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(Cuadro 1º)

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[Al abrirse el telón un carromato aparece en el fondo de la escena. De él tira un caballo que nunca tiene nombre: el caballo de Beckett, el caballo de Béla Tarr, aquel otro caballo que abrazara Nietzsche en la plaza Carlo Alberto un tres de enero. Es también el caballo que unos taxidermistas vaciaron en la página treinta y tres del libro Voces en off. Siempre es el mismo caballo. Volverá a aparecer en cualquier libro que aún no han sido escrito. Solo será un caballo, nadie se dirigirá a él por ningún nombre, nadie sabe dónde ni de quién nació, y nadie sabrá nunca contar cómo se produjo su muerte y, sin embargo, ciento treinta y dos años después aún sigue vivo. Todo lo que ocurre en un teatro ansía repetirse.

El carromato es conducido por un hombre que lleva puesta la bata de alguien que tal vez fue, en otra vida, matemático. Pero, como en los sueños, a veces ese hombre es otro hombre, o tal vez pueda serlo. Depende de quién sueñe, de quién lea, podría suceder que ese hombre de la carreta se parezca a Ohlsdorfer. Incluso es muy posible que el propio Ohlsdorfer, que intervendrá en el último acto de este libro, sea el mismo Dr. Thom que conduce el carromato. Y si eso fuese cierto, demostraría de modo irrefutable que sobre él ya ha ocurrido la 3.ª catástrofe: ha caído en el surco. Se encuentra en el impasse y sin salida.

El tiempo que tarda en llegar al proscenio es incalculable. Durante esa espera vuelve a repetirse sobre el escenario todo lo que ya ha ocurrido en las otras funciones anteriores y lo que, inevitablemente, va a suceder en esta. También en este libro. Cuando al final consigue llegar al primer plano, puede leerse en la lona del lateral derecho que cubre la carreta: «Elixires para supervivientes Dr. Thom».

El hombre de la bata retira hacia atrás esa parte de la lona y el carromato se convierte en un teatrillo. Al fondo hay una estantería llena de frascos de elixires cubiertos por el polvo acumulado en muchas vidas. Ese hombre se dirige al público con el discurso de un vendedor de pócimas, pero lo que se escucha solo es un fragmento. Siempre el mismo fragmento. Nadie puede oír nunca el parlamento entero]

Déjenme que les diga que solo la muerte es sencilla. Todo lo demás solo son breves catástrofes. Pero tienen remedio, y de esto quiero hablarles. Ustedes se preguntarán a qué viene todo esto. Para eso estoy aquí, para que entiendan que cuando les hablo de catástrofe no lo hago en el sentido de desastre. Hasta es seguro que eso que ustedes consideran vidas no sean sino catástrofes que bifurcaron en otra vida más real. Pero, se lo advierto, será un saber solo apropiado para supervivientes, que es lo que somos todos.

Déjenme que les diga que como supervivientes solo disponemos de un futuro y, aunque sería exagerado decir que no tenemos pasado, la verdad es que nos sirve de tan poco que es como si no lo tuviéramos. Lo único que nos ha quedado como herencia es el nombre de las cosas5.

Déjenme que les diga lo siguiente: No hay nada en este mundo que suceda tal y como lo vemos. Lo que vemos es solo nuestra forma de ver lo que sucede. Llamamos «objetivo» a todo aquello que percibimos sin mácula de duda, pero se nos olvida que percibir no es más que interpretar, es categorizar, seleccionar una pequeña parte de entre un todo que, justo en el instante de mirar, hacemos invisible a fuerza de observar únicamente aquello que extrajimos.

No hay en esto ninguna fantasía, ¡créanme, se lo juro!, es algo muy sencillo: no podemos confirmar la existencia objetiva de aquello que observamos pues somos parte activa en esa construcción en la que intervenimos con nuestras estructuras –la forma de mirar, nuestro sistema de cognición humana– que contaminan todo. Pregúntenle a la abeja, al virus de la rabia, a la errante partícula de Heisenberg.

Desprovista de toda trascendencia, ignorante de esa idea de un yo que siempre lleva gafas mal graduadas, ¿puede decirme alguien si ha tenido una visión del mundo, solo una, –de lo que ustedes llaman realidades– que no se haya cribado previamente en el tamiz de la interpretación, la significación, la idea o el yo previo?

