - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 6
ОглавлениеCapítulo II
–Cuando sol comenzaba a hundirse en el mar recordé cuántas veces había intentado distinguir el contorno de la isla de San Barandán que, según los lugareños, aparece algunos atardeceres en el horizonte pero que en mi caso siempre resultó empeño inútil, pese a que los más ancianos del lugar juran haberla visto infinidad de veces. A mi modo de ver tan solo se trata de una leyenda puesto que, dado el rumbo que llevábamos, de haber existido tendríamos que haber topado con ella.
–He oído hablar de esa misteriosa isla y puede que se trate de un espejismo. Los marinos aseguran que, al igual que en el desierto, en los mares en calma suelen darse ese tipo de fenómenos.
–Doy fe de ello puesto que en ocasiones me ha parecido ver incluso personas y animales, pero en aquellos momentos tampoco me preocupaba San Barandán puesto que apenas tenía tratos más que con los grumetes, y todos estaban convencidos de que pronto caeríamos al insondable precipicio en el que acababa la Tierra.
–¡Absurdo!
Cienfuegos observó de medio lado a Fray Anselmo, un joven y regordete dominico que se había sumado al grupo con el aparente fin de que existieran dos copias del manuscrito sin una sola palabra de diferencia que algún día pudiera dar pie a malentendidos.
Al igual que Fray Gaspar de Vinuesa, hacía gala de una escritura clara y pulcra, aunque en lo que respecta a la higiene personal su pulcritud no estaba a la altura de su letra. Tenía caspa y olía a puchero.
–Se os antoja absurdo porque habéis crecido sabiendo que la Tierra es redonda, pero os recuerdo que los miembros de vuestra congregación estaban entre los que con mayor fanatismo defendían que acaba en ese abismo que aterrorizaba no solo a los grumetes, sino a incontables miembros de la tripulación. Por las noches algunos lloraban mientras otros maldecían el día en que habían aceptado enrolarse en tan insensata aventura. La mayoría eran andaluces, y sabido es con cuanta intensidad son capaces de maldecir los andaluces.
–Y los gallegos.
–Cierto, pero en aquella malhadada aventura gallegos y catalanes había pocos, y en cuanto oscureció se hizo un silencio roto tan solo por el crujir del navío, el rumor del agua al lamer las bordas, el restallar de los foques y los lamentos de gente que lloraba.
–¿Lloraba, ha dicho?
–Y a moco tendido. Y si yo no lloré fue porque nadie me había enseñado.
–A llorar se aprende en el momento de nacer –le hizo notar don Bernardo Olivar.
–Y con razón, porque pasar del cálido vientre de tu madre a un mundo tan cruel manda cojones.
Ahora fue el recién llegado Fray Anselmo el que alzó la mano:
–No se puede escribir «cojones» en un documento oficial.
–Ya hemos aclarado ese punto –puntualizó el marqués–. O sea que adelante con los cojones, y si nos capan será por haber cumplido fielmente los mandatos de Su Majestad.
–Me conforta vuestro sentido del humor –le hizo notar Cienfuegos–. Y bien que lo hubiera necesitado en aquellos difíciles momentos, puesto que lejos de mi entorno el brusco cambio me golpeaba con tanta violencia que me resultaba inaceptable que no se tratara de un absurdo sueño, viéndome en la necesidad de asimilar conceptos y situaciones de los que con anterioridad ni siquiera tuve jamás noticia alguna.
–Resulta comprensible.
–Si apenas tenía una clara noción de la utilidad de la mayoría de los objetos, y desconocía el suficiente número de palabras como para comunicarme con el resto de la tripulación, me sentía incapaz de captar el auténtico significado de los gestos que conformaban su habitual manera de expresarse. A la luz del día parecían comportarse de modo más o menos razonable, pero en cuanto las tinieblas se apoderaban de la nave, un miedo irrefrenable los transformaba en niños.
–El diablo reina en la noche.
–Eso suena a blasfemia, Fray Anselmo, pero por ser la primera no os lo tendré en cuenta… –lo reconvino el Marqués de Peñagrande–. Continuad, por favor.
–Me acurruqué en el suelo y permanecí así, como alelado, hasta que hizo acto de presencia un hombre que se abría paso por entre los fardos, los toneles o los cuerpos, como si no existiesen o tuviesen órdenes expresas de apartarse. Vestía de oscuro, olía a sotana y había algo en él que imponía respeto y repelía al propio tiempo. Ascendió los tres escalones del castillo de proa, llegó a mi lado, se detuvo a tan corta distancia que me hubiera bastado alargar la mano para rozar sus botas, y buscó apoyo en un obenque para permanecer muy erguido con la vista clavada en la distancia.
