Читать книгу Los cuadros de la muerte - Alcides Bertran - Страница 7
Оглавление—¡No puede ser! ¡No puede ser!
Gruñó el comisario Kesman en su despacho cuando observó el titular del diario Ecos de mi pueblo, único diario de Tulumba, departamento al norte de la provincia de Córdoba. El encabezamiento con letras gigantescas daba impresión: Un nuevo asesinato en el pueblo, sentenciaba. La tez blanca del hombre pronto se fue tornando de un rojo intenso hasta que, al final de la columna, estalló de bronca. El hallazgo del cuerpo de la joven trajo aparejado la sospecha de que fuera a convertirse en parte de la serie horrenda de crímenes que venían sucediendo, y bastó que el matutino lo afirmara para que no quedaran dudas.
—¡Son todos unos imbéciles! ¡Ignorar el sacrificio que estoy haciendo, carajo! —gritó enfurecido.
Ecos de mi pueblo, que asiduamente venía acompañándolo, dejó un día de hacerlo y sus críticas fueron incisivas, ásperas, ya no escatimaba vituperios, es más, dejaba deslizar comentarios irónicos y descalificaba su actuar. Eso lo irritaba y comprendía que, mientras no hallara al asesino, iba a seguir siendo blanco predilecto de tantas diatribas; temía, incluso, que se tomara ese fracaso para desacreditarlo definitivamente.
—¡Hola! ¡Hola! —exclamó luego de conectarse por teléfono con Quintana—. Soy el comisario Kesman.
A su rostro adusto parecía agravarlo el oscuro bigote, y las hendiduras que pronto fueron acentuándose producto del nerviosismo. Se pasó una mano por sus ensortijados cabellos y casi ni escuchó el saludo del editor, que en tono amable le dijo:
—¿Cómo está usted?
No hubo respuesta, su irascibilidad no lo permitía y, tras esquivar buenos modales, le respondió tajante:
—¡Mire, Quintana, su impertinencia me desagrada!
—¿A qué se refiere? —interrumpió su interlocutor casi con ironía.
—¿Cómo puede ser que publique una cosa así?
—Comisario, vea, los hechos suceden y el pueblo quiere soluciones.
—¡¿Vea?! ¡Las pelotas! ¿Qué se cree usted? ¿Cómo va a poner una cosa así? ¿O es que pasa algo entre usted y yo, eh? ¡Dígame!
—Comprendo su estado de ánimo, comisario, pero usted también debe comprenderme, el pueblo, la sociedad, todos necesitamos alguna respuesta y es de su incumbencia dárnosla.
—¡Bien! ¡Sé perfectamente lo que tengo que hacer; le pido encarecidamente que no se meta más en lo que no le importa y no se haga el pelotudo conmigo, eh, se lo pido por su bien! —le respondió antes de cortar la comunicación de modo abrupto.
Al otro día, el cortejo fúnebre llegaba a la puerta de la iglesia y al ser bajado el ataúd del vehículo que lo transportaba, el llanto de los deudos se tornó desgarrador; paradójicamente, los claveles rojos depositados sobre él parecían querer coronar aún la belleza de la joven muerta. Se supo que el cuerpo poseía dos heridas de un puñal que no se había encontrado aún.
En la escalinata de la iglesia, el párroco Agustín esperaba con un viejo rosario entrelazando sus manos, y desde las gradas, con pesadumbre, acompañó el féretro hasta que fue ubicado sobre unas tarimas circundadas por intermitentes velas. Una vez aquietados los sollozos, dijo el responso con voz entrecortada. En tanto, afuera, frente a la plaza, el pueblo agolpado y con gran tribulación acompañaba la ceremonia; había silencio y cada rostro compungido enseñaba dolor y bronca. Nadie podía comprender lo que estaba sucediendo. La Villa era pequeña y todos se conocían, sin embargo, era la tercera víctima y el repudio ya se dejaba oír, a la par de una desconfianza que se iba engendrando en la entraña misma de la sociedad. ¿Quién era el asesino? Se preguntaban, pero no hallaban respuesta y esto hacía que la sospecha se trasladara de uno a otro; consecuencia desagradable que comenzaba a afectar la cotidiana relación. La primera de las víctimas, y que produjo una increíble congoja, había sido Natalia, sobrina de Quintana. Su cuerpo nunca apareció, por lo que este ya conservaba ínfimas esperanzas de hallarla y podría decirse que fue desde el momento de la desaparición de la joven, al que se sumaron luego las otras víctimas, que su tío comenzó a cuestionar decididamente al comisario Kesman.
Luego de la misa de cuerpo presente y de que de nuevo fuera ubicado el féretro en el coche fúnebre, el párroco, desde el umbral y frente a tantas mantillas y pañuelos oscuros con que se cubrían las mujeres, inmersas en mares de lágrimas, dijo para sí:
—¡Que Dios te bendiga, hija mía!
Acongojado por el dolor, no alcanzó a ver a Kesman —quien se hallaba a un costado del atrio— ni la gorra inquieta en sus manos que evidenciaba nerviosismo; solo pudo darse cuenta de su presencia cuando, enjugando sus lágrimas en un pañuelo, vio a un niño desprenderse de las faldas de su madre y, tras correr en dirección a este, enfrentarlo y decirle:
—¿Va a encontrar al asesino de mi hermanita, señor?
Recién entonces pudo verlo y enfrentar su mirada llena de impotencia. Luego dio media vuelta y, sin decir palabra, ingresó en la iglesia.
El pueblo era centro de una región de pocos habitantes, no más de doscientas manzanas lo componían; y poseía un bello centro comercial que se extendía a lo largo de la calle principal para finalizar en la plaza. Las oficinas públicas distribuidas alrededor del paseo entregaban sus fachadas blancas con solemnidad y señorío; la mayoría poseía en su arquitectura un marcado estilo de la España colonial. La más discreta era la municipal, en cuyo frente, restablecido hacía poco tiempo, resaltaban las rejas oscuras de los amplios ventanales que circundaban la pesada puerta de madera. Recobrada su importancia, resguardaba el afán intachable del intendente, quien, con asombrosa capacidad, cuidaba y diseñaba el urbanismo; además, no había quejas y todos estaban orgullosos de su administración.
La región era hermosa, prados verdes con lánguidas arboledas absorbían las callecitas que se extendían adormecidas bajo las sombras asoleadas de los álamos; el crecimiento de estos obligaba a que los chañares y los algarrobos quedaran como siluetas indomables vigilando la periferia árida, donde, además, las manos de los habitantes simulaban respetar los enmarañados árboles que trepaban por las laderas de los cerros. Uno de los caminos que había, denominado Camino Real, era el más transitado, casi alcanzaba la margen apacible de un arroyo que desaparecía en el ondular lejano del horizonte. Este camino, en viejas épocas, había sido un escabroso sendero que permitía unir las postas con diligencias y galeras que llegaban cargadas de desafíos cuando la región era administrada por el Marqués de Sobremonte; por allí, muy cerca, también había intentado pasar Facundo Quiroga cuando iba obstinadamente hacia su muerte.
La primavera embellecía toda la región debido a que la flora, imponente, conservaba la más agreste virginidad. Los sembrados crecían en el pequeño valle con fuerza, ajenos aún a cuantos fertilizantes y químicos comenzaban a emplearse en otras regiones. Pero las muertes de las jóvenes llegaban arrastradas por la brisa primaveral.
Por el Camino Real, un hombre se acercaba al pueblo, traía en su andar lentitud y sensación de cansancio; imposible saber su edad, parecía ocultarse tras una barba espesa. Vestía con humildad y cubría su cabellera con una gorra negra que usaba con sus tapa orejas abrochadas por sobre su cabeza; poseía pocos enseres, nada más que una valija antigua y un caballete de pintura. Al ir transitando, daba la sensación de que se extasiaba con el abundante paisaje, observaba la distancia con eterna placidez.
En las afueras del pueblo, se detuvo frente a una casa que mostraba un tejado enmohecido y unos ventanales casi ocultos por unas tupidas madreselvas. Allí se quedó por un instante observando la chimenea empotrada en uno de los mojinetes y el palomar que se hallaba en un sector de orondo césped; la casa parecía estar deshabitada. Luego continuó caminando cuando ya la tarde se moría y el sol era solo una línea sangrante detrás de los cerros mortecinos.
Habrá hecho tres cuadras desde el arco que daba la bienvenida cuando vio el vehículo policial que transitaba a toda velocidad por la calle principal, para luego girar bruscamente por una adyacente y detenerse frente a una persiana oxidada de garaje. De él bajó Kesman, acompañado de dos agentes, quienes golpearon la puerta con energía y esperaron. La sorpresa del hombre moreno que salió a atenderlos fue enorme porque se vio inmovilizado de improviso; lo tomaron de los brazos y lo obligaron a subir al automóvil; luego, en veloz marcha, se dirigieron de nuevo hacia el centro.
El hombre de la gorra giró la vista en el instante en que el vehículo pasaba a su lado ahogándolo con monóxido de carbono y produciéndole increíble tos. Luego, el silencio volvió a reinar.
Más tarde, en el interior del despacho, el comisario indagaba:
—¿Por qué la mató?
—No soy ningún asesino —respondió el hombre frente a él, sentado en un banquillo. Kesman lo observaba acusatoriamente asentándose el bigote.
