Читать книгу Tuareg - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 11
ОглавлениеEl puesto militar de Adoras ocupaba un oasis en forma de triángulo –poco más de un centenar de palmeras y cuatro pozos–, en el corazón mismo de un extensísimo río de dunas, por lo que podía considerarse un auténtico milagro de supervivencia amenazado constantemente por la arena que lo cercaba protegiéndolo del viento, pero convirtiéndolo, por ello mismo, en una especie de horno que en los mediodías alcanzaba a menudo los sesenta grados centígrados.
Las tres docenas de soldados que componían la guarnición, pasaban la mitad de su vida maldiciendo su suerte a la sombra de las palmeras, y la otra mitad paleando arena en un desesperado esfuerzo por hacerla retroceder y mantener libre la estrecha pista de tierra que les permitía comunicarse con el mundo exterior, recibiendo provisiones y correspondencia una vez cada dos meses.
Desde que treinta años atrás, a un coronel enloquecido se le ocurrió la absurda idea de que el ejército debía controlar aquellos cuatro pozos, que eran, por otra parte, los únicos existentes en casi cien kilómetros a la redonda, Adoras se había convertido en el «destino maldito», tanto para las tropas coloniales primero, como para las nativas en la actualidad, y de las tumbas que se alzaban al extremo del palmeral, nueve se debían «a muerte natural» y seis al suicidio de quienes no habían soportado la idea de sobrevivir en semejante infierno.
Cuando un tribunal dudaba entre enviar a un reo al paredón, condenarlo a prisión perpetua, o conmutarle la pena por quince años de servicio obligatorio en Adoras, tenía plena conciencia de lo que hacía, por más que dicho reo considerase en un principio que con la conmutación habían querido favorecerle.
Para el capitán Kaleb-el-Fasi, comandante en jefe de la guarnición y autoridad suprema en una región tan extensa como media Italia, pero en la que no vivían más allá de ochocientas personas, los siete años que llevaba en Adoras constituían el castigo por haber asesinado a un joven teniente que amenazó con descubrir las irregularidades de las cuentas del regimiento en su destino anterior. Condenado a muerte, su tío, el famoso general Obeid-el-Fasi, héroe de la independencia, había conseguido, gracias a que había sido uno de sus ayudantes y hombre de confianza durante la guerra de Liberación, que se le permitiera rehabilitarse al frente de un destacamento al que no se podía enviar a ningún otro militar de carrera que no se encontrase en parecidas circunstancias.
Tres años antes, y basándose únicamente en los expedientes que obraban en su poder, el capitán Kaleb había llegado a la conclusión de que los componentes de su regimiento sumaban más de una veintena de muertes, quince violaciones, sesenta atracos a mano armada, y un incontable número de robos, estafas, deserciones y delitos de menor cuantía, por lo que, para dominar a semejante «tropa» había tenido que echar mano a toda su experiencia, astucia y violencia. El respeto que infundía, tan solo era superado por el que imponía su hombre de confianza: el sargento mayor, Malik-el-Haideri, un hombre delgado, diminuto y aparentemente endeble y enfermizo, pero tan cruel, astuto y valiente, que había logrado controlar a semejante pandilla de bestias, sobreviviendo a cinco intentos de asesinato y dos duelos a cuchillo.
Malik era la «muerte natural» más normal en Adoras, y dos de los suicidados se volaron los sesos por no seguir sufriéndolo.
