Читать книгу Tuareg - Alberto Vazquez-Figueroa - Страница 5

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Cada amanecer el anciano Suílem o uno de sus nietos ensillaba el dromedario predilecto de su amo, el «inmouchar» Gacel, y lo dejaba esperando a la puerta de su tienda.

Cada amanecer, el targuí tomaba su rifle, subía a lomos de su blanco mehari de largas patas y se alejaba hacia cualquiera de los cuatro puntos cardinales en busca de la caza.

Gacel amaba a su dromedario todo cuanto un hombre del desierto es capaz de amar a un animal del que tan a menudo depende su vida, y secretamente, cuando nadie podía oírle, le hablaba en voz alta como si entendiera, llamándole «R.Orab, el Cuervo», burlándose de su blanquísimo pelo que se confundía a menudo con la arena convirtiéndole en invisible cuando tenía una alta duna a sus espaldas.

No existía mehari más veloz ni resistente a este lado de Tamanrasset, y un rico comerciante, dueño de una caravana de más de trescientos animales, ofreció cambiárselo por cinco de los que él quisiera elegir, pero no aceptó. Gacel sabía que si algún día, por cualquier razón, algo le ocurría en una de sus solitarias andanzas, «R.Orab» sería el único camello de este mundo capaz de llevarle de regreso al campamento en la más oscura noche.

Con frecuencia solía dormirse, mecido por su balanceo y vencido por el cansancio, y más de una vez su familia lo recogió a la entrada de su «jaima» metiéndole en la cama.

Los «franceses» aseguraban que los camellos eran animales estúpidos, crueles y vengativos que tan solo obedecían a gritos y golpes, pero un auténtico «imohag» sabia que un buen dromedario del desierto, en especial un mehari pura sangre, cuidado y enseñado, podía llegar a ser tan inteligente y fiel como un perro y, desde luego, mil veces más útil en la tierra de la arena y el viento.

Los franceses trataban a todos los dromedarios por igual en todas las épocas del año, sin comprender que en sus meses de celo las bestias se volvían irritables y peligrosas, en especial si el calor aumentaba con los vientos del este, y por eso los franceses nunca fueron buenos jinetes del desierto, y jamás pudieron dominar a los tuareg, que en los tiempos de luchas y algaradas, les derrotaron siempre, pese a su mayor número y su mejor armamento.

Luego, los franceses dominaron los oasis y los pozos, fortificaron con sus cañones y sus ametralladoras los escasos puntos de agua de la llanura, y los jinetes libres e indomables, los «Hijos del Viento», tuvieron que rendirse a lo que, desde el comienzo de los siglos, había sido su enemigo: la sed.

Pero los franceses no se sentían orgullosos por haber vencido al «Pueblo del Velo», porque, en realidad, no llegaron a derrotarlo en guerra abierta, y ni sus negros senegaleses, ni sus camiones, ni aun sus tanques, fueron de utilidad en un desierto que los tuareg y sus meharis dominaban, de punta a punta.

Los tuareg eran pocos y dispersos, mientras los soldados llegaban de la metrópoli o las colonias como nubes de langosta, hasta que amaneció un día en que ni un camello ni un hombre, ni una mujer, ni un niño pudo beber en el Sáhara, sin permiso de Francia.

Ese día, los «imohag», cansados de ver morir a sus familias, depusieron las armas.

Desde ese momento fueron un pueblo condenado al olvido; una «nación» que no tenía razón alguna de existir puesto que las razones de esa existencia:

la guerra y la libertad, habían desaparecido.

Aún quedaban familias dispersas, como la de Gacel, perdidas en confines del desierto, pero ya no estaban compuestas por grupos de guerreros orgullosos y altivos, sino por hombres que continuaban rebelándose interiormente, sabiendo a ciencia cierta que jamás volverían a ser el temido «Pueblo del Velo», «de la Espada» o «de la Lanza».

Sin embargo, los «imohag» continuaban siendo dueños del desierto, desde la «hamada» al «erg» o a las altas montañas batidas por el viento, pues el verdadero desierto no eran los pozos en él desperdigados, sino los miles de kilómetros cuadrados que los circundaban, y lejos del agua no existían franceses, «áscaris» senegaleses, ni aun beduinos, pues estos últimos, conocedores también de las arenas y los pedregales, transitaban tan solo por las pistas, de pozo a pozo, de pueblo a pueblo, temerosos de las grandes extensiones desconocidas.

Únicamente los tuareg, y en especial los tuareg solitarios, afrontaban sin miedo a la «tierra vacía», aquella que no era más que una mancha blanca en los mapas, donde la temperatura hacía hervir la sangre en los mediodías calurosos, no crecía ni el más leñoso de los arbustos, e incluso las aves migradoras las esquivaban en sus vuelos a cientos de metros de altura.

Gacel había atravesado dos veces en su vida una de esas manchas de «tierra vacía». La primera fue un reto cuando quiso demostrar que era un digno descendiente del legendario Turki, y la segunda, ya hombre, cuando quiso demostrarse a sí mismo que seguía siendo digno de aquel Gacel capaz de arriesgar la vida en sus años mozos.

El infierno de sol y calor; el horno desolado y enloquecedor, ejercían una extraña fascinación sobre Gacel; fascinación que nació una noche, muchos años atrás, cuando al amor de la lumbre oyó hablar por primera vez de «la gran caravana» y sus setecientos hombres y dos mil camellos tragados por una «mancha blanca» sin que ni uno solo de esos hombres o bestias regresara jamás.

Se dirigía de Gao a Trípoli y estaba considerada como la mayor caravana que los ricos mercaderes «haussas» organizaron nunca, guiada por los más expertos conocedores del desierto, transportando a lomos de elegidos meharis una auténtica fortuna en marfil, ébano, oro y piedras preciosas.

Un lejano tío de Gacel, del que él llevaba el nombre, la custodiaba con sus hombres, y también se perdió para siempre, como si jamás hubieran existido; como si hubiera sido solo un sueño.

Muchos fueron los que en los años siguientes se lanzaron a la loca aventura de reencontrar sus huellas con la vana esperanza de apoderarse de unas riquezas que, según la ley no escrita, pertenecían a quien fuera capaz de arrebatárselas a las arenas, pero las arenas guardaron bien su secreto. La arena era capaz, por sí sola, de ahogar bajo su manto ciudades, fortalezas, oasis, hombres y camellos, y debió llegar, violenta e inesperada, transportada en brazos de su aliado, el viento, para abatirse sobre los viajeros, atraparlos y convertirlos en una duna más entre los millones de dunas del «erg».

Cuántos murieron después persiguiendo el sueño de la mística caravana perdida, nadie podía decirlo, y los ancianos no se cansaban de rogar a los jóvenes que desistieran en tan loco intento:

«–Lo que el desierto quiere para sí, es del desierto –decían–. Alá proteja al que trate de arrebatarle su presa...».

Gacel ambicionaba tan solo desvelar su misterio; la razón por la que tantas bestias y tantos hombres desaparecieron sin dejar rastro, y cuando se encontró por primera vez en el corazón de una de las «tierras vacías», lo comprendió, pues se podría pensar que no setecientos, sino siete millones de seres humanos se diluirían fácilmente en aquel abismo horizontal del que lo extraño era que alguien, no importaba quien, saliera con vida.

Gacel salió. Por dos veces. Pero «imohags» como él no había muchos y por ello el «Pueblo del Velo» respetaba a Gacel «el Cazador, inmouchar» solitario que dominaba territorios que ningún otro pretendió nunca dominar.

Tuareg

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