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—¡No puede ser! ¡No puede ser!

Gruñó el comisario Kesman en su despacho cuando ob­servó el titular del diario Ecos de mi pueblo, único diario de Tulumba, departamento al norte de la provincia de Córdoba. El encabezamiento con letras gi­gantescas daba im­pre­sión: Un nuevo asesi­nato en el pueblo, sentenciaba. La tez blanca del hombre pronto se fue tornando de un rojo in­tenso hasta que, al final de la columna, estalló de bronca. El hallazgo del cuerpo de la joven trajo aparejado la sospecha de que fuera a conver­tirse en parte de la serie horrenda de críme­nes que venían suce­diendo, y bastó que el matu­tino lo afirmara para que no queda­ran dudas.

—¡Son todos unos imbéciles! ¡Ignorar el sacrificio que estoy haciendo, carajo! —gritó enfurecido.

Ecos de mi pueblo, que asiduamente venía acompañán­dolo, dejó un día de hacerlo y sus críticas fueron incisi­vas, áspe­ras, ya no escatimaba vituperios, es más, de­jaba deslizar comentarios iró­nicos y descalificaba su actuar. Eso lo irri­taba y comprendía que, mientras no hallara al asesino, iba a seguir siendo blanco predilecto de tantas diatribas; temía, incluso, que se tomara ese fracaso para desacreditarlo definiti­vamente.

—¡Hola! ¡Hola! —exclamó luego de conectarse por telé­fono con Quintana—. Soy el comisario Kes­man.

A su rostro adusto parecía agravarlo el oscuro bigote, y las hendiduras que pronto fueron acentuándose producto del ner­viosismo. Se pasó una mano por sus ensortija­dos cabellos y casi ni escuchó el saludo del editor, que en tono amable le dijo:

—¿Cómo está usted?

No hubo respuesta, su irascibilidad no lo permitía y, tras esquivar buenos modales, le respondió tajante:

—¡Mire, Quintana, su impertinencia me desagrada!

—¿A qué se refiere? —interrumpió su interlocutor casi con ironía.

—¿Cómo puede ser que publique una cosa así?

—Comisario, vea, los hechos suceden y el pueblo quiere soluciones.

—¡¿Vea?! ¡Las pelotas! ¿Qué se cree usted? ¿Cómo va a poner una cosa así? ¿O es que pasa algo entre usted y yo, eh? ¡Dígame!

—Comprendo su estado de ánimo, comisario, pero us­ted también debe comprenderme, el pueblo, la so­ciedad, to­dos ne­cesitamos alguna respuesta y es de su incumbencia dárnosla.

—¡Bien! ¡Sé perfectamente lo que tengo que hacer; le pido encarecidamente que no se meta más en lo que no le importa y no se haga el pelotudo conmigo, eh, se lo pido por su bien! —le respondió antes de cortar la comu­nicación de modo abrupto.

Al otro día, el cortejo fúnebre llegaba a la puerta de la igle­sia y al ser bajado el ataúd del vehículo que lo trans­portaba, el llanto de los deudos se tornó desgarra­dor; pa­radójicamente, los claveles rojos depositados sobre él pa­recían querer coronar aún la belleza de la joven muerta. Se supo que el cuerpo poseía dos heridas de un puñal que no se había encontrado aún.

En la escalinata de la iglesia, el párroco Agustín es­pe­raba con un viejo rosario entrelazando sus manos, y desde las gra­das, con pesadumbre, acompañó el féretro hasta que fue ubi­cado sobre unas tarimas circundadas por intermiten­tes velas. Una vez aquietados los sollo­zos, dijo el responso con voz en­trecortada. En tanto, afuera, frente a la plaza, el pueblo agol­pado y con gran tribulación acompa­ñaba la ceremonia; había silencio y cada rostro compungido enseñaba dolor y bronca. Nadie podía comprender lo que estaba su­ce­diendo. La Villa era pequeña y todos se conocían, sin embargo, era la tercera víctima y el repudio ya se de­jaba oír, a la par de una descon­fianza que se iba en­gendrando en la entraña misma de la socie­dad. ¿Quién era el asesino? Se preguntaban, pero no halla­ban respuesta y esto hacía que la sospecha se trasladara de uno a otro; consecuencia des­agradable que co­menzaba a afectar la cotidiana relación. La primera de las víctimas, y que produjo una increíble con­goja, había sido Natalia, sobrina de Quintana. Su cuerpo nunca apareció, por lo que este ya conservaba ínfi­mas espe­ran­zas de hallarla y podría decirse que fue desde el mo­mento de la desaparición de la joven, al que se sumaron luego las otras víctimas, que su tío comenzó a cuestionar deci­didamente al comisario Kesman.

Luego de la misa de cuerpo presente y de que de nuevo fuera ubicado el féretro en el coche fúnebre, el párroco, desde el umbral y frente a tantas mantillas y pañuelos oscuros con que se cubr­ían las mujeres, inmersas en mares de lágrimas, dijo para sí:

—¡Que Dios te bendiga, hija mía!

Acongojado por el dolor, no alcanzó a ver a Kesman —quien se hallaba a un costado del atrio— ni la gorra in­quieta en sus manos que evidenciaba nerviosismo; solo pudo darse cuenta de su presencia cuando, enjugando sus lágrimas en un pañuelo, vio a un niño desprenderse de las faldas de su madre y, tras correr en dirección a este, enfrentarlo y de­cirle:

—¿Va a encontrar al asesino de mi hermanita, se­ñor?

Recién entonces pudo verlo y enfrentar su mi­rada llena de impotencia. Luego dio media vuelta y, sin decir pala­bra, in­gresó en la iglesia.

El pueblo era centro de una región de pocos habi­tantes, no más de doscientas manzanas lo componían; y po­seía un bello centro comercial que se ex­tendía a lo largo de la calle principal para finalizar en la plaza. Las oficinas públicas distri­buidas alrededor del paseo entregaban sus fa­chadas blancas con solem­nidad y señorío; la mayoría poseía en su arquitec­tura un marcado estilo de la España co­lonial. La más discreta era la municipal, en cuyo frente, restablecido hacía poco tiempo, re­salta­ban las rejas oscuras de los am­plios ventanales que cir­cunda­ban la pesada puerta de madera. Recobrada su importan­cia, resguardaba el afán in­tachable del intendente, quien, con asom­brosa capa­cidad, cuidaba y diseñaba el urbanismo; además, no había quejas y todos estaban orgullosos de su ad­minis­tra­ción.

La región era hermosa, prados verdes con lánguidas arbo­ledas absorbían las callecitas que se extendían ador­mecidas bajo las sombras asoleadas de los álamos; el creci­miento de estos obligaba a que los chañares y los algarrobos quedaran como siluetas indo­mables vigilando la periferia árida, donde, además, las manos de los habitan­tes simulaban res­petar los en­marañados árboles que trepaban por las laderas de los cerros. Uno de los caminos que había, denomi­nado Camino Real, era el más transitado, casi alcanzaba la mar­gen apacible de un arroyo que desapa­recía en el ondular lejano del hori­zonte. Este camino, en viejas épocas, había sido un escabroso sendero que permitía unir las postas con diligencias y galeras que llegaban cargadas de de­safíos cuando la región era admi­nistrada por el Marqués de Sobremonte; por allí, muy cerca, tam­bién había intentado pasar Facundo Quiroga cuando iba obsti­nada­mente hacia su muerte.

La primavera embellecía toda la región debido a que la flora, im­po­nente, conservaba la más agreste virginidad. Los sembra­dos crecían en el pequeño valle con fuerza, ajenos aún a cuan­tos fertilizantes y químicos comen­zaban a emplearse en otras regiones. Pero las muertes de las jóvenes lle­gaban arras­tradas por la brisa primaveral.

Por el Camino Real, un hombre se acercaba al pue­blo, traía en su andar lentitud y sensación de cansancio; im­posible saber su edad, parecía ocultarse tras una barba es­pesa. Vestía con humildad y cubría su cabellera con una gorra negra que usaba con sus tapa orejas abrochadas por sobre su ca­beza; poseía pocos enseres, nada más que una valija antigua y un caballete de pintura. Al ir transitando, daba la sensación de que se exta­siaba con el abundante paisaje, observaba la distancia con eterna placidez.

En las afueras del pueblo, se detuvo frente a una casa que mostraba un tejado enmohecido y unos ventanales casi ocultos por unas tupidas madreselvas. Allí se quedó por un instante observando la chimenea empotrada en uno de los mo­jinetes y el palomar que se hallaba en un sector de orondo césped; la casa parecía estar deshabitada. Luego continuó ca­minando cuando ya la tarde se moría y el sol era solo una línea sangrante detrás de los cerros mortecinos.

Habrá hecho tres cuadras desde el arco que daba la bien­venida cuando vio el vehículo policial que transitaba a toda velocidad por la calle principal, para luego girar brusca­mente por una adyacente y detenerse frente a una persiana oxidada de garaje. De él bajó Kesman, acompañado de dos agentes, quie­nes golpearon la puerta con energía y espera­ron. La sor­presa del hombre moreno que salió a atenderlos fue enorme porque se vio inmovilizado de improviso; lo tomaron de los brazos y lo obligaron a subir al auto­móvil; luego, en veloz marcha, se dirigieron de nuevo hacia el centro.

El hombre de la gorra giró la vista en el instante en que el vehículo pasaba a su lado ahogándolo con monóxido de car­bono y produciéndole increíble tos. Luego, el silencio volvió a reinar.

Más tarde, en el interior del despacho, el comisario in­da­gaba:

—¿Por qué la mató?