Ahora, sentado en la cumbre de la más alta duna que dominaba el oasis por el este, una vieja «ghourds» de más de cien metros de altura, dorada por el tiempo y endurecida en su corazón, hasta convertir la arena casi en piedra, el sargento Malik observaba sin interés cómo sus hombres paleaban arena de las jóvenes dunas que amenazaban con anegar el más apartado de los pozos, hasta que enfocó los prismáticos hacia el solitario jinete, que había hecho su aparición montando un blanco mehari, y que avanzaba sin prisas abriéndose camino en dirección al puesto. Se preguntó qué buscaría un targuí por aquellos andurriales, cuando hacía seis años que habían dejado de frecuentar los pozos de Adoras, evitando todo contacto con sus ocupantes. Las caravanas beduinas llegaban cada vez más espaciadamente, hacían aguada, descansaban un par de días en el extremo más apartado del oasis procurando ocultar a sus mujeres y no rozarse en absoluto con los soldados, y reemprendían la marcha suspirando aliviados si no habían surgido incidentes. Pero los tuareg no. Los tuareg, cuando frecuentaban los pozos, plantaban cara, altivos y desafiantes, y permitían que sus mujeres anduvieran de un lado a otro con el rostro descubierto y los brazos y las piernas al aire, indiferentes al hecho de que aquellos hombres no hubieran disfrutado de una mujer en años, y echando mano de sus fusiles y sus afiladas gumías cuando alguno trataba de sobrepasarse.
Por eso, cuando dos guerreros y tres soldados murieron en una riña, los «Hijos del Viento» prefirieron apartar el puesto militar de su camino, pero ahora aquel jinete solitario avanzaba decidido, abordaba la última cresta, se recortaba contra el cielo del atardecer con su ropaje al viento, y se adentraba al fin entre las palmeras, deteniéndose junto al pozo norte, a un centenar de metros de los primeros barracones.
Se dejó deslizar sin prisas por la duna, atravesó el campamento y llegó junto al targuí, que abrevaba su camello, capaz de beber cien litros de agua de una sola sentada.
–¡«Aselam, aleikum»!
–«Metulem, metulem» –replicó Gacel.
–Buena bestia traes. Y muy sedienta.
–Venimos de lejos.
–¿De dónde?
–Del norte.
El sargento Malik-el-Haideri odiaba el velo targuí porque se preciaba de conocer a los hombres y saber, por la expresión de sus rostros, cuándo decían la verdad y cuándo mentían. Pero con los tuareg esa posibilidad nunca existía, pues apenas dejaban a la vista una rendija para los ojos, que entrecerraban y empequeñecían a propósito al hablar. La voz sonaba también distorsionada, y por lo tanto se vio en la obligación de aceptar por buena la respuesta, ya que, en efecto, le había visto llegar del Norte, y no tenía razón para sospechar que Gacel se nubiera preocupado por dar una gran vuelta y permitir que le viera avanzar desde aquella dirección, la opuesta a la que en realidad traía.
–¿Hacia dónde te diriges?
–Al sur.
Había dejado ya que su montura quedara espatarrada, con la tripa rebosante de agua, satisfecha y abotagada, y se dedicaba a la tarea de reunir ramas y preparar una pequeña hoguera.
–Puedes comer con los soldados –le hizo notar.
Gacel destapó un pedazo de manta y dejó al descubierto medio antílope aún jugoso y cubierto de sangre seca.
–Tú puedes comer conmigo si lo deseas. A cambio de tu agua.
El sargento mayor Malik advirtió que su estómago daba un salto. Hacía más de quince días que los cazadores no conseguían una pieza, pues con los años las habían ido alejando de los alrededores, y no había entre sus soldados ningún beduino auténtico conocedor del desierto y sus habitantes.
–El agua es de todos –replicó–. Pero acepto con gusto tu invitación. ¿Dónde lo cazaste?
Gacel sonrió para sus adentros a lo burdo de la trampa.
–Al norte –replicó.
Había reunido ya la leña que necesitaba, y tomando asiento sobre la manta de su montura, extrajo pedernal y mecha, pero Malik le ofreció su caja de cerillas:
–Usa esto –pidió–. Es más cómodo.
–Luego la rechazó con un gesto–. Quédatela. Tenemos muchas en el economato.
Había tomado asiento frente a él, y le observaba mientras clavaba las patas del antílope en la baqueta de su viejo fusil disponiéndose a asarlas lentamente a fuego bajo.
–¿Buscas trabajo en el sur?
–Busco una caravana.
–No es época de caravanas. Las últimas pasaron hace un mes.