–¿Cómo podíais saber que olía a sotana si hasta ese momento no habíais tenido contacto con ningún religioso?
–Porque un cabrero que vive de su entorno debe tener olfato de podenco, vista de cernícalo y memoria de rata. Aquel hombre olía como el cura que intentó bautizarme, y aquel tufo a ropa pesada me obligó a pensar que era un hombre autoritario, encerrado en sí mismo y muy diferente al resto de la tripulación.
–¿Acaso os consideráis tocado por el don de la intuición?
–La intuición es el último clavo al que puede aferrarse el ignorante que carece de poder, familia o amigos, y vive en un entorno en el que la muerte lo acecha a cada paso. Y no es un don; tan solo un recurso que por desgracia no se aprende a base de palabras sino de golpes.
–Doy fe de ello… Continuad.
–El hombre de negro se mantuvo muy quieto durante un período de tiempo que se me antojó desmesurado, musitando en voz baja, tal vez rezando o conjurando a los demonios de las aguas en un intento de calmarlos y evitar que devoraran la nave, como al parecer todos temíamos. Luego alzó lentamente la mano, acarició con un gesto que podría considerarse de amor profundo el foque, y pareció tratar de cerciorarse de que tomaba todo el viento que soplaba sin permitir que se le escapara tan siquiera una brizna y en ese justo momento se escuchó un sollozo y alguien gritó: «¡Este barco se hunde!». No había pasado un segundo cuando desde popa otro le respondió: «¿Y por qué te preocupas tanto…? ¿Acaso es tuyo?». Juraría que el incluso el Almirante se echó a reír.
–Sería la única vez que lo hizo. Tenía fama de amargado.
–De avinagrado, sería la palabra correcta. Al despuntar el alba me patearon las piernas con aquella costumbre al parecer inseparable de los hombres de a bordo y me obligaron a dejar reluciente «La Marigalante».
–¿Quién era «La Marigalante»?
–¿Y quién iba a ser…? ¡La nave!
–En ningún lugar figura una cuarta nave con ese nombre –puntualizó don Bernardo Olivar.
–Es que no había ninguna cuarta nave. Era la primera, la capitana.
–Se llamaba «Santa María» –le hizo notar, casi reprendiéndole, Fray Gaspar de Vinuesa.
–¡Y un cuerno!
–Tampoco creo que se pueda hablar de cuernos en un documento de esta naturaleza.
–Pues os aseguro que si en lo que tengo que contar no figura la palabra cuerno van a quedar lagunas del tamaño de las de Ruidera. Se llamaba «La Marigalante», pero a Sus Majestades les pareció inapropiado que una expedición a la búsqueda del Cipango estuviera comandada por una nave con tal nombre. ¿Os imagináis…? «La Pinta», «La Niña» y «La Marigalante». Parecería una flotilla de putones destinada a expandir la gonorrea.
–¡Señor…!
–¡Perdón! A veces me paso.
–¡Y tanto!
–¿Puedo escribir gonorrea?
–¡Por Dios, don Gaspar! Dadme un respiro.
Si el Marqués de Peñagrande sospechó desde un primer momento que el encargo que había recibido de labios del emperador no iba a resultar tarea sencilla, jamás llegó a imaginar que pudiera complicarse tanto, dado que el que estaba considerado en aquellos momentos «el hombre más importante del reino» estaba resultando ser el más irritante del imperio.
–Escribid gonorrea, y que el buen Señor se apiade de nosotros. Y vos continuad, pese a quien pese.
–Quien se apiadó de mí, me enseñó a contar y las primeras letras fue don Juan De la Cosa.
–¿El cartógrafo?
–Exactamente; el primer cartógrafo del Nuevo Mundo, el descubridor, con Alonso de Ojeda, del río Orinoco y Venezuela, el autor del mapa que cuelga en esa pared, y uno de mis buenos amigos a los que devoraron los caníbales.
Don Bernardo Olivar alzó los brazos entre horrorizado y escandalizado mientras exclamaba:
–¡Alto, alto, alto…! En ningún documento figura que al insigne Juan De la Cosa se lo comieran los caníbales.
–Si lo admitieran la mitad de los que pretenden colonizar nuevas tierras se negaría a ir. Una cosa es saber que pueden matarte y otra muy distinta saber que puedes acabar convertido en chuletón.
–¡Por los clavos de Cristo!