—Fue usted la última persona que estuvo con ella. Dígame, ¿por qué la mató?
—Estuve con ella…, pero eso no le da derecho a pensar que soy un asesino.
—¡Maldita sea! ¡Usted debe confesar! —gritó levantándose del sillón y rodeándolo.
El moreno, sorprendido por la exaltación del uniformado, se mantuvo en silencio; aunque luego, observándole de reojo la mirada hosca, creyó que era necesario defenderse.
—¿Por qué habría de matarla, comisario?
—Por varios motivos, pero fundamentalmente porque... porque se comenta que usted...
Cuando intuyó la intención tendenciosa de ese comentario, sus ojos se desorbitaron.
—¿Qué? ¿Que yo qué?... —exclamó.
—¿Se sorprende? —Reaccionó Kesman, luego agregó—: Se dice que usted...
—¡Bueno, bueno! ¡Lo que le faltaba! —interrumpió entonces el moreno, mirándolo fijo—. ¿Y eso le da derecho a pensar que yo la asesiné? —dicho esto, ondeó sus brazos y concluyó amenazante—: No vamos a sacar los trapitos al sol.
Kesman enrojeció, asombrado, y, atisbándole la mirada —pues sabía del poder de los secretos— preguntó dubitativo:
—¿A qué se refiere con eso de... de los trapitos al sol?
—Mariana también era su amante, comisario. ¿O lo va a negar? —aseveró el moreno, ahora sin regodeos, plantándosele exultante pese a estar sentado.
—¡¿Qué dijo?! —gritó Kesman como un demonio, zamarreándolo; no podía creer lo que acababa de escuchar.
Los dos agentes presentes en la sala se miraron y Kesman descargó su ira en ellos; de inmediato comprendieron que debían salir de allí porque los ojos del jefe apuñalaban. Se fueron casi haciendo estallar los cristales a sus espaldas, y ni que hablar de la campanilla que pendía del marco: entró en oscilaciones de locura.
Una vez a solas, y abrumando al moreno con la mirada, susurró:
—No quiero que esto sea algo personal, ¿me entiende? —le dijo por lo bajo como intentando que nadie lo escuchara, y luego aseveró enérgico—: ¡Por hoy, sabe, y solo por hoy, usted queda en libertad, pero no se olvide de que tiene muchas cosas que explicar a la Justicia!
—Como usted diga, comisario, estaré a su disposición —respondió el demorado, levantándose y saliendo del despacho. Nuevamente la campanilla sonó, aunque esta vez más acompasada.
Kesman, una vez en la soledad de su despacho, tomándose el rostro con las manos, pareció comprender su situación. No podía imaginar el final de su carrera. No, no podía permitir que eso sucediera. En su interior, presentía que los hechos iban acorralándolo; es más, el estrés y las preocupaciones lo hacían sentirse incoherente e intuía que al otro día la calle estaría llena de rumores. La detención del moreno, a pesar de las dudas que le quedaron, no logró darle fundamentos de que fuera el asesino; de todos modos, precavido, ordenó que uno de sus agentes le vigilara todos los movimientos. No quería sorpresas como la que le había causado que aquel supiera de su secreto; además, tenía la seguridad de que las críticas y los prejuicios resaltarían una vez más en Ecos de mi pueblo.
—Martina —dijo consumido por la desesperación—, estoy confundido, necesito tus consejos, quiero verte esta noche.
A medida que transcurría ese diálogo telefónico, su semblante iba adquiriendo una suave tonalidad; su voz áspera fue acentuándose y terminó siendo serena y mezquina. Apoyó el pulgar en la sien y se frotó la frente con los dedos, una y otra vez. Su nerviosismo fue atenuándose; ya no había rigidez en su mirada cuando por lo bajo dijo:
—Esperame, voy a visitarte.
Las semanas transcurrían y sus investigaciones no iban a buen puerto; no había encontrado ningún indicio para dar con el asesino o los asesinos y el desconcierto lo invadía. Muchos vecinos fueron citados. Kesman era guiado por una intuición equívoca que hacía que de él se tuviera la irritante sensación de no respeto. Aunque, amparándose en los hechos suscitados, argumentara que cada habitante era virtualmente sospechoso y no menguara avasallamiento en el momento de indagarlos; estos hechos le valieron —y no se equivocaban— de otro increíble titular en Ecos de mi pueblo, que esta vez decía: El pueblo sospechado. Esto lo llevó a incrementar sus visitas a la psicóloga Martina, que vivía en las afueras, lejos del consultorio donde ejercía y que se hallaba sobre la calle principal del pueblo; allí, la joven analista, que cobraba aranceles bajos, orientaba y asesoraba psicológicamente a personas que atravesaban problemas laborales, conflictos de familia y conductas de violencia, y los trataba con métodos de terapias grupales dos veces a la semana. Su bella casa era el lugar de relax que usaba para escaparse de las extenuantes atenciones que demandaban sus clientes. Kesman visitaba dicha casa, era el lugar apropiado porque con su dueña podía intimar y sincerar todas sus preocupaciones. No hallaba la misma actitud de parte del párroco que, siempre que lo veía, ahondaba sus sermones en prédicas de moral y espiritualidad y no le concedía nada; inclusive hasta llegó a decirle que la infidelidad le traería inconvenientes. De esas palabras se guardó la incógnita de saber cómo Agustín se enteró de su relación con Mariana, la última víctima. Y sobre la infidelidad, nada le preocupaba: estaba separado de su mujer desde hacía mucho tiempo. Su juventud y su buen aspecto imperaban dándole réditos amorosos. Aun así, notó en los últimos tiempos que la joven psicóloga se molestaba cuando hablaba con suma libertad de sus andanzas. Le restó importancia, pues la sabía comprensiva, incluso sumisa; aunque muchas veces, indescifrable. De todos modos y, a pesar de ser socavado con las preguntas que esta le enmarcaba para los tests de la terapia, en su interior sabía que, de esas reuniones privadas, no era bueno que la sociedad se enterara.
En una de sus visitas, le comentó que tenía intención de pedir colaboración a los federales, pero la joven psicóloga intentó, por todos sus medios, disuadirlo argumentando que pondría en juego su prestigio. Sin embargo, le hizo caso omiso; pretendía, con buena relación, lograr apaciguar los comentarios antes de que llegaran a los funcionarios gubernamentales y ellos tomaran cartas en el asunto. Pero vaya suerte, esquivando mensajes y documentaciones que a posterior atestiguarían dicho pedido, un agente federal respondió a su llamado diciéndole que el inspector Güaita se hallaba comisionado desde hacía más de un mes y que su ausencia dependería de la investigación que había ido a realizar.
Cierta sensación de alivio sintió al cortar la comunicación; quizá por el prejuicio de la joven profesional de que fuera a perder su prestigio. Aunque comprendió, y más que nunca, que esto lo dejaba solo.
El pueblo, preocupado por los crímenes, parecía sumergirse en el silencio. Dudas y sospechas se percibían en las calles, en los cafés, en las oficinas públicas y en todo lugar de trabajo o de reuniones que hacía que cada individuo se recluyera en su propia conciencia. A causa de la extrañeza, nadie reparaba en el hombre que todos los días tomaba la calle principal con la gorra hundida hasta las orejas, con su maletín y con su caballete de pintura y salía del pueblo; es más, nadie había notado su presencia. Con pasos lentos caminaba las seis cuadras que lo separaban desde donde se había instalado hasta la calle principal, para desviarse luego hacia el Camino Real, donde obligadamente debía pasar frente a la casa que a su llegada pareció llamarle la atención. Ahí se quedaba por algunos instantes y luego sí se dirigía al arroyo. Una vez allí, instalaba su caballete, desplegaba su banqueta y abría la caja de pinturas. Tras un cuarto de hora, atento al bello paisaje, su atención se centraba en el horizonte que, frente a él, era un calmo tránsito de aguas con somnolientas caricias de sauces llorones. Pero, antes de sentarse, caminaba por la orilla del arroyo hasta un risco de piedras basálticas, lugar donde el cauce se estrechaba. Con ese paisaje era imposible imaginar que un artista no lograra sellar en el lienzo una buena obra; aunque el hombre buscaba perspectivas diferentes, porque su minuciosa mirada solo podía atribuírsele a quienes dominaban la materia con holgura. Se trasladaba caminando por la margen del arroyo hasta lejanas ubicaciones y, luego, cuando guardaba en sus retinas retazos de la mágica naturaleza, bosquejaba en la tela, con ágiles trazos, añosos troncos de árboles y brumosos cúmulos que emergían de entre los cerros. Proyectaba en las telas imágenes de puro realismo y tenía el ocre como tonalidad predilecta; en cada imagen elegida, lo combinaba con una increíble luminosidad de estación. Lo hacía con una extraña particularidad, dado que, en algún lugar, unos inusuales pincelazos hacían que la vista se fuera hacia allí. Ese escape de genialidad, en la mayoría de los casos, era de un rojo intenso, igual a manchas de sangre.
