Читать книгу Los cuadros de la muerte - Alcides Bertran - Страница 9

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La mañana del sábado se mostraba límpida; solo algunos nubarrones se levantaban detrás de las colinas del oeste, pero daban la sensación de que no perturbarían el buen día ni la alegría de los dos niños que iban dejando atrás los bosques de pinos. Habían desayunado muy temprano sus tazas de leche con medialunas y ahora, con pasos decididos, se dirigían hacia el arroyo. Las buenas notas del final del bimestre les habían otorgado los re­galos que iban a comenzar a usufructuar; para uno, era el día de pesca que le permitiría en la siesta dejar por un momento las cañas y dedicarse con exclusividad a los ba­rriletes y a la excursión con las gomeras por las rocas para lo­grar atrapar lagartijas y tórtolas; para el otro, los exquisitos helados granizados antes de las seis de la tarde. El día anterior, en la puerta misma de la escuela y para que no hubiera renci­llas, les inculcaron a sus padres que los regalos fueran los mis­mos para el uno que para el otro. Estos acepta­ron con­fiando en la buena amistad; pero lo que no les dijeron fue que la discu­sión iba a ser trasladada para ver quién obtendría la pieza ma­yor.

Con este desafío marchaban por el sendero llevando las cañas apoyadas en sus hombros y empapándose el rostro con los agridulces mangos que devoraban. De sus cuellos colgaban las gomeras a la espera de que se acercara la siesta, y también los ba­rriletes, que, protegidos con una bolsa, eran llevados a fin de una buena brisa. Ya la alegría había comenzado el día ante­rior no bien habían dejado las mochilas, cuando decidieron que las ranas de la alcantarilla y las del estanque de los Osuna — ami­gos de sus padres que vivían a dos colinas del pueblo— serían usadas como carnadas; las atraparon internándose entre los juncos y las dejaron en un tarro con agujeros para que no se asfixiaran; solo faltaba reventarlas al otro día contra el piso y trozarlas. Y así lo hicieron antes de salir.

Por esas horas los habitantes de la Villa parecían estar to­dos en las calles aprovechando el día en hacer compras para el fin de semana; aún no había pasado mucho tiempo desde el último asesinato y se notaba ese trastorno. Había un cierto re­chazo al tema y la tranquilidad que se percibía era efímera ante la falta de información de parte del comisario Kesman. Todos espera­ban que las noticias las diera el diario, que a la hora de informar no era reticente; aunque por estos días también había entrado en un gran silencio al retomar las informaciones cotidia­nas. El paréntesis permitía, además, que la cartelera del cine volviera a ser inspeccionada con renovado interés, y el café, que estaba frente a la plaza, hasta se atreviera a promo­cionar a un artista de subterráneos venido de la capital con un vasto re­pertorio, del cual se decía que era muy aplaudido.

Isabel había salido temprano del conservatorio luego del ensayo sabiendo que había convencido al profesor Briamonte con la limpieza de sus notas. “¡Por fin el gran Chopin estaría orgulloso!”, había dicho este al escucharla. Andando se detuvo frente a la pizarra del café y observó los horarios, luego fue hasta el teléfono público ubicado en la plaza y llamó a su amiga Julieta; no la había visto durante el ensayo y tenía la in­tención de invitarla a la función de la noche.

—¡Hola! ¿Julieta?

—No, Isabel, yo soy, su madre —respondió Laura.

—¿Podría darme con ella?

Un silencio reinó, luego la señora, sorprendida, preguntó:

—¿Cómo, Julieta no está con vos?

—No —respondió Isabel—, anoche cuando volví de la heladería la llamé, pero nadie me respondió. ¡Claro! —dijo entonces como recordando—. Habíamos quedado el día ante­rior en ir a lo de Beti, pero no pude ir a esperarla. Lo que pasa es que habré llamado un poco tarde, ¡sí, sí! Fue después de las veintidós —agregó.

—¿Pero y... entonces? ¿Dónde estará Julieta ahora?

Se quedó pensativa, no lograba comprender el desencuen­tro, además, recordaba haberle dicho que todo iba a depender del horario en que terminara su encuentro con Kesman.

—No puede ser, no puede ser —balbució, y luego, tra­tando de que la señora se tranquilizara, dijo—: De igual modo no se preocupe, doña Laura, seguramente estará en lo de Beti, yo ahora la llamo y después le aviso, ¿sí?

Cuando colgó trató de pensar con serenidad y no tuvo du­das, recordó haberle dicho que no iba a asistir a clase y que iría unos diez minutos antes del horario de salida a esperarla en el arco de entrada a la Villa. Cruzó entonces la plaza y se dirigió al con­servatorio. Allí consultó con la encargada para saber si su amiga había asistido el día anterior. Pero cuando se enteró de que estuvo y de que había recibido un llamado telefónico se sor­prendió; luego la encargada solo pudo comentarle que la había es­cuchado decir: “A las veintidós me espera, sí, a las veintidós”, antes de colgar.

No lograba hilvanar el desencuentro y no quería ser la res­ponsable de un enojo con su amiga, por eso, esperó que apare­ciera para aclarar lo sucedido y lamentó el haberse que­dado con Kesman toda la noche. Fue una mala elección y no la satis­fizo, aunque haya hecho el amor en la madrugada. “Fue lo único rescatable”, pensaba y así lo demostraban sus ojeras, que apocaban sus bellos ojos. De pronto, las campana­das de las diez sonaron en la torre de la iglesia; entonces, or­denó sus par­tituras y se dirigió hacia allí. Cuando pasó frente al consul­torio de la psicóloga Martina, vio cerradas las persianas; le pa­reció raro porque por esas horas siempre se las veían des­plega­das y con las macetas de helechos —que daban belleza a los opacos marcos— recién regadas. Además, no menos de cinco per­sonas ya esperaban frente a la puerta.