–Así es, mal que me pese. Juro por Dios que he visto cómo devoraban a uno de mis compañeros mientras aún agonizaba. Y también vi lo poco que dejaron de don Juan, al que el Señor tenga en su gloria.
Fray Gaspar de Vinuesa experimentó lo que podría considerarse un ataque de ansiedad, dejó la pluma a un lado, abrió el ventanal, aspiró profundo, pero casi de inmediato se encontraba listo para continuar con su tarea.
–Cuando gustéis.
–Los más versados en el tema de cuantos iban a bordo, que no eran muchos, aceptaban la medición de la circunferencia de la Tierra que había hecho Eratóstenes, pero otros consideraban más correctas las de Claudio Ptolomeo, que la reducía en un tercio. Colón prefería aferrarse a esta última versión porque de lo contrario se suponía que tendríamos que continuar navegando durante casi un año.
–Lo que ni la tripulación ni los barcos soportarían…
–Una mañana distinguimos un inmenso tronco que flotaba a estribor, y cuando nos aproximamos nos asustamos al comprobar que se trataba de los restos del palo mayor de una nave portuguesa cuyo tonelaje debió superar en mucho al de «La Marigalante».
–¿Sabéis su nombre?
–No, pero esa noche volvieron a escucharse los sollozos de quienes continuaban convencidos de que el fin de la travesía estaba próximo y habían llegado al punto en que todo barco que se aventurase por el Océano Tenebroso sería arrastrado a los abismos por las inmensas bestias que lo poblaban. Fue la primera vez que escuché «La Canción del Náufrago».
–¿Qué canción es esa?
«Marinero no le temas al mar, teme a la roca.
Marinero no le temas al mar, teme a la roca.
El mar mece tu cuerpo, la roca lo destroza.
El mar mece tu cuerpo, la roca lo destroza.
Mujer, recuérdame en tu corazón y no en la boca.
Mujer, recuérdame en tu corazón y no en la boca.
Que quiero descansar en el fondo y no en la costa.
Que quiero descansar en el fondo y no en la costa».
–Muy apropiada al momento, sin duda.
–A la mañana siguiente tuve conocimiento de que tanto los pilotos de las tres naves como algunos de los timoneles habían comprobado que las brújulas nordesteaban casi una cuarta.
–¿Y eso qué significa?
–Que en lugar de señalar directamente al norte, como siempre ha ocurrido, declinaban unos quince grados, lo cual tan solo puede deberse a que la Estrella Polar hubiera cambiado de lugar, cosa impensable, o que todas las brújulas se hubieran averiado a un tiempo.
–Una posibilidad también harto improbable.
–En efecto, pero como yo aún no sabía cómo funcionaba una brújula, y en cierto modo se me antojaba demoníaca brujería que un pedazo de metal apuntase siempre en la misma dirección, decidí desentenderme del tema.
–Resulta comprensible.
–Yo seguía a lo mío, fregar cubiertas e intentar llenarme la tripa, pero esa noche nadie pareció capaz de descansar a bordo debido a que el eterno coro de asustadizos consideró un síntoma de terrible agüero el que la Estrella Polar, que había demostrado a través de los siglos una inquebrantable fidelidad a los hombres de mar, decidiera abandonarlos a su suerte en pleno corazón del océano. «¡Volvamos! –suplicaban–. La Polar nos está dando el definitivo aviso de que Dios no desea que sigamos adelante».
–¿Y vos qué pensabais sobre ello…?
–Yo por aquel tiempo no solía pensar más que en Ingrid, y por lo que me contaron ese día el Almirante reunió a sus pilotos y capitanes para comunicarles que en su opinión el inquietante hecho nada tenía que ver con designios divinos, sino tan solo con algún desconocido fenómeno astronómico, o con que tal vez la Tierra no fuera absolutamente redonda sino en forma de pera, lo cual explicaría el que al pasar de una determinada latitud, la posición de la estrella sufriera una ligera variación.
–¡Inadmisible teoría…! –no pudo por menos que exclamar Fray Gaspar de Vinuesa–. En forma de pera… ¿A quién se le ocurre?
–Al mismo que había dicho que era en forma de manzana y que pese a las burlas resultó que tenía razón –le hizo notar Cienfuegos–. Lo que sí recuerdo es que con ese motivo Vicente Yáñez Pinzón, que estaba considerado el más experimentado de los pilotos, aconsejó alterar el rumbo al sudoeste, porque en aquella época del año los vientos soplan insistentemente en esa dirección, y al tomarnos de popa nos permitirían avanzar más aprisa y con menos quebranto para unos cascos ya de por sí muy castigados.
–Sabiendo lo que ahora sabemos era una decisión bastante acertada.