Se pasaba horas y horas ensimismado en su arte, pero luego, cuando la noche se extendía mortalmente oscura y el fresco de la madrugada se tornaba apacible, se quedaba dormido. Más tarde se despertaba de ese letargo y se descubría sorprendido observando la paleta reseca y la tela a la espera de los últimos retoques. Pero algo sorprendente ocurría de vez en cuando al estar la pintura a la espera de halagos: se acercaba a las aguas y, con un puñado de arena y arcilla, la refregaba una y otra vez como queriendo borrar cada trazo; o tal vez guardándose el derecho de ser el único observador de su creación; o, quizá, estando disconforme con lo que solo su mente podía calificar.
Recogía luego sus elementos y, cabizbajo, regresaba a su morada. Hasta que un día, y vaya a saber por qué motivo, tras dirigirse hasta el centro de la Villa y detenerse por momentos en lugares en donde nada había de interés para observar, imprevistamente su retraimiento pareció obstruido cuando pasaba frente al conservatorio de música; quizá por las melodías graves de una obra de Chopin que se oía a través de la ventana. Alguna alumna avezada dejaba deslizar sus manos sobre las teclas gastadas de un piano de cola que se resistía a la osada intención de asemejarse al maestro: su resonancia denunciaba que era principiante. Escuchó por un instante en silencio ese cóctel de notas que mansamente le llegaban a los oídos y, sin darse vuelta, levantó una de sus manos y simuló acompañarlas con alguna batuta imaginaria cristalizada en su mente. Algunos vecinos comenzaron a observarlo; su extraño aspecto llamaba la atención. Pigmentadas alfombras, vanos púrpura, arañas encendidas en lo alto de una acústica sala quizá hayan conformado su virtual escenario. Sin embargo, hubo comentarios reales de un público selecto que comenzaba a juzgarlo. Ajustó su levita y abrió los brazos a la espera de aplausos. Pero estos nunca llegaron. Y, tras ese telón que era la noche, se escuchó: “¿Quién es ese hombre? ¿Es el que llegó hace poco?”, preguntas que se hacían a escondidas los vecinos, sorprendidos de la opacidad y de la actitud extraña que llevaba consigo.
Luego continuó caminando sin detenerse y, al pasar frente a la parroquia, pareció ignorarla, no así al puesto de diarios que ostentaba con cierto sarcasmo una edición vieja de Ecos de mi pueblo; su titular decía: El pueblo sospechado. Se detuvo sin ver al viejo alemán que desbordaba de abdomen y que estaba mirándolo. Tampoco escuchó al grupo de chicas que salía en ese preciso instante del magisterio; avanzaban joviales y sonrientes ganando toda la vereda. Pareció ni oírlas y, apoyando el cuadro en el quiosco de diarios, siguió observando el periódico, seriamente. De pronto, al levantar la vista, se encontró con los expectantes ojos de Miguel, quien esperaba que le hiciera alguna pregunta. Pero nada le dijo, giró sobre sí con actitud violenta y fue a dar contra el cuerpo de una futura maestra, que trastrabilló y, por milagro, esquivó un pequeño cactus de espinas filosas.
—¡Perdón, señor! —dijo la joven, extendiéndole la mano por lo que le cupo de culpa. Pero nada le contestó; se escabulló entre el resto de las chicas, que le dieron paso sorprendidas.
—¡Señor! —gritó Miguel cuando vio recostada la pintura; pero, tras doblar por la esquina, se esfumó en la noche.
—¡Ah, qué hermoso cuadro! —exclamó entonces Isabel, asombrada y ya respuesta del susto—. ¡Chicas! ¡Chicas! ¡Vengan a ver esto! —llamó a sus amigas.
De inmediato, todas se le reunieron y, entusiasmadas, se quedaron observando el increíble paisaje. De pronto, Isabel reaccionó.
—Don Miguel, ¿qué va a hacer con él?
Por primera vez, el rostro simpático del quiosquero adoptó seriedad; aunque parecía imposible que tan buen hombre tuviera algo de qué preocuparse.
—No sé, no sé... ¿Qué se puede hacer? Se lo olvidó —respondió.
—¡Es hermoso! ¿Me lo puedo quedar? —dijo entonces la joven tomando el cuadro.
Miguel no tuvo respuesta, lo tomó de sorpresa y una vez más miró hacia la oscura esquina por donde se había ido el extraño, luego dijo:
—Conozco a Kesman, puedo llevárselo para que se lo entregue.
—Yo también lo conozco —respondió la joven.
—Sí, ya lo sé… —aseveró Miguel—. Te vi el otro día en su auto.
—¿Me vio?... —reaccionó sonriente la joven, sin pudor, a la vez que sus hermosos ojos se almendraban más aún.
—Sí... te he visto —reiteró el quiosquero mirándola, y luego agregó—: Sos una pícara, es un hombre casado.
—¡Ay, don Miguel! En el amor nada importa, usted es muy antiguo, me parece.
—Es verdad —acotó el alemán recobrando la sonrisa—. En mi juventud, las chicas eran más recatadas; pero bueno, te deseo suerte antes de que el padre Agustín se entere y comience con sus sermones.
—¡Oh, no me haga acordar, tengo que ir a confesarme! —respondió la joven, a la vez que todas sus amigas, riéndose, le decían a coro:
—¡Sos una pecadora!
Vencido Miguel, Isabel y sus amigas llevaron el cuadro hasta la comisaría para que el comisario Kesman ubicara al hombre o mandara a uno de sus agentes a que se lo hiciera llegar.
Al ingresar en el despacho, este salía acompañado por la joven psicóloga —Martina— quien, al observar el cuadro, adoptó una expresión de júbilo y, tomándose el rostro absolutamente impresionada, corrió hacia ellas.
—¡Increíble! ¡Increíble! ¿Quién es el artista que logró esto? —exclamó deslumbrada.
—Un hombre extraño —respondió Julieta ensenándole la pintura en el instante en que Isabel se alejaba con Kesman hacia un sector menos concurrido del despacho. Ambos parecían encerrarse en un diálogo privativo en el que ella dibujaba una sonrisa agradable, quizá como retribución a los halagos que en todo momento este le ofrecía, porque era evidente que se sentía afectado por su belleza, y vaya, las virtudes juveniles del cuerpo de la joven no eran para menos. Cómplices miradas intercambiaban cuando Martina, inoportunamente, los interrumpió diciendo:
—¿Viste esto, Ignacio?
Pero la joven, al instante de decirlo, se dio cuenta de su grave error.
—¡Perdón! —se corrigió—. ¿Vio esto, comisario?
Las chicas se miraron entre sí y se rieron.
Al no hallar respuesta, levantó la vista y vio la espalda de Isabel protegida por los brazos cariñosos de Kesman.
—¡Ignacio! —exclamó entonces, súbitamente, arrojando la pintura sobre el escritorio y ya sin importarle la manera de dirigirse. Su voz fue grave.
Recién entonces Kesman reaccionó, pero la analista, fijos los ojos en los de Isabel, recibió la retribución de ella: una sonrisa desagradable.
—¡Sí... sí! —atinó a decir Kesman, como dándose cuenta de la situación—. ¿Quién... quién ha pintado esto?
No tuvo respuesta, entonces, con parquedad, fue acercándose al grupo de alumnas que se mostraban sorprendidas por las inesperadas actitudes.
—Un señor se lo olvidó en el quiosco de don Miguel —respondió una de las jóvenes, luego agregó—: Un señor foráneo que no conocemos y pensamos que usted podría devolvérselo.
—Sí, claro, cómo no —contestó, tratando de ocultar sus nervios.
Martina, que estaba alejada, se les reunió; aunque con rostro grave. Volvió a observar el lienzo para luego decir con voz pausada:
—Me gustaría conocer a esa persona, hay algo en su pintura que es excitante.
—¿Cómo qué? —preguntó Isabel, observándola, pues había hecho una tregua en su enojo.
El cuadro poseía una tonalidad penetrante de rojo púrpura que de manera extraña contrastaba con un sol que se hundía en un horizonte de extrema languidez. La armonía se quebraba con ese entorno desgarrado que caía como sangre coagulada.
—Esto —dijo pasando los dedos sobre las extrañas pinceladas.
—Me inquieta el análisis de una psicóloga —dijo entonces la joven, insultante, y luego agregó—: Me encantaría tener la posibilidad de descubrir una obra de arte desde su perspectiva, ¡doctora!...
La joven analista pareció no amilanarse e incorporando ironía, que se evidenció aún más por la vivacidad de sus ojos, le respondió con increíble frialdad:
—Deberías visitarme uno de estos días. —Al decir esto giró la vista hacia Kesman, que se hallaba alejado apoyando una de sus manos en la barbilla.
Concluido este episodio, una de las chicas, oportuna y sensata, dijo mirando a sus compañeras:
—¿Nos vamos?
Fueron saliendo del despacho, instante en que Isabel aprovechó para encarar a la joven psicóloga; se le acercó y le dijo con vehemencia al oído:
—¿Nos vemos?
Esta retiró su rostro de al lado del de la joven y, con animosidad, efectuó un movimiento preciso de cabeza que causó que su oxigenado flequillo se ubicara correctamente sobre su frente y dejara al descubierto sus ojos irritados y hundidos en sus cuencas; si no fuera por el preciso delineado de sus cejas y por la tonalidad de sus pómulos salientes, más se asemejaría a un ser sin vida que a una bella mujer que recién se aproximaba a los treinta y cinco años.
Cuando quedaron a solas en el despacho, un absoluto silencio reinó.
—Yo también me voy... Ignacio —dijo Martina, dubitativa, como esperando a que Kesman la detuviera.