—No soy ningún asesino —respondió el hombre frente a él, sentado en un banquillo. Kesman lo observaba acusato­ria­mente asentándose el bigote.

—Fue usted la última persona que estuvo con ella. Dígame, ¿por qué la mató?

—Estuve con ella…, pero eso no le da derecho a pensar que soy un asesino.

—¡Maldita sea! ¡Usted debe confesar! —gritó le­vantán­dose del sillón y rodeándolo.

El moreno, sorprendido por la exaltación del unifor­mado, se mantuvo en silencio; aunque luego, observándole de reojo la mirada hosca, creyó que era necesario defen­derse.

—¿Por qué habría de matarla, comisario?

—Por varios motivos, pero fundamentalmente por­que... porque se comenta que usted...

Cuando intuyó la intención tendenciosa de ese comen­tario, sus ojos se desorbitaron.

—¿Qué? ¿Que yo qué?... —exclamó.

—¿Se sorprende? —Reaccionó Kesman, luego agregó—: Se dice que usted...

—¡Bueno, bueno! ¡Lo que le faltaba! —interrumpió en­tonces el moreno, mirándolo fijo—. ¿Y eso le da de­recho a pensar que yo la asesiné? —dicho esto, ondeó sus brazos y con­cluyó amenazante—: No vamos a sacar los tra­pitos al sol.

Kesman enrojeció, asombrado, y, atisbándole la mi­rada —pues sabía del poder de los se­cretos— preguntó dubitativo:

—¿A qué se refiere con eso de... de los trapitos al sol?

—Mariana también era su amante, comisario. ¿O lo va a negar? —aseveró el moreno, ahora sin regodeos, plantándosele exultante pese a estar sentado.

—¡¿Qué dijo?! —gritó Kesman como un demonio, zama­rreándolo; no podía creer lo que acababa de escuchar.

Los dos agentes presentes en la sala se miraron y Kes­man descargó su ira en ellos; de inmediato comprendie­ron que deb­ían salir de allí porque los ojos del jefe apu­ñalaban. Se fueron casi haciendo estallar los cristales a sus espaldas, y ni que hablar de la campanilla que pendía del marco: entró en oscila­ciones de locura.

Una vez a solas, y abrumando al moreno con la mirada, susurró:

—No quiero que esto sea algo personal, ¿me entiende? —le dijo por lo bajo como intentando que nadie lo escu­chara, y luego aseveró enérgico—: ¡Por hoy, sabe, y solo por hoy, usted queda en libertad, pero no se olvide de que tiene muchas cosas que explicar a la Justicia!

—Como usted diga, comisario, estaré a su disposición —respondió el demorado, levantándose y saliendo del des­pacho. Nuevamente la campanilla sonó, aunque esta vez más acompa­sada.

Kesman, una vez en la soledad de su despacho, tomán­dose el rostro con las manos, pareció comprender su situa­ción. No podía imaginar el final de su carrera. No, no podía permitir que eso sucediera. En su interior, presentía que los hechos iban acorralándolo; es más, el estrés y las pre­ocupaciones lo hacían sentirse incoherente e intuía que al otro día la calle estaría llena de ru­mores. La detención del moreno, a pesar de las dudas que le quedaron, no logró darle funda­mentos de que fuera el ase­sino; de todos modos, precavi­do, ordenó que uno de sus agen­tes le vigilara todos los movimientos. No quería sorpresas como la que le había causado que aquel supiera de su secreto; además, tenía la seguridad de que las críticas y los prejuicios resaltarían una vez más en Ecos de mi pueblo.

—Martina —dijo consumido por la desesperación—, es­toy confundido, necesito tus consejos, quiero verte esta noche.

A medida que transcurría ese diálogo telefónico, su sem­blante iba adquiriendo una suave tonalidad; su voz áspera fue acen­tuán­dose y terminó siendo serena y mezquina. Apoyó el pulgar en la sien y se frotó la frente con los dedos, una y otra vez. Su nerviosismo fue atenuándose; ya no había rigidez en su mirada cuando por lo bajo dijo:

—Esperame, voy a visitarte.

Las semanas transcurrían y sus investigaciones no iban a buen puerto; no había encontrado ningún indicio para dar con el asesino o los asesinos y el desconcierto lo invadía. Muchos veci­nos fue­ron citados. Kesman era guiado por una intuición equívoca que hacía que de él se tuviera la irritante sensación de no res­peto. Aunque, amparándose en los hechos suscitados, ar­gumentara que cada habitante era virtualmente sospechoso y no menguara avasa­llamiento en el momento de indagarlos; estos hechos le valieron —y no se equivocaban— de otro increí­ble titular en Ecos de mi pue­blo, que esta vez decía: El pueblo sospechado. Esto lo llevó a incre­mentar sus visitas a la psicó­loga Martina, que vivía en las afueras, lejos del con­sultorio donde ejercía y que se hallaba sobre la calle principal del pue­blo; allí, la joven analista, que cobraba aranceles bajos, orien­taba y ase­soraba psicológicamente a personas que atrave­saban problemas la­borales, conflictos de familia y conductas de vio­lencia, y los trataba con métodos de terapias grupales dos veces a la semana. Su bella casa era el lugar de relax que usaba para escaparse de las extenuantes atenciones que demanda­ban sus clientes. Kesman visitaba dicha casa, era el lugar apropiado porque con su dueña podía intimar y sincerar todas sus preocu­pacio­nes. No hallaba la misma actitud de parte del párroco que, siempre que lo veía, ahondaba sus sermones en prédicas de mo­ral y espiritualidad y no le concedía nada; inclusive hasta llegó a decirle que la infi­delidad le traería inconvenientes. De esas pa­labras se guardó la incógnita de saber cómo Agustín se enteró de su relación con Mariana, la última víctima. Y sobre la infi­deli­dad, nada le preocupaba: estaba separado de su mujer desde hacía mucho tiempo. Su juventud y su buen as­pecto im­peraban dándole réditos amorosos. Aun así, notó en los últi­mos tiempos que la joven psicóloga se molestaba cuando hablaba con suma libertad de sus andanzas. Le restó importancia, pues la sabía comprensiva, incluso sumisa; aunque muchas veces, indescifrable. De todos modos y, a pesar de ser soca­vado con las preguntas que esta le enmarcaba para los tests de la terapia, en su interior sabía que, de esas reuniones pri­vadas, no era bueno que la sociedad se enterara.

En una de sus visitas, le comentó que tenía intención de pedir colaboración a los federales, pero la joven psicóloga in­tentó, por todos sus medios, disuadirlo argumentando que pondría en juego su prestigio. Sin embargo, le hizo caso omiso; pretendía, con buena relación, lograr apaciguar los co­menta­rios antes de que llegaran a los funcionarios gubernamen­tales y ellos tomaran cartas en el asunto. Pero vaya suerte, esqui­vando mensajes y documentaciones que a posterior atesti­guar­ían di­cho pedido, un agente federal respondió a su lla­mado di­cién­dole que el inspector Güaita se hallaba comi­sionado desde hacía más de un mes y que su ausencia de­pendería de la inves­tigación que había ido a realizar.

Cierta sensación de alivio sintió al cortar la comunica­ción; quizá por el prejuicio de la joven profesional de que fuera a perder su prestigio. Aunque comprendió, y más que nunca, que esto lo dejaba solo.

El pueblo, preocupado por los crímenes, parecía sumer­girse en el silencio. Dudas y sospechas se per­cibían en las ca­lles, en los cafés, en las oficinas públi­cas y en todo lugar de trabajo o de reuniones que hacía que cada indivi­duo se reclu­yera en su propia conciencia. A causa de la extrañeza, nadie reparaba en el hombre que todos los días to­maba la calle prin­cipal con la gorra hundida hasta las orejas, con su maletín y con su caballete de pintura y salía del pueblo; es más, nadie había notado su presen­cia. Con pasos lentos caminaba las seis cuadras que lo sepa­raban desde donde se había instalado hasta la calle principal, para desviarse luego hacia el Camino Real, donde obligada­mente debía pasar frente a la casa que a su lle­gada pareció llamarle la atención. Ahí se quedaba por algunos instantes y luego sí se dirigía al arroyo. Una vez allí, instalaba su caballete, desplegaba su banqueta y abría la caja de pintu­ras. Tras un cuarto de hora, atento al bello paisaje, su aten­ción se centraba en el hori­zonte que, frente a él, era un calmo tránsito de aguas con somno­lientas caricias de sauces llorones. Pero, antes de sentarse, cami­naba por la orilla del arroyo hasta un risco de piedras basálti­cas, lugar donde el cauce se estrechaba. Con ese paisaje era imposi­ble imaginar que un artista no lo­grara sellar en el lienzo una buena obra; aunque el hombre bus­caba perspectivas dife­rentes, porque su minuciosa mirada solo podía atribuírsele a quienes domi­naban la materia con holgura. Se trasladaba caminando por la margen del arroyo hasta lejanas ubicaciones y, luego, cuando guardaba en sus retinas retazos de la mágica naturaleza, bosquejaba en la tela, con ágiles trazos, añosos troncos de árboles y brumosos cúmulos que emergían de entre los cerros. Proyectaba en las telas imágenes de puro realismo y tenía el ocre como tonalidad predilecta; en cada imagen elegida, lo combinaba con una in­creí­ble lumi­nosidad de estación. Lo hacía con una extraña parti­cularidad, dado que, en algún lugar, unos inusuales pince­lazos hacían que la vista se fuera hacia allí. Ese escape de ge­nialidad, en la mayoría de los casos, era de un rojo in­tenso, igual a man­chas de sangre.