–Pero por aquel entonces no lo sabíamos, y como el Almirante aseguraba que China estaba frente a nosotros y en diez días avistaríamos sus costas, cualquier desvío de la ruta se le antojaba una pérdida de tiempo. Ello no impidió que entre una parte de la marinería cundiera el descontento, ya que los más cualificados habían advertido que el hecho de abandonar la ruta natural de los vientos dominantes les iba adentrando en una región de grandes calmas. Y para un buen marino el peor peligro es quedarse sin viento… ¿Puedo fumar?
–¿Fumar…?
–Eso he dicho.
–¿Y para qué?
–Para nada. Puro placer.
–¿Y qué placer se puede obtener de aspirar humo y quemarse los pulmones?
–Resulta difícil de explicar, pero podéis probarlo.
–¡Dios me libre! Eso debe ser muy perjudicial para la salud…
–No lo creo. Obliga a toser, con lo cual se expulsan los malos humores y se limpian los pulmones.
–¡Absurdo!
–Pues los indígenas de Cuba fuman a todas horas y tienen un aspecto excelente; no como sus señorías que, con perdón, están más verdes que un apio. Sobre todo vos, Fray Gaspar, al que os vendrían muy bien unos paseos matutinos a orillas del Guadalquivir.
Mientras hablaba había extraído un grueso cigarro, dedicando tiempo y mimo a prepararlo, encenderlo y lanzar una primera bocanada, que pareció saberle a gloria.
–A veces creo que si aquel día no hubiera aceptado compartir el tabaco con los cubanos y permitir que se rieran cuando tosía, me habrían cortado el cuello por melindres. Y también creo que el hecho de saber adaptarme a las costumbres de los lugareños, fueran quienes quiera que fueran, es lo que me ha permitido llegar a viejo.
–Yo jamás lo hubiera conseguido.
–Será porque teníais una sólida educación y unas costumbres muy arraigadas, mientras que yo no era más que un mostrenco para el que todo lo nuevo era bienvenido. –Buscó un recipiente en que depositar la ceniza aprovechando para dar un par de vueltas a la amplia estancia antes de inquirir–: ¿Por dónde íbamos?
–El peor peligro es quedarse sin viento… –repitió de inmediato Fray Gaspar.
–«Malos vientos destrozan naves; malas calmas destrozan hombres». Es una frase atribuida al viejo Vázquez de La Frontera, que en el transcurso de un viaje patrocinado por Enrique el Navegante se adentró en una inmensa barrera vegetal que convertía el agua en una especie de masa impenetrable.
–¿El llamado «Mar de los Sargazos»?
–¡Exactamente! –Cienfuegos señaló un punto en el mapa–. ¡Este de aquí, que el diablo confunda como confundió al Almirante. Si hubiera aceptado el consejo de Vázquez de La Frontera dejándose llevar por los vientos habría encontrado la que ahora llamamos «Ruta de los Alisios», que constituye el auténtico Camino Real hacia las costas del Nuevo Mundo.
–¿Podemos considerar esa «Ruta de los Alisios» el primer derrotero del Nuevo Mundo?
–Desde luego. Para algunos, Vázquez de la Frontera no había sido nunca más que un viejo charlatán que apenas había superado en cincuenta leguas La Gomera, pero otros eran de la opinión de que tenía razón cuando aconsejaba «¡Al sudoeste! ¡Siempre al sudoeste! ¡Dejaos llevar por el viento! ¡El viento nunca engaña!».
–Pues vino a resultar que tenía razón –señalo don Bernardo Olivar–. Pero lo que importa es que acabéis ese dichoso tabaco que nos está haciendo llorar y continuemos con nuestra historia –casi al instante se corrigió a sí mismo–. He querido decir, «vuestra historia».
–A la cuarta noche de haber nordesteado la brújula, algunos marinos expertos percibieron que la andadura de la nave disminuía pese a que el viento no parecía haber perdido fuerza.
–¿Vos lo notasteis?
–¿Yo? Yo era un tarugo que nada entendía de la andadura de un barco. Al poco se escuchó a don Juan De la Cosa lamentarse de que el timón no obedecía con la presteza acostumbrada, y podría creerse que una gigantesca mano se entretuviera en aferrarnos desde el fondo, o que súbitamente el mar se hubiera espesado hasta convertirse en un puré difícilmente navegable. Y, en efecto, la primera claridad del día nos sorprendió observando un mar que parecía haberse convertido en una infinita pradera de hierba de color azul verdoso.
–¿Qué dijo el Almirante?