–La mía me aguarda –fue la enigmática respuesta, y como advirtió que el sargento le miraba fijamente, sin comprender, añadió en el mismo tono–:
Hace más de cincuenta años que me aguarda.
El otro pareció caer en la cuenta y le observó con mayor detenimiento:
–«¡La Gran Caravana!» –exclamó al fin–. ¿Vas en busca de «La Gran Caravana» de la leyenda? ¡Estás loco!
–No es una leyenda... Mi tío iba en ella... Y no estoy loco. Mi primo Suleimán, que se pasa el día cargando ladrillos por un jornal miserable, sí que está loco.
–Ninguno de los que fueron en busca de esa caravana, regresó con vida.
Gacel señaló con un gesto de la cabeza las tumbas de piedra que se adivinaban entre las dispersas palmeras, al fondo del oasis.
–No estarán más muertos que esos... Y si la hubieran encontrado serían ricos para siempre...
–Pero la «tierra vacía» no perdona: No hay agua, ni vegetación que sirva de pasto a tu camello, sombra que te cobije, o referencia alguna que valga para orientarte. ¡Es el infierno!
–Lo sé –admitió el targuí–. Estuve allí dos veces...
–¿Estuviste en las «tierras vacías»? –repitió incrédulo.
–Dos veces.
El sargento Malik no tuvo necesidad de verle el rostro para comprender que decía la verdad, y un nuevo interés nació en él. Llevaba suficientes años en el Sáhara como para valorar a un hombre que había estado en las «tierras vacías» y había vuelto. Podían contarse con los dedos de una mano desde Marruecos a Egipto, y ni aun Mubarrak-ben-Sad, guía oficial del puesto, y al que tenía por uno de los mejores conocedores de las arenas y los pedregales, admitía haberse atrevido con ella.
–»Pero conozco uno...» –le había confesado una vez en el transcurso de una larga expedición de descubierta al macizo del Huaila–. «Conozco a un «inmouchar» del Kel-Talgimus, que fue y volvió...».
–¿Qué se siente allí dentro?
Gacel le miró largamente y se encogió de hombros:
–Nada. Hay que dejar fuera todo sentimiento. Hay que dejar fuera hasta las ideas, y vivir como una piedra, atento a no realizar un solo movimiento que consuma agua. Incluso en la noche debes moverte tan despacio como un camaleón, y así, si consigues volverte insensible al calor y la sed, y sobre todo, si consigues vencer el pánico y conservar la calma, tienes una remota posibilidad de sobrevivir.
–¿Por qué lo hiciste? ¿Buscabas «La Gran Caravana»?
–No. Buscaba, en mí, restos de mis antepasados. Ellos vencieron a las «tierras vacías».
El otro negó convencido:
–Nadie vence a las «tierras vacías» –replicó seguro de lo que decía–. La prueba es que todos tus antepasados están muertos y ellas siguen tan inexplicables como cuando Alá las creó. –Hizo una pausa, agitó la cabeza e inquirió como preguntándose a sí mismo–. ¿Por qué lo haría? ¿Porque Él, capaz de crear cosas portentosas, creó también este desierto?
La respuesta no resultó presuntuosa, aunque en un principio se pensara que lo era:
–Para poder crear a los «imohag».
Malik sonrió divertido.
–Realmente... –admitió–. Realmente... –Señaló la pierna de antílope–. No me gusta la carne muy pasada –añadió–. Así está bien.
Gacel apartó la baqueta, extrajo los dos pedazos de carne, le ofreció uno y con ayuda de su afiladísima gumía, comenzó a cortar gruesas tajadas del otro.
–Si alguna vez estás en dificultades –indicó–, no cocines la carne. Cómela cruda. Come cualquier animal que encuentres y bébete su sangre. Pero no te muevas. Sobre todo no te muevas nunca.
–Lo tendré en cuenta –admitió el sargento–. Lo tendré en cuenta, pero ruego a Alá que jamás me ponga, en semejante trance.
Concluyeron de cenar en silencio, bebieron agua fresca del pozo, y Malik se puso en pie y se estiró satisfecho.