Pero él le esquivó la mirada y permaneció en silencio, entonces, y ya desde el umbral, ella preguntó:
—¿Qué tiene que ver esa chica... Isabel, con vos?
Kesman la observó detenidamente por un instante y luego fue tajante:
—Está enamorada de mí.
Cuando cesó la enloquecida campanilla que pendía de la puerta, Kesman vio cruzar frente a los cristales la silueta endeble de la joven y luego oyó el raudo alejamiento de su automóvil. Afuera, la noche ya era cerrada y las luces de la ciudad resplandecían alejando la espesa oscuridad hacia los jardines, de donde emanaban aromas fragantes de romeros y de cedrones.
Los días subsiguientes fueron de mucho sol y escasa nubosidad, pero aquel día la mañana primaveral se mostraba deslumbrante. El sol resplandecía en el cielo azul y una fresca brisa hacía mecer los rosales del jardín de la vivienda del padre Agustín. Ana, la viuda del profesor de literatura que ejerció en el magisterio, fue quien sugirió ubicarlos allí, al costado y al fondo de la parroquia. Agustín acató dicha sugerencia creyendo que embellecería el predio de la iglesia y sabiendo, además, que significaba un homenaje póstumo para quien fuera no solo un profesor respetado, sino un eximio urbanista y que su proyecto, junto con otros, pretendieron ser en vida aportes para los paseos de la ciudad. Pero con su muerte se convirtieron en deseos incumplidos. Con sumo interés observó los planos cuando supo que eran de Pablo. Una vez construidos los pequeños canteros y los caminitos de polvo de ladrillos, admiró con asombro la capacidad del profesor; lamentó su muerte, recordó que se produjo al poco tiempo de haber sido él designado párroco de la iglesia. Cuánto tiempo había pasado desde entonces. Nunca pensó que profesaría la vida espiritual y cuidaría de tan buena gente, y menos imaginó que Nuestra Señora del Rosario fuera la patrona y la protectora de una región de hombres esperanzados. Por eso, al abrir la ventana de la habitación, se sintió absorbido por cierta reminiscencia de su tiempo de misionero por aquellos sufridos países del África, por esos lugares en donde todo era diferente. Retenía en su mente aún a aquellos niños desnutridos y hambrientos por consecuencia de las guerras intestinales que destrozaban toda fe, toda fuerza. No podía creer el buen pastor —pues daba por sentada la existencia del Dios todopoderoso— que el mundo fuera tan incapaz de comprenderse y tan ajeno a la solidaridad. Pero luego, cuando a su mente llegaban los sucesos crudos del pueblo, se sumía en tristeza; sus ojos denunciaban preocupación. ¿Por qué la gente estaba concurriendo asiduamente a la iglesia? Le hubiera gustado que esa actitud fuera cotidiana, sin embargo, era claro que esto se debía a los abominables crímenes que venían sucediendo.
No logró desayunar, su estado de ánimo no le permitió ingerir alimento alguno a pesar de que las tostadas y la manteca junto con la exquisita fragancia del café eran irrechazables. Así y todo, la desazón y la angustia que sentía pudieron más y renunció al apetito.
Vistió su sotana y salió a la calle; afuera todo era calmo y desolado. Luego de andar y andar, y casi sin darse cuenta, recorrió las cuadras que lo separaban de la redacción de Quintana. Cuando llegó frente a la puerta, observó a través de los cristales y vio al hombre en su escritorio leyendo un diario viejo. Golpeó y esperó a que saliera a recibirlo.
—Padre, ¿cómo está usted? —saludó Quintana, sorprendido al verlo.
Tras estrecharle un buen tiempo la mano, Quintana se quitó los anteojos y entonces pudo verle los ojos cansados. Lucía como siempre: camisa blanca arremangada y un chaleco de traje oscuro que usaba desprendido. Sin dudas, su rostro era el reflejo de las personas entregadas a la labor; sus manos lo demostraban: siempre impregnadas de tinta.
—Bien, hijo, bien —le respondió.
—Pase, padre, pase. Por favor, siéntese.
No bien se ubicó en uno de los sofás, notó la austeridad de la pequeña sala. Solo algunos cuadros barrocos colgaban de la pared y junto a ellos, unos recortes enmarcados de periódicos que no alcanzaba a distinguir bien; dedujo que serían notas importantes. En un rincón había un perchero de pie, antiguo, y al lado, una pequeña mesita en la que se recortaba la oscura silueta del teléfono; este daba la sensación de que su timbre interrumpiría en cualquier instante. También pudo notar un gran reloj de pared al lado de la ventana, cuyas cortinas desplegadas dejaban ver la confluencia de las calles Sucre y Estanislao del Campo; por esta, al 1178, se encontraba la redacción. Detrás del escritorio de fino roble, estaba la escalera que daba ingreso al sótano; de allí salía un espeso hedor a tinta que impregnaba todo el ambiente, más el aturdimiento monótono y molesto de las planchas impresoras.
—¿Qué lo trae por acá, padre? —preguntó Quintana recogiendo los papeles y guardando el viejo periódico cuidadosamente en un cajón del escritorio.
—Tantas cosas, hijo mío. No he podido dormir anoche —confesó con inocultable abatimiento.
—Creo que nadie puede hacerlo en los últimos tiempos, padre —agregó Quintana—. El pueblo está conmocionado, necesitamos saber qué nos pasa.
—Es cierto, es una necesidad imperante, necesitamos volver a la calma, la paz debe volver a reinar en nuestra sociedad.
—Padre, ¿usted sabe lo fundamental que es la Iglesia en estos días? Precisamos mucha ayuda espiritual hasta tanto no logremos que...
Agustín notó ese titubeo, entonces, y con acierto, dijo:
—Joaquín, sus recuerdos aún lo acongojan, ¿verdad?
—Sí, —afirmó Quintana, y agregó—: ¡Pobre Natalia, qué destino le ha tocado!
Entonces, Agustín, no queriendo ser inoportuno, dijo mirándolo:
—Hijo mío, pensemos que está en el reino de Dios.
—¿Y su cuerpo, padre? ¿Dónde está su cuerpo, podría usted decírmelo? Ella merece un lugar para su descanso, un lugar donde podamos llorarla.
—Sí, tiene razón, pero es muy extraño todo esto —balbució Agustín con un dejo de nostalgia.
—¿Comprende usted lo que es vivir con esa incertidumbre? Muerta, perdida, raptada. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Quién? Ya me cuesta creer en la justicia —aseveró Quintana.
Agustín, compungido por el dolor, solo hizo silencio, pero su mirada se escapó por la ventana y fue a enfrentarse con el cielo matinal cuando escuchó que Quintana le decía:
—Padre, ¿ve esas magnolias? Fueron plantadas por ella, y es lo único que conservo, ahora dígame, ¿cómo hacer para que cada mañana al mirarlas no la recuerde? ¿Cómo olvidarme de haberla visto enchastrada bajo la lluvia con la azada, cuidándolas y sin descuidar nada del hogar? ¿Usted cree que no se habrá sentido indefensa cuando esa bestia la atacó? ¿Cómo puedo convencerme de que no fue por mi culpa?
Agustín observó las bellas plantas del jardín y se llenó de tristeza.
Pasaron algunos minutos, luego, Quintana, levantándose, dijo:
—Quiero enseñarle algo, padre.
Agustín se incorporó complacido, creyó oportuno un cambio de aire; era necesario quitarse de la cabeza aquellos hechos desagraciados.
Ambos salieron por la puerta que daba al fondo y se internaron en el jardín cuando de pronto la sorpresa se instaló en el rostro del religioso; petrificado, se quedó observando el frente inmaculado de una pequeña vivienda. Transitaron a través de un caminito embaldosado y se detuvieron frente a un alero que de manera oblicua dejaba ver sus tejas enmohecidas. La puerta estaba cerrada al igual que las ventanas; aunque una de ellas se encontraba con las cortinas recogidas. El interior era sombrío. Dentro había una pequeña mesa con un mantel violeta que casi ocultaba las dos sillas de mimbre que la rodeaban. Por la blanca pared pendían algunos pósteres juveniles y un pequeño mural cuyas dos placas de acrílico hacían resaltar la sonrisa de una joven pareja; igual, el sintético pelaje de un oso panda que se encontraba a su lado, daba la sensación de apocarles la alegría porque unas minúsculas y casi invisibles telarañas que resaltaban incandescentes bajo el rayo del sol lo cubrían dándole una ligera sensación de olvido.
—Son sus padres, él es mi hermano Carlos —dijo Quintana, y agregó, señalando al oso panda—: Y ese es el regalo que le hice a mi sobrina para su comunión.
Agustín tocó con sus manos la pared fría de la vivienda y luego sacó el rosario que llevaba colgando del cuello, lo entrelazó en sus manos y aferrándose a él con fuerza, casi estrujándolo, bajó la vista al piso y dijo una oración en silencio.
Luego, casi sin palabras, retornaron a la sala. Las voces de los jóvenes que operaban en las máquinas en el interior del sótano se dejaron oír; el ruido sórdido continuaba sin interrupción. Quintana, sin molestarlos, se asomó y observó que todo estuviera bien, y luego se dirigió a la cocina a preparar café.