–Que el Cipango y Catay seguían estando al oeste y aquello no podía ser más que la vegetación que crecía sobre un bajío, por lo que ordenó largar una sonda, que lógicamente nunca alcanzaría un fondo que se encontraba a miles de brazas. No obstante, muchos a bordo se mantenían pendientes del más mínimo detalle que revelase que se hallaban a punto de estrellarse contra un arrecife.
–¿Y eso…?
–La tripulación se dividía en dos grupos: los auténticos marinos, para los que el viaje significaba un paso en la conquista de nuevas rutas comerciales, y los desesperados, para los que embarcarse tan solo había sido una especie de huida hacia delante…
–Y un gomero despistado…
–Y un gomero despistado, en efecto. Estábamos allí, apresados por un viscoso mejunje que al aferrarse a los timones amenazaba con bloquearlos, por lo que de noche las embarcaciones pequeñas acudían a buscar cobijo junto a la nao capitana, se arriaba el trapo hasta dejarlo al mínimo y los vigías permanecían atentos a la aparición de las rompientes porque nadie aceptaba que la maleza tuviera su origen en sí misma y a flor de agua.
–Creo que yo tampoco lo hubiera aceptado –señaló Fray Gaspar–. Parece una historia de brujería.
–La desidia se apoderó de la tripulación, surgían disputas por los más nimios motivos, el contramaestre se vio en la obligación de echar mano de toda su autoridad y don Juan De la Cosa de su extraordinaria diplomacia.
–¿El Almirante continuaba en sus trece…?
–Y en sus catorce y en sus quince, hasta la tarde en que un alcatraz se posó en un obenque para cagarse justo sobre la rosa de los vientos. De dónde había salido y por qué eligió semejante lugar para hacer sus necesidades cuando tenía a su disposición millas de mar abierto no pudimos averiguarlo, y quizá fuera pura casualidad o una deliberada exhibición de puntería. Se alejó hacia el sudoeste y Juan De la Cosa y Pero Alonso Niño vieron en ello una señal inequívoca de que había sido enviado para indicarles el camino a su nido en una costa cercana, pero el Almirante ordenó que el rumbo continuara inalterable, abriéndonos camino como buenamente podíamos a través de aquel potaje de berros.
–No cabe duda de que era terco.
–Más que una mula. Apuntaba en el diario de a bordo la estimación de la distancia recorrida, pero en otro cuaderno anotaba las leguas, restándoles siempre una pequeña parte, pues de ese modo pretendía hacernos creer que nos habíamos alejado menos de lo que era en realidad, al tiempo que guardaba el secreto de en qué punto se encontraba tierra firme cuando pusiéramos el pie en ella.
–Retorcido amén de terco.
–Más que una bayeta de cocina, pero ni los hermanos Pinzón, ni De la Cosa, ni Pero Alonso Niño se dejaban engañar, pese a que en apariencia dieran por buenas sus acotaciones. «La Pinta», que era la más veloz, se adelantaba en las horas diurnas, zigzagueaba, iba y venía tratando de avistar un rastro de tierra, pero pese a que no encontró tierra, una mañana su vigía de cofa gritó: «¡Aguas libres a proa!».
–Debió ser un gran alivio.
–Desde luego, puesto que algunos comenzaban a musitar que una muerte rápida y noble era más digna que aquella condena a vagar eternamente por un infinito mar de hierbas nauseabundas. Cuando al fin se cerraron sobre las estelas los últimos sargazos y el rumor de las olas cantó contra los cascos, comenzamos a bailar y saltar como locos. Ahora sí que la tierra parecía estar cerca; se palpaba ya en el aire y los hombres se quemaban los ojos de mirar al oeste. Existía la promesa de la reina de un jubón de seda y una renta vitalicia de diez mil maravedíes para quien divisara la costa en primer lugar, y un centenar de infelices que jamás habíamos poseído más que un pantalón remendado nos mordíamos los labios soñando conquistar semejante fortuna.
–¿También Vos?
–¿Os imaginas lo que hubiera sido presentarme ante Ingrid con un jubón de seda y una renta vitalicia? Tenía los ojos como platos porque cientos de aves surcaban el cielo y un pajarraco de curvado pico que mostraba a las claras que no se alimentaba de peces sino de frutos se posó en el bauprés. Los que habían recorrido las costas de Guinea no dudaron en señalar que sus congéneres de África jamás solían alejarse de la costa.
–Yo también hubiera estado nervioso… –se sinceró Fray Gaspar–. ¡Una renta vitalicia..!