Luego, encaminada hacia la iglesia, vio al párroco de lejos en las escalinatas y sintió temor. Una anormal sensación de culpa golpeó su corazón y entonces se acercó al quiosco de Miguel, quien la recibió con una amplia sonrisa.

—¿Qué te trae por acá, chiquita? —preguntó no bien la vio. Su rostro desbordaba de alegría.

—El padre Agustín —respondió la joven y luego, señalán­dolo, agregó—: ¿Lo ve allá?

—¿Y qué tiene de raro, no es donde debe estar acaso?

—Sí, sí don Miguel, pero dígame, ¿usted no le habrá co­mentado que Kesman y yo?...

—¡No! ¿Qué voy a decirle? No soy un alcahuete. Eso es cosa de ustedes —res­pondió, y luego agregó—: Quien sí es­tuvo preguntando por vos fue la psicóloga.

—¿Cómo? —Esto intrigó a la joven—. ¿La psicóloga Mar­tina?

—Bueno, en realidad, vino a buscar el periódico y pre­guntó, pero se la veía como contrariada o de malhumor y con una cara de esas que ni te cuento, decime, ¿no se medica esa chica?

Giró entonces la vista hacia el consultorio que se divisaba con claridad casi al final de la cuadra.

—Habrá tenido una noche de esas...

Eso llamó la atención de Miguel que, mientras la obser­vaba, preguntó:

—¿Qué decís?

—Nada, don Miguel, no me haga caso, yo me entiendo —respondió.

Luego, antes de retirarse y como si recordara, agregó:

—¡Ah! Si la ve a Julieta o a Beti, dígale que voy a la igle­sia y después quizá vaya al parque. ¡Ay, por Dios, espero que Julieta no esté enojada! —suplicó cuando ya se alejaba.

Al subir por las escalinatas de la iglesia, el padre Agustín giró sobre sí y le sonrió; su sereno rostro se veía cansado. Isa­bel pareció temblar, pero se calmó cuando el religioso la tomó de los hombros y la llevó al sector de jardi­nes; con lentitud comenzaron a internarse entre los rosales. En el corazón del párroco comenzaban a desatarse los dolores más atro­ces: chicas como Isabel estaban desapareciendo y él necesitaba protegerlas o, al menos, quitarles el miedo. Pero no hallaba la manera, pues no bastaban los rezos ni las plegarias y hacía ya varios días que lo visitaban buscando aplacar ese temor. Se sentaron en uno de los bancos y ella le enseñó la partitura de “La Polonesa”, de Frédéric Chopin, que había estado ensa­yando. Eso fue sufi­ciente porque, complacido e interesado, la invitó a que un próximo domingo tocara el piano para em­belle­cer la santa misa. Algo tenía ese hombre que enternecía, sus ojos transpa­rentes invitaban a la verdad; aunque en lo pro­fundo también parecía albergar un gran dolor. Luego de un instante, la joven dijo con preocupación:

—Padre, yo no sé cómo hacerle esta pregunta, pero...

—Hija, todas las preguntas merecen respuesta —le con­testó, animándola.

—Es que se trata sobre el amor... padre —dijo con titu­beos.

—¿Estás enamorada? —preguntó Agustín con serenidad y la miró profundamente como intentando darle con­fianza.

—Es lo que no sé —respondió la joven, cargada de dudas.

Entonces la invitó a que se levantara y comenzaron a reco­rrer el jardín hasta instalarse bajo la sombra de un fresno, cuyas hojas eran fuertes y tupidas y casi no dejaban pasar el sol; aun­que sí una leve resolana. Por el tronco agrietado del árbol, una orquídea se aferraba desprendiendo un largo tallo en cuya co­rola se desplegaba un ramillete cubierto de minúsculas flores amarillas.

—¿Ves esa pequeña planta cómo se aferra al árbol?

—Sí —contestó la joven, tocando con la mano las tiernas hojas.

—El amor verdadero debe ser así, el uno para el otro, afe­rrados, consintiéndose, encontrando cada uno su lugar. Es im­posible pensar que esta orquídea pueda dañar al fresno porque vive con él y él la está protegiendo. El amor debe ser así: el uno para el otro siempre.

La joven permaneció reflexiva observándolo y en ese ins­tante no supo qué lo unía a Kesman. Si fuera amor verdadero —pensaba— no habría cosas por las cuales disgustarse, sin em­bargo, las había. No podía entender que fuera tan frío y pro­tector a la vez y por un momento creyó que quizá no estaba enamorada. Pero se calmó al pensar que tampoco nadie anterior a este hombre le había resultado mejor.

Las nubes, imprevistamente, comenzaron a levantarse y, ya para el mediodía, gigantescos cúmulos se desplazaban en lo alto; a la distancia se notaba cómo iban compactándose. Darío, el niño menor y el más rubicundo, fue hacia las rocas tras haber juntado un bolsillo de piedras transparentes y, luego de trepar por una de ellas, se agazapó tensando su honda, luego se es­cuchó el chasquido del disparo y el zumbido del proyectil que iba rebo­tando de roca en roca; no dio en el blanco: la lagar­tija zigzagueó vertiginosa en­tre estas y se ocultó. Se internó luego detrás de las malezas para buscar nuevas presas; a la vez que Elio, su amigo, se ale­jaba por la ribera hasta alcanzar el sauce que se inclinaba sobre las aguas a pocos metros de donde una restinga dejaba ver algunas rocas basálticas que obstruían la corriente. Encarnó el anzuelo con un trozo pe­queño de rana y lo lanzó lo más lejos que pudo, así una y otra vez. Hasta que de pronto la caña se en­corvó; era un pique, entonces la levó con fuerza por detrás de su es­palda y gritó a su amigo:

—¡Lo saqué! ¡Lo saqué!