—Nunca entré en su habitación desde que ha desaparecido —dijo desde allí con voz grave—. Sus cosas deben permanecer tal cual quedaron, porque sabe, padre, aún no perdí las esperanzas de encontrarla —aseveró con valentía luego de un pronunciado silencio.
El religioso, al escucharle este comentario, comprendió su increíble fuerza, su inquebrantable fe, y, como no era ajeno a los comentarios de la calle ni adepto a la conducta del comisario Kesman, de quien por cierto se esperaba que tuviera más cordura y menos atropellos, preguntó casi con resignación:
—¿Qué ha dicho Kesman de todo esto?
—¿Kesman? ¡Eh!... —respondió Quintana, sarcástico, mientras volvía de la cocina—. Solo hallo de él protestas porque parece no gustarle mi forma de informar. Pero debo decirle que no me atemoriza —aseveró—, aprendí de mis padres a ser fuerte y a sobrellevar cualquier circunstancia hasta las últimas consecuencias.
Quintana era hijo de una pareja albanesa, albanesa por adopción porque en realidad en sus venas corría sangre cántabra, de la España más antigua. Habían llegado al país cuando él era pequeño escapando de las persecuciones políticas y luego de que se radicaran unos años en Durazzo. Su padre, Edmundo Quintana, había tomado en su juventud el oficio y el arte de la imprenta, que a posteriori lo llevaría a ser acusado de anarquista; en su tiempo de universitario le descubrieron que imprimía de manera clandestina ciertos folletos que lo comprometían con facciones disidentes del poder. Él, Edmundo Joaquín Quintana, adoptó su oficio y por todos los medios trató de reivindicarlo del ostracismo al que fue sometido; aunque más no fuera —solía decir— por honor a su memoria. Le molestaba que se llamara ‘anarquista’ a personas que solo buscaban la verdad a través del derecho, por lo tanto, jamás permitía que lo adularan aquellos capaces de entregar dignidad a costa de silencio. En su periódico, nunca autorizó comentarios espurios ni anuencias.
—Mi hermano y su mujer murieron en un accidente.
—Sí, lo recuerdo —respondió el párroco, luego agregó—: Fue un otoño fatal.
—Milagrosamente, Natalia se había salvado entonces; era aún una niña. —Tras decir esto hizo un prolongado silencio, luego continuó acongojado—: La crié como a una hija. Como usted sabe, yo... enviudé y ella era todo para mí.
—Sí, hijo, lo sé —respondió Agustín, observándole los cabellos encanecidos que circundaban una calvicie incipiente que le sumaba años. Tuvo, además, la sensación de que si no ocurría algo importante en la vida de ese hombre, jamás sus ojos firmes y llenos de decisión lograrían otra vez hacerse de algún brillo de sonrisa. El dolor había sido profundo y había dejado sus huellas.
—Algo indescriptible siento en el alma, no la he podido proteger —aseveró Quintana, y tras estas palabras sus ojos fueron llenándose de lágrimas hasta que se desmoronó—. Veinte años acababa de cumplir, ¡Dios mío!, no podré perdonarme jamás —dijo tomándose el rostro con sus manos entintadas.
Al salir el padre Agustín de la redacción, vio a lo lejos, nítidamente reflejada en el cielo azul, una nube de palomas blancas que giraron de modo uniforme sobre una pequeña arboleda. Se detuvo al contemplarlas hasta que se perdieron tras la alameda. Luego dijo para sí con devoción, como no pudiendo desprenderse de ciertos remordimientos que le vidriaban los ojos:
—¡Queridos hermanos, recemos mucho!
Los días fueron pasando con mucha monotonía, nada novedoso había ocurrido; aunque Kesman, favorecido por esos días de calma, continuaba con su escritorio atestado de papeles intentando en vano, una y otra vez, sacar algo en claro. La descripción del hombre que Isabel y su amiga Julieta aseguraban las había estado siguiendo, lo perturbaba. Ellas no fueron capaces de precisar detalles debido al susto y solo pudieron decirle que era alto y de abundante cabellera. “¿A quién buscar?”, se preguntaba internándose en la construcción imposible de un identikit. ¿De rostro ovalado, cejas pobladas, nariz aguileña? Cuántos detalles fundamentales le hacían falta. Recordó que había ocurrido en altas horas de la noche, y esto le hizo pensar, observando los acetatos, que dependía más que nunca de la genialidad inventora de Hung Mc Donald y de su propia capacidad.
Las horas transcurrían inexorables hasta que de pronto, como salido de sí, se incorporó del sillón y sus ojos se fijaron en un punto inexistente; transitaba en su mente el recuerdo de la única persona que fuera acusada por una similar y horrenda virtud. Un joven, quien luego de evadir los claustros de la cárcel de Córdoba, fuera recapturado e internado en un hospital por estricto pedido del juez de turno. Este había optado por enviarlo allí porque se decía del lugar que era lo más apropiado para conocer los infiernos.
En silencio observó la luz de la lámpara, que hacía escabullir la oscuridad penosamente hacia los rincones del despacho; quizá, pensando que necesitaba un halo de luz similar para esclarecer los hechos, ya que lo único concreto y que atestiguaban los informes del forense era que, en todas las víctimas, las dos heridas de arma blanca no habían sido efectuadas de frente. Esto lo llevó a deducir que fueron sorprendidas o que en ningún momento habían pensado que podían ser asesinadas. Luego las extrañezas se trasladaron a las heridas: eran oblicuas en el abdomen y con la particularidad de que el mayor espesor de las incisiones estaba en la parte inferior.
—Esto es curioso —advirtió mientras trataba de comprender la metodología usada por el asesino—. Ahora, si no las atacó de frente... mm... ¿Por la espalda? —murmuró tomándose la cabeza.
Lo cierto es que ninguna de ellas poseía heridas en la espalda, por tanto, irresoluto y repasando nuevamente y por sexta vez los informes, verificó si hubo signos de violación. Su ánimo de repente se desvaneció porque nada decían al respecto, ni un mínimo indicio. “Estrangulación—pensó entonces— seguida de muerte”, pues eran comunes en las mentes violentas y pervertidas. Pero de nuevo los informes lo aplazaron sumándole ansiedad.
—Qué misterio todo esto —dijo mientras el reloj denunciaba inquebrantable el paso del tiempo.
De pronto, algo se inmiscuyó en su mente, se levantó y, de manera enérgica, marcó el número del hospital público.
—Soy el comisario Kesman —dijo con voz rígida—, comuníqueme con el doctor Sierra.
Sierra era el médico forense que muy de mala gana se incorporó en la cucheta de la guardia y, luego de observar el reloj, preguntó molesto:
—¿Qué le pasa?
—No... no me pasa nada —respondió Kesman.
—¿Y para eso me llama, para decirme que no le pasa nada, y a esta hora? —se quejó el forense.
—¡Escúcheme, Sierra, por favor! Estoy acá con sus informes y me remito a su experiencia, es sobre el caso de las chicas.
—¿Qué chicas? —preguntó este aún sin despabilarse.
—Las chicas muertas.
—¡Ah! Sí, dígame.
—¿Qué sensación le dio al ver los cuerpos, específicamente las heridas?
—¿Qué quiere que le diga, comisario? Que estaban bien muertas —aseveró el forense.
—¡Sierra, por favor! ¡No se haga el estúpido! —le recriminó.
—Bueno, bueno. Es que quizá lo sea, comisario...
—Bien, pero trate de no demostrármelo.
—Discúlpeme, comisario —interrumpió entonces el forense—, el que está quedando como un estúpido es usted.
—¡Eso no se lo permito! —refunfuñó confundiendo su enérgica expresión con el rechinar del sillón, pues la manifiesta verdad de su interlocutor comenzó a irritarlo y a incomodarlo.
—No se ofusque, la gente lo interpreta de este modo —dijo insultante el forense, y luego respondió a la pregunta diciéndole—: Mire, lo que me llamó la atención es no encontrar en los cuerpos ningún signo de violencia. Es extraño, no es común que eso suceda.
—¿Y con respecto a las heridas?
—Bueno, como abrazándolas y apuñalándolas después —aseveró el forense.
Prosiguió un silencio que concluyó cuando Kesman, retribuyéndole ironía, le dijo:
—Gracias y siga durmiendo. —Pero, antes de cortar y para recobrar un pacífico diálogo, agregó—: Tuve la misma sensación que usted.
Permaneció pensativo bajo el cono de luz de la lámpara. Una muerte aislada le hubiese resultado más sencilla, pero en una sucesión de crímenes era difícil hallar la punta de la madeja. Recorrió sus conocimientos fundados en viejas enciclopedias policiacas; pero la academia formaba y lo que allí había aprendido eran simples connotaciones basadas en hechos consumados. Lo podía tomar como ejemplo, aunque no podría contribuir con nada sobre estos hechos, era necesario aplicar nuevas metodologías y afianzar perspicacias. Con todo esto, se abocó a analizar que ninguna de las chicas era prostituta, casi todas venían de hogares conservadores, de crianzas rígidas, en su mayoría eran la tercera o la cuarta generación de inmigrantes europeos, y la Villa, conformada por población de clase media, era ajena a la marginalidad de las grandes capitales en donde era previsible que sucedieran hechos aberrantes. Los más ancianos y más aferrados a las tradiciones poseían —por así decir—la frialdad europea, ya que muchas colonias se habían conformado a efectos de la Gran Guerra. Esto era una cuestión de naturaleza, aunque no así la criminalidad, puesto que esta no distingue geografía, razas, clases ni rango; bastaba con recordar los crímenes en las urbes londinenses o aquellas que rodeaban las calles céntricas de Manhattan. Pero las calles de la villa, que en viejas épocas eran calmas y demasiado mansas, fueron adquiriendo notables efervescencias en los últimos tiempos y la juventud pasada y discreta de los viejos abdicaba horrorizada frente a las osadas libertades anatómicas de las jóvenes actuales. ¿Habrá despertado esta libertad el instinto alienado del asesino? No hallaba respuestas en este análisis ni motivos para las muertes; además, recordaba que una de ellas era Natalia, la sobrina de Quintana, y estaba desaparecida.