–Al amanecer del día siguiente nos despertó un cañonazo de «La Niña», que marchaba en vanguardia, notificando que el vigía había divisado tierra, pero aunque se agradeció a los cielos tal portento con una sonora salve que la mayoría rezó de hinojos, pasaron las horas y la promesa se diluyó en una oscura nube que al final demostró que en su seno no ocultaba más que un agua que empapó las cubiertas. De la Cosa lamentó no llevar a bordo un sacerdote, y muchos veían en esa carencia la mano del Almirante, que había preferido no compartir con la Iglesia el honor de arribar por primera vez a las costas de Oriente, o que temía que tratase de arrogarse la tarea de imponer el cristianismo a los paganos del Cipango.
–Esa era, y sigue siendo, nuestra principal obligación.
–Pero por lo que algunos cuentan Colón era un converso y no debía verlo así. Al oscurecer del jueves escuchamos pájaros, y poco antes de la medianoche acudí al alcázar de popa a señalarle a Luis de Torres que olía a tierra por la cuarta de babor queriendo saber si el Almirante me entregaría el jubón de seda y los diez mil maravedíes. Me observó unos instantes, descolgó una bolsa que jamás abandonaba y la hizo tintinear. «Si hueles tierra, cóbrate con el sonido, rapaz –me replicó burlón–. El mandato especifica que el premio será para quien divise en primer lugar las costas de Oriente. No hace mención a los olores».
–Y la razón le asistía.
–Visto después de tantos años así es, pero yo aún seguía siendo un iluso. Cerca de las dos de la mañana resonó la voz de un vigía de «La Pinta», al que todos llamaban Rodrigo de Triana: «¡Tierra! –gritó hasta desgañitarse–. ¡Tierra por la cuarta de babor!».
–¡Gran momento debió ser aquel!
–Gran momento, en efecto, pero su Excelencia don Cristóbal Colón, que a partir de esos momentos recibía el fabuloso título de Almirante de la Mar Océana y Virrey de las Indias, atajó de inmediato la alegría de Rodrigo. «Hace más de tres horas que divisé una luz en ese punto –dijo–. Y me reservo por tanto el derecho a la recompensa».
–Me niego a creerlo.
–Pues os juro que es verdad. Tras pleitear inútilmente por sus derechos, Rodrigo de Triana emigró a Argel abjurando de su religión para abrazar el islamismo y dedicar el resto de su vida a luchar contra quienes habían cometido una notoria injusticia que había indignado igualmente al resto de la tripulación. Ver una luz es como oler tierra, y el Almirante podía cobrarse por tanto con el brillo de una moneda. Me duele en el alma, si es que la tengo, descubrir que las leyes, incluso las que imparten personalmente los reyes, no tienen idéntico valor para todos.
–¿Qué sentisteis en el momento de pisar el Nuevo Mundo?
–En primer lugar, alivio; no por pisar un supuesto Nuevo Mundo, que poca noción tenía de ello en ese instante, sino por el simple hecho de pisar tierra firme, fuera las que fuera, debido a que pensaba, y creo que aún lo sigo pensando, que los barcos son unos trastos diabólicos; celdas bamboleantes y malolientes sobre las que siempre cuelga una espada de Damocles en forma de rayo o de tormenta.
–Admito que tampoco me merecen confianza y que en cuanto abandonan el río se me revuelven las tripas.
–Lo segundo que experimenté fue sorpresa ante la belleza de una isla que podría considerarse un paraíso, y la tercera asombro al ver aparecer hombres y mujeres totalmente desnudos pero cuyo color de piel o cuyos rasgos nada tenían en común con los chinos que íbamos buscando. Un grumete me comentó que el Almirante había montado en cólera.
–¿Montado en cólera? –se sorprendió Fray Anselmo?–. ¿Y por qué? Había alcanzado su primer objetivo.
–Para los hombres como don Cristóbal no existe un primer objetivo, padre; existe «el objetivo», y el suyo era desembarcar en un puerto rodeado de grandes edificios de los que surgirían mandarines con hermosas togas de seda, no en una larga playa rodeada de cocoteros de los que descendían salvajes en pelotas. ¡Un auténtico fracaso!
–Pero fue el día que marcaría un antes y un después en nuestra historia.
–¿Conoce el cuento de los dos vascos que van a buscar setas?
–No.
–De pronto uno empieza a dar saltos porque se ha encontrado una pepita de oro, pero el otro le riñe recordándole que no han ido a buscar oro sino setas. El Almirante era como ese vasco; quería un viejo chino arrugado, no una hermosa nativa de grandes pechos y piel tersa que le estaba haciendo comprender una vez más que sus cálculos estaban errados.