Déjenme que les diga que no existen «el afuera» ni «el dentro» despojados de nuestra observación. No hay «realidades puras», ¡miren quién se lo dice, un personaje! Nuestro mundo, su mundo, no es lo que percibimos ni exactamente como lo percibimos. Ahora estamos aquí, o eso parece… Wolfgang Iser nos dice que una obra no es más que una ilusión, que su significado se produce en esta relación que mantenemos ustedes y nosotros.

Ahora nosotros somos «su presente», sin embargo, nosotros estamos también siendo nuestro propio pasado. Aquí venimos solo a repetirnos una vez y otra vez. Alguien ha decidido cómo somos, qué hemos de decir y qué sentimos. Parecemos concretos, predecibles, pero somos materia tan volátil...

¿Sabían que los átomos solo mueren después de un estallido nuclear? Sin la detonación son inmortales. Por eso hay quienes dicen que todos nuestros cuerpos son de segunda mano. Proceden de una estrella que explosionó algún día. Solo somos los restos de sus átomos. Déjenme que les diga que en esta incertidumbre también están ustedes. Ustedes son presencias y ausencias, teatrillos siempre tan inestables…

Es él quien nos emula: el surco, el precipicio. El precipicio que siempre está en nosotros, qué espacio tan informe y tan permeable para desbaratar el orden de los tiempos, tan lleno de interior y tan abismo de lo que es y de lo que no es, tan permisivo, padre de la presencia y de la ausencia…

Remolca sus historias por las páginas, crea sus movimientos, se desdice, más tarde o más allá, no importa el cómo, allí se desdibuja y en nosotros…

Realidad y verdad, el indecible tiempo en esta permanente incertidumbre llena de vidas falsas que se colman diciendo estas mismas palabras.

Estas mismas palabras.

Estas mismas palabras se han escrito mil veces en millones de libros y todas nuestras vidas son su reiteración. (Tú mismo incluso que crees que las lees).

Al fin y al cabo todos somos aquí lo mismo: efímeros actores en una obra más grande que incluye este momento, esta ciudad, el libro... y nuestras propias vidas.

Ficción y realidad…, espacio y tiempo…, el aquí y el ahora…

Aquí… tiene mucho de ahora y de presencia, y el ahora tiene tanto de aquí

¿Es que acaso no estamos aquí todos representando un papel? Si asumimos que todo es un teatro, ¿qué diferencia hay entre los actos que nos hacen persona o personaje? ¿Son todos nuestros hechos cotidianos únicamente representaciones donde hay otros actores y otro público?

¿Y cuando estamos solos? ¿Cómo se verifica la existencia?

¿Sabían ustedes que Berkeley, filósofo y obispo idealista, dijo que, si no hay nadie cerca que lo escuche, un árbol que se parte y se desploma no hace ruido6?

De la misma manera, todo aquello que vemos, olemos y sentimos, no existe realmente tal y como lo vemos, lo oímos, lo sentimos7, no me canso de decírselo.

Dicen que Einstein decía que la luna no existe cuando nadie la mira. A lo mejor por eso decidieron llamarla luna nueva, la vieja estaba demasiado vista.

El Vladimir que va a salir más tarde solo es un personaje de ficción creado para un libro al que, de tanto en tanto, algún actor da vida; pero mientras lo hace, ese actor es verdaderamente Vladimir, y la persona que interpreta al personaje ¿existe? Quiero que se comprenda la pregunta: ya que en ese instante cada vida depende de la otra, ¿cuál de las dos existencias es en ese momento verdadera?, ¿la del actor o la del personaje?

Pero esto no le importa a Vladimir, pues su hacedor no quiso que los espectadores se hicieran tal pregunta.

En la página número veinticuatro del libro Voces en off, el autor hace que otro personaje le haga a Vladimir esta pregunta:

Pero…, entonces…, Vladimir ¿de qué forma sabemos que sucede lo que está sucediendo?

Como acontecimiento –le responde– ¿existen la ficción y la mentira?, ¿la invención de algo que no ha ocurrido es un suceso? Lo que solamente una conciencia sabe o la escena que ha visto un animal… o nadie..., ¿de qué forma se constata la existencia?

No importa la respuesta. La realidad se modifica de igual modo después de una ficción, después de una verdad y una mentira. Cada bifurcación nos deja como herencia cadenas de mentiras y verdades.