Y si algo le faltaba, también Lorena había aparecido apuñalada a los pocos días de su llegada a la Villa y solamente podía decirse de ella que era una chica que lo venía siguiendo desde su anterior destino debido a que —según comentarios— él la había rescatado de un prostíbulo de la capital, por tanto, no se sabía de sus amistades ni de nadie que la conociera en Tulumba. Tal vez por eso no hubo reclamo del cuerpo. Aunque él sí la sufrió y le dio una digna sepultura.
La noche caía ocultando la muralla azul de la serranía y ese paredón quería encofrar el valle arbolado que ya iba oscureciéndose. Las forestadas arboledas, entre las que se destacaban las coníferas, dejaban caer a dos aguas sus lacias y raleadas cabelleras, mientras que las alamedas, espigadas y escuálidas, encerraban en su entorno un amarillo soleado de nostalgia. Entre tanta belleza, el arroyo plateaba su deslizar, sereno, sumiso a los límites de su cauce, cuando la luna asomó su rostro mostrando un maravilloso reflejo.
Ya por estas horas, la tela del foráneo descansaba en el caballete con un retazo adormecido de paisaje. Pero la luna iluminó la pendiente dejando al descubierto su oscura silueta que, frente a la tela, era como un montículo de escombros apisonado en su cimiento. Los brazos caídos al costado del cuerpo y la cabeza hundida entre los hombros daban la sensación de que había sido abatido por un profundo sueño. ¿Qué razones corrían por su cabeza que hacían que la estética de su pintura no concordara en absoluto con su aspecto? Ignotas razones que permitían que de él se dijera que estaba loco. Pero tanto realismo y tantas virtudes —vestigios de una mente iluminada volcados en la tela— lograban que se aplacaran o se analizaran en profundidad todas las aprontas calificativas.
Tres horas habrían pasado de la media noche cuando se incorporó pesadamente en el banquillo. Nada corrigió en la tela, solo se quedó observándola por un instante, como cotejando con el paisaje que frente a él era de plateada luminosidad. Esta vez el gigantesco sauce de la margen del arroyo era el motivo elegido, sus raquíticas hojas se desprendían tapizando de amarillo el suelo arenoso. Giró la vista hacia el árbol, que sufría una descalcificación de muerte y que era el único desabrido entre tantos verdes. Se quedó mirándolo un largo instante como si no comprendiera semejante despropósito; la primavera ya no lograba darle nuevos brotes y casi ni savia corría por los ramajes que paulatinamente iban convirtiéndose en un oscuro esqueleto. Recogió luego sus elementos y trepó las pequeñas colinas desde donde se podía observar, como una cofradía de luciérnagas, las luces de la Villa ya adormecida. Bajando por la pendiente, el sendero se estrechaba y se deslizaba como una franja blanca que se perdía en la distancia; al final estaba el Camino Real. Comenzó a caminar en silencio y, cuando pasó junto a los bosques de pinos, se tornó minúsculo e insignificante. Los estilizados follajes de las coníferas oscurecieron su silueta y la luna, ocultada tras ellas, solo dejaba entrever una desflecada luz tenue de vez en cuando.
De pronto y a lo lejos, una luz pareció destellar. Alguien avanzaba por el camino. Tal vez una linterna, pero fue fugaz y no le permitió tener la certeza de que lo fuera. El hombre siguió avanzando sin darle importancia; pero, al girar tras un recodo de espesas malezas, la luz se vio nuevamente, esta vez más cercana. Hasta que la luna permitió ver —y a no más de doscientos metros— la imagen difusa de quien venía por el camino. Ambos avanzaron, luego se detuvieron; era inevitable el encuentro. Luego la distancia disminuyó y los pasos se hicieron lentos. El de la linterna de pronto se mostró dubitativo; la imagen que veía era extraña, infrecuente, y más aún con esa barba descuidada y esa ropa casi deshilachada que le acentuaban más andrajosamente el aspecto. No, no era del lugar, y al observar la tela que llevaba en la mano y el caballete que le colgaba del hombro, más la emanación a pintura fresca y a trementina, recordó aquel cuadro que las chicas habían llevado a la oficina del comisario comentando que una persona extraña se lo había olvidado. “Sí, debe ser este”, pensó y, quebrando la incógnita y el silencio que los envolvía, dijo:
—Usted, ¿quién es?
Pero nadie le respondió, entonces insistió:
—¿Usted se ha olvidado una pintura en el pueblo?
El hombre pareció no escuchar; esa actitud incomodaba. Pero pronto pudo comprobar que el foráneo la miraba muy fijo bajo la visera ensombrecida de su gorra. Esa mirada le produjo fastidio, tuvo la sensación de que la estaba escudriñando interiormente; además, ¿qué hacía por esas horas tan lejos del pueblo? No podía dilucidar nada; aunque pronto se dio cuenta de que también su presencia por allí debía generar sospechas, entonces dijo:
—Soy la psicoanalista Martina, no he podido conciliar el sueño y he optado por esta caminata. —Luego insistió—: Usted, ¿quién es?
El hombre pareció meditar la respuesta o no entenderla y en ese lapsus la joven pudo comprobar que nada de ese aspecto era ágil; ni siquiera las palabras, puesto que lo escuchó tardíamente decir:
—No tengo nombre.
Esa respuesta le produjo sorpresa; con ligereza adoptó una fingida sonrisa y una subestimación obvia en las palabras, debido quizás a la ordinariez y al aspecto de troglodita que veía en el extraño. Lo miró y le dijo con ironía:
—Todas las personas tienen nombre.
—Yo no —contestó a secas el desconocido y, tras tornar la vista hacia el camino, retomó la marcha con lentitud.
Giró sobre sí entonces la joven analista y por unos segundos se quedó observándolo: la oscura espalda y la cabellera enmugrecida conjugaban sobremanera conformándole esa silueta casi sin contorno. Su desgarbado cuerpo se mostraba desnutrido y enfermo.
—Sus cuadros son muy extraños —le dijo cuando ya distaba de él unos veinte metros.
El hombre, al escucharla, se detuvo y tras apoyar el caballete en el suelo la observó; en ese instante la joven, embelesada, se le acercó fijando la vista en la tela. Escasos segundos transcurrieron cuando un extraño rubor fue encarnándole el rostro, un nerviosismo acrecentado le agrietó la frente. Frunció el ceño y se acercó aún más. Luego de focalizar con la linterna ese árbol sin hojas en cuya base dos flores rojas dañaban la somnolencia de un bello atardecer, preguntó:
—¿Qué significan esas flores rojas?
El hombre esperó otros largos segundos para contestarle y, cuando lo hizo, fue para decirle:
—El rojo es fuerza, el rojo es vitalidad.
—También muerte —acotó entonces la joven analista a la vez que sus ojos iban adquiriendo un extraño brillo y la agitación de su respirar comenzaba a inquietarle el pecho.
—Pueden existir muertes sin sangre —agregó entonces, con serenidad, el foráneo.
—Sí... —respondió la psicóloga y, luego de un silencio en el que no dejó de observar la tela, dijo—: Siempre he tenido interés en saber qué lleva a un artista a elegir lo que pinta. He tenido infinidad de pacientes, soy psicóloga, he conocido muchas mentes desequilibradas; pero... ¿la pintura es patrimonio de la locura o es el reflejo de los sueños?
—¿Sueño?... ¿Sueño o locura?... ¿Sueño o locura? —repitió el extraño una y otra vez; luego, tras bajar la vista como un alumno frente a una mesa de examen, dijo—: No la entiendo.
A la joven psicóloga le resultó inconcebible tamaña ignorancia y lo objetó con mirada despectiva. Pero pronto, al observarlo de arriba abajo, supo que sería estéril toda intención de análisis, que no lograría de su parte nada de intelecto. El hermetismo que engarzaba su escuálida imagen y su introversión la enmudecieron y sintió que su espectro interior, ávido de impulsos, no podría ser alimentado a pesar de que esas flores rojas le producían una ligera intriga y una extraña vibración que no podía ocultar. Nada de valor creía encontrar en ese hombre, a excepción de su arte, pues su vasta inteligencia y su marcada vanidad solo aceptaban diálogos fluidos. Ella se vanagloriaba con sus estudios y sus investigaciones sobre la mente, que la hacían sentir como un ser distinto. Su experiencia le permitía obtener, de un pantallazo y con certeza, los síntomas precisos de sus pacientes, y la metodología de los sueños que aplicaba en sus terapias —y de la cual estaba orgullosa— era una obsesión para su ego. Admiraba a Freud porque nadie como él había logrado traspasar las barreras de la psique. Pero tan férrea aplicación en una ciencia en constante cambio arriesgaba embaucamientos que luego podían perturbarle razonamientos lógicos; más si los ramilletes de poluciones encofrados en la mente no siempre respondían a estructuras o encasillamientos. Sin embargo, su pragmatismo no le permitía canalizar vías disímiles, sino oscuras y extrañas interpretaciones.