–Tengo que irme –dijo–. He de dar el parte al capitán y ver que todo esté en orden. ¿Cuánto tiempo te quedarás?
Gacel se encogió de hombros señalando que no lo sabía.
–Entiendo. Quédate cuanto quieras, pero no te acerques a los barracones. Los centinelas tienen orden de tirar a matar.
–¿Por qué?
El sargento Malik-el-Haideri sonrió enigmáticamente, y con un gesto de la cabeza señaló hacia la más apartada de las casetas de madera.
–El capitán no tiene muchos amigos –puntualizó–. Ni él ni yo los tenemos, pero yo sé cuidarme por mí mismo.
Se alejó cuando ya las sombras se iban escurriendo por el oasis, asentándose en los bordes de las palmeras, y las voces resonaban con mayor nitidez, mientras los soldados regresaban con sus palas al hombro, cansados y sudorosos, anhelando el rancho y el jergón que les condujera por unas horas al mundo de los sueños, lejos del infierno de Adoras.
No hubo apenas crepúsculo, el cielo pasó, casi sin transición, del rojo al negro, y pronto brillaron luces de carburo en las cabañas.
Únicamente la vivienda del capitán contaba con contraventanas que impedían ver lo que ocurría en su interior, y antes de que cerrara por completo la noche acudió un centinela que montó guardia, rígido y con el arma a punto, a menos de veinte metros de la puerta.
Media hora después, esa puerta se abrió y en ella se recortó una figura alta y recia. Gacel no tuvo necesidad de distinguir las estrellas de su uniforme para reconocer al hombre que matara a su huésped. Lo vio permanecer quieto unos momentos, respirando a pleno pulmón el aire de la noche, y encender un cigarrillo. La luz de la cerilla trajo a su memoria cada uno de sus rasgos y el brillo acerado y despectivo de sus ojos cuando aseguró que él era la ley. Se sintió tentado de montar su arma y acabar con él de un solo tiro. A tan corta distancia, claramente recortado contra la luz interior, se sentía capaz de meterle una bala en la cabeza apagando a la vez el cigarrillo en su boca, pero no lo hizo. Se limitó a observarle a menos de cien metros de distancia complaciéndose en imaginar qué pensaría aquel hombre, de averiguar que el targuí al que había ofendido y despreciado estaba sentado allí, frente a él, apoyado en una palmera y junto a los rescoldos de una hoguera, meditando en la conveniencia de matarle en ese momento o dejarlo para más adelante.
Para todos aquellos hombres de la ciudad trasplantados al desierto, al que nunca aprenderían a amar, y al que en realidad odiaban anhelando escapar de él a cualquier precio, ellos, los tuareg, no constituían más que una parte del paisaje, tan incapaces de distinguir a uno de otro, como incapaces serían de diferenciar dos largas dunas «sifs» de cresta de sable aunque estuvieran separadas entre sí por más de medio día de marcha.
No tenían noción del tiempo, ni del espacio, ni de los olores y colores del desierto, y del mismo modo, no tenían noción de lo que separaba a un guerrero del «Pueblo del Velo», de un «imohag» del «Pueblo de la Espada», a un «inmouchar» de un siervo, o a una auténtica mujer targuí, libre y fuerte, de una pobre beduina esclava de un harén.
Hubiera podido aproximarse a él, hablarle durante media hora de la noche y las estrellas, de los vientos y las gacelas, y no hubiera reconocido a «aquel maldito desharrapado maloliente», al que había tratado de enfrentársele cinco días antes. Durante años los franceses habían intentado en vano que los tuareg se descubrieran el rostro.
Al fin, convencidos de que estos nunca abandonarían el velo, debieron llegar a la conclusión de que jamás distinguirían por la voz o los gestos a uno de otro, y abandonaron por completo la esperanza de diferenciarlos.
Ni Malik, ni el oficial, ni todos aquellos soldados que paleaban arena eran franceses, pero se les semejaban por su ignorancia y su desprecio hacia el desierto y sus habitantes.