Espectador y personaje se parecen, pero el único que sabe realmente qué es lo que va a pasar y en qué momento es el actor. Finge que no lo sabe, sin embargo, siempre conoce cuál será el futuro y cuál ha sido el pasado.

Pero el actor carece de presente. Es el único que posee la total certidumbre… justo cuando no hace de sí mismo.

Somos réplicas humanas perfectas –dice alguien desde dentro.

Salvo por una cosa –le responde otro alguien–. Nunca somos reales.

Para el personaje y el actor es absolutamente imprescindible la presencia del público, solo de él depende su existencia. Pero curiosamente, una vez que el público aparece, el juego del actor y el personaje consiste en que es el público quien en verdad no existe. Y lo abroncan cuando se «manifiesta» con murmullos o cuando suena un móvil. Paradójicamente, después el juego vuelve otra vez al principio y se exige que el público demuestre su presencia de la forma más ruidosa que sepa: aclamaciones, vítores, aplausos.

Quizá parezca absurdo, incongruente. Si es así, bienvenidos a este primer acto, aquí empieza todo, pero todo… otra vez. Nunca lo olviden. Todo empieza … de nuevo.

Son ustedes también tan inestables...

Tal vez sea el momento de ponerse a pensar cuál será su lugar en el conflicto. Quizá solo seamos –como ha dicho esa voz hace un instante– réplicas predecibles en una representación que se repite. Hay algo que nos salva, al fin y al cabo, toda representación es una indagación sobre la verdad y toda nuestra vida se resuelve en una simple fórmula de ausencias y presencias: cuándo somos qué y, sobre todo, en dónde.

Así es nuestra existencia: verdadera y falsa y ambas cosas simultáneamente. Todo está en función de quién la observe o de si creemos que estamos dentro o fuera. Al final todos somos icebergs que acaban derritiéndose a fuerza de observarlos.

Déjenme que les diga que hay dos cosas que gobiernan el mundo: la maldad y el absurdo –no se engañen, el amor forma parte del absurdo–, y ambas cosas siempre están conducidas por la fatalidad del ser humano:

él es el infinito proyecto de sí mismo,

por encima de sí se sobrevuela8

investido del dios que ha modelado a su imagen exacta, con sus vicios…

Déjenme que les diga…

[El hombre sigue hablando mientras la escena se va quedando a oscuras]

5 El texto de este párrafo, desde el guion de diálogo hasta el nº de la nota al pie, es una recreación literaria construida con fragmentos de una publicación de Luis Martín Santos, sobre la obra de R. Thom en la revista Política y Sociedad (1990, pág. 107– 117) editada por el Dpto. de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

6 En realidad, Berkeley (s. XVII) nunca hizo esta afirmación, aunque estaba totalmente implícita en su manifiesto idealista. Vino a decir que los árboles no se caen en el bosque sin un observador, ya que no hay árboles sin observadores. De ahí su famosa frase «Esse est aut percipi aut percipere», o sea, «ser es ser percibido». De hecho, lo único que produce la caída del árbol es una vibración en las moléculas de aire que hay a su alrededor. Es esa vibración al golpear con la membrana de nuestro oído la que nuestro cerebro convierte en ruido –en sonido– una vez traducida a través de nuestro sistema sensorial y perceptivo (vibraciones, tímpano, fluido coclear, células pilosas, impulsos eléctrico–nerviosos, etc). Para que el ruido «exista» se necesitan tres cosas: un suceso que lo cause, un medio que lo transmita y un organismo capaz de percibirlo. Y esto último, depende de la capacidad y respuesta sensorial de las células de cada organismo a determinadas vibraciones de onda. En otras especies este hecho sería completamente distinto. Es completamente imposible imaginar el modo en el que ven el mundo las abejas. El color, por ejemplo, no es una cualidad de los objetos, sino de la propia luz que incide en ellos o, más exactamente, de la traducción que hace cada cerebro al interpretar determinada longitud de onda.

7 Aunque estas son ideas básicas de la filosofía, estas frases están casi literalmente copiadas de una entrevista a José Enrique Campillo (Inma Sanchís, La Vanguardia, 21–7–2021).

8 Chantal Maillard, Lógica borrosa, «Sin embargo», Málaga, Miguel Gómez Ediciones, 2002, pág. 35. Los versos literales de Maillard son: «Yo soy el infinito proyecto de mí misma, / por encima de mí/ me sobrevuelo».

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