—Me agobian estos colores, presumo que provienen de un sueño —dijo apoyando su mano sobre su cabeza. Luego retomó—: Qué sería de nuestros espíritus si no acatáramos los impulsos del inconsciente.
El hombre, en silencio y parado frente a ella, parecía ido y ni siquiera esa afirmación emergida del interior excitado de la joven lograba traerlo de vuelta.
—No habrían subsistido los reinos. ¡Admiro a los hombres que protegen y se protegen con la sabiduría de los sueños! —continuó diciendo la joven analista profundizando cada afirmación con gesticulaciones y ademanes.
Luego, cuando recuperó la compostura, comprendió que frente a ella había una persona; al menos así pudo considerarlo a pesar de su detestable desaliño, entonces, tras menguar un poco su excitación, dijo:
—Quiero que pinte a una joven desnuda a orillas del arroyo; como verá, amo la estética —. Y luego de un silencio en el que su mirada se perdía en la inmensidad de la serranía, concluyó diciendo—: Todas las personas deberían convertir sus sueños en realidad y este sueño me perturba... Pero he de liberar mi camino para que se me cumpla.
Cuando de imprevisto y antes de que concluyera, el extraño, parado enfrente y presumiblemente enajenado, expresó:
—Habrá que estudiar la locura como se lo estudió a Van Gogh.
Extraña reflexión y conjetura para quien lo escuchó con la boca abierta.
—¿Piensa? ¿Este hombre piensa?... —balbució para sí la joven psicoanalista, luego dijo—: No era más que un loco.
—Pintaba sus sueños —afirmó el desconocido.
—Es verdad..., pero sus sueños eran enajenados, si hubiera pintado lo que sus ojos veían, todo hubiera sido diferente.
—Prefirió lo que su conciencia le dictaba, y eso eran sueños —aseveró el hombre.
Un extraño presentimiento envolvió a la joven analista. ¿Estaba realmente frente a un ser alienado? La serenidad pasmosa que este le mostraba era increíble y la frialdad en sus palabras permitía diversas conjeturas.
—Pero lo sacaron de la sociedad, y opino que los enajenados deben pudrirse en las cárceles o en los hospitales.
—Sí —respondió el extraño, apuñalándola con la mirada—. Los que sueñan con la muerte o creen que cumplirán sus sueños a través de ella, deben pudrirse en la cárcel.
Luego, colgando el caballete de su hombro, tomó por el sendero hasta perderse en la noche. La joven permaneció observándolo un largo rato, en absoluto desconcierto; su rostro aniñado adoptó una mirada adusta y oscura. No logró descubrirle la personalidad y esa introversión hermética le preocupó sobremanera; tan extraños eran sus ojos y todo lo que irradiaba que hasta tuvo que bajar la vista al enfrentarlo.
Caminó pensativa un buen trayecto hasta que pudo desprenderlo de sus pensamientos. Pero no logró paz, esta vez su preocupación se trasladó a los problemas que incumbían al comisario Kesman, y entonces, con profunda renunciación y convicción, exclamó:
—¡Yo voy a ayudarte, no vas a estar solo, mi amor! ¡Yo voy a protegerte y a protegerme, ya lo verás!
El escritorio del comisario —atestado de papeles— era deplorable; con semejante desorden era imposible pensar que hubiera expedientes e informes cronológicos. Denuncias, indagatorias, pedidos de informes, memorándums y todo cuanto fuera papel parecía haber sufrido las consecuencias de un ciclón; hasta su mente parecía haber padecido una terrible inclemencia. Su rostro no podía ocultar sus ojos ojerosos que daban la sensación de estar hundiéndose en el fondo de una ciénaga; pero a pesar de todo intentaba resistirse al insomnio, que avanzaba y que pretendía agotarlo por completo.
La última vez que miró el reloj de pared, este indicaba las dos de la madrugada. El despacho, con increíble sonoridad, denunciaba todo cuanto se moviera en su interior, pues los ecos se desplazaban por los pasillos como las notas musicales sobre las cuerdas de un instrumento; era la señal de que la noche ya había extendido su tenebrosa oscuridad. La incomodidad en la que estaba descansando le hacía incorporar abruptamente de vez en cuando el desorden ya existente y desacomodarlo más aún, porque al bajar los pies del escritorio arrastraba consigo lo que allí quedaba de expedientes y de papeles. Con esto lograba darse cuenta de que aún existía, pues el sonambulismo en el que estaba sumergiéndose amenazaba con hacerle perder toda noción de tiempo y espacio.
Las horas seguían transcurriendo cuando de pronto el estridente sonar del teléfono lo despertó. Se incorporó sobresaltado y atinó a observar con atención el reloj, esta vez señalaba las dos y media pasadas.
—¿Quién será a esta hora? —musitó, malhumorado, haciendo lo posible por despabilarse; sin poder ahogar un inoportuno bostezo, con ronca voz, preguntó:
—¿Quién es?
Un fuerte silencio se produjo y lo obligó a preguntar nuevamente; aunque esta vez con mayor inquisición:
—¡¿Quién es?!
Pero el silencio prosiguió y, cuando ya estaba a punto de expresar un improperio, escuchó la dulce voz de Isabel que le decía:
—Mi amor, soy yo.
—¡Isabel! ¡Te pido por favor, no vuelvas a hacerme esto! —exclamó.
—¿Qué te pasa, Ignacio? Te noto raro. —preguntó la joven haciendo deslizar con sensualidad la voz.
—No... no es nada, es que estoy preocupado —le respondió a secas.
La joven intuyó el motivo de su nerviosismo.
—Seguís con eso... ¿verdad?
—¿Y qué querés que haga? —le espetó, como si no fuera quien le quitara el sueño.
En el intervalo que se produjo, pareció lamentarse de su situación. Pudo en su juventud optar por dos caminos que le había propuesto su padre: seguir con sus estudios de licenciatura aeronáutica o dedicarse de lleno a la administración de un consorcio en un complejo habitacional de la ciudad de Córdoba; allí su padre era el administrador y él colaboraba con las labores más sencillas. Pero su ingénita y vasca testarudez, heredada de su madre, pudo más, ya que siguiendo el consejo de un amigo de la infancia, a su vez proveniente del padre de este, ingresó en la academia. “Allí tendrás un futuro interesante”, le había dicho, y el haber aceptado hoy lo obligaba a estar en semejante embrollo. No pudo más que lamentarse de aquella decisión.
—Ignacio... necesito verte —dijo la joven.
—¿Qué hora es? —preguntó entonces mirando el reloj, que señalaba las dos y cuarenta de la madrugada.
No logró más que sorpresa e, incorporando realidad, frunció el ceño y dijo:
—¡Son casi las tres de la madrugada! Isabel, ¿en dónde estás? —Esta vez su voz encerraba una actitud recriminatoria.
—Acabo de salir de lo de Beti, pero antes estuve en el consultorio de la psicóloga.
—¿En lo de Martina?
—Sí.
—¿Y qué hacías allí? —preguntó contrariado.
—¿No recordás que quedé en ir a visitarla?
—¡A visitarla! ¿Cuándo? —exclamó enardecido.
—Cuando te llevamos el cuadro que se había olvidado aquel hombre. ¿No te acordás de ese que…?
—¡Ah! —contestó y, girando la vista hacia el pasillo que conducía a la oficina de archivos, observó el estático paisaje que colgaba de un soporte; se veía mortecino bajo el resplandor opaco de la lámpara—. Sí, ahora lo recuerdo —dijo, y agregó—: No deberías andar a estas horas por ahí, si supieran tus padres.
—Mis padrastros, querrás decir —corrigió la joven.
—Tenés razón, disculpame —respondió comprendiendo su ingenuidad.
—Bueno, ¿voy o no? —insistió ya inquieta, y agregó con voz suave—: ¿No te gustaría hacer el amor... esta noche?
—Vení —aceptó a secas, y antes de cortar agregó—: Pero tené cuidado. —Luego se reclinó pensativo en su sillón y sus ojos volvieron al cuadro.
A los quince minutos, un agente hizo pasar a la joven al despacho del comisario. Atónita observó el desorden y, tomándose el rostro con las manos, exclamó sorprendida:
—¡Dios mío! ¿Por qué no me dejás que te ayude, mi amor?
—No —le respondió tajante—. No quiero que te absorba la locura. —Luego, observándola con seriedad y con expresión interrogativa, preguntó—: ¿Qué hacías en lo de Martina?
Se produjo un ligero silencio; pero la joven, con sutileza y no menor maestría, lo controló con hábil y femenina percepción.
—¡Mi amor! ¿Estás celoso? ¡Vamos! ¿Creés que no me di cuenta?
Estas palabras lo erizaron y le produjeron un insólito estremecimiento, pero la joven, ajena a tal susceptibilidad, le dijo:
—Algo indescifrable tiene en su mirada esa… parece vivir en una pesadilla; ni me habló del cuadro, que realmente era de mi interés. —Y luego de un profundo silencio, agregó—: A propósito, ¿no vino a reclamarlo aún ese hombre?