Se pasaba horas y horas ensimismado en su arte, pero luego, cuando la noche se extendía mortalmente oscura y el fresco de la madrugada se tornaba apacible, se quedaba dor­mido. Más tarde se despertaba de ese letargo y se descubría sor­prendido observando la paleta reseca y la tela a la espera de los últimos retoques. Pero algo sorpren­dente ocurría de vez en cuando al estar la pintura a la es­pera de halagos: se acercaba a las aguas y, con un puñado de arena y arcilla, la refregaba una y otra vez como queriendo bo­rrar cada trazo; o tal vez guardándose el derecho de ser el único observador de su crea­ción; o, quizá, estando discon­forme con lo que solo su mente podía calificar.

Recogía luego sus elementos y, cabizbajo, regresaba a su morada. Hasta que un día, y vaya a saber por qué mo­tivo, tras dirigirse hasta el centro de la Villa y detenerse por mo­mentos en lugares en donde nada había de interés para obser­var, im­previstamente su retraimiento pareció obs­truido cuando pasaba frente al conservatorio de música; quizá por las melo­días gra­ves de una obra de Chopin que se oía a través de la ven­tana. Alguna alumna avezada dejaba deslizar sus manos sobre las teclas gastadas de un piano de cola que se resistía a la osada intención de asemejarse al ma­estro: su resonancia de­nunciaba que era principiante. Es­cuchó por un instante en si­lencio ese cóctel de notas que mansamente le llegaban a los oídos y, sin darse vuelta, le­vantó una de sus manos y simuló acompañarlas con alguna batuta imaginaria cristalizada en su mente. Algunos vecinos comenzaron a observarlo; su extraño aspecto llamaba la atención. Pigmentadas alfombras, vanos púrpura, arañas en­cendi­das en lo alto de una acústica sala quizá hayan confor­mado su virtual escenario. Sin embargo, hubo comentarios re­ales de un público selecto que co­menzaba a juzgarlo. Ajustó su levita y abrió los brazos a la espera de aplausos. Pero estos nunca llegaron. Y, tras ese telón que era la noche, se escuchó: “¿Quién es ese hombre? ¿Es el que llegó hace poco?”, pregun­tas que se hacían a es­condidas los vecinos, sorprendidos de la opacidad y de la actitud extraña que lle­vaba consigo.

Luego continuó caminando sin detenerse y, al pasar frente a la parroquia, pareció ignorarla, no así al puesto de diarios que ostentaba con cierto sarcasmo una edición vieja de Ecos de mi pueblo; su titular decía: El pueblo sospechado. Se detuvo sin ver al viejo alemán que desbordaba de abdomen y que estaba mirándolo. Tampoco es­cuchó al grupo de chicas que salía en ese preciso instante del magisterio; avanza­ban jo­viales y son­rientes ganando toda la vereda. Pareció ni oírlas y, apoyando el cuadro en el quiosco de diarios, siguió observando el periódico, seriamente. De pronto, al levantar la vista, se encontró con los expectantes ojos de Miguel, quien esperaba que le hiciera al­guna pregunta. Pero nada le dijo, giró sobre sí con actitud vio­lenta y fue a dar contra el cuerpo de una futura ma­estra, que trastrabilló y, por milagro, esquivó un pequeño cactus de es­pinas filosas.

—¡Perdón, señor! —dijo la joven, extendiéndole la mano por lo que le cupo de culpa. Pero nada le con­testó; se esca­bulló entre el resto de las chicas, que le dieron paso sorprendi­das.

—¡Señor! —gritó Miguel cuando vio recostada la pintura; pero, tras doblar por la esquina, se esfumó en la noche.

—¡Ah, qué hermoso cuadro! —exclamó entonces Isa­bel, asombrada y ya respuesta del susto—. ¡Chicas! ¡Chicas! ¡Ven­gan a ver esto! —llamó a sus amigas.

De inmediato, todas se le reunieron y, entusiasmadas, se quedaron observando el increíble paisaje. De pronto, Isabel reaccionó.

—Don Miguel, ¿qué va a hacer con él?

Por primera vez, el rostro simpático del quiosquero adoptó seriedad; aunque parecía imposible que tan buen hombre tu­viera algo de qué preocuparse.

—No sé, no sé... ¿Qué se puede hacer? Se lo olvidó —res­pondió.

—¡Es hermoso! ¿Me lo puedo quedar? —dijo entonces la joven tomando el cuadro.

Miguel no tuvo respuesta, lo tomó de sorpresa y una vez más miró hacia la oscura esquina por donde se había ido el ex­traño, luego dijo:

—Conozco a Kesman, puedo llevárselo para que se lo en­tregue.

—Yo también lo conozco —respondió la joven.

—Sí, ya lo sé… —aseveró Miguel—. Te vi el otro día en su auto.

—¿Me vio?... —reaccionó sonriente la joven, sin pu­dor, a la vez que sus hermosos ojos se almendraban más aún.

—Sí... te he visto —reiteró el quiosquero mirándola, y luego agregó—: Sos una pícara, es un hombre casado.

—¡Ay, don Miguel! En el amor nada importa, usted es muy antiguo, me parece.

—Es verdad —acotó el alemán recobrando la son­risa—. En mi juventud, las chicas eran más recatadas; pero bueno, te deseo suerte antes de que el padre Agustín se entere y co­mience con sus sermones.

—¡Oh, no me haga acordar, tengo que ir a confesarme! —respondió la joven, a la vez que todas sus amigas, riéndose, le decían a coro:

—¡Sos una pecadora!

Vencido Miguel, Isabel y sus amigas llevaron el cua­dro hasta la comisaría para que el comisario Kesman ubicara al hombre o mandara a uno de sus agentes a que se lo hiciera lle­gar.

Al ingresar en el despacho, este salía acompañado por la jo­ven psicóloga —Martina— quien, al observar el cuadro, adoptó una expre­sión de júbilo y, tomándose el rostro absolu­tamente impre­sionada, corrió hacia ellas.

—¡Increíble! ¡Increíble! ¿Quién es el artista que logró esto? —exclamó deslumbrada.

—Un hombre extraño —respondió Julieta ensenándole la pintura en el instante en que Isabel se alejaba con Kes­man hacia un sector menos concurrido del despacho. Ambos parec­ían ence­rrarse en un diálogo privativo en el que ella dibujaba una son­risa agradable, quizá como retribución a los halagos que en todo momento este le ofrecía, porque era evidente que se sentía afectado por su belleza, y vaya, las virtudes juveniles del cuerpo de la joven no eran para menos. Cómplices miradas intercambiaban cuando Martina, inoportunamente, los inte­rrumpió diciendo:

—¿Viste esto, Ignacio?

Pero la joven, al instante de decirlo, se dio cuenta de su grave error.

—¡Perdón! —se corrigió—. ¿Vio esto, comisario?

Las chicas se miraron entre sí y se rieron.

Al no hallar respuesta, levantó la vista y vio la espalda de Isabel protegida por los brazos cariñosos de Kesman.

—¡Ignacio! —exclamó entonces, súbitamente, arro­jando la pintura sobre el escritorio y ya sin importarle la ma­nera de di­rigirse. Su voz fue grave.

Recién entonces Kesman reaccionó, pero la analista, fijos los ojos en los de Isabel, recibió la retribución de ella: una son­risa desagradable.

—¡Sí... sí! —atinó a decir Kesman, como dándose cuenta de la situación—. ¿Quién... quién ha pintado esto?

No tuvo respuesta, entonces, con parquedad, fue acercán­dose al grupo de alumnas que se mostraban sorprendidas por las in­esperadas actitudes.

—Un señor se lo olvidó en el quiosco de don Miguel —respondió una de las jóvenes, luego agregó—: Un señor forá­neo que no conocemos y pensamos que usted podría de­volvér­selo.

—Sí, claro, cómo no —contestó, tratando de ocultar sus nervios.

Martina, que estaba alejada, se les reunió; aunque con ros­tro grave. Volvió a observar el lienzo para luego decir con voz pausada:

—Me gustaría conocer a esa persona, hay algo en su pin­tura que es excitante.

—¿Cómo qué? —preguntó Isabel, observándola, pues había hecho una tregua en su enojo.

El cuadro poseía una tonalidad penetrante de rojo púrpura que de manera extraña contrastaba con un sol que se hundía en un horizonte de extrema languidez. La armonía se quebraba con ese entorno desgarrado que caía como san­gre coagulada.

—Esto —dijo pasando los dedos sobre las extrañas pince­ladas.

—Me inquieta el análisis de una psicóloga —dijo en­tonces la joven, insultante, y luego agregó—: Me encantaría tener la posibilidad de descubrir una obra de arte desde su perspectiva, ¡doctora!...

La joven analista pareció no amilanarse e incorporando ironía, que se evidenció aún más por la vivacidad de sus ojos, le res­pondió con increíble frialdad:

—Deberías visitarme uno de estos días. —Al decir esto giró la vista hacia Kesman, que se hallaba alejado apo­yando una de sus manos en la barbilla.

Concluido este episodio, una de las chicas, oportuna y sen­sata, dijo mirando a sus compañeras:

—¿Nos vamos?

Fueron saliendo del despacho, instante en que Isabel apro­vechó para encarar a la joven psicóloga; se le acercó y le dijo con vehemencia al oído:

—¿Nos vemos?

Esta retiró su rostro de al lado del de la joven y, con ani­mosidad, efectuó un movimiento pre­ciso de cabeza que causó que su oxigenado flequillo se ubicara correctamente sobre su frente y dejara al descubierto sus ojos irritados y hundidos en sus cuencas; si no fuera por el preciso delineado de sus cejas y por la tonalidad de sus pómulos salientes, más se asemejaría a un ser sin vida que a una bella mujer que recién se aproximaba a los treinta y cinco años.