–¿Y el resto de los hombres qué sentían?
–La mayoría, al igual que yo, alivio, puesto que había sido una singladura harto agitada con los nervios a flor de piel, y en segundo lugar una perentoria necesidad de dar salida a sus impulsos más primarios, puesto que aquellas atractivas muchachas les hacían señas para que las siguieran a la foresta.
–¿Acaso no temían que pudiera tratarse de una trampa?
–¿Acaso cuando una hermosa muchacha te sonríe en cualquier lugar del mundo no te estás arriesgando a caer en una trampa? –fue la rápida respuesta–. En ese aspecto el Nuevo Mundo es tan viejo como el Viejo, y no hubo capitán, gaviero o grumete que no cayera en la tentación de perderse de vista en la espesura.
–¿Incluso Vos, pese a vuestro desorbitado amor por la alemana?
–Incluso yo, porque admito que en aquellos momentos estaba convencido de que jamás volvería a verla. El único que no se encontraba a gusto era el Almirante puesto que, aunque interrogamos de todas las formas posibles a los nativos dibujando palacios, pagodas y hombres y mujeres vestidos con lujosos ropajes, ni uno de ellos dio muestras de haber visto nada semejante.
–¡Tremenda frustración!
–En este caso el grado de frustración dependía del grado en la escala de mandos. Cuanto más se descendía del castillo de popa al sollado de proa menos te importaban las riquezas de la China y el Cipango y más los placeres de Guanahani. Por desgracia el Almirante no estaba por la labor y ordenó levar anclas con el fin de llevarnos dando tumbos de isla en isla hasta que recalamos en Cuba, donde aprendí a fumar.
–Para nuestra desgracia… –se lamentó el marqués.
–Y mi alegría. Cuba se me antojo el Edén, aún sigo creyéndolo, y la mejor prueba está en que cuando decidí apartarme de todo me retiré a una de sus islas. Os aconsejo que vayáis a conocerla.
–Ya me gustaría, ya, pero estoy de acuerdo en que los barcos son trastos diabólicos y por demás malolientes. Continuad.
–Cuba tampoco resultó del agrado del Almirante puesto que la fisonomía de los nativos seguía siendo la misma, por lo que continuamos hasta toparnos con otra isla, a la que denominó La Española, en la que decidió embarrancar la nao capitana.
–¿Cómo que decidió embarrancar la nao capitana? ¿Qué disparate y diabólica calumnia es esa?
–Ningún disparate ni diabólica calumnia. Es una verdad que sufrí en carne propia y les costó la vida a muchos compañeros. Cuando el Almirante comprendió que si regresaba sin chinos y sin oro su costosa expedición financiada por los reyes y por banqueros judíos sería considerada un rotundo fracaso, decidió sacrificar «La Marigalante» con buena parte de su tripulación.
–¡Esa afirmación es una infamia!
–Una infamia, sí, pero no la afirmación, sino el hecho en sí mismo. Una noche enfiló la proa contra un bajío de arena cercano a la costa de tal modo que la tripulación pudiera ponerse a salvo. Al día siguiente mandó construir un fuerte con los restos de la nave, y con la disculpa de que no cabíamos todos en los barcos restantes nos dejó allí a treinta y nueve con la promesa de volver a buscarnos.
–Y volvió.
–Sí, pero de los treinta y nueve tan solo dos habíamos conseguido sobrevivir, y algunos de ellos habían sido devorados por los caníbales. Si eso no puede ser considerado una infamia no creo que debamos continuar con esta farsa.
–Que se sepa la verdad nunca podrá ser considerado «una farsa».
–Pues dejad claro que las primeras víctimas del descubrimiento no fueron caníbales ni crueles enemigos de la Corona, sino fieles súbditos que nunca sospecharon que los abandonarían como a perros sarnosos.
–Duras palabras son esas.
–Las apropiadas.
Eran sin dudas las apropiadas, aunque el gomero reconocía que al menos la mitad de cuantos se quedaron en el mal llamado «Fuerte De La Natividad» lo hicieron considerando que en aquel lado del océano tenían más posibilidades de prosperar que en sus lugares de origen.
Otros temían volver por miedo a la justicia, y entre ellos se encontraba el maestro armero, Maese Benito, un tipo pintoresco y bondadoso, aunque algo maniático, del que se decía que había asesinado a su mujer en el transcurso de una discusión religiosa, aunque otras versiones aseguraban que en realidad su esposa, una atractiva muchacha judía, había preferido compartir el exilio con los de su raza a convertirse al cristianismo.