Darío, que a la distancia lo escuchó, bajó corriendo de las rocas y por la emoción anuló toda competencia.

—¡Un bagre! —exclamó una vez junto a él.

—¡Sí! ¡Pero cuidémonos de las púas de las aletas!

—¿Dónde lo sacaste? —preguntó.

—¡Ahí! —señaló—. ¡Logré distancia parándome sobre esas rocas!

Se dirigieron nuevamente hacia ellas, saltando de una en otra hasta internarse no menos de tres metros de la costa. Allí se quedaron, impactados por el bullicio que producían los cardúmenes de bagres y de mojarras. Cuando, de pronto, algo os­curo pareció ondularse en el agua a pocos metros de donde estaban. No tuvieron tiempo de ver qué era, pero se cruza­ron una temerosa mirada. Al instante, el bulto volvió a asomarse y los llenó de escalofrío. Al no poder soportar la impresión, que les produjo una mudez atroz, con grandes zan­cadas salieron de las rocas y comenzaron a trepar las colinas buscando el sendero hacia el pueblo. Por la desesperación no pudieron ver a nadie, ni siquiera al hombre que sí los vio pasar corriendo frente a la casa del palomar. Este luego giró sobre sí y se quedó mirándo­los.

Al rato, no más de dos cuartos de hora, se escuchó una si­rena que partía rauda del pueblo y tras tomar el Camino Real se dirigió hacia el arroyo levantando una gran polvareda.

—¿En dónde? —preguntó Kesman a los pequeños, ya a la vera del arroyo.

—¡Allá, cerca de las rocas! —Señalaron con temor inena­rrable en sus rostros.

No le llevó mucho tiempo descubrir el cadáver que se ale­jaba y se volvía contra las piedras en un macabro y rollizo flo­tamiento.

—¡La cuerda! —gritó el comisario a uno de sus hombres a la vez que se introducía en las aguas que se enturbiaban con arena y lodo en cada oportunidad que el cadáver se acercaba a la costa.

Con esfuerzos lograron sujetarlo por debajo de las axilas y lo arrastraron hasta la ribera. Kesman ordenó que los niños fue­ran llevados nuevamente al pueblo para que no presenciaran lo que seguía. Pero grande fue su sorpresa cuando giraron al cadáver sobre la arena: el bello rostro de Julieta se dejó ver por entre sus enmarañados cabellos rojizos; sus ojos verdes estaban cu­biertos por una viscosidad y no eran menos horribles que sus labios lívidos y abiertos. Al girarla, de su boca, y como transi­tando por inertes laberintos, una gran cantidad de agua se des­lizó sobre la arena sucia. No había manchas de sangre, el agua las impedía, pero cuando le descubrieron el pecho, las heridas estaban allí. Kesman, con resignación, observó a la distancia, que ya iba abrumándose por la lluvia que se acercaba arremoli­nada y con un re­pentino relámpago; el eco del trueno llegó tardío, como rebo­tando en la lejanía. Entonces, apoyando las manos en la cabeza, se dejó caer de rodillas; ya nada le im­portó. De los hechos, solo estaba logrando descubrir a las víctimas y del asesino, ni la menor pista. La angustia lo apocó y, al observar de nuevo a la joven, comprendió el dolor que causaría la no­ticia en Isabel. Allí estaba su amiga íntima, flo­tando en el arroyo y el criminal, quizá, caminando plácida­mente en medio de la sociedad, que lo aborrecía.

Cuando llegó la ambulancia que traía al forense, dejó que este revisara el cuerpo sin preguntarle nada, no quiso ni mi­rarlo. Al término de unos minutos, concluida la primera ins­pección, el forense le dijo con absoluto convencimiento:

—Igual a las otras, comisario.

Reinó entonces el silencio, solo quebrantado por los relámpagos que iluminaban las colinas.

Abatido, caminó hasta el raquítico sauce que se reclinaba sobre las aguas y se apoyó en él; allí permaneció un largo rato mirando con desconcierto, buscando respuestas. Luego ordenó cargar el cuerpo y que se lo llevaran para hacerle la autopsia; delegó las primeras tramitaciones a uno de sus agentes. Cuando quedó solo, caminó bajo la torrencial lluvia por la ribera, sin poder salir de su asombro. La suma de víctimas era de preocu­par. Pensó en Laura, la madre de la víctima, y en su responsabi­lidad de comunicarle lo sucedido. ¿Pero de qué ma­nera? ¿Cómo enfrentarla sin ninguna respuesta? Pensó en Isa­bel: eran como hermanas. Una desdicha impiadosa le carcomió el alma, más aún al comprender que la noticia del asesinato volvería a la cabecera del diario. “¡Quintana!”, exclamó supli­cante, cargado de odio y de resignación. Todo lo que había investigado fracasó y ni si­quiera con el identikit había tenido suerte.