Cuando quedaron a solas en el despacho, un absoluto si­lencio reinó.

—Yo también me voy... Ignacio —dijo Martina, dubi­ta­tiva, como esperando a que Kesman la detuviera.

Pero él le esquivó la mirada y permaneció en silen­cio, en­tonces, y ya desde el umbral, ella preguntó:

—¿Qué tiene que ver esa chica... Isabel, con vos?

Kesman la observó detenidamente por un instante y luego fue tajante:

—Está enamorada de mí.

Cuando cesó la enloquecida campanilla que pendía de la puerta, Kesman vio cruzar frente a los cristales la silueta ende­ble de la joven y luego oyó el raudo alejamiento de su auto­móvil. Afuera, la noche ya era cerrada y las luces de la ciudad resplandecían alejando la espesa oscuridad hacia los jardines, de donde emanaban aromas fragantes de romeros y de cedro­nes.

Los días subsiguientes fueron de mucho sol y escasa nu­bo­sidad, pero aquel día la mañana primaveral se mos­traba des­lumbrante. El sol resplandecía en el cielo azul y una fresca brisa hacía mecer los rosales del jardín de la vi­vienda del padre Agustín. Ana, la viuda del profesor de lite­ratura que ejerció en el magisterio, fue quien sugirió ubicarlos allí, al costado y al fondo de la parroquia. Agustín acató dicha sugerencia creyendo que embellecería el predio de la iglesia y sabiendo, además, que significaba un home­naje póstumo para quien fuera no solo un profesor respe­tado, sino un eximio urbanista y que su pro­yecto, junto con otros, pretendieron ser en vida aportes para los paseos de la ciudad. Pero con su muerte se convirtieron en de­seos in­cumplidos. Con sumo interés observó los planos cuando supo que eran de Pablo. Una vez construidos los peque­ños canteros y los caminitos de polvo de ladrillos, admiró con asombro la capacidad del profesor; lamentó su muerte, re­cordó que se produjo al poco tiempo de haber sido él desig­nado párroco de la iglesia. Cuánto tiempo había pasado desde enton­ces. Nunca pensó que profesaría la vida espiritual y cuidaría de tan buena gente, y menos imaginó que Nuestra Señora del Ro­sario fuera la patrona y la protectora de una región de hombres esperanzados. Por eso, al abrir la ventana de la habitación, se sintió absorbido por cierta reminis­cencia de su tiempo de misio­nero por aquellos sufridos países del África, por esos lu­gares en donde todo era dife­rente. Retenía en su mente aún a aquellos niños desnutridos y hambrientos por consecuencia de las gue­rras intestinales que destrozaban toda fe, toda fuerza. No podía creer el buen pastor —pues daba por sentada la existen­cia del Dios todo­pode­roso— que el mundo fuera tan incapaz de comprenderse y tan ajeno a la solidaridad. Pero luego, cuando a su mente llega­ban los sucesos crudos del pueblo, se sumía en tristeza; sus ojos denunciaban preocupación. ¿Por qué la gente estaba con­curriendo asiduamente a la iglesia? Le hubiera gus­tado que esa actitud fuera cotidiana, sin embargo, era claro que esto se debía a los abominables crímenes que venían suce­diendo.

No logró desayunar, su estado de ánimo no le permitió in­gerir alimento alguno a pesar de que las tostadas y la manteca junto con la exquisita fragancia del café eran irrechazables. Así y todo, la de­sazón y la angustia que sentía pudieron más y re­nunció al ape­tito.

Vistió su sotana y salió a la calle; afuera todo era calmo y desolado. Luego de andar y andar, y casi sin darse cuenta, reco­rrió las cuadras que lo separaban de la redac­ción de Quintana. Cuando llegó frente a la puerta, observó a través de los cristales y vio al hombre en su escritorio le­yendo un diario viejo. Gol­peó y esperó a que saliera a recibirlo.

—Padre, ¿cómo está usted? —saludó Quintana, sor­pren­dido al verlo.

Tras estrecharle un buen tiempo la mano, Quintana se quitó los anteojos y entonces pudo verle los ojos cansados. Lucía como siempre: camisa blanca arremangada y un chaleco de traje os­curo que usaba desprendido. Sin dudas, su rostro era el reflejo de las personas entrega­das a la labor; sus manos lo demostraban: siempre impreg­nadas de tinta.

—Bien, hijo, bien —le respondió.

—Pase, padre, pase. Por favor, siéntese.

No bien se ubicó en uno de los sofás, notó la austeri­dad de la pequeña sala. Solo algunos cuadros barrocos col­gaban de la pared y junto a ellos, unos recortes enmarcados de periódicos que no alcanzaba a distinguir bien; dedujo que serían notas im­portantes. En un rincón había un per­chero de pie, antiguo, y al lado, una pequeña mesita en la que se recortaba la oscura si­lueta del teléfono; este daba la sensación de que su timbre inte­rrum­piría en cualquier instante. También pudo notar un gran reloj de pared al lado de la ventana, cuyas cortinas desplegadas de­jaban ver la confluencia de las calles Sucre y Estanislao del Campo; por esta, al 1178, se encontraba la redacción. Detrás del escrito­rio de fino roble, estaba la escalera que daba ingreso al sótano; de allí salía un espeso hedor a tinta que impregnaba todo el ambiente, más el aturdimiento monótono y molesto de las planchas impresoras.

—¿Qué lo trae por acá, padre? —preguntó Quintana reco­giendo los papeles y guardando el viejo periódico cuidadosa­mente en un cajón del escritorio.

—Tantas cosas, hijo mío. No he podido dormir anoche —confesó con inocultable abatimiento.

—Creo que nadie puede hacerlo en los últimos tiempos, padre —agregó Quintana—. El pueblo está conmocionado, necesitamos saber qué nos pasa.

—Es cierto, es una necesidad imperante, necesitamos vol­ver a la calma, la paz debe volver a reinar en nuestra socie­dad.

—Padre, ¿usted sabe lo fundamental que es la Iglesia en estos días? Precisamos mucha ayuda espiritual hasta tanto no logremos que...

Agustín notó ese titubeo, entonces, y con acierto, dijo:

—Joaquín, sus recuerdos aún lo acongojan, ¿verdad?

—Sí, —afirmó Quintana, y agregó—: ¡Pobre Natalia, qué destino le ha tocado!

Entonces, Agustín, no queriendo ser inoportuno, dijo mirándolo:

—Hijo mío, pensemos que está en el reino de Dios.

—¿Y su cuerpo, padre? ¿Dónde está su cuerpo, podría us­ted decírmelo? Ella merece un lugar para su descanso, un lugar donde podamos llorarla.

—Sí, tiene razón, pero es muy extraño todo esto —balbu­ció Agustín con un dejo de nostalgia.

—¿Comprende usted lo que es vivir con esa incertidum­bre? Muerta, perdida, raptada. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Quién? Ya me cuesta creer en la justicia —aseveró Quintana.

Agustín, compungido por el dolor, solo hizo silencio, pero su mirada se escapó por la ventana y fue a enfrentarse con el cielo matinal cuando escuchó que Quintana le decía:

—Padre, ¿ve esas magnolias? Fueron plantadas por ella, y es lo único que conservo, ahora dígame, ¿cómo hacer para que cada mañana al mirarlas no la recuerde? ¿Cómo olvidarme de haberla visto enchastrada bajo la lluvia con la azada, cuidán­dolas y sin descuidar nada del hogar? ¿Usted cree que no se habrá sentido indefensa cuando esa bestia la atacó? ¿Cómo puedo convencerme de que no fue por mi culpa?

Agustín observó las bellas plantas del jardín y se llenó de tristeza.

Pasaron algunos minutos, luego, Quintana, levantándose, dijo:

—Quiero enseñarle algo, padre.

Agustín se incorporó complacido, creyó oportuno un cam­bio de aire; era necesario quitarse de la cabeza aquellos hechos desagraciados.

Ambos salieron por la puerta que daba al fondo y se inter­naron en el jardín cuando de pronto la sorpresa se instaló en el rostro del religioso; petrificado, se quedó observando el frente in­maculado de una pequeña vivienda. Transitaron a través de un caminito embaldosado y se detuvieron frente a un alero que de manera oblicua dejaba ver sus tejas enmohecidas. La puerta es­taba cerrada al igual que las ventanas; aunque una de ellas se encontraba con las cortinas recogidas. El interior era sombrío. Dentro había una pequeña mesa con un mantel violeta que casi ocultaba las dos sillas de mimbre que la rodeaban. Por la blanca pared pendían algunos pósteres juveniles y un pequeño mural cuyas dos placas de acrílico hacían resaltar la sonrisa de una joven pareja; igual, el sintético pelaje de un oso panda que se encontraba a su lado, daba la sensación de apocarles la alegría porque unas minúsculas y casi invisibles telarañas que resaltaban incandescentes bajo el rayo del sol lo cubrían dándole una li­gera sensación de olvido.

—Son sus padres, él es mi hermano Carlos —dijo Quin­tana, y agregó, señalando al oso panda—: Y ese es el regalo que le hice a mi sobrina para su comunión.

Agustín tocó con sus manos la pared fría de la vivienda y luego sacó el rosario que llevaba colgando del cuello, lo entre­lazó en sus manos y aferrándose a él con fuerza, casi estruján­dolo, bajó la vista al piso y dijo una oración en silencio.

Luego, casi sin palabras, retornaron a la sala. Las voces de los jóvenes que operaban en las máquinas en el interior del sótano se dejaron oír; el ruido sórdido continuaba sin interrup­ción. Quintana, sin molestarlos, se asomó y observó que todo estuviera bien, y luego se dirigió a la cocina a preparar café.