Cienfuegos sospechaba que al menos cinco de los miembros de la tripulación que habían decidido desembarcar en La Española eran en realidad judíos que fingían haber abrazado una fe que no sentían y que abrigaban la esperanza de que a este lado del océano las imposiciones de los reyes y de la Iglesia no fuesen tan estrictas.
Luis de Torres le había hablado a menudo del dantesco y bochornoso espectáculo que constituyeran en su día las caravanas de judíos, que por culpa de una ley injusta se habían visto obligados a abandonar sus hogares y la patria de sus antepasados en una masiva emigración hacia las costas del Norte de África, expulsados por el fanatismo de unos reyes que abrigaban el absurdo convencimiento de que únicamente quien creyera ciegamente en Cristo podía engrandecer a su patria.
Nadie se atrevió a advertir a los tozudos soberanos de que con aquel cruel y estúpido acto de barbarie condenaban a su país a un negro e interminable período de estancamiento, ya que los judíos habían detentado por tradición la mayoría de los oficios directamente relacionados con la ciencia y la cultura.
Obsesionados por los efectos de una larguísima contienda para liberar a la Península del dominio musulmán, los cristianos se habían concentrado preferentemente en la práctica de las artes de la guerra, relegando a un lado las humanísticas, y ahora, cuando ya el último bastión árabe había caído, en lugar de volver los ojos hacia quienes podían transformar una sociedad eminentemente luchadora en otra pacífica y evolucionada, los expulsaban.
Mal aconsejados, y cegados sin duda por su reconocida soberbia, doña Isabel y don Fernando no habían sabido calcular los demoledores efectos de tan insensata orden, menospreciando a todas luces la firmeza de las creencias de todo un pueblo, hasta el punto de que, cuando al fin comprendieron la magnitud del daño que estaban causando, no demostraron el coraje suficiente como para enmendar su gigantesco error.
La estructura de toda una sociedad se vino por tanto súbitamente abajo, puesto que de pronto desapareció un altísimo porcentaje de sus arquitectos, médicos, científicos y artesanos más cualificados, a la par que un gran número de familias se destruían al impedirse que seres de distintas creencias pudieran compartir el mismo techo.
Si había sido ese el caso de Maese Benito de Toledo, o si por el contrario se trataba de un simple crimen pasional, el canario jamás conseguiría averiguarlo, pero lo cierto fue que con el transcurso del tiempo aprendió a tomarle afecto al gordinflón toledano, por más que nunca llegara a ocupar el puesto del converso Luis de Torres.
El Nuevo Mundo comenzó muy pronto a causar estragos entre los recién llegados.
Aquel paraíso, a buen seguro el más hermoso y plácido lugar que ningún español hubiera contemplado, ocultaba sin embargo infinidad de peligros, y más allá de las azules y cristalinas aguas, los hermosos arrecifes de coral, la cortina de altivas palmeras de rumorosas copas y la espesa, verde y luminosa vegetación salpicada de orquídeas, monos y cacatúas, pululaban desconocidos enemigos que venían a demostrar a los nativos que en realidad los semidioses eran tan vulnerables o más que ellos mismos.
El primero en caer fue Sebastián Salvatierra, ya que una mañana hizo su aparición corriendo al tiempo que gritaba que una serpiente le había mordido, se aferró desesperadamente al palo mayor maldiciendo como un poseso, vomitó por tres veces, y se derrumbó entre terribles convulsiones cambiando de color hasta quedar de un tono entre grisáceo y morado.
La terrible impresión dejó a todos sin aliento, dado que a pesar de las múltiples calamidades sufridas durante el viaje ninguno de los hombres que zarparan de España había muerto y aquel constituía un terrible precedente y el augurio de nuevas e incontables desgracias.
Como para concederles la razón a los más pesimistas, una semana más tarde, el ibicenco Gavilán, un vigía con fama de vista de lince pero más aún de vagancia de oso, tuvo la mala ocurrencia de quedarse dormido bajo una especie de manzanillo de pequeños frutos verdes con rayas negras, sin percatarse de que sus rugosas hojas iban destilando un jugo blanco y pegajoso que le cubrió el pecho de rojizas ronchas que muy pronto comenzaron a llagarse y supurar haciéndole fallecer presa de altísimas fiebres que le obligaban a delirar llamando a gritos a un tal Miguel, que nadie logró nunca averiguar quién era.
Luego le tocó el turno al granadino Vargas, al que tuvieron que cortarle un pie porque le habían invadido y se le habían infectado las niguas, que eran unos asquerosos gusanos que tenían la fea costumbre de anidar bajo la piel.