Los truenos y los relámpagos se acrecentaron y las arbole­das se veían inmersas en un gris de bruma y agua, incluso el contorno de las colinas se enseñaban en la distancia como amorfas on­dulaciones. Pero la inclemencia del tiempo no le importaba, estaba completamente empapado y sin ninguna idea clara. De pronto, al girar la vista hacia el vehículo, le pareció divisar a lo lejos una extraña sombra. Atisbó la mirada sobre ella, pues la cortina de agua no lo dejaba ver con claridad. Y no tuvo dudas: era una persona la que estaba allí. Cauteloso, se deslizó entre la maleza hasta tomar un sendero por detrás de aquel a la vez que una extraña sensación comenzó a inva­dirlo. En su presentimiento, todo convergía y atinó a acercársele con re­solución; debía conocer por qué motivo estaba allí. “¿Qué estará haciendo en este lugar?”, se preguntó, y no halló razo­nes, por eso, con determinación, trepó arrastrándose entre las dunas y los espinos. Cuando logró rodearlo y lo tuvo a muy corta distancia, fue increíble su sorpresa: el hombre estaba sentado sobre unas rocas en medio de la copiosa lluvia y se protegía de esta tan solo con una oscura gorra.

—¡Está loco! —exclamó casi delatándose.

Pero el extraño ni se dio cuenta de su presencia, se­guía impertérrito como en un mundo que le era propio; por consi­guiente, impedía que otros pudieran unírsele. Ese aisla­miento permitía intrigas, pues todo él parecía emerger de un mundo de sombras. Lo observó oculto entre el follaje mientras una vaga posibilidad se inmiscuyó en su mente; al­bergaba en ella el de­seo intrínseco de que fuera el asesino, estaba guiado tal vez por la necesidad imperiosa de lograr indicios, ya que hacía mucho tiempo que no los obtenía, desde la primera víctima. Por eso deseó que fuera el culpable, imploró que lo fuera. Desde muy corta distancia comprobó que no era del pueblo, su rostro des­cono­cido lo demostraba, entonces, y deseando no equivocarse, pensó que no era descabellada su sospecha. “Si es el asesino, merece este cuidado”, se dijo mientras recorría los últimos pa­sos hasta quedarse a metros de su espalda.

—¡¿Qué hace usted acá?! —preguntó con energía.

El hombre permaneció inmutable observando el arroyo.

—¿Quién es usted? —insistió, pero al no obtener respuesta no aceptó tal silencio, entonces le gritó—: ¡Oiga!

El hombre lentamente le tornó la mirada y le fijó los ojos con una pasmosa serenidad. Su ropa estaba sucia y desaliñada y poseía el aspecto de un desamparado mendigante.

—También yo quisiera saber qué hace usted acá —respon­dió con voz apocada.

Sorpresa mayúscula para Kesman, quien, por acarrear tantos problemas, desbordaba de mal carácter.

—¡Soy el comisario de este pueblo! —gritó.

Actitud que permitió que el extraño retornara la vista hacia el arroyo y recién, tras tomarse todo el tiempo del mundo para quitarse el agua del rostro, se dignase a decirle:

—Pinto estos paisajes, sueño con ellos.

Recién entonces recordó el cuadro que tenía en su despa­cho. Sí, era tal cual le habían dicho las chicas: un ser verdade­ramente extraño. Lo contempló con detenimiento y luego fue des­cartando la hipótesis de que tuviera algo que ver con el ase­si­nato. Pero a pesar de esto seguía preguntándose: “¿Qué hacía en el lugar y cuánto tiempo llevaba allí?”. Podría ser que estu­viera analizando los movimientos. Entonces, sin más, decidió su detención, pues su aspecto —cercano a la enajenación— no lo hacía exento de culpa.

En el trayecto, el hombre no pronunció una sola palabra, solo que al pasar frente a la casa del palomar giró la vista hacia ella. Una vez en su despacho, Kesman adoptó actitudes arbitra­rias tajantes; la desesperación por mantener el orden por poco lo ciega. Ordenó la requisa del domicilio del detenido y, ante la incoherencia en sus respuestas, llamó a la psicóloga Martina; pensaba que podría ayudarlo a determinar su peligrosidad, ya fuera esta demencial o racional. Y esto a razón de que el ex­traño se mantenía inmutable ante sus preguntas, pues se re­cluyó en el lugar donde se hallaba el cuadro que se había olvi­dado en lo de Miguel. Sus ojos parec­ían incorporar ese paisaje, lo observaba con minucioso deteni­miento, y eso a Kesman lo irritó; más en el momento en que los hechos le exigían claridad y determina­ción.

Para la psicoanalista, la noche había sido fatal; cuando logró noción del tiempo ya el sol brillaba en lo alto y el desor­den de su habitación era impresionante. ¿Qué había pa­sado? Una intensa pesadez la venía perturbando y no la dejaba dor­mir, hasta tal punto que, si bien lograba conciliar el sueño, se des­pertaban en su mente todas las preocupaciones del día; en ellas estaba Kesman con sus irresolutos problemas acarreados por las incertidumbres de los asesinatos. Y por si algo le fal­tara, debía sumarle la impertinencia de Isabel, quien aparecía en su vida con descaro demostrándole con énfasis un amor platónico por ese hombre. Esto la agobiaba y la retraía en todo momento. No, no podía permitir que una jovencita se creyera con derecho a robarle tiempo y menos, a quitarle el motivo de su pensamiento. De todos modos, pensó que debía controlar sus nervios porque recordó que la vez que ella había estado en su consultorio no supo cómo contrarrestar las incisivas pre­guntas que le hiciera, además, le parecieron tendenciosas y de mal gusto. Desde ese día supo que le traería problemas a Kes­man y que este debía liberarse de ella para dar cumplimiento a sus propósitos.