—Nunca entré en su habitación desde que ha desaparecido —dijo desde allí con voz grave—. Sus cosas deben permanecer tal cual quedaron, porque sabe, padre, aún no perdí las espe­ranzas de encontrarla —aseveró con valentía luego de un pro­nunciado silencio.

El religioso, al escucharle este comentario, comprendió su increíble fuerza, su inquebrantable fe, y, como no era ajeno a los comentarios de la calle ni adepto a la conducta del comisa­rio Kesman, de quien por cierto se esperaba que tuviera más cordura y menos atropellos, preguntó casi con resignación:

—¿Qué ha dicho Kesman de todo esto?

—¿Kesman? ¡Eh!... —respondió Quin­tana, sarcástico, mientras volvía de la cocina—. Solo hallo de él protes­tas por­que parece no gustarle mi forma de informar. Pero debo decirle que no me atemoriza —aseveró—, aprendí de mis pa­dres a ser fuerte y a sobrellevar cualquier circunstancia hasta las últimas consecuencias.

Quintana era hijo de una pareja albanesa, albanesa por adopción porque en realidad en sus venas corría sangre cánta­bra, de la España más antigua. Habían llegado al país cuando él era pe­queño escapando de las persecuciones políticas y luego de que se radicaran unos años en Durazzo. Su padre, Edmundo Quin­tana, había tomado en su juventud el oficio y el arte de la im­prenta, que a posteriori lo llevaría a ser acusado de anar­quista; en su tiempo de universitario le descubrieron que im­primía de manera clandestina ciertos folletos que lo compro­metían con facciones disidentes del poder. Él, Edmundo Joa­quín Quin­tana, adoptó su oficio y por todos los medios trató de reivindi­carlo del ostracismo al que fue sometido; aunque más no fuera —solía decir— por honor a su memoria. Le molestaba que se llamara ‘anarquista’ a personas que solo buscaban la verdad a través del derecho, por lo tanto, jamás permitía que lo adularan aquellos capaces de entregar dignidad a costa de si­lencio. En su periódico, nunca autorizó comentarios espurios ni anuencias.

—Mi hermano y su mujer murieron en un accidente.

—Sí, lo recuerdo —respondió el párroco, luego agregó—: Fue un otoño fatal.

—Milagrosamente, Natalia se había salvado entonces; era aún una niña. —Tras decir esto hizo un prolongado silencio, luego continuó acongojado—: La crié como a una hija. Como usted sabe, yo... enviudé y ella era todo para mí.

—Sí, hijo, lo sé —respondió Agustín, observándole los ca­bellos encanecidos que circundaban una calvicie incipiente que le sumaba años. Tuvo, además, la sensación de que si no ocurría algo importante en la vida de ese hombre, jamás sus ojos firmes y llenos de decisión lograrían otra vez hacerse de algún brillo de sonrisa. El dolor había sido profundo y había dejado sus huellas.

—Algo indescriptible siento en el alma, no la he podido proteger —aseveró Quintana, y tras estas palabras sus ojos fue­ron llenándose de lágrimas hasta que se desmoronó—. Veinte años acababa de cumplir, ¡Dios mío!, no podré perdonarme jamás —dijo tomándose el rostro con sus manos entintadas.

Al salir el padre Agustín de la redacción, vio a lo lejos, nítidamente reflejada en el cielo azul, una nube de pa­lomas blancas que giraron de modo uniforme sobre una pequeña ar­boleda. Se detuvo al contemplarlas hasta que se perdieron tras la alameda. Luego dijo para sí con devoción, como no pu­diendo despren­derse de ciertos remordimientos que le vidria­ban los ojos:

—¡Queridos hermanos, recemos mucho!

Los días fueron pasando con mucha monotonía, nada no­vedoso había ocurrido; aunque Kesman, favorecido por esos días de calma, continuaba con su escritorio atestado de papeles intentando en vano, una y otra vez, sacar algo en claro. La des­cripción del hombre que Isabel y su amiga Julieta aseguraban las había estado siguiendo, lo perturbaba. Ellas no fueron capa­ces de precisar detalles debido al susto y solo pudieron decirle que era alto y de abundante cabellera. “¿A quién buscar?”, se pregun­taba internándose en la construcción imposible de un identikit. ¿De rostro ovalado, cejas pobladas, nariz aguileña? Cuán­tos detalles fundamentales le hacían falta. Recordó que había ocu­rrido en altas horas de la noche, y esto le hizo pensar, ob­ser­vando los acetatos, que dependía más que nunca de la ge­niali­dad inventora de Hung Mc Donald y de su propia capaci­dad.

Las horas transcurrían inexorables hasta que de pronto, como salido de sí, se incorporó del sillón y sus ojos se fijaron en un punto inexistente; transitaba en su mente el re­cuerdo de la única persona que fuera acusada por una similar y horrenda virtud. Un joven, quien luego de evadir los claustros de la cárcel de Córdoba, fuera recapturado e internado en un hospital por estricto pedido del juez de turno. Este había optado por enviarlo allí porque se decía del lugar que era lo más apropiado para conocer los infiernos.

En silencio observó la luz de la lámpara, que hacía esca­bullir la oscuridad penosamente hacia los rincones del despa­cho; quizá, pensando que necesitaba un halo de luz similar para esclarecer los hechos, ya que lo único concreto y que atesti­guaban los informes del forense era que, en todas las víctimas, las dos heridas de arma blanca no habían sido efectuadas de frente. Esto lo llevó a deducir que fueron sorprendidas o que en ningún mo­mento habían pensado que podían ser asesinadas. Luego las extrañezas se trasladaron a las heridas: eran oblicuas en el abdo­men y con la particularidad de que el mayor espesor de las incisio­nes estaba en la parte inferior.

—Esto es curioso —advirtió mientras trataba de compren­der la metodología usada por el asesino—. Ahora, si no las atacó de frente... mm... ¿Por la espalda? —murmuró tomándose la cabeza.

Lo cierto es que ninguna de ellas poseía heridas en la es­palda, por tanto, irresoluto y repasando nuevamente y por sexta vez los informes, verificó si hubo signos de violación. Su ánimo de repente se desvaneció porque nada decían al respecto, ni un mínimo indicio. “Estrangula­ción—pensó entonces— seguida de muerte”, pues eran comunes en las mentes violentas y pervertidas. Pero de nuevo los in­formes lo aplazaron sumán­dole ansiedad.

—Qué misterio todo esto —dijo mientras el reloj denun­ciaba inquebrantable el paso del tiempo.

De pronto, algo se inmiscuyó en su mente, se levantó y, de manera enérgica, marcó el número del hospital público.

—Soy el comisario Kesman —dijo con voz rígida—, co­muníqueme con el doctor Sierra.

Sierra era el médico forense que muy de mala gana se in­corporó en la cucheta de la guardia y, luego de observar el re­loj, preguntó molesto:

—¿Qué le pasa?

—No... no me pasa nada —respondió Kesman.

—¿Y para eso me llama, para decirme que no le pasa nada, y a esta hora? —se quejó el forense.

—¡Escúcheme, Sierra, por favor! Estoy acá con sus infor­mes y me remito a su experiencia, es sobre el caso de las chi­cas.

—¿Qué chicas? —preguntó este aún sin despabilarse.

—Las chicas muertas.

—¡Ah! Sí, dígame.

—¿Qué sensación le dio al ver los cuerpos, específica­mente las heridas?

—¿Qué quiere que le diga, comisario? Que estaban bien muertas —aseveró el forense.

—¡Sierra, por favor! ¡No se haga el estúpido! —le recri­minó.

—Bueno, bueno. Es que quizá lo sea, comisario...

—Bien, pero trate de no demostrármelo.

—Discúlpeme, comisario —interrumpió entonces el fo­rense—, el que está quedando como un estúpido es usted.

—¡Eso no se lo permito! —refunfuñó confundiendo su enérgica expresión con el rechinar del sillón, pues la manifiesta verdad de su interlocutor comenzó a irritarlo y a incomodarlo.

—No se ofusque, la gente lo interpreta de este modo —dijo insultante el forense, y luego respondió a la pregunta di­ciéndole—: Mire, lo que me llamó la atención es no encontrar en los cuerpos ningún signo de violencia. Es extraño, no es común que eso suceda.

—¿Y con respecto a las heridas?

—Bueno, como abrazándolas y apuñalándolas después —aseveró el forense.

Prosiguió un silencio que concluyó cuando Kesman, retri­buyéndole ironía, le dijo:

—Gracias y siga durmiendo. —Pero, antes de cortar y para reco­brar un pacífico diálogo, agregó—: Tuve la misma sensa­ción que usted.