No le respondió, entonces la joven, como recordando algo que se había olvidado, exclamó:
—¡Ah! Lo que sí me dijo la psicóloga es que le gustaría conocer a esa persona. Los sueños, mi amor, me apabulló con los sueños. —Después, mirándolo fijamente, agregó—: Mi amor, ¿vos soñaste alguna vez conmigo?
Kesman continuó sin decir palabra y ambos ni se imaginaban que por esas horas la psicóloga y el extraño estaban teniendo su primer encuentro cara a cara.
Permanecieron un prolongado tiempo mudos, observando el cuadro que colgaba de la pared, luego Kesman acotó:
—Voy a dejarlo allí, algún día vendrá a buscarlo.
La joven luego se dirigió al escritorio y, tras abrir uno de los cajones, buscó entre los papeles el atado de cigarrillos.
—¿Dónde están los cigarrillos? —preguntó al no encontrarlos.
—¿Cigarrillos? —exclamó Kesman sonriendo; estaba a la espera de un cambio de tema y, como esto ocurrió, agregó con picardía—: ¿No era que querías hacer el amor?
—Para eso vine —respondió la joven acercándosele, luego se le colgó del cuello.
—Los cigarrillos están por ahí, entre esos papeles o en el armario, fijate —dijo cuando logró separarse de sus labios. Pero luego, agachando la cabeza con síntomas de fatiga, musitó—: Estos casos me tienen harto.
Presentía que el asesino estaba planeando otro asesinato y no era ajeno al tiempo que estaba transcurriendo sin obtener resultados. En ese pensamiento comprendió que se encontraba solo, excepto por Isabel que, aunque sabía que estaba lastimándola, ella se brindaba por completo. No sentía amor, pero sí una obsesión por tenerla, un cariño que se enraizaba por la absorbente predisposición de la joven. En cuanto a la psicóloga Martina, estaba agradecido por el apoyo moral que le brindaba; recordó además que en su último encuentro ella había prometido ayudarlo en lo que le fuera posible.
Se trasladaron a la habitación que usaba para descansar cuando por motivos de trabajo debía pernoctar allí. La joven cayó desplomada en el sofá, que era el único mueble junto a una pequeña mesa que poseía un velador; cuando Kesman lo encendió, la tenue luz azulada se escabulló por los rincones. Luego, cuando el silencio reinó, vio las blancas y bruñidas piernas de la joven que contrastaban bajo los pliegues oscuros de su corta falda y, sin decir palabra, se le acercó. Ella, al verlo, cerró los ojos y dejó que le deslizara las manos bajo la tela escurridiza, pero cuando lo sintió en su firme y tibia musculatura se inquietó e, incorporándose, lo obligó a que le desprendiera con suavidad la blusa blanca, le desabrochara las sandalias y la tomara entre sus brazos. Luego, ya desnuda, sus frescos y suaves labios encontraron la boca del hombre, y pronto su pecho se estremeció ante el primer contacto. El deseo la envolvió y los primeros suspiros inquietaron la calma de la habitación; las manos del hombre le enseñaban nuevos caminos. Un compulsivo estremecimiento le recorría el cuerpo cuando comenzó a sentir que su boca bajaba por su cuello, entonces, toda su piel se ruborizó por las caricias, que lentamente se acentuaban con mayor fluidez. Sus piernas blancas estaban aprontadas a la mayor excitación, más aún cuando sintió que las manos de su amante comenzaban a recorrerle las caderas. Y ya no pudo contenerse: un compulsivo espasmo se adueñó de ella al sentirlo entre sus piernas, y vaya habilidad la que enjugaba su ardiente y oblonga intimidad. Los impulsos del hombre ya no cedieron, entonces, su pecho pareció estallar, sus ojos iban al viaje de placer que tanto ansiaba abrazándose desesperada a ese cuerpo, como queriendo que dicho vaivén se engarzara de una vez por todas con lo más sublime de su alma. Lo amaba por su virilidad, nadie anterior a este hombre le había parecido igual; ni siquiera aquel joven que tan apuestamente la cortejara y que de manera fugaz ganara su corazón, y que había suplido la primera experiencia con un amigo de la infancia, quien, apenas pasada la pubertad, logró sacarle la primera y descontrolada excitación. Nada sabía en aquel tiempo, pero había comprendido que los hombres serían su eterna debilidad. Recordó aquel rostro aniñando y sorprendido que casi se tirara de espaldas al verle los pequeños senos de entonces que, aunque erguidos, esperaban aún juguetonas caricias y fruiciones para desarrollar más acabadamente sus incipientes pezones. También la sonrisa suficiente de Santiago, el instructor de gimnasia, cuya musculatura no condecía con la energía que aparentaba. “¿Qué le pasa a los hombres? ¿No conocen a las chicas? ¡Mi cuerpo es una constelación donde se fusionan los sentidos!”, exclamaba y reclamaba en diálogos de amigas. En cambio, Julieta, su amiga más confidente, no se dejaba arrastrar a los lúdicos placeres; le cohibía pensar que su inmaculada anatomía fuera a tomarse por un mapa donde el geógrafo o el profesor tuvieran libertades para señalarla con el puntero. “¡Ay, pobre chica! ¡Lo que se pierde! Yo, en cambio, soy como una tierra virgen en donde el explorador tiene todo el derecho de tomar o poner los límites”, solía decir cuando las virtudes del placer ya le habían sido descubiertas.
De pronto, sintió que sus brazos se desvanecían, que su cuerpo era un témpano y que la sublimación de cada impulso la hacía desfallecer. Pero algo perturbó su mente e hizo que sus piernas se contrajeran y que sus ojos se desorbitaran y, con increíble exaltación y casi desgarrando la espalda compulsiva y transpirada de su amante, gritó aterrada:
—¡No! ¡No!
Kesman se incorporó abruptamente y preguntó:
—¡Mi amor! ¿Qué te pasa?
—¡Dios mío! —exclamó la joven y se echó a llorar aferrada a él.
Kesman, perplejo y sin comprender qué sucedía, se vistió rápidamente. Presumió algo grave; nunca la había visto así.
—¡Isabel, por favor! ¿Qué te pasa? —volvió a insistir, ya que veía que la joven no reaccionaba y seguía con su llanto.
De pronto, la joven se incorporó, miró a todos lados y volvió a agarrarse de él como no queriendo desprenderse, entonces, entre sollozos, exclamó:
—¡Esa imagen, Ignacio, ese hombre! ¿Quién es, por favor, quién es, Dios mío? ¡Esa sonrisa! ¡¿Quiénes son, Ignacio?!
—¿Cómo?... —preguntó Kesman, intrigado y sorprendido tras escucharla. En la mirada se le mezclaron credulidad y escepticismo.
—¡Tiene un puñal, Ignacio! ¡No! ¡No! ¡Por favor, tenés que ayudarme, me quiere matar! —gritó con desesperación la joven.
—¡Basta, Isabel! —Se sobrepuso de pronto, tratando de sacarla de ese trance—. ¡Serenate, estamos solos!
Corrió hasta la cocina a prepararle un té; al regresar, para su alivio, la joven estaba ya serenándose. Pidió entonces que le detallara la alucinación. Pero no pudo describirle con precisión casi nada porque aseguró que las imágenes habían sido difusas; aunque sí enfatizó que los rasgos le parecieron iguales a los del foráneo que viera con su amiga Julieta. Volvió a repetir la descripción que le hicieran entonces: oscuro, extraño y sin claridad de rostro. Pero la sonrisa de alguien más que aparecía en el clímax del amor y que le hiciera descender a la realidad abruptamente le pareció que tenía el aspecto de un alienado, más el puñal que vio en sus manos motivaron a que fuera trasladada al terror en que desencadenó luego.
Estos detalles inquietaron a Kesman y por primera vez permitió un resquicio por el que transitara la duda. ¿Qué de cierto y qué de aceptación podría haber en semejante confusión? Su accionar era terrenal y nunca había permitido enigmas de este tipo, los consideraba modernos y de pocos fundamentos, por lo que rehusaba que se inmiscuyeran en su accionar y en su razonamiento. Pero por respeto y por no haber experimentado en carne propia, permitió, no tan convencido, que el comentario de la joven formara parte de los indicios con los que intentaba resolver los casos de asesinatos que venían sucediendo. Con tantos problemas acaecidos, sumergirse en una alucinación extraña no lo convencía para nada; además, la inconsistencia de esas imágenes lo hacía dudar verdaderamente.
Recordó el caso anterior, contado por las chicas, con desconcierto; estuvo con ellas esa noche y el hecho se produjo —según le habían dicho— a dos cuadras de donde las había dejado.
¿Acaso tenía razón la psicoanalista Martina cuando afirmaba que debía atender más los impulsos de su inconsciente?
Fueron al despacho y del armario extrajo un pequeño maletín del cual sacó el equipo de identikit. Allí, sentados frente a la lámpara, comenzaron con la difícil tarea de lograr una aproximación a las imágenes vistas por la joven; aunque interiormente sabía las dificultades a las que se abocaba. De todos modos, ahora se sentía obligado —aunque fuera timoratamente— a insertar la sospecha, ya que quizás a través de estas pesadillas podría descubrir al autor de los asesinatos.