Cuando abrió el ventanal vio pasar a los dos pequeños que iban hacia el arroyo, incluso escuchó sus discusiones. Se la­mentó entonces de su infancia desgraciada entre los oscuros claustros de un convento. En fin, “Una mala infancia es un sueño in­cumplido”, se dijo. Luego se dirigió hacia el cuarto del fondo en busca de alimentos para las palomas y quedó petrifi­cada al observar varias pisadas marcadas en las baldosas; pero su sorpresa aumentó más aún cuando vio la llave col­gando de la cerradura. Por un instante se quedó pensativa, una desapaci­ble intuición la hizo atemorizar. Tomó en­tonces una regadera y limpió el lugar. Después ingresó al cuarto; allí parecía estar todo en orden. Fue luego hasta el palomar y ahí se detuvo; las palomas comenzaban a embelle­cerse ordenando y acicalando sus plumones y las más despabi­ladas ya giraban en torno a la casa, incluso algunas llegaban hasta la alameda y el pinar. Permaneció por un instante con­templándolas, como año­rando tiempos pasados, y cuando trepó la pequeña escalera para de­positar las semillas en el receptá­culo vio a la distancia el res­plandor del arroyo y en el hori­zonte, las primeras nubes oscu­ras que comenzaban a levantarse. Se quedó mirándolas y en ellas pareció hallar un presagio in­definido de paz y de dolor.

Ya en su consultorio, y tras hojear una y otra vez el diario, nada halló de interés y esto le trajo cierta tranquilidad. Enton­ces, desplomándose en su sillón, reflexionó con agrado sobre las verdades de su maestro preferido.

—Si no hubiera existido alguien con tan increíble capaci­dad para demostrar todo lo que puede encerrar la mente, seguro que nadie hubiese sido capaz de diseñar su vida y ni siquiera, de proyectar sus sueños —afirmó.

Este pragmatismo era una obsesión descontrolada en su mente que, en ocasiones, convergía cual mandato supremo in­dicándole toda intención, toda voluntad. Su espíritu no se do­blegaba a la hora de invocarlo como prefacio para cada uno de sus actos. Lentamente iba convirtiéndose en un ritual por cum­plirse ya sea por sueños o por imaginación. Y si por algún en­tredi­cho alguien osaba cuestionarla, asumía su verdad filosó­fica consumiendo cada letra de las páginas amarillentas de su bi­bliografía, porque creía que en ellas estaban las razones y los fun­damentos.

Cuando ingresó al despacho de Kesman, la lluvia aún arre­ciaba. Colgó el piloto en el perchero y le estrechó la mano. Kesman intentó desprenderse de ella lo antes posible.

—Háganlo pasar —ordenó.

El hombre se plantó en la puerta y tal fue la sorpresa de la joven ana­lista que, al verlo, giró la vista hacia Kesman y, tomándose de las mejillas, preguntó:

—¿Qué hace esta persona acá?

—Estaba rondando el lugar del crimen.

—¿Crimen? —exclamó con ojos desorbitados.

El extraño pareció ni inmutarse; aunque sus ojos permane­cieron sobre los de la joven con increíble frialdad.

—Julieta, la hija de Laura —dijo Kesman rodeando el es­critorio, luego retiró su sillón, se desplomó en él y agregó—: Está en la morgue, Sierra está practicándole la autopsia.

—¡No lo puedo creer! —exclamó la joven mirando a unos y a otros.

De pronto, y como en un ataque de ira, Kesman golpeó con vehemencia su puño contra el escritorio.

—¡La puta madre! —gritó.

Un inaudible silencio prosiguió, nadie se atrevía a formu­lar palabra hasta que un agente golpeó la puerta y fue directo hacia él.

—Solo encontramos esto en la casa, señor —dijo al­canzándole lo que traía en las manos.

La psicóloga giró la vista hacia allí y pronta sus ojos ad­quirieron un singular brillo, aunque nada dijo. Kesman, en cam­bio, no pudo contenerse: si como prueba del homicidio debía conformarse con una pintura, indefectiblemente iba por mal camino. Sus ojos parecían decir tal cosa cuando observó con desconcierto el nuevo y deslumbrante paisaje.

—¡Puñales, cuchillos son lo que necesito, no pinturas! —gritó levantándose del sillón.

El agente se mantuvo en silencio y luego agregó subordi­nadamente:

—Es todo lo que encontramos, señor, que no fuera lo ne­cesario para vivir.

La joven profesional, que se había alejado, giró la vista hacia el extraño y se topó con su fría mirada. El cuadro que estaba sobre el escritorio era el mismo que había visto la otra noche cuando lo encontró por el Camino Real y, como aquella vez, ahora tampoco podía quitar sus ojos de sobre esas flores púrpura. Sus miradas se cruzaron una y otra vez, y en la de la joven, una peculiar duda se dejaba ver, porque sus ma­nos esta­ban temblorosas; quizá producto de tener que dirimir, por pe­dido de Kesman, la capacidad mental del ex­traño. Pero este, con su hermetismo infranqueable, le ofrendaba todas las dudas y sospechas; su mirada era algo más que un filoso puñal clavándose en sus pupilas. Fue imposible que doblegara ta­maño enigma, pues no lograba aplicar método alguno sobre ese silencio, que por segunda vez lo sintió en­jundioso. Tampoco lograba determinar hasta dónde abarcaba su razonamiento, pero no estaba dispuesta a arriesgarse frente a esa mirada enigmá­tica, puesto que no iba a renunciar a sus convicciones. Enton­ces, por orgullo, llamó a Kesman a otro despacho y una vez allí le dijo:

—Puede ser el asesino, pero... no creo que convenga dete­nerlo. Investigalo más, Ignacio.