Permaneció pensativo bajo el cono de luz de la lámpara. Una muerte aislada le hubiese resultado más sencilla, pero en una sucesión de crímenes era difícil hallar la punta de la ma­deja. Recorrió sus conocimientos fundados en viejas enciclo­pedias policiacas; pero la academia formaba y lo que allí había aprendido eran simples connotaciones basadas en hechos con­sumados. Lo podía tomar como ejemplo, aunque no podría contribuir con nada sobre estos hechos, era necesario aplicar nuevas metodologías y afianzar perspicacias. Con todo esto, se abocó a analizar que ninguna de las chicas era prostituta, casi todas venían de hogares conservadores, de crianzas rígi­das, en su mayoría eran la tercera o la cuarta generación de inmigran­tes euro­peos, y la Villa, conformada por población de clase media, era ajena a la marginalidad de las grandes capitales en donde era previsible que sucedieran hechos aberrantes. Los más ancia­nos y más aferrados a las tradiciones poseían —por así decir—la frialdad europea, ya que muchas colonias se hab­ían confor­mado a efectos de la Gran Guerra. Esto era una cuestión de naturaleza, aunque no así la criminalidad, puesto que esta no distingue geografía, razas, clases ni rango; bastaba con recordar los crímenes en las urbes londinenses o aquellas que rodeaban las calles céntricas de Manhattan. Pero las calles de la villa, que en viejas épocas eran calmas y demasiado man­sas, fueron adquiriendo notables efervescencias en los últimos tiempos y la juventud pasada y discreta de los viejos abdicaba horrorizada frente a las osadas libertades anatómicas de las jóvenes actuales. ¿Habrá despertado esta libertad el ins­tinto alienado del asesino? No hallaba respuestas en este análi­sis ni motivos para las muertes; además, recordaba que una de ellas era Natalia, la sobrina de Quintana, y estaba desaparecida.

Y si algo le faltaba, también Lorena había aparecido apu­ñalada a los pocos días de su llegada a la Villa y solamente podía decirse de ella que era una chica que lo venía siguiendo desde su anterior destino debido a que —según comentarios— él la había rescatado de un prostíbulo de la capital, por tanto, no se sabía de sus amistades ni de nadie que la conociera en Tu­lumba. Tal vez por eso no hubo reclamo del cuerpo. Aunque él sí la sufrió y le dio una digna sepultura.

La noche caía ocultando la muralla azul de la serranía y ese paredón quería encofrar el valle arbolado que ya iba oscu­reciéndose. Las forestadas arboledas, entre las que se destaca­ban las coníferas, dejaban caer a dos aguas sus lacias y raleadas cabelleras, mientras que las alamedas, espigadas y escuálidas, encerraban en su entorno un amarillo soleado de nostalgia. En­tre tanta belleza, el arroyo plateaba su deslizar, sereno, su­miso a los límites de su cauce, cuando la luna asomó su rostro mos­trando un maravilloso reflejo.

Ya por estas horas, la tela del foráneo descansaba en el ca­ballete con un retazo adormecido de paisaje. Pero la luna ilu­minó la pendiente dejando al descubierto su oscura silueta que, frente a la tela, era como un montículo de escombros apisonado en su cimiento. Los brazos caídos al costado del cuerpo y la cabeza hundida entre los hombros daban la sensación de que había sido abatido por un profundo sueño. ¿Qué razones corr­ían por su cabeza que hacían que la estética de su pintura no concordara en absoluto con su aspecto? Ignotas razones que permitían que de él se dijera que estaba loco. Pero tanto rea­lismo y tantas virtu­des —vestigios de una mente iluminada volcados en la tela— lograban que se aplacaran o se analizaran en profundidad todas las aprontas calificativas.

Tres horas habrían pasado de la media noche cuando se in­corporó pesadamente en el banquillo. Nada corrigió en la tela, solo se quedó observándola por un instante, como cotejando con el paisaje que frente a él era de plateada luminosidad. Esta vez el gigantesco sauce de la margen del arroyo era el motivo ele­gido, sus raquíticas hojas se desprendían tapizando de ama­rillo el suelo arenoso. Giró la vista hacia el árbol, que sufría una descalcificación de muerte y que era el único desabrido entre tantos verdes. Se quedó mirándolo un largo instante como si no comprendiera semejante despropósito; la primavera ya no lo­graba darle nuevos brotes y casi ni savia corría por los rama­jes que paulatinamente iban convirtiéndose en un oscuro esque­leto. Recogió luego sus elementos y trepó las pequeñas colinas desde donde se podía observar, como una cofradía de luciérna­gas, las luces de la Villa ya adormecida. Bajando por la pen­diente, el sendero se estrechaba y se deslizaba como una franja blanca que se perdía en la distancia; al final estaba el Camino Real. Comenzó a caminar en silencio y, cuando pasó junto a los bosques de pinos, se tornó minúsculo e insignificante. Los estilizados follajes de las coníferas oscurecieron su silueta y la luna, ocultada tras ellas, solo dejaba entrever una desflecada luz tenue de vez en cuando.

De pronto y a lo lejos, una luz pareció destellar. Alguien avanzaba por el camino. Tal vez una linterna, pero fue fugaz y no le permitió tener la certeza de que lo fuera. El hombre si­guió avan­zando sin darle importancia; pero, al girar tras un re­codo de espesas malezas, la luz se vio nuevamente, esta vez más cercana. Hasta que la luna permitió ver —y a no más de dos­cientos metros— la imagen difusa de quien venía por el camino. Ambos avanzaron, luego se detuvieron; era inevitable el en­cuentro. Luego la distancia disminuyó y los pasos se hicie­ron lentos. El de la linterna de pronto se mostró dubitativo; la ima­gen que veía era extraña, infrecuente, y más aún con esa barba descuidada y esa ropa casi deshilachada que le acentua­ban más andrajosamente el aspecto. No, no era del lugar, y al observar la tela que llevaba en la mano y el caballete que le col­gaba del hombro, más la emanación a pintura fresca y a tremen­tina, recordó aquel cuadro que las chicas habían llevado a la oficina del comisario comentando que una persona extraña se lo había olvidado. “Sí, debe ser este”, pensó y, quebrando la incógnita y el silencio que los envolvía, dijo:

—Usted, ¿quién es?

Pero nadie le respondió, entonces insistió:

—¿Usted se ha olvidado una pintura en el pueblo?

El hombre pareció no escuchar; esa actitud inco­mo­daba. Pero pronto pudo comprobar que el foráneo la miraba muy fijo bajo la visera ensombrecida de su gorra. Esa mirada le produjo fastidio, tuvo la sensación de que la estaba escudriñando inte­riormente; además, ¿qué hacía por esas horas tan lejos del pue­blo? No podía dilucidar nada; aunque pron­to se dio cuenta de que también su presencia por allí debía generar sospechas, en­tonces dijo:

—Soy la psicoanalista Martina, no he podido conciliar el sueño y he optado por esta caminata. —Luego insistió—: Us­ted, ¿quién es?

El hombre pareció meditar la respuesta o no entenderla y en ese lapsus la joven pudo comprobar que nada de ese aspecto era ágil; ni siquiera las palabras, puesto que lo escuchó tardía­mente decir:

—No tengo nombre.

Esa respuesta le produjo sorpresa; con ligereza adoptó una fingida sonrisa y una subestimación obvia en las palabras, de­bido quizás a la ordinariez y al aspecto de troglodita que veía en el extraño. Lo miró y le dijo con ironía:

—Todas las personas tienen nombre.

—Yo no —contestó a secas el desconocido y, tras tornar la vista hacia el camino, retomó la marcha con lentitud.

Giró sobre sí entonces la joven analista y por unos segun­dos se quedó observándolo: la oscura espalda y la cabellera en­mugrecida conjugaban sobremanera conformándole esa silueta casi sin contorno. Su desgarbado cuerpo se mostraba desnu­trido y enfermo.

—Sus cuadros son muy extraños —le dijo cuando ya dis­taba de él unos veinte metros.

El hombre, al escucharla, se detuvo y tras apoyar el caba­llete en el suelo la observó; en ese instante la joven, embele­sada, se le acercó fijando la vista en la tela. Escasos segun­dos transcurrieron cuando un extraño rubor fue encarnándole el ros­tro, un nerviosismo acrecentado le agrietó la frente. Frunció el ceño y se acercó aún más. Luego de focalizar con la linterna ese árbol sin hojas en cuya base dos flores rojas dañaban la somnolencia de un bello atardecer, preguntó:

—¿Qué significan esas flores rojas?

El hombre esperó otros largos segundos para contestarle y, cuando lo hizo, fue para decirle:

—El rojo es fuerza, el rojo es vitalidad.

—También muerte —acotó entonces la joven analista a la vez que sus ojos iban adquiriendo un extraño brillo y la agita­ción de su respirar comenzaba a inquietarle el pecho.

—Pueden existir muertes sin sangre —agregó entonces, con serenidad, el foráneo.

—Sí... —respondió la psicóloga y, luego de un silencio en el que no dejó de observar la tela, dijo—: Siempre he tenido interés en saber qué lleva a un artista a elegir lo que pinta. He tenido infinidad de pacientes, soy psicóloga, he cono­cido mu­chas mentes desequilibradas; pero... ¿la pintura es pa­trimonio de la locura o es el reflejo de los sueños?

—¿Sueño?... ¿Sueño o locura?... ¿Sueño o locura? —repi­tió el extraño una y otra vez; luego, tras bajar la vista como un alumno frente a una mesa de examen, dijo—: No la entiendo.

A la joven psicóloga le resultó inconcebible tamaña igno­rancia y lo objetó con mirada despectiva. Pero pronto, al obser­varlo de arriba abajo, supo que sería estéril toda intención de análisis, que no lograría de su parte nada de intelecto. El her­metismo que engarzaba su escuálida imagen y su introversión la enmudecieron y sintió que su espectro interior, ávido de im­pulsos, no podría ser alimentado a pesar de que esas flores ro­jas le producían una ligera intriga y una extraña vibración que no podía ocultar. Nada de valor creía encontrar en ese hombre, a excepción de su arte, pues su vasta inteligencia y su marcada vanidad solo aceptaban diálogos fluidos. Ella se vana­glo­riaba con sus estudios y sus investigaciones sobre la mente, que la hacían sentir como un ser distinto. Su experiencia le permitía obtener, de un pantallazo y con certeza, los síntomas precisos de sus pacientes, y la metodología de los sueños que apli­caba en sus terapias —y de la cual estaba orgullosa— era una obse­sión para su ego. Admiraba a Freud porque nadie como él había logrado traspasar las barreras de la psique. Pero tan férrea aplicación en una ciencia en constante cambio arries­gaba embaucamientos que luego podían perturbarle razo­na­mientos lógicos; más si los ramilletes de poluciones enco­frados en la mente no siempre respondían a estructuras o encasilla­mientos. Sin embargo, su pragmatismo no le per­mitía canalizar vías disímiles, sino oscuras y extrañas interpre­tacio­nes.