Cuando el capitán concluyó su cigarrillo, lanzó la colilla a la arena, saludó con desgana al centinela, y cerró la puerta, de la que se pudo escuchar el sonoro correr del pesado cerrojo. Las luces se fueron apagando una tras otra, y el campamento y el oasis quedaron en silencio; un silencio roto únicamente por el susurro de los penachos de las palmeras agitadas por la suave brisa, y el lejano aullido de un chacal hambriento.
Gacel se envolvió en su manta, apoyó la cabeza contra la silla de montar, lanzó una última ojeada a los barracones y a la fila de vehículos aparcados bajo un tosco garaje y se quedó dormido.
El amanecer le sorprendió en lo alto de la más cargada de las palmeras, lanzando al suelo pesados racimos de dátiles maduros. Llenó un saco con ellos; llenó igualmente de agua sus «gerbas», y ensilló al mehari, que protestó ruidosamente, deseoso de quedarse más tiempo a la sombra, cerca del pozo.
Los soldados habían comenzado a hacer su aparición orinando contra las dunas o lavándose la cara en el abrevadero del mayor de los pozos, y el sargento Malik-el-Haideri abandonó también su alojamiento, y se aproximó con su paso rápido y seguro.
–¿Te vas?–, inquirió, aunque la pregunta resultaba a todas luces inútil–. Creí que te quedarías a descansar un par de días.
–No estoy cansado.
–Ya lo veo. Y lo siento. Agrada a veces hablar con un extraño. Esta escoria no piensa más que en robar o en mujeres.
Gacel no respondió, afanado en afianzar los bultos para que los vaivenes del camello, no los arrojaran al suelo a los quinientos metros, y Malik le echó una mano desde el otro lado de la bestia, al tiempo que preguntaba:
–¿Si el capitán me diera permiso, me llevarías contigo a buscar «La Gran Caravana»?
El targuí negó con un gesto:
–La «tierra vacía» no es lugar para ti. Únicamente los «imohag» podemos adentrarnos en ella.
–Yo aportaría tres camellos. Podríamos llevar más agua y provisiones.
En esa caravana hay dinero de sobra para todos. Le daría una parte al capitán, con otra compraría mi traslado, y aún me quedaría para pasar el resto de mi vida. ¡Llévame contigo!
–No.
El sargento mayor Malik no insistió, pero recorrió con la vista, lentamente, las palmeras, los barracones y las dunas de arena que lo cerraban todo por los cuatro costados, convirtiendo el puesto en una prisión en la que los barrotes habían sido sustituidos por altas dunas que amenazaban con enterrarlos de una vez para siempre.
–¡Once años más aquí! –murmuró luego como para sí–. Si logro sobrevivir, seré un anciano, y me han negado incluso el derecho al retiro y la pensión. ¿Adónde iré? –Se volvió de nuevo al targuí–. ¿No sería mejor morir dignamente en el desierto, con la esperanza de que un golpe de suerte pudiera cambiarlo todo?
–Tal vez.
–Es lo que vas a intentar, ¿no es cierto? Prefieres arriesgarte que malvivir acarreando ladrillos.
–Yo soy targuí. Tú no...
–¡Oh, vete al infierno con tu maldito orgullo de raza! –protestó malhumorado–. ¿Te crees mejor porque te acostumbraron desde niño a soportar el calor y la sed? Yo he tenido que soportar a esos hijos de puta, y te aseguro que no sé qué es peor. ¡Vete! Cuando quiera buscar «La Gran Caravana» lo haré yo solo. No te necesito.
Gacel sonrió levemente bajo el velo sin que el otro pudiera advertirlo, obligó a ponerse en pie a su camello, y se alejó despacio, conduciéndole del ronzal.
El sargento Malik-el-Haideri le siguió con la vista hasta que desapareció por entre el dédalo de pasadizos que dejaban entre sí las dunas, al sur de la pista de los vehículos, y regresó luego, pensativo, hacia el mayor de los barracones.