Mantuvo en secreto su encuentro con ese hombre, pero, antes de retirarse, no pudo evitar quedarse un instante más ob­servando esas flores rojas que le producían un determinado desequili­brio emocional. Lo cierto es que el detenido pareció también conservar un resquicio de sarcasmo en su mirada, pues la si­guió con el rabillo hasta que ganó la puerta. Kesman, ya sin alterna­tivas, tuvo que soltarlo porque no pudo fundamentar con pruebas que tuviera algo que ver en el crimen. Dejó entonces que se retirara, pero antes le entregó los dos cuadros y lo pre­vino acerca de que no le permitiría deambular por lugares sos­pecho­sos. El ex­traño se retiró callado, tal como cuando lo hab­ían hecho entrar y le dejó, a su vez, la incógnita de si había com­prendido la recomendación o no.

Otra angustia para el pueblo, que en silencio acompañó a su víctima. La sociedad ya estaba reacia a toda espera, por lo tanto, a los pocos días, muchas voces volvieron a escucharse implo­rando justicia una vez más. El día que el cuerpo de la joven fue depositado en el ni­cho, un cartel con una leyenda casera y es­crita bajo los efectos de la emoción decía lo si­guiente: “A la espera de justicia”. También la actitud del párroco Agustín fue diferente, imploró justicia y pidió al pue­blo que esforzara la calma. Esto provocó una crisis de nervios en la joven Isabel, que tuvo que ser in­ternada de urgencia. El doctor Emeri, no bien la vio, recomendó absoluto reposo, nada que pudiera per­turbarla y que se evitaran las visitas; aseguró que las pastillas que le recetó la calmar­ían. A pesar de esto, nada lograba que la joven se tranquili­zara, mientras se hallaba en com­pañía de Beti repetía una y otra vez:

—Tuve que haber sido yo, ¡pobre hermanita!

Beti solo podía consolarla.

—Todas estamos en peligro, Isabel.

Pero la joven no entraba en razones ni lograba manera de comprender lo sucedido, se culpaba por no haber ido a espe­rarla esa noche.

—Me habrá estado esperando —dijo a la vez que dos lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

—¿Por qué no habrá ido a casa? —dijo entonces Beti, también consternada y sin poder soportar el dolor.

—Yo quedé en esperarla, íbamos a ir juntas —respondió.

Cuando, de pronto, recordó el comentario que le hiciera la encargada del conservatorio con respecto al llamado.

—¡No puede ser! —gritó—. ¡No puede ser!

Beti no entendía nada y se desesperó por serenarla.

—¡Isabel!

—¡A mí me querían matar! ¡A mí, a mí! —exclamó una y otra vez.

—¿Por qué decís eso? No tiene sentido.

—¡Sí, sí! A mí me querían matar —aseguró en medio de un llanto incontenible.

Cuando el forense culminó su labor dio el informe, y para ello llamó a Kesman y le dijo:

—Todo me lleva a pensar que es igual a las otras víctimas, las heridas, la manera en que fueron hechas y ningún indicio de que fuera violada; en su interior, a no ser plancton, arena y de­más, no se encontraron materias extrañas, y en sus pulmones, que eran lo más importante, tampoco.

—¿Usted quiere decir que su deceso no fue por inmersión?

—Así es —aseveró—. A pesar de estos microorganismos hallados en la parte superior de la laringe, la defunción cadavé­rica está en buenas formas, es más, con certeza le diría que la muerte se produjo el viernes, a más tardar el jueves, pero me inclino por el viernes.

—¿Y con respecto al arma?

—Puñal, cuchillo, algo así —respondió.

Kesman se quedó en silencio, luego lo observó como espe­rando que le dijera más, pero este solo agregó:

—Tomándola de atrás, igual a las otras; aunque esta vez con destrucción del hígado y perforación del pulmón. Imposi­ble de sobrevivir; ya estaba muerta cuando la tiraron al arroyo.

Cuando regresaba de la reunión con el forense y traía con­sigo el informe imprevistamente le vino a la mente la pintura del desconocido. La recordó de manera vaga. Sí, había un árbol, también algo que resaltaba, pero ¿qué era? ¿Sangre? Y sin de­mora se dirigió hacia el arroyo. Al tomar el Camino Real su rostro se ensombreció, la seriedad lo agravó y cuando se in­ternó en el último tramo del sendero que lo acercaría a la ri­bera, vio de lejos el árbol en cuyo frente las aguas se encrespa­ban levemente. Era lo que había pensado: allí habían encon­trado al cadáver. Se quedó observando desde la distancia y no tuvo du­das: el paisaje elegido por el pintor macabramente era un calco de lo que estaba viendo. Pero ¿por qué ese lugar? ¿Y si fuera el asesino?; sospechas avaladas por la psicóloga Mar­tina, quien, aunque no lo confirmara, parecía fundamentar la culpabilidad del extraño, pues nadie como ella conocía a ese tipo de perso­nas. Entonces, sin contratiempos, pero con pro­funda incerti­dumbre, regresó al pueblo.

Ya la noche caía y no supo por qué motivo se detuvo frente a la vivienda de la joven analista. Golpeó la puerta y es­peró.

—¡Ignacio, no esperaba tu visita! —exclamó desde el um­bral cuando lo vio.

—No sé muy bien por qué vine. Estuve en el arroyo y todo me pareció tan extraño… —le respondió.

—¿En el arroyo... y a qué fuiste? —indagó.

—Es el lugar del crimen —aseveró, luego preguntó—: De­cime, ¿qué viste en esos cuadros?

La joven no respondió, giró sobre sí y observó el interior sombrío del living.

—Pasá, pasá —le dijo señalando el interior—. Pasá que preparo algo para tomar.