—Me agobian estos colores, presumo que provienen de un sueño —dijo apoyando su mano sobre su cabeza. Luego re­tomó—: Qué sería de nuestros espíritus si no acatáramos los impulsos del inconsciente.

El hombre, en silencio y parado frente a ella, parecía ido y ni siquiera esa afirmación emergida del interior excitado de la joven lograba traerlo de vuelta.

—No habrían subsistido los reinos. ¡Admiro a los hombres que protegen y se protegen con la sabiduría de los sueños! —continuó diciendo la joven analista profundizando cada afirma­ción con gesticulaciones y ademanes.

Luego, cuando recuperó la compostura, comprendió que frente a ella había una persona; al menos así pudo conside­rarlo a pesar de su detestable desaliño, entonces, tras menguar un poco su excitación, dijo:

—Quiero que pinte a una joven desnuda a orillas del arroyo; como verá, amo la estética —. Y luego de un silencio en el que su mirada se perdía en la inmensidad de la serranía, concluyó diciendo—: Todas las personas deberían convertir sus sueños en realidad y este sueño me perturba... Pero he de liberar mi camino para que se me cumpla.

Cuando de imprevisto y antes de que concluyera, el ex­traño, parado enfrente y presumiblemente enajenado, ex­presó:

—Habrá que estudiar la locura como se lo estudió a Van Gogh.

Extraña reflexión y conjetura para quien lo escuchó con la boca abierta.

—¿Piensa? ¿Este hombre piensa?... —balbució para sí la joven psicoanalista, luego dijo—: No era más que un loco.

—Pintaba sus sueños —afirmó el desconocido.

—Es verdad..., pero sus sueños eran enajenados, si hubiera pintado lo que sus ojos veían, todo hubiera sido diferente.

—Prefirió lo que su conciencia le dictaba, y eso eran sue­ños —aseveró el hombre.

Un extraño presentimiento envolvió a la joven analista. ¿Estaba realmente frente a un ser alienado? La serenidad pas­mosa que este le mostraba era increíble y la frialdad en sus pa­labras permitía diversas conjeturas.

—Pero lo sacaron de la sociedad, y opino que los enajena­dos deben pudrirse en las cárceles o en los hospitales.

—Sí —respondió el extraño, apuñalándola con la mi­rada—. Los que sueñan con la muerte o creen que cumplirán sus sueños a través de ella, deben pudrirse en la cárcel.

Luego, colgando el caballete de su hombro, tomó por el sendero hasta perderse en la noche. La joven permaneció ob­servándolo un largo rato, en absoluto desconcierto; su rostro aniñado adoptó una mirada adusta y oscura. No logró descu­brirle la personalidad y esa introversión hermética le preocupó sobremanera; tan extraños eran sus ojos y todo lo que irradiaba que hasta tuvo que bajar la vista al enfrentarlo.

Caminó pensativa un buen trayecto hasta que pudo despren­derlo de sus pensamientos. Pero no logró paz, esta vez su preocupación se trasladó a los problemas que incumbían al comisario Kes­man, y entonces, con profunda renunciación y convicción, ex­clamó:

—¡Yo voy a ayudarte, no vas a estar solo, mi amor! ¡Yo voy a protegerte y a protegerme, ya lo verás!

El escritorio del comisario —atestado de papeles— era de­plorable; con semejante desorden era imposible pensar que hubiera expedientes e informes cronológicos. Denuncias, inda­gatorias, pedidos de informes, memorándums y todo cuanto fuera papel parecía haber sufrido las consecuencias de un ciclón; hasta su mente parecía haber padecido una terrible in­clemen­cia. Su rostro no podía ocultar sus ojos ojerosos que daban la sensación de estar hundiéndose en el fondo de una ciénaga; pero a pesar de todo intentaba resistirse al insomnio, que avan­zaba y que pretendía agotarlo por completo.

La última vez que miró el reloj de pared, este indicaba las dos de la madrugada. El despacho, con increíble sonori­dad, denunciaba todo cuanto se moviera en su interior, pues los ecos se desplazaban por los pasillos como las notas musicales sobre las cuerdas de un instrumento; era la señal de que la noche ya había extendido su tenebrosa oscuridad. La incomodidad en la que estaba descansando le hacía incorporar abruptamente de vez en cuando el desorden ya existente y desacomodarlo más aún, porque al bajar los pies del escritorio arrastraba consigo lo que allí quedaba de expedientes y de papeles. Con esto lograba darse cuenta de que aún existía, pues el sonambulismo en el que estaba sumergiéndose amenazaba con hacerle perder toda noción de tiempo y espacio.

Las horas seguían transcurriendo cuando de pronto el es­tridente sonar del teléfono lo despertó. Se incorporó sobresal­tado y atinó a observar con atención el reloj, esta vez señalaba las dos y media pasadas.

—¿Quién será a esta hora? —musitó, malhumorado, haciendo lo posible por despabilarse; sin poder ahogar un in­oportuno bostezo, con ronca voz, preguntó:

—¿Quién es?

Un fuerte silencio se produjo y lo obligó a preguntar nue­vamente; aunque esta vez con mayor inquisición:

—¡¿Quién es?!

Pero el silencio prosiguió y, cuando ya estaba a punto de expresar un improperio, escuchó la dulce voz de Isabel que le decía:

—Mi amor, soy yo.

—¡Isabel! ¡Te pido por favor, no vuelvas a hacerme esto! —exclamó.

—¿Qué te pasa, Ignacio? Te noto raro. —preguntó la joven haciendo deslizar con sensualidad la voz.

—No... no es nada, es que estoy preocupado —le respon­dió a secas.

La joven intuyó el motivo de su nerviosismo.

—Seguís con eso... ¿verdad?

—¿Y qué querés que haga? —le espetó, como si no fuera quien le quitara el sueño.

En el intervalo que se produjo, pareció lamentarse de su situación. Pudo en su juventud optar por dos caminos que le había propuesto su padre: seguir con sus estudios de licencia­tura aeronáutica o dedicarse de lleno a la administración de un consorcio en un complejo habitacional de la ciudad de Córdoba; allí su padre era el administrador y él colaboraba con las labores más sencillas. Pero su ingénita y vasca testarudez, heredada de su madre, pudo más, ya que siguiendo el consejo de un amigo de la infancia, a su vez proveniente del padre de este, ingresó en la academia. “Allí tendrás un futuro intere­sante”, le había dicho, y el haber aceptado hoy lo obligaba a estar en se­mejante embrollo. No pudo más que lamentarse de aquella de­cisión.

—Ignacio... necesito verte —dijo la joven.

—¿Qué hora es? —preguntó entonces mirando el reloj, que señalaba las dos y cuarenta de la madrugada.

No logró más que sorpresa e, incorporando realidad, frun­ció el ceño y dijo:

—¡Son casi las tres de la madrugada! Isabel, ¿en dónde estás? —Esta vez su voz encerraba una actitud recriminatoria.

—Acabo de salir de lo de Beti, pero antes estuve en el consultorio de la psicóloga.

—¿En lo de Martina?

—Sí.

—¿Y qué hacías allí? —preguntó contrariado.

—¿No recordás que quedé en ir a visitarla?

—¡A visitarla! ¿Cuándo? —exclamó enardecido.

—Cuando te llevamos el cuadro que se había olvidado aquel hombre. ¿No te acordás de ese que…?

—¡Ah! —contestó y, girando la vista hacia el pasillo que conducía a la oficina de archivos, observó el estático paisaje que colgaba de un soporte; se veía mortecino bajo el resplandor opaco de la lámpara—. Sí, ahora lo recuerdo —dijo, y agregó—: No deberías andar a estas horas por ahí, si supieran tus padres.

—Mis padrastros, querrás decir —corrigió la joven.

—Tenés razón, disculpame —respondió comprendiendo su in­genuidad.

—Bueno, ¿voy o no? —insistió ya inquieta, y agregó con voz suave—: ¿No te gustaría hacer el amor... esta noche?

—Vení —aceptó a secas, y antes de cortar agregó—: Pero tené cuidado. —Luego se reclinó pensativo en su sillón y sus ojos volvieron al cuadro.

A los quince minutos, un agente hizo pasar a la joven al despacho del comisario. Atónita observó el desorden y, tomán­dose el rostro con las manos, exclamó sorprendida:

—¡Dios mío! ¿Por qué no me dejás que te ayude, mi amor?

—No —le respondió tajante—. No quiero que te absorba la locura. —Luego, observándola con seriedad y con expresión interrogativa, preguntó—: ¿Qué hacías en lo de Martina?

Se produjo un ligero silencio; pero la joven, con sutileza y no menor maestría, lo controló con hábil y femenina percep­ción.

—¡Mi amor! ¿Estás celoso? ¡Vamos! ¿Creés que no me di cuenta?

Estas palabras lo erizaron y le produjeron un insólito es­tremecimiento, pero la joven, ajena a tal susceptibilidad, le dijo:

—Algo indescifrable tiene en su mirada esa… parece vivir en una pesadilla; ni me habló del cuadro, que realmente era de mi interés. —Y luego de un profundo silencio, agregó—: A propó­sito, ¿no vino a reclamarlo aún ese hombre?