Cuando volvió al living lo hizo bebiendo de su copa, y luego dijo con tono determinante:

—Ese hombre tiene una increíble maestría, es magistral en su estilo. ¿Te acordás de aquella muestra a la que asistimos en donde un artista europeo ya deslumbraba con esos trazos? Re­alista, pero con un escape de locura. —Y luego de un sorbo ase­veró—: Aunque es imposible pensar que los clásicos per­mitir­ían pinceladas así.

—Pero ¿por qué ese lugar? —la interrumpió Kesman, contrariado y perplejo al no encontrar nada en claro en las dis­plicentes respuestas de la analista.

—¿Qué lugar?

—El lugar del crimen —respondió.

La joven se levantó y con pasos ágiles se acercó a la puerta; en sus ojos se notaba una inesperada excitación.

—¿Otra copa, Ignacio? —preguntó, como si se desintere­sara del comentario que le hiciera.

Pero Kesman, que estaba tan obsesionado por hallar res­puestas, volvió a insistir.

—Decime, Martina, a estas personas, ¿su patrón emocional les permite momentos de olvido o vacíos? Vos me entendés, no sé cómo explicártelo.

La joven pareció no querer prestarse a tales preguntas, pero luego, tras aspirar una bocanada de aire puro de la ven­tana, dijo:

—La mente da para todo, pero vos tenés que elegir los sueños. Si te guías por ellos, vas a lograr tus propósitos. El gran maestro descubrió esas virtudes y puedo asegurarte que estos provocan los hechos; nunca permitiré a los innovadores que pretenden quitarle la espontaneidad al cosmos. Dejá que guíen tu futuro. Los de Jung dicen, estúpidamente, que el espí­ritu y el alma se armonizan en un dios interior; pero mi Dios, Ignacio, no es interior, sino universal. —Luego de estas pala­bras pareció for­talecerse, y agregó—: No creo que ese extraño tenga un dios interior, tan solo refleja lo que ve; aunque nada de su alrededor le transmite algo. Es más, Ignacio, estoy segura de que ni siquiera sabe expresar lo que hace.

—Sí, pero ese árbol está allí y en su pintura también, lo acabo de ver —respondió mirándola.

La joven profesional dio media vuelta sobre sí y bebió con sorbos lar­gos hasta concluir su copa.

—Inerte, sin vida, Ignacio, pura casualidad, solo él lo ve así.

—¿Y esas flores? —preguntó entonces Kesman.

La joven calló fijando los ojos en un punto inexistente y luego dijo con un tono muy apocado:

—Son solo flores, mi amor. Pero sí debo decirte que la enajenación produce vacío y en ella puede caber hasta la muerte.

Kesman no lograba atar cabos, pensaba que si fuera un psicópata, jamás transitaría al descubierto sin dejar algo al azar que lo descubriera. Además, alguien en algún momento lo de­lataría, puesto que sus actitudes y sus movi­mientos no eran del todo normales. Si bien había estado en el lu­gar del hecho, más le pareció que por ausencia mental que por haber participado en él.

Al llegar a su despacho se sorprendió cuando vio que Beti estaba esperándolo.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Isabel quiere verlo urgente —respondió la joven.

Cuando ingresó a la clínica, la enfermera le anticipó del estado depresivo de la joven, que estaba bajo fuertes tranquili­zantes. Se instaló a su lado y la tomó de la mano; a la vez, una notable desesperanza se dibujaba en su rostro. Luego, en no más de un cuarto de hora, la joven comenzó a transpirar y a girar la cabeza de un lado para el otro, y a pesar de su esmero por tranquilizarla quitándole la transpiración con un pañuelo, nada la calmaba.

—¡Fue a mí, fue a mí! —balbució la joven dando muestras de que las pastillas ya estaban menguando su efecto.

—Isabel... querida —se desesperó.

—¡Me quiere matar!

—¡Isabel, por favor, despertate!

La joven parecía entrada en un trance, pues su pecho co­menzaba a agitarse y su respiración, a obstruirse.

—¡No! ¡No! —gritó de pronto—. ¡Me quiere matar!

—¡Isabel, tranquilizate! —suplicó intentando despertarla.

Pero nada podía hacer, la joven continuaba excla­mando:

—¡Me va a matar, tiene un puñal, Ignacio! ¡No!

Ya desesperado, la tomó de los hombros y la sacudió con vehemencia, a la vez que llamaba a las enfermeras. Cuando la joven logró despegar sus párpados, comenzó a inspeccionar la habitación sin comprender dónde estaba; sus bellos ojos se veían desorbitados y la blancura de su rostro impresionaba sobremanera.

—Otra vez la pesadilla —balbució la joven una vez que comprendió su situación, y se echó a llorar en sus brazos.

Kesman se sintió culpable al recordar que desmereció lo dicho por la joven con respecto a esas imágenes horribles; se lamentó por no haber logrado una aproximación sobre ellas. ¿Qué le restaba por hacer? ¿Ahondar las sospechas efímeras sobre el extraño de la colina? Se trasladó imaginariamente al día siguiente y supo lo difícil que sería llegar a su despacho y ver los informes sin respuesta sobre el escritorio; la amargura lo estaba traicio­nando y pensó que aún faltaba lo peor. Sintió temor con solo imaginar lo que diría Quintana, y hasta creyó que Agustín tam­bién exigiría su detención, pues ya era un re­clamo imperante. No se podía seguir permitiendo que esos hechos sucedieran, Dios también había creado la justicia de los hom­bres. Pero todo le llegaba a la cabeza oprimiéndolo y pro­vocándole indecisión.