No le respondió, entonces la joven, como recordando algo que se había olvidado, exclamó:

—¡Ah! Lo que sí me dijo la psicóloga es que le gustaría conocer a esa persona. Los sueños, mi amor, me apabulló con los sueños. —Después, mirándolo fijamente, agregó—: Mi amor, ¿vos soñaste alguna vez conmigo?

Kesman continuó sin decir palabra y ambos ni se imagina­ban que por esas horas la psicóloga y el extraño estaban te­niendo su primer encuentro cara a cara.

Permanecieron un prolongado tiempo mudos, obser­vando el cuadro que colgaba de la pared, luego Kesman acotó:

—Voy a dejarlo allí, algún día vendrá a buscarlo.

La joven luego se dirigió al escritorio y, tras abrir uno de los cajones, buscó entre los papeles el atado de cigarrillos.

—¿Dónde están los cigarrillos? —preguntó al no encon­trarlos.

—¿Cigarrillos? —exclamó Kesman sonriendo; es­taba a la espera de un cambio de tema y, como esto ocurrió, agregó con picardía—: ¿No era que querías hacer el amor?

—Para eso vine —respondió la joven acercándosele, luego se le colgó del cuello.

—Los cigarrillos están por ahí, entre esos papeles o en el armario, fijate —dijo cuando logró separarse de sus labios. Pero luego, agachando la cabeza con síntomas de fatiga, mu­sitó—: Estos casos me tienen harto.

Presentía que el asesino estaba planeando otro asesinato y no era ajeno al tiempo que estaba transcurriendo sin obtener resultados. En ese pensamiento comprendió que se encon­traba solo, excepto por Isabel que, aunque sabía que estaba lastimán­dola, ella se brindaba por completo. No sentía amor, pero sí una obsesión por tenerla, un cariño que se enrai­zaba por la ab­sorbente predisposición de la joven. En cuanto a la psicóloga Martina, estaba agradecido por el apoyo moral que le brindaba; recordó además que en su último encuen­tro ella había prome­tido ayudarlo en lo que le fuera posible.

Se trasladaron a la habitación que usaba para descansar cuando por motivos de trabajo debía pernoctar allí. La joven cayó desplomada en el sofá, que era el único mueble junto a una pequeña mesa que poseía un velador; cuando Kesman lo en­cendió, la tenue luz azulada se escabulló por los rincones. Luego, cuando el silencio reinó, vio las blancas y bruñidas piernas de la joven que contrastaban bajo los pliegues oscuros de su corta falda y, sin decir palabra, se le acercó. Ella, al verlo, cerró los ojos y dejó que le deslizara las manos bajo la tela es­curridiza, pero cuando lo sintió en su firme y tibia mus­cula­tura se inquietó e, incorporándose, lo obligó a que le despren­diera con suavidad la blusa blanca, le desabrochara las sanda­lias y la tomara entre sus brazos. Luego, ya desnuda, sus fres­cos y sua­ves labios encontraron la boca del hombre, y pronto su pecho se estremeció ante el primer contacto. El deseo la en­volvió y los primeros suspiros inquietaron la calma de la habi­tación; las manos del hombre le enseñaban nuevos caminos. Un compul­sivo estremecimiento le recorría el cuerpo cuando co­menzó a sentir que su boca bajaba por su cuello, entonces, toda su piel se ruborizó por las caricias, que lentamente se acen­tuaban con mayor fluidez. Sus piernas blancas estaban apron­tadas a la ma­yor excitación, más aún cuando sintió que las manos de su amante comenzaban a recorrerle las cade­ras. Y ya no pudo contenerse: un compulsivo espasmo se adueñó de ella al sen­tirlo entre sus piernas, y vaya habilidad la que enjugaba su ar­diente y oblonga intimidad. Los impulsos del hombre ya no cedieron, entonces, su pecho pareció estallar, sus ojos iban al viaje de placer que tanto ansiaba abrazándose des­esperada a ese cuerpo, como queriendo que dicho vaivén se en­garzara de una vez por todas con lo más sublime de su alma. Lo amaba por su virilidad, nadie anterior a este hombre le había pare­cido igual; ni siquiera aquel joven que tan apuestamente la cortejara y que de manera fugaz ganara su corazón, y que había su­plido la primera experiencia con un amigo de la infancia, quien, ape­nas pasada la pubertad, logró sacarle la primera y descontro­lada excitación. Nada sabía en aquel tiempo, pero había com­prendido que los hombres serían su eterna debilidad. Re­cordó aquel rostro aniñando y sorprendido que casi se tirara de espal­das al verle los pequeños senos de entonces que, aunque ergui­dos, espera­ban aún juguetonas caricias y fruiciones para des­arrollar más aca­badamente sus incipientes pezones. También la sonrisa sufi­ciente de Santiago, el instructor de gimnasia, cuya muscu­latura no condecía con la energía que aparentaba. “¿Qué le pasa a los hombres? ¿No conocen a las chicas? ¡Mi cuerpo es una cons­telación donde se fusionan los sentidos!”, excla­maba y recla­maba en diálogos de amigas. En cambio, Julieta, su amiga más confidente, no se dejaba arrastrar a los lúdicos placeres; le cohibía pensar que su inma­culada anatomía fuera a tomarse por un mapa donde el geó­grafo o el profesor tuvieran libertades para señalarla con el puntero. “¡Ay, pobre chica! ¡Lo que se pierde! Yo, en cambio, soy como una tierra virgen en donde el explorador tiene todo el derecho de tomar o poner los límites”, solía decir cuando las virtudes del placer ya le habían sido descu­biertas.

De pronto, sintió que sus brazos se desvanecían, que su cuerpo era un témpano y que la sublimación de cada impulso la hacía desfallecer. Pero algo perturbó su mente e hizo que sus piernas se contrajeran y que sus ojos se desorbitaran y, con in­creíble exaltación y casi desgarrando la espalda compulsiva y transpirada de su amante, gritó aterrada:

—¡No! ¡No!

Kesman se incorporó abruptamente y preguntó:

—¡Mi amor! ¿Qué te pasa?

—¡Dios mío! —exclamó la joven y se echó a llorar afe­rrada a él.

Kesman, perplejo y sin comprender qué sucedía, se vistió rápidamente. Presumió algo grave; nunca la había visto así.

—¡Isabel, por favor! ¿Qué te pasa? —volvió a insistir, ya que veía que la joven no reaccionaba y seguía con su llanto.

De pronto, la joven se incorporó, miró a todos lados y vol­vió a agarrarse de él como no queriendo desprenderse, en­ton­ces, entre sollozos, exclamó:

—¡Esa imagen, Ignacio, ese hombre! ¿Quién es, por favor, quién es, Dios mío? ¡Esa sonrisa! ¡¿Quiénes son, Ignacio?!

—¿Cómo?... —preguntó Kesman, intrigado y sorprendido tras escucharla. En la mirada se le mezclaron credulidad y es­cepticismo.

—¡Tiene un puñal, Ignacio! ¡No! ¡No! ¡Por favor, tenés que ayudarme, me quiere matar! —gritó con desesperación la joven.

—¡Basta, Isabel! —Se sobrepuso de pronto, tratando de sacarla de ese trance—. ¡Serenate, estamos solos!

Corrió hasta la cocina a prepararle un té; al regresar, para su alivio, la joven estaba ya serenándose. Pidió enton­ces que le detallara la alucinación. Pero no pudo describirle con precisión casi nada porque aseguró que las imágenes habían sido difusas; aunque sí enfatizó que los ras­gos le parecieron iguales a los del foráneo que viera con su amiga Julieta. Volvió a repetir la des­cripción que le hicieran entonces: oscuro, extraño y sin claridad de rostro. Pero la son­risa de alguien más que aparecía en el clímax del amor y que le hiciera descender a la realidad abruptamente le pareció que tenía el aspecto de un alienado, más el puñal que vio en sus manos motivaron a que fuera tras­ladada al terror en que desen­cadenó luego.

Estos detalles inquietaron a Kesman y por primera vez permi­tió un resquicio por el que transitara la duda. ¿Qué de cierto y qué de aceptación podría haber en semejante confu­sión? Su ac­cionar era terrenal y nunca había permitido enigmas de este tipo, los consideraba modernos y de pocos fundamen­tos, por lo que rehusaba que se inmiscuyeran en su accionar y en su razona­miento. Pero por respeto y por no haber experi­mentado en carne propia, permitió, no tan convencido, que el comentario de la joven formara parte de los indicios con los que intentaba resolver los casos de asesinatos que venían suce­diendo. Con tantos problemas acaecidos, sumergirse en una aluci­nación extraña no lo convencía para nada; además, la in­consisten­cia de esas imágenes lo hacía dudar verdaderamente.

Recordó el caso anterior, contado por las chicas, con des­con­cierto; estuvo con ellas esa noche y el hecho se produjo —según le habían dicho— a dos cuadras de donde las había de­jado.

¿Acaso tenía razón la psicoanalista Martina cuando afir­maba que debía atender más los impulsos de su inconsciente?

Fueron al despacho y del armario extrajo un pequeño ma­letín del cual sacó el equipo de identikit. Allí, sentados frente a la lámpara, comenzaron con la difícil tarea de lograr una aproximación a las imágenes vistas por la joven; aunque inte­riormente sabía las dificultades a las que se abocaba. De todos modos, ahora se sentía obligado —aunque fuera timorata­mente— a insertar la sospecha, ya que quizás a través de estas pesadillas podría descubrir al autor de los asesinatos.

Los cuadros de la muerte

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