Cuando la joven se serenó, le comentó lo del llamado y eso le llamó la atención. Por primera vez el posible asesino había tenido palabras; era lo que esperaba, que diera indicios de que merodeaba por el pueblo. Y, aunque una y otra vez tuvo que esquivar los fracasos y las detenciones equivocadas, en un ra­malazo de pensamientos recorrió todas sus sospechas. Sabía que era alguien que andaba entre la gente, de eso no tenía du­das. Pidió a la enfermera que cuidara de Isabel, y a Beti, que tranquili­zara a la madre, porque la señora sufría de hiperten­sión. Luego de averiguar el domicilio de la encargada del con­servatorio, se dirigió hacia allí. Era necesario que le pudiera aclarar algo; si era verdad lo del llamado, entonces habría fun­dadas razones para el estado de la joven.

Luego de golpear la puerta, permaneció por un instante ob­servando la calle entumecida. Supo de su responsabilidad, aun­que la víctima pasara a ser un número más en los archivos de homicidios. Pero lo que no cerraba en su análisis era cómo había podido el asesino matarla en la entrada del pueblo y trasladarla luego hasta el río.

La encargada llegó hasta el umbral, compungida y atemo­rizada y, al verle la rigidez en la mirada, supo a lo que iba.

—Pase —dijo entonces—. Tome asiento.

Kesman se sentó y se fregó el rostro con las manos desde las cejas hasta la barbilla, luego se asentó el cabello; sus ojos se veían irritados y cansados. Luego miró a la mujer, que, con pre­ocupación, esperaba sus preguntas.

—Es sobre ese llamado —le dijo sin vueltas.

—Sí, habrá sido a las veinte horas más o menos.

—¿Cómo fue esa comunicación?

Tardó en responderle, pero luego le dijo:

—Como todas, muchas personas llaman a las chicas, in­cluso usted lo ha hecho.

—Me refiero a si algo le llamó la atención —aclaró mirán­dola.

—No, solo dijo: “¿Con el conservatorio?”. Por eso pensé que no era habitual su llamado.

Se quedó un instante pensativo tras esas palabras, luego preguntó:

—Dígame, ¿cómo fue el diálogo con esa persona?

—Usted sabrá, comisario, entre pianos y violines uno no puede recordar mucho, pero se la veía alegre. No tengo duda de que era con alguien conocido.

—¿Recuerda usted exactamente qué se dijeron?

—No, solo la escuché decir: “A las veintidós me espera, sí a las veintidós”, luego cortó.

—¡Sí, entonces tenía razón Isabel! —afirmó Kesman, gi­rando la cabeza de un lado a otro.

—¿Cómo? —preguntó la mujer, sorprendida.

—¿No se da cuenta? No era a Julieta a quien quería matar, sino a Isabel.

—Pero la mataron a ella y... No entiendo —agregó tomán­dose la cabeza.

Kesman tomó distancia, sus ojos iban hacia el ca­llejón, en donde las débiles luces titilaban y dejaban una incons­tante pe­numbra y claridad.

—Quería matar a Isabel —balbució, y luego agregó enfáti­camente—: Que haya matado a Julieta pudo haber sido por dos motivos: uno, por equivocación y el otro, para prevenirla.

—¿Prevenirla de qué, comisario? —preguntó entonces la encargada, que nada entendía.

—Eso no sé decirle —le respondió mientras se levantaba.

Y cuando ya estaba en la calle escuchó la súplica de la mujer, que desde el umbral le decía:

—¡Detenga a ese asesino, comisario! ¡Deténgalo, por fa­vor!

Con cautela subió a su automóvil y permaneció un largo rato al volante escudriñando la noche; para entonces, la ala­meda y el pinar contorneaban en oro sus siluetas y la luna re­cién comenzaba a deslizar su luz plateada por las lade­ras. Las intermitentes luciérnagas aggiornaban ese anochecer deam­bulando sobre la hierba y sobre la imperceptible bruma que recién comenzaba a levantarse al final del Camino Real. ¿Cómo aceptar que tan bella geografía fuera escenario de ase­sinatos? Esa zona solía ser frecuentada por muchos enamora­dos que se alejaban a la vera del arroyo, pues era propicio para el amor. Cuántas veces llevó a Isabel a caminar por ese sendero bajo el sol sangrante del ocaso a la espera de las primeras es­trellas. Ni cuenta se dio de que su automóvil ascendía las coli­nas y de que, tras pasar el pinar, se detenía en el mismo lugar en donde había visto al extraño sen­tado bajo la lluvia. El sauce que se delineaba plateado era un testigo amorfo de lo sucedido, como el ondear de las aguas que se perdían tras un recodo me­cido ante la brisa que parecía lle­var los sueños de la joven muerta.

Cuando los ecos sordos de las sierras le llegaron a los oí­dos con el cantar de los gallos y el ladrido de algunos perros, tuvo noción del tiempo transcurrido; en el aserradero comen­zaba la labor a las cuatro de la madrugada. Al retomar la mar­cha, una inesperada alucinación pareció poseerlo, creyó ver otra vez a ese hombre sobre la colina; pero le bastó refregarse los ojos para asumir la cruda realidad: nadie estaba allí, solo él con su preocupación y su desconcierto. Entonces, no tuvo otra opción más que esperar a que la joven se recuperara para que ahondara en los detalles concernientes a su pesadilla. Si hubiera seguido el consejo de su padre, hoy sería un tranquilo hombre de negocios, un administrador de consorcios. Pero no valía la pena re­morderse la conciencia ahora por el error come­tido; no obstante, por primera vez veía con serios problemas que le otorgasen el cargo que ambicionaba. Es más, ya lo des­cartaba, pensó que no había hecho nada en su carrera en los últimos años que mereciera una buena consideración para lo­grarlo, y menos ahora con algo tan intrincado y confuso como era esta serie de asesinatos.

Los cuadros de la